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22 de abril de 2018

La maldición que cayó sobre Sarnath, H. P. Lovecraft


LA MALDICIÓN QUE CAYÓ SOBRE SARNATH


                Hay en la tierra de Mnar un amplio lago tranquilo al que ninguna corriente nutre y del que tampoco nace río alguno. Hace diez mil años se alzaba en sus riberas la poderosa ciudad de Sarnath, pero Sarnath ya no está allí.
                Cuentan que, en los olvidados años en que el mundo era joven, aun antes de que los hombres de Sarnath llegaran a la tierra de Mnar, otra ciudad se ubicaba junto al lago; la ciudad construida con piedras grises de lb, que era tan vieja como el mismo lago y estaba poblada por seres de ingrata apariencia. Tales seres resultaban sumamente feos y extraños, tal como de hecho son la mayoría de los retoños de un mundo apenas esbozado. Está escrito en las piedras cilíndricas de Kadatheron que el color de los seres de lb resultaba tan verde como el lago y las neblinas que se alzan de su superficie; que eran de ojos saltones, labios fofos y repulsivos, y curiosas orejas, así como que eran mudos. También está escrito que descendieron una noche de la luna, entre la niebla; ellos y el gran lago tranquilo, y la pétrea ciudad gris de lb. Como quiera que sea, es cierto que adoraban a un ídolo de piedra verde mar cincelado a semejanza de Bokrug, el gran lagarto acuático, ante el que danzaban de forma horrible cuando la luna se mostraba gibosa. Y está escrito en los papiros de Ilarnek que descubrieron un día el fuego, y que desde entonces utilizaron las llamas en multitud de festejos. Pero no es mucho lo que se ha escrito sobre tales seres, ya que existieron en tiempos verdaderamente remotos, y el hombre es joven, y sabe muy poco sobre los más antiguos de entre los seres vivos.
                Tras muchos eones los hombres llegaron a la tierra de Mnar; eran oscuros pueblos pastores que arreaban sus rebaños y que construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron junto al sinuoso río Al. Y algunas tribus, más audaces que las otras, se llegaron al borde del lago y emplazaron Sarnath en el lugar en que los metales preciosos afloraban de la tierra.
                Las errabundas tribus ubicaron las primeras piedras de Sarnath no muy lejos de la ciudad gris de lb, maravillándose en grado sumo ante los seres que allí moraban. Pero con su asombro se mezclaba el odio, porque no estaba en su forma de pensar el admitir que seres de tal aspecto pudieran habitar el mundo de los hombres nacidos del fango. Tampoco gustaban de las extrañas esculturas sobre los monolitos grises de lb, ya que la gran antigüedad de tales tallas les resultaba terrible. Nadie sabría decir por qué aquellos seres y esculturas permanecían sobre la tierra, aun tras la llegada del hombre; a no ser que fuera porque la tierra de Mnar era tranquila en verdad, y alejada de la mayoría de otras tierras, tanto de la vigilia como de los sueños.
                Cuanto más miraban a los seres de lb, más los odiaban los hombres de Sarnath, y a esto contribuía no poco el descubrimiento de que aquellos seres resultaban débiles como jalea a la herida de piedras, lanzas y flechas. Así que un día los guerreros jóvenes, los honderos y los lanceros y los arqueros se pusieron en marcha contra Ib y mataron a todos sus moradores, arrojando los extraños cuerpos al lago mediante largas lanzas, ya que no querían tocarlos. Y ya que no gustaban de los grises monolitos esculpidos de lb, los abatieron asimismo sobre el lago, maravillándose de la enormidad del trabajo de acarrear aquellas piedras desde muy lejos, como sin duda había sido, ya que no se conocía nada semejante en toda la tierra de Mnar ni en las adyacentes.
                De esta forma no quedó nada de la antiquísima ciudad, a excepción del ídolo de piedra verde mar cincelado a semejanza de Bokrug, el lagarto acuático. A éste los guerreros jóvenes se lo llevaron a Sarnath como un símbolo de conquista sobre los vie¬jos dioses y los seres de lb, así como en señal de liderazgo sobre Mnar. Pero la noche después de ser emplazado en el templo, algo terrible debió suceder, ya que se vieron luces salvajes sobre el lago, y al llegar la mañana el pueblo se encontró con que había desaparecido, y que el sumo sacerdote Taran-Ish yacía muerto, como abatido por algún miedo indecible. Y antes de morir, Taran-Ish había garabateado sobre el altar de crisolito con trazos temblorosos la señal de la MALDICIÓN.
                Luego de Taran-Ish se sucedieron los sumos sacerdotes en Sarnath, pero nunca llegaron a encontrar el ídolo de piedra verde mar. Y multitud de siglos llegaron y se fueron, y Sarnath prosperó desmesuradamente, hasta que sólo los sacerdotes y las viejas recordaron lo que Taran-Ish garabateara sobre el altar de crisolito. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se estableció un camino de caravanas, y los preciosos metales de la tierra se intercambiaban por otros metales y ropas raras y joyas y libros e instrumental para los artífices y todas los lujosos bienes conocidos por el pueblo que habita a lo largo del sinuoso río Ai y aún más allá. Así creció Sarnath poderosa y sabia, y enviaba ejércitos de conquista para subyugar a las ciudades vecinas; y en su momento se sentaron en el trono de Sarnath los reyes de toda la tierra de Mnar, así como multitud de tierras adyacentes.
                Maravilla del mundo y orgullo de la humanidad era Sarnath la magnífica. De pulido mármol, extraído del desierto, eran sus murallas; con una altura de 300 codos y una anchura de 75, de forma que dos carros podían cruzarse sobre su parte alta. Su longitud era de 500 estadios, interrumpiéndose tan sólo en la parte que daba al lago, donde un gran dique de piedra verde contenía a las olas que se alzaban de forma extraña una vez al año, durante el aniversario de la destrucción de Ib. En Sarnath había cincuenta calles que iban del lago a las puertas de las caravanas, y otras cincuenta que las cruzaban. De ónice estaban todas pavimentadas, a excepción de aquellas por donde pasaban los caballos y los camellos y los elefantes, que se hallaban adoquinadas con granito. Y las puertas de Sarnath eran tantas como calles concluían en sus murallas, cada una de ellas de bronce y flanqueadas por efigies de leones y elefantes esculpidos en una clase de piedra ya desconocida para los hombres. Las casas de Sarnath eran de ladrillo vidriado y calcedonia, cada una con su jardín vallado y su estanque cristalino. En extraño estilo habían sido construidas, ya que ninguna otra ciudad poseía casas así, y los viajeros de Thraa e Ilarnek y Kadatheron se maravillaban ante los resplandecientes domos con que se hallaban rematadas.
                Pero más maravillosos aún resultaban los templos y los palacios, así como los jardines establecidos por el antiguo rey Zokkar. Había multitud de palacios, el más modesto de los cuales era más formidable que cualquiera de los de Thraa o Ilarnek o Kadatheron. Tan altos eran que, hallándose en su interior, uno podía creer que se hallaba a cielo abierto; aunque cuando se iluminaban con antorchas embebidas en el aceite de Dothur sus muros mostraban inmensos frescos de reyes y ejércitos, de una magnificencia tal que elevaban el espíritu al tiempo que atemorizaban a quienes los contemplaban. Multitud eran las columnas de los palacios, todas de mármol veteado, y talladas con motivos de belleza sin par. Y en la mayoría de los palacios los suelos se hallaban cubiertos por mosaicos de berilo y lapislázuli y sardónice y rubí y otros materiales selectos, tan bien distribuidos que el visitante podía creerse paseando sobre lechos de las más raras flores. Y había asimismo fuentes que derramaban aguas perfumadas alrededor mediante surtidores diseñados con habilidosa artesanía. Eclipsando a todos sus rivales se alzaba el palacio de los reyes de Mnar y tierras adyacentes. Sobre dos agazapados leones de oro reposaba el trono, muchos peldaños por encima del suelo resplandeciente. Y había sido tallado en una única pieza de marfil, aunque ningún hombre vivo conocía de dónde pudiera proceder algo tan inmenso. En ese palacio también había innumerables galerías, y muchos anfiteatros donde leones y hombres y elefantes combatían para entretenimiento de los reyes. En ocasiones se inundaban los anfiteatros con aguas canalizadas desde el lago a través de poderosos acueductos, y entonces se libraban trepidantes combates navales o luchas de nadadores contra mortíferos seres acuáticos.
                Altos y asombrosos resultaban los diecisiete templos en torre de Sarnath, edificados con una piedra de reflejos multicolores desconocida en cualquier otra parte. Su buen millar de codos medía el mayor de todos, allí donde moraba el sumo sacerdote entre una magnificencia apenas superada por la del rey. Abajo había salones tan amplios y espléndidos como los de los palacios, donde se agolpaban las muchedumbres adorando a Zo-Kalar y Tañas y Lobon, los dioses mayores de Sarnath, cuyos relicarios, envueltos en humo de incienso, eran semejantes a tronos de monarca. Las imágenes de Zo-Kalar y Tamash y Lobon no eran como las demás estatuas de dioses, ya que resultaban tan vívidas que uno podría jurar que los propios y agraciados dioses barbudos ocupaban sus tronos de marfil. Y a través de interminables escaleras de brillante circonio se llegaba al aposento de la cima, desde donde el sumo sacerdote avizoraba de día sobre la ciudad y las llanuras y el lago; y de noche la críptica luna y las estrellas más brillantes y los planetas, así como sus reflejos en el lago. Allí tenían lugar los más antiguos y secretos ritos en execración de Bokrug, el lagarto acuático, y allí reposaba el altar de crisolito ostentando la MALDICIÓN, garabateada por Taran-Ish.
                Maravillosos asimismo resultaban los jardines edificados por el antiguo rey Zokkar. Ocupaban el centro de Sarnath, cubriendo un gran espacio y circundados por un alto muro. Y se hallaban cubiertos por un poderoso domo de cristal, a través del cual brillaban el sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba despejado. Y de ella se colgaban refulgentes imágenes del sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba nublado. En verano, los jardines se refrescaban mediante aromáticas brisas frescas, habilidosamente provocadas mediante ventiladores, y en verano se caldeaban a través de fuegos ocultos, por lo que en dichos jardines siempre reinaba la primavera. Pequeñas corrientes corrían sobre guijarros claros, surcando prados verdes y jardines multicolores, y multitud de puentes los salvaban de uno a otro lado. Muchas eran las cascadas a lo largo de sus cursos, y muchos asimismo los estanques cuajados de lirios en los que se expandían. Sobre corrientes y estanques bogaban blancos cisnes, al tiempo que la música de aves exóticas repicaba al compás del canto de las aguas. Macizos verdes nacían en ordenadas terrazas, adornados aquí y allá con emparrados y amables arriates, y asientos y bancos de mármol y pórfido. Y había innumerables capillas y templetes en donde uno podía descansar o rezar a los dioses menores.
                Cada año tenía lugar en Sarnath la fiesta de la destrucción de lb, y en esa ocasión se prodigaban el vino, las canciones, la danza y todo tipo de festejos. Se rendían grandes honores a los espectros de aquellos que aniquilaron a los seres de extraña antigüedad, y la memoria de éstos y sus viejos dioses resultaba mancillada por bailarines y músicos coronados con rosas procedentes de los jardines de Zokkar. Y los reyes oteaban sobre el lago y maldecían los huesos de los muertos que descansaban en sus honduras. En un principio los sumos sacerdotes no gustaban de tales festejos, ya que se contaban unos a otros extrañas historias de cómo el ídolo verde mar se había esfumado, y de cómo Taran-Ish había muerto de miedo, no sin antes dejar un aviso. Y se comentaba que, a veces, desde su alta torre, se divisaban luces bajo las aguas del lago. Pero como innumerables años fueron transcurriendo sin que sucediera calamidad alguna, incluso los sacerdotes rieron y maldijeron, y tomaron parte en aquellas orgías multitudinarias. Además, ¿no habían ellos mismos realizado a menudo, en su alta torre, el inconcebiblemente antiguo rito de execración de Bokrug, el lagarto acuático? Y un millar de años de riqueza y gozos transcurrieron sobre Sarnath, maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad.
                Magnificiente más allá de toda imaginación resultó la fiesta del milenio de la destrucción de lb. Por espacio de una década se habló en la tierra de Mnar sobre ella, y al acercarse la noche acudieron a Sarnath en caballos y camellos y elefantes hombres de Thraa, Ilarnek y Kadatheron, y de todas las ciudades de Mnar y de las tierras de aún más allá. Los pabellones de los príncipes y las tiendas de los viajeros se alzaron ante los marmóreos muros en aquella señalada noche, y por toda la ribera resonaban los cánticos de alegres celebrantes. En su sala de banquetes se reclinaba Nargis-Hey, el rey, catando vinos añejos de las bodegas de la conquistada Pnath, rodeado de nobles alegres y diligentes esclavos. Se habían paladeado multitud de platos durante esa fiesta; pavos reales de las islas de Nariel en el Océano Medio; cabras jóvenes de las lejanas colinas de Implan, pies de camellos del desierto bnarcico, nueces y especias de los plantíos cidarianos, y perlas de marítimo Mtal, disueltas en el vinagre de Thraa. Había salsas en número incontable, preparadas por los mejores cocineros de toda Mnar, y aptas para todos los paladares. Pero el manjar más apreciado lo constituían los grandes peces del lago, de gran envergadura y servidos sobre fuentes de oro hermoseadas con rubíes y diamantes.
                Mientras el rey y sus nobles festejaban en palacio, y contemplaban los platos cumbre que aguardaban en sus fuentes de oro, otros celebraban en otra parte. En la torre del gran templo los sacerdotes se entregaban a la diversión, y en los pabellones extramuros los príncipes de tierras vecinas festejaban a su vez. Y sucedió que fue el sumo sacerdote Gnai-Kah quien primero advirtió la sombra que descendía de la gibosa luna hacia el lago, y la espantosa bruma verde que surgía del lago para juntarse con la luna y envolver con siniestra neblina las torres y cúpulas de la condenada Sarnath. Luego, quienes estaban en las torres y al otro lado de los muros avistaron extrañas luces en las aguas y vieron que la roca gris Akurión, que se alzaba junto a la orilla, estaba casi sumergida. Y el miedo prendió difusa aunque veloz-mente, de forma que el príncipe de Ilarnek y el del lejano Rokol desmontaron y plegaron sus tiendas y pabellones y huyeron hacia el río Ai, aunque ellos mismos apenas entendían el motivo de aquella precipitada salida.
                Entonces, próxima a sonar la medianoche, las puertas de bronce de Sarnath se abrieron y vomitaron una multitud enloquecida que cubrió la llanura, por lo que príncipes visitantes y viajeros huyeron espantados, ya que los rostros de esa multitud ostentaban la enloquecedora impronta de un inaguantable horror, y de sus bocas brotaban palabras tan terribles que nadie se demoró a comprobar su verdad. Hombres de ojos enloquecidos por el miedo vociferaban haber mirado en la sala del rey a través de los ventanales, y que ya no resultaba posible ver las siluetas de Nargis-Hei y sus nobles y esclavos, sino tan sólo una horda de indescriptibles seres verdes mudos, con ojos saltones y repulsivos labios fofos, y curiosas orejas. Seres que bailaban de forma espantosa, sosteniendo entre sus zarpas fuentes doradas hermoseadas con rubíes y diamantes, y conteniendo llamas terribles. Y los príncipes y viajeros, mientras huían de la ciudad maldita de Sarnath a lomos de caballos y camellos y elefantes, volvieron la vista al lago del que brotaban las nieblas y vieron que la roca Akurión se hallaba prácticamente sumergida.
                Por toda la tierra de Mnar y adyacentes corrieron historias de aquellos que habían escapado de Sarnath, y las caravanas ya no concurrieron más a la ciudad maldita, ni a sus metales preciosos. Tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que algún viajero fuera allá, y sólo entonces los jóvenes valientes y aventureros de la lejana Falona osaron hacer el viaje, jóvenes aventureros de pelo rubio y ojos azules sin parentesco alguno con los hombres de Mnar. De hecho, aquellos hombres acudieron al lago para contemplar Sarnath, pero aunque encontraron el gran lago tranquilo y la roca gris Ákurión que se alza muy alta cerca de la orilla, no pudieron vislumbrar la maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad. Donde antes se alzaran muros de 300 codos y torres aún más altas, ahora se hallaba sólo orilla pantanosa; y donde antes moraran cincuenta millones de hombres ahora tan sólo se veía reptar al detestable lagarto verde de agua. Ni las minas de metal precioso quedaban, ya que la MAL¬DICIÓN había caído sobre Sarnath.
                Pero medio oculto entre los juncos se descubrió un curioso ídolo de piedra verde; un ídolo sumamente antiguo, cubierto de algas y cincelado a semejanza de Bokrug, el gran lagarto acuático. Ese ídolo, entronizado en el gran templo de Ilarnek, fue en adelante adorado al resplandor de la luna gibosa en toda la tierra de Mnar.

H. P. Lovecraft

21 de abril de 2018

Los gatos de Ulthar, H. P. Lovecraft


LOS GATOS DE ULTHAR


                Se dice que en Ulthar, que se alza más allá del río Skai, a ningún hombre le está permitido el matar un gato; y eso es algo que puedo muy bien creer cuando contemplo al que se enrosca ronroneando ante el fuego. Ya que el gato es un ser críptico, y está cerca de cosas extrañas que resultan invisibles para el hombre. Es el alma del viejo Egipto, el portador de cuentos sobre las olvidadas ciudades de Meros y Ofir. Es de la estirpe de los señores de la jungla y heredero de los secretos del África antigua y siniestra. La esfinge es su prima, y el gato habla su lenguaje; aunque el primero es más viejo que la segunda y recuerda cuanto ella ha olvidado.
                En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa, y disfrutaban tendiendo trampas y dando muerte a los gatos de sus vecinos. Por qué lo hacían no se sabe, excepto que hay quien aborrece los maullidos de los gatos durante la noche, y le enferma que merodeen por patios y jardines durante el crepúsculo. Pero, por lo que fuese, ese anciano y su mujer gozaban atrapando y matando a cualquier gato que se aproximara a su chabola; y a juzgar por algunos de los sonidos que se oían tras la caída de la noche, algunos ciudadanos suponían que el medio de muerte empleado debía ser sumamente peculiar. Pero la gente no discutía tales cosas con el viejo y su esposa; tanto por la expresión que se leía habitualmente en sus rostros marchitos como por el hecho de que su casa fuera tan pequeña y estuviera tan oculta en la oscuridad, bajo corpulentos robles, al fondo de un patio descuidado. Realmente, por mucho que los propietarios de gatos odiaran a esa gente extraña, aún los temían más, y en vez de encararlos como asesinos brutales se limitaban a cuidarse de que sus queridas mascotas, o sus cazadores de ratones pudieran extraviarse por la alejada chabola bajo los oscuros árboles. Cuando a causa de algún descuido inevitable se perdía un gato, y aquellos sonidos se alzaban en la oscuridad, el damnificado podía lamentarse impotente o consolarse dando gracias a la suerte de que no se tratase de uno de sus hijos el perdido, ya que la gente de Ulthar era sencilla y no conocía el origen de los gatos.
                Un día, una caravana de extraños vagabundos del sur penetró en las estrechas calles adoquinadas de Ulthar. Oscuros viajeros eran, distintos a las demás gentes errabundas que pasaban por el pueblo un par de veces al año. En la plaza del mercado leían el porvenir a cambio de plata y compraban hermosas baratijas a los comerciantes. Nadie sabría decir cuál era la tierra natal de esos viajeros; pero se les había visto rezar extrañas plegarias y los costados de sus carros estaban decorados con exóticas figuras de cuerpo humano y cabezas de gatos, halcones, carneros y leones. Y el jefe de la caravana lucía un tocado con dos cuernos y un curioso disco entre ambos.
                En esa pintoresca caravana figuraba un muchachito sin padre ni madre, con tan sólo un diminuto gatito a su cargo. La plaga no había sido benévola con él, aun cuando le había dejado esa pequeña cosa peluda para consolarse en su pena; y cuando uno es muy joven puede encontrar gran alivio en las vivaces trastadas de un gatito negro. Así que el niño a quien el pueblo oscuro llamaba Menes sonreía más a menudo de lo que lloraba al sentarse jugando con su gracioso minino en los peldaños de un carro exóticamente decorado.
                La tercera mañana de estancia de los trotamundos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gato; y mientras sollozaba a solas en la plaza del mercado, algunos lugareños le hablaron del anciano y su esposa, así como de los sonidos que se oían durante la noche. Y cuando escuchó tales cosas, el sollozo dejó paso a la reflexión, y finalmente a un ruego. Tendió sus brazos hacia el sol y oró en una lengua que los ciudadanos no podían entender; aunque tampoco se cuidaron demasiado de comprenderla, ya que su atención estaba mayormente vuelta al cielo y a las extrañas formas que iban tomando las nubes. Resultaba muy curioso, porque según el muchachito hubo completado su petición, parecieron formarse sobre las cabezas las sombrías, nebulosas formas de seres exóticos; de híbridas criaturas coronadas con discos flanqueados por cuernos. La naturaleza es pletórica en tales ilusiones, listas para impresionar a los imaginativos.
                Esa noche los vagabundos abandonaron Ulthar y nunca volvieron a ser vistos. Y los lugareños se vieron turbados al advertir que en todo el pueblo no podía encontrarse un solo gato. El familiar gato había desaparecido de cada hogar; gatos grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos. El viejo Kranón, el burgomaestre, juraba que el pueblo oscuro se los había llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo tanto a la caravana como al mozuelo. Pero Nith, el enjuto notario, aventuró que el viejo campesino y su mujer resultaban más sospechosos, ya que su aversión a los gatos era de sobra conocida, y cada vez parecía más audaz. No obstante, nadie osó quejarse a la siniestra pareja, aun cuando el pequeño Atal, el hijo del ventero, juró haber visto al crepúsculo a todos los gatos de Ulthar en ese maldito patio bajo los árboles, desfilando lenta y solemnemente en círculo alrededor de la choza, de a dos, como ejecutando algún desconocido rito de las bestias. Las gentes no sabían si prestar atención a alguien tan pequeño; y aunque temían que la maligna pareja hubiera embrujado a los gatos para matarlos, prefirieron no encararse con el viejo campesino hasta que pudieran pillarle fuera de su oscuro y repulsivo patio.
                Así que todo Ulthar se acostó lleno de rabia impotente; y cuando la gente despertó al alba... ¡mirad! ¡Cada gato había vuelto a su hogar! Grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos, ninguno se había perdido. Los gatos aparecían muy gordos y lustrosos, atronando de ronroneos satisfechos. Los ciudadanos hablaban entre sí sobre el asunto, no poco maravillados. De nuevo, el viejo Kranón insistió en que habían sido retenidos por el pueblo oscuro, ya que no hubieran regresado vivos de la choza del viejo y su mujer. Pero todos estaban de acuerdo en algo: en que la renuncia de los gatos a comer sus raciones de carne o beber sus platillos de leche resultaba sumamente curioso. Y durante dos días completos, los lustrosos, los perezosos gatos de Ulthar no tocaron su comida, limitándose a dormitar junto al fuego o al sol.
                Transcurrió una semana completa antes de que los pueblerinos se percataran de que no se encendían luces tras las polvorientas ventanas de la choza bajo los árboles. Entonces el enjuto Nith apostilló con que nadie había visto al viejo o a su mujer desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana más tarde, el burgomaestre decidió sobreponerse a sus miedos y acudir, como a un deber, a la morada extrañamente silenciosa; aunque tomó la precaución de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el picapedrero a modo de testigos. Y cuando hubieron echado abajo la endeble puerta, tan sólo hallaron esto: dos esqueletos humanos, mondos y lirondos, sobre el suelo de tierra, así como gran número de curiosos escarabajos escabulléndose por los rincones en sombras.
                Subsecuentemente, hubo muchas discusiones entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largo tiempo con Nith, el enjuto notario; y Kranón y Shang y Thul fueron acosados a preguntas. Incluso Atal, el hijo del ventero, fue interrogado a fondo y recibió una golosina a modo de recompensa. Se habló del viejo campesino y de su esposa, de la caravana de oscuros vagabundos, del pequeño Menes y su gatito negro, de la plegaria de Menes y del cielo durante tal oración, de lo que hicieron los gatos la noche de la partida de la caravana, y de lo que más tarde fue hallado en la choza bajo los árboles oscuros en aquel patio repulsivo.
                Y por fin los lugareños aprobaron esa señalada ley que es comentada por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir; a saber, que en Ulthar nadie puede matar a un gato.


H. P. Lovecraft

20 de abril de 2018

Los otros dioses, H. P. Lovecraft


LOS OTROS DIOSES

                Los dioses de la tierra habitan la cumbre más alta del mundo y no consienten que ningún hombre presuma de haberles puesto los ojos encima. Antaño moraban en cimas menores; pero una y otra vez los hombres de las llanuras escalaban las laderas de roca y nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más altas, hasta que ahora sólo les queda la última. Al abandonar sus viejos picos se llevaron consigo sus propios signos; excepto una vez que, según se dice, dejaron una imagen tallada en la ladera de una montaña llamada Ngranek.
                Pero ahora se han recogido a la desconocida Kadath, en la helada inmensidad que ningún hombre ha hollado, y se han vuelto adustos, careciendo de otro pico más alto al que retirarse ante el avance de los hombres. Se han vuelto severos, y donde antes soportaban que los hombres los desplazasen, ahora prohíben su llegada, o, en caso de llegar, les impiden marcharse. Es mejor que los hombres nada sepan de Kadath en la helada inmensidad, ya que querrían escalarla insensatamente.
                A veces, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan en la noche calma los picos que una vez habitaron, y lloran mansamente mientras intentan jugar tal como solían en las añoradas laderas. Los hombres han notado las lágrimas de los dioses en el nevado Thurai, aunque lo consideraron lluvia, y oído los suspiros de los dioses en los lastimeros vientos matutinos de Lerion. Los dioses gustan de viajar en naves de nubes, y los sabios labriegos conservan leyendas que los hacen rehuir algunos picos altos las noches que está nublado, ya que los dioses no son ya tan benévolos como antaño.
                En Ulthar, más allá del río Skai, vivió una vez un anciano deseoso de contemplar a los dioses de la tierra; un personaje versado en los siete libros crípticos de Hsan, familiarizado con los manuscritos Pnakóticos de la lejana y helada Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan como ascendió la montaña la noche del extraño eclipse.
                Barzai conocía tan bien a los dioses que podía contar de sus idas y venidas, y suponía tanto de sus secretos que se consideraba a sí mismo como un semidiós. Fue él quien aconsejó con sabiduría a los habitante de Ulthar cuando aprobaron su famosa ley contra el matar gatos, y quien primero contó al joven sacerdote Atal adónde habían ido los gatos negros la medianoche de la víspera de San Juan. Barzai era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y estaba poseído por el deseo de contemplar sus rostros. Suponía que su gran saber oculto de los dioses lo protegería de sus iras, por lo que decidió acudir a la cima de la alta y pétrea Hatheg-Kla la noche en que sabía que encontraría allí a los dioses.
                Hatheg-Kla se encuentra lejos, en los desiertos pedregosos que hay más allá de Hatheg, que le da nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo de silencio. Alrededor del pico las brumas se agitan siempre tristes, ya que éstas son el recuerdo de los dioses, y los dioses amaban Hatheg-Kla cuando habitaban su cima en los viejos días. A menudo los dioses de la tierra visitan Hatheg-Kla en sus naves de nubes, lanzando pálidos vapores sobre las laderas mientras bailan con añoranza sobre la cima, a la luz de la luna clara. Los aldeanos de Hatea dicen que no es bueno subir a Hatheg-Kla en ningún momento, y mortal hacerlo las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; pero Barza no les prestó atención al llegar de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su discípulo. Atal era sólo el hijo de un ventero y a veces tenía miedo; pero el padre de Barza fue un noble señor que viviera en un viejo castillo, así que no albergaba plebeyas supersticiones en su sangre, y se limitó a burlarse de los temerosos paletos.
                Barza y Atal salieron de Hatea al pedregoso desierto a pesar de las súplicas de los campesinos y, en torno a sus fuegos de campamento hablaban sobre los dioses de la tierra. Viajaron muchos días y divisaban a lo lejos el orgulloso Hatheg-Kla con su aureola de brumas tétricas. Al decimotercer día llegaron a la base de la solitaria montaña y Atal reveló sus temores. Pero Barza era viejo y sabio y no tenía miedo, así que abrió audazmente la marcha por la ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, tal como está temerosamente escrito en los mohosos manuscritos Pnakóticos.
                El camino era pedregoso, peligroso por los barrancos, los riscos y los desprendimientos de rocas. Más tarde se convirtió en frío y nevado, y Barza y Ata¡ solían resbalar y caer mientras excavaban y avanzaban hacia delante mediante piquetas y hachas. Por último, el aire se volvió tenue, el cielo cambió de color y a los escaladores se les hizo difícil el respirar; pero todavía se afanaban, siempre hacia delante, maravillándose ante lo extraño de la escena, estremeciéndose ante el pensamiento de lo que podía ocurrir en la cima cuando la luna se esfumase y los pálidos vapores se extendieran alrededor. Ascendieron hacia lo alto durante tres días, más arriba y más arriba hacia el techo del mundo, y luego acamparon para esperar que la luna se nublase.
                No hubo nubes durante cuatro noches, y la luna brillaba helada a través de las brumas delgadas y tristonas que rodeaban la cima silenciosa. Pero a la quinta noche, que era noche de luna llena, Barza vio espesas nubes a lo lejos, hacia el norte, y se puso a observar con Atal cómo se acercaban. Bogaban pesadas y majestuosas, avanzando lenta y deliberadamente, circundando el pico por encima de los observadores, ocultando a la vista la luna y la cumbre. Durante una hora larga observaron cómo los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes iba espesándose y agitándose. Barza era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y aguzaba con avidez el oído, esperando ciertos sonidos, pero Atal sentía el frío de los vapores y el temor de la noche, y tenía mucho miedo. Y cuando Barza comenzó a escalar más arriba y le hizo señas impacientes, pasó cierto tiempo antes de que Atal lo siguiera.
                Tan espesos eran los vapores que el camino se hizo arduo, y aunque al final Atal se puso en marcha, apenas podía distinguir la silueta gris de Barza en la neblinosa ladera contra la velada luz lunar. Barza iba muy adelantado y, a pesar de su edad, parecía escalar con mayor facilidad que Atal, no temiendo la pendiente, que empezaba a ser demasiado escarpada para cualquiera que no fuera un hombre fuerte y valeroso, sin detenerse ante los grandes abismos negros que Atal apenas podía saltar. Y así subieron con esfuerzo, sobre rocas y abismos, resbalando y dando traspiés, temiendo a veces la inmensidad y el horrible silencio de los desolados pináculos de hielo y las calladas laderas de granito.
                Bruscamente, Barza salió de la vista de Atal, escalando un risco espantoso que parecía ladearse hacia fuera, bloqueando el camino a cualquier escalador que no estuviera inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, pensando qué hacer al llegar allí, cuando advirtió perplejo que la luz había aumentado de forma considerable, como si el pico sin nubes, el lugar donde los dioses se reunían a la luz de la luna, estuviera muy cerca. Y mientras remontaba hacia el risco combado y el cielo luminoso sintió temores más estremecedores que los que antes conociera. Entonces, entre las grandes brumas, escuchó al invisible Barza vociferando en salvaje exultación:
                —¡He oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la tierra cantando sus celebraciones en Hatheg-Kla! ¡Ahora, Barza el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! ¡Las brumas son tenues y la luna brillante, y yo veré a los dioses bailando de forma extraña en la Hatheg-Kla que amaron en su juventud! ¡La sabiduría de Barza lo hace más grande que los dioses de la tierra, y contra su voluntad nada pueden sus hechizos y sus trabazones; Barza contemplará a los dioses, los orgullosos dioses, los dioses secretos, los dioses de la tierra que desdeñan las miradas de los hombres!
                Atal no podía oír las voces que escuchaba Barza, pero ahora se hallaba cerca del risco colgante y lo estudiaba buscando un paso. Entonces escuchó la voz de Barza tornarse más aguda y estridente:
                —La bruma es muy tenue y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los dioses de la tierra son altas y extrañas, y sienten temor ante la llegada de Barza el Sabio, que es más grande que ellos... la luz de la luna tiembla mientras los dioses de la tierra danzan a su compás; puedo ver las formas danzantes de los dioses que saltan y aúllan a la luz de la luna... la luz es más débil y los dioses tienen miedo...
                Mientras Barza vociferaba tales asertos, Atal sintió un espectral cambio en el aire, como si las leyes de la tierra fuera anuladas por leyes aún más grandes, ya que aunque el camino resultaba más empinado que nunca, el ascenso se le hacía ahora espantosamente fácil, y el risco bulboso apenas fue obstáculo cuando llegó a él y se deslizó arriesgadamente por su cara convexa. La luz de la luna había desaparecido de forma extraña, y mientras Atal se afanaba en avanzar por la brumas, escuchó a Barza el Sabio que gritaba entre las sombras:
                —La luna se ha escondido, y los dioses danzan en la noche; hay terror en los cielos, ya que la luna se ha sumido en un eclipse ignorado por los libros de los hombres y los de los dioses de la tierra... hay magia desconocida en Hatheg-Kla, ya que los gritos de los atemorizados dioses se han tornado en risas y las laderas de hielo ascienden sin fin hacia los cielos negros en los que me voy adentrando... ¡Ah! ¡Ah! ¡Por fin! ¡En la luz mortecina veo a los dioses de la tierra!
                Y entonces Atal, resbalando aturdido hacia arriba por pendientes inconcebibles, oyó en la oscuridad una risa estremecedora mezclada con un grito que hombre alguno, excepto en el Flageó de pesadillas indecibles, ha oído jamás; un grito que reverberaba con todo el horror y la angustia de una vida de búsqueda condensada en un atroz instante.
                —¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! Los dioses de los infiernos exteriores que guardan a los débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la vista! ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡La venganza del abismo infinito... Ese maldito, ese pozo terrible... dioses misericordiosos de la tierra, me caigo al cielo!
                Y mientras Atal cerraba los ojos y se tapaba los oídos e intentaba retroceder contra el espantoso tirón de ignotas alturas, resonó sobre el Hatheg-Kla el terrible estruendo del trueno que despertó a los pacíficos granjeros de las llanuras y a los honrados burgueses de Hatea y Nir y Ulthar, y le llevó a mirar a través de las nubes aquel extraño eclipse de luna no pronosticado en libro alguno. Y cuando al fin volvió la luna, Atal se encontraba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra, o de la de los otros dioses.
                Ahora se dice en los mohosos manuscritos Pnakóticos que Sansu no halló sino hielo y mudas piedras al ascender el Hat¬heg-Kla en la juventud del mundo. Pero cuando los hombres de Ulthar y Nir y Hatea vencieron sus miedos y escalaron a la luz del día esas hechizadas laderas en busca de Barza el Sabio, encontraron un símbolo curioso y ciclópeo de cinco codos de ancho grabado en la piedra desnuda, como si la roca hubiera sido hendida por algún cincel titánico. Y el símbolo era igual al que algunos eruditos han visto en esas espantosas secciones de los manuscritos Pnakóticos que resultan demasiado antiguas para ser legibles. Eso fue lo que encontraron.
                Nunca dieron con Barza el Sabio, ni pudieron convencer al santo sacerdote Atal para que rezase por el reposo de su alma. Además, hoy en día la gente de Ulthar y Nir y Hatea teme los eclipses y reza las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima de la montaña y la luna. Y entre las brumas de Hatheg-Kla danzan a veces los dioses de la tierra, presas de la añoranza, porque se saben a salvo, y gustan de volver desde la desconocida Kadath en busca de las nieves a jugar a la antigua usanza, tal como hacían cuando la tierra era joven y los hombres poco propensos a. escalar lugares inaccesibles.



H. P. Lovecraft


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