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9 de marzo de 2018

III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)


III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande como una casa, me decía: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de mí esta orden suprema». Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo aspecto mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba por caerme, y leí:
«Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya sabéis por qué. No roguéis por él». No muchos hombres habrían tenido el valor que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis pies. Yo, a ella, con semblante triste: «Puedes levantarte». Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a la hermana. El gusano de luz, a mí: «Toma una piedra y mátala,». «¿Por qué?», le pregunté. Él a mí: «Ten  cuidado tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y furia en el corazón, sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande; después de muchos
esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la altura de mi pecho; la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima; desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró en el suelo el grandor de un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando, para formar un inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie. La luz sanguinolenta dejó de brillar. «¡Ay, ay!», exclamó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?». Yo a ella: «Te prefiero a él, porque tengo piedad por los desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado». Ella, a mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más. Déjame partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que has amado». Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Una vez más, adiós! ¡Te amaré siempre!… Desde hoy abandono la virtud». He ahí por qué, ¡oh pueblos!, cuando oís gemir el viento  invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por encima de las grandes  ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano».
«Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias».
Al claro de luna, cerca del mar, en los parajes solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la época en que me trasportaban las alas de la  juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como los elefantes, antes de morir, lanzan en  el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus trompas, dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que está por parir, sea como un enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime, contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur,  contra las estrellas al oeste, contra la luna, contra las montañas parecidas desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el interior de las narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos cuyo vuelo sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el pico, alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus propios ladridos que a ellos mismos esp espantan, contra los sapos a los que trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente, constituyen otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que, no encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio con alas transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se encienden  en los mástiles de navíos invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra los grandes peces que al nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida hundirse en las profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los sembradíos, las hierbas y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos  espantan  a  la  naturaleza toda.
¡Ay  del  viajero rezagado! Estos amigos de los cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, me dijo mi madre: «Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como yo, como todos los otros humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes ese espectáculo por demás sublime». Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y de mujer, según me han dicho. Lo que me deja asombrado… creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa mi origen? De  haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de tiburón,  cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida:  quizá no sería tan malo.  Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres  que recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se levanta  para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo  de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser las campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién, entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo  que golpeara el yunque?

Conde de Lautréamont
III fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

8 de marzo de 2018

Los lamentos poéticos de este siglo son sólo sofismas... Conde de Lautrémont


Los lamentos poéticos de este siglo son sólo sofismas.
Los primeros principios deben estar fuera de discusión.
Acepto a Eurípides y a Sófocles; pero no acepto a Esquilo.
No deis muestra de carecer del más elemental decoro ni de mal gusto hacia el creador.
Rechazad la incredulidad: será para mí un placer.
No existen dos géneros de poesía; sólo hay uno.
Existe una convención poco tácita entre el autor y el lector, por lo cual el primero se llama enfermo y acepta al segundo como enfermero. ¡El poeta es el que consuela a la humanidad! Los papeles se han invertido arbitrariamente.
No quiero ser difamado con el calificativo de fanfarrón.
No dejaré Memorias.
La poesía no es la tempestad, como tampoco el ciclón. Es un río majestuoso y fértil.
Sólo admitiendo físicamente la noche, se ha llegado a hacerla admitir moralmente. ¡Oh Noches de Young! ¡Cuántas jaquecas me habéis ocasionado!
No se sueña sino durmiendo. Palabras como sueño, nada de la vida, pasó por la tierra, el adverbio quizás, el trípode desordenado, han infiltrado en vuestras almas esa poesía húmeda de languideces similar a la podredumbre. Sólo hay un paso de las palabras a las ideas.
Las perturbaciones, las ansiedades, las depravaciones, la muerte, las excepciones en el orden físico o moral, el espíritu de negación, los embrutecimientos, las alucinaciones favorecidas por la voluntad, los tormentos, la destrucción, las lágrimas, las insaciabilidades, las servidumbres, las imaginaciones penetrantes, las novelas, lo inesperado, lo que no debe hacerse, las peculiaridades químicas del buitre misterioso que acecha la carroña de alguna ilusión muerta, las experiencias precoces y abortadas, las oscuridades con caparazón de chinche, la terrible monomanía del orgullo, la inoculación de los estupores profundos, las oraciones fúnebres, las envidias, las traiciones, las tiranías, las impiedades, las irritaciones, los despropósitos agresivos, la demencia, el soleen, los terrores razonados, las inquietudes extrañas que el lector preferiría no sentir, las muecas, las neurosis, las hileras ensangrentadas por las que se hace pasar la lógica que no tiene salida, las exageraciones, la falta de sinceridad, los parloteos, las vulgaridades, lo sombrío, lo lúgubre, los partos peores que los asesinatos, las pasiones, el clan de los novelistas de tribunales, las tragedias, las odas, los melodramas, los extremos presentados perpetuamente, la razón silbada impunemente, los olores de gallina mojada, las insipideces, las ranas, los pulpos, los tiburones, el simún de los desiertos, todo aquello que es sonámbulo, turbio, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante, equívoco, tuberculoso, espasmódico, afrodisíaco, anémico, tuerto, hermafrodita, bastardo, , albino, pederasta, fenómeno de acuario y mujer barbuda, las horas repletas de desaliento taciturno, las fantasías, las acritudes, los monstruos, los silogismos desmoralizadores, las basuras, lo que es irreflexivo como el niño, la desolación, ese manzanillo intelectual, los chancros perfumados, los muslos con camelias, la culpabilidad de un escritor que rueda por la pendiente de la nada y se desprecia a si mismo con gritos jubilosos, los remordimientos, las hipocresías, las perspectivas imprecisas que os trituran con sus engranajes imperceptibles, los severos escupitajos sobre los axiomas sagrados, , la piojería y sus cosquilleos insinuantes, los prefacios insensatos como los de Cromwell, de la señorita de Maupin y de Dumas hijo, las caducidades, las impotencias, las blasfemias, las asfixias, las sofocaciones, las rabias; frente a esos inmundos osarios que con sólo nombrarlos enrojezco, es hora de reaccionar contra lo que nos ofende y nos doblega autoritariamente.
Vuestro espíritu es arrastrado perpetuamente fuera de quicio y sorprendido en la trampa de tinieblas construida con grosero artificio por el egoísmo y el amor propio.
Soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco, que no me era fácil salir, y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba yo, experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la providencia este insigne favor. Más ¿quién conoce sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos, sino como la alta y magnífica repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hacia largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable.
Hay horas en la vida en que el hombre de melena piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico huchear de un fantasma. El menea la cabeza y la baja; ha oído la voz de la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las planicies rugosas de la campiña. Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con firmes bogadas hacia las ciudades de los humanos, con la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza desde su párpado helado, exclama: Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia.
Después de haber dicho esto, recobra su actitud huraña, y sigue observando, con un temblor nervioso, la caza de un hombre, y los grandes labios de la vagina de sombra, de donde se desprenden incesantemente, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. "

Conde de Lautrémont

7 de marzo de 2018

II fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont



Canto Primero (II Fragmento)

He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi
propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía. He visto a los hombres de cabeza fea y ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que descubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atreverse a manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia ~y horror-, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada momento del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando increíbles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos; los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y la diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo perciben.
También los he visto enrojecer o palidecer de vergúenza por su conducta en esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que los has creado con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente, inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, súbitamente, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no podríamos contar más tarde con el aspecto de sus miserias. A continuación se le bebe la sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería durar tanto como la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre, extraída como acabo de decir, y aún muy caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado tu sangre cuando al azar te has cortado un dedo? Está muy buena, ¿no es cierto?, pues no tiene ningún sabor.
Además, ¿no recuerdas el día en que, en medio de tus lúbricas reflexiones, llevaste la mano en forma de hueco sobre tu rostro enfermizo humedecido por lo que resbalaba de tus ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos tragos en esa copa, trémula como los dientes del alumno que mira de reojo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas?
Las lágrimas están buenas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del vinagre. Se diría las lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del niño son mejores para el paladar. El niño no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después... lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amistad o qué es el amor (y es probable que nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tanto, y puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras su carne palpitante, y, después de haber oído durante largas horas sus gritos sublimes, semejantes a los profundos estertores que en una batalla lanzan las gargantas de los heridos agonizantes, habiéndote apartado como una avalancha, te precipitarás desde la habitación vecina y harás el simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y venas hinchadas, devolverás la vista a sus ojos extraviados, y te pondrás a lamer sus lágrimas y su sangre. ¡ Qué verdadero es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe entre nosotros, y que tan raramente se manifiesta, aparece entonces, aunque ¡ demasiado tarde! Cómo se derrama el corazón cuando puede consolar al inocente a quien se le ha causado daño: «Adolescente que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé cómo calificar?
¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname: el que se halla ante tu rostro noble y sagrado es el que ha roto tus huesos y desgarrado tu carne, que cuelga de diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, un instinto secreto que no depende de mis razonamientos, semejante al del águila que desgarra a su presa, lo que me ha empujado a cometer este crimen, y que, sin embargo, me hace sufrir tanto como a mi víctima? Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida pasajera, quiero que estemos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca unida a tu boca. Incluso de este modo mi castigo no será completo. Entonces tú me desgarrarás, sin detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio y los dos sufriremos ~, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con mi boca unida a tu boca. ¡Oh adolescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo que te aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a ser feliz.» Después de haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano, pero habrás sido amado por el mismo ser: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde podrás internarlo en un hospital, pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al rostro anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el universo! ¡Pero yo existo todavía!

Conde de Lautréamont
II fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

6 de marzo de 2018

I fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont


CANTO PRIMERO (I Fragmento)

Ruego al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica  rigurosa y una tensión espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que van a seguir; sólo algunos podrán saborear este fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma tímida, antes de que penetres más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, de igual manera que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de grullas friolentas y meditabundas vuela velozmente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento extraño y poderoso, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia, al ver esto mueve la cabeza, y, consecuentemente, hace restallar también el pico, como una persona razonable, que no está contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desprovisto de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que presagian la tormenta, cada vez más próxima.
Después de haber mirado numerosas veces, con sangre fría, a todos los lados, con ojos que encierran la experiencia, prudentemente, la primera (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas, inferiores en inteligencia), con su grito  vigilante demelancólico centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado, lo que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un hábil capitán, y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia, emprende así otro camino más seguro y filosófico.
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de olfatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus orgullosas narices, anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menos de tu legitimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos deformes agujeros de tu horroroso hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones de antemano a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita de lo Eterno. Tus narices, esmesuradamente dilatadas por la inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e incienso, pues se colmarán de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.
En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió dichoso; dicho está Luego se apercibió de que había nacido perverso:¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebañarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad, y se decía cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Asi, pues, existe un poder más fuerte que la voluntad...
¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes dela gravedad? Imposible. Imposible, si el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más arriba.
Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos puedan tener. ¡Yo hago servir mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, sino que, al comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de genio? La prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escucharme, si queréis...
Perdón, me pareció que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano he conseguido colocarlos fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus cavatinas sean algo desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y
perversos de su héroe estén en todos los hombres'.



Conde de Lautréamont
I fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

5 de marzo de 2018

Deshojación sagrada, César Vallejo

 Deshojación sagrada, César Vallejo

Luna! Corona de una testa inmensa,
que te vas deshojando en sombras gualdas!
Roja corona de un Jesús que piensa
trágicamente dulce de esmeraldas!

Luna! Alocado corazón celeste
¿por qué bogas así, dentro de copa
llena de vino azul, hacia el oeste,
cual derrotada y dolorida popa?

Luna! Y a fuerza de volar en vano,
te holocaustas en ópalos dispersos:
tú eres talvez mi corazón gitano
que vaga en el azul llorando versos!

Cesar Vallejo
De Los Heraldos Negros (1918)

4 de marzo de 2018

Heces, Cesar Vallejo


HECES

Esta tarde llueve como nunca; y no
tengo ganas de vivir, corazón.
Esta tarde es dulce. Por qué no ha de ser?
Viste gracia y pena; viste de mujer.
Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo
las cavernas crueles de mi ingratitud;
mi bloque de hielo sobre su amapola,
más fuerte que su "No seas así!"
Mis violentas flores negras; y la bárbara
y enorme pedrada; y el trecho glacial.
Y pondrá el silencio de su dignidad
con. óleos quemantes el punto final.
Por eso esta tarde, como nunca, voy
con este búho, con este corazón.
Y otras pasan; y viéndome tan triste,
toman un poquito de ti
en la abrupta arruga de mi hondo dolor.
Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no
tengo ganas de vivir, corazón!

César Vallejo, 1918

3 de marzo de 2018

LXXVII, Cesar Vallejo

 LXXVII

Graniza tánto, como para que yo recuerde
y acreciente las perlas
que he recogido del hocico mismo
de cada tempestad.

No se vaya a secar esta lluvia.
A menos que me fuese dado
caer ahora para ella, o que me enterrasen
mojado en el agua
que surtiera de todos los fuegos.

Cesar Vallejo, Trilce (1922)

2 de marzo de 2018

Los Heraldos Negros, Cesar Vallejo


LOS HERALDOS NEGROS

Hay golpes en la vida, tan fuertes ... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas obscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Cesar Vallejo
De Los Heraldos Negros (1918)

1 de marzo de 2018

La violencia de las horas, Cesar Vallejo


LA VIOLENCIA DE LAS HORAS 

Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: «Buenos días, José! Buenos días, María!»
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.

Cesar Vallejo

28 de febrero de 2018

XXXV, Cesar Vallejo



XXXV

El encuentro con la amada
tanto alguna vez, es un simple detalle,
casi un programa hípico en violado,
que de tan largo no se puede doblar bien.

El almuerzo con ella que estaría
poniendo el plato que nos gustara ayer y
se repite ahora,
pero con algo más de mostaza;
el tenedor absorto, su doneo radiante
de pistilo en mayo, y su verecundia
de a centavito, por quítame allá esa paja.
Y la cerveza lírica y nerviosa
a la que celan sus dos pezones sin lúpulo,
y que no se debe tomar mucho!

Y los demás encantos de la mesa
que aquella núbil campaña borda
con sus propias baterías germinales
que han operado toda la mañana,
según me consta, a mí,
amoroso notario de sus intimidades,
y con las diez varillas mágicas
de sus dedos pancreáticos.

Mujer que, sin pensar en nada más allá,
suelta el mirlo y se pone a conversamos
sus palabras tiernas
como lancinantes lechugas recién cortadas.

Otro vaso y me voy. Y nos marchamos,
ahora sí, a trabajar.

Entre tanto, ella se interna
entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días
desgarrados! se sienta a la orilla
de una costura, a coserme el costado
a su costado,
a pegar el botón de esa camisa,
que se ha vuelto a caer. Pero hase visto!

Cesar Vallejo, Trilce (1922)

27 de febrero de 2018

XXXII, Cesar Vallejo


XXXII

999 calorías
Rumbbb... Trrraprrr rrach... chaz
Serpentíníca u del bizcochero engirafada al tímpano.

Quién como los hielos. Pero no.
Quién como lo que va ni más ni menos.
Quién como el justo medio.

1,000 calorías.
Azulea y ríe su gran cachaza
el firmamento gringo. Baja
el sol empavado y le alborota los cascos
al más frío.

Remeda al cuco; Roooooooeeeeis...
tierno autocarril, móvil de sed,
que corre hasta la playa.

Aire, aire! Hielo!
Si al menos el calor (------------------- Mejor
no digo nada.

Y hasta la misma pluma
con que escribo por último se troncha.
Treinta y tres trillones trescientos treinta y
tres calorías.

Cesar vallejo, Trilce (1922)

26 de febrero de 2018

El hombre que siempre estaba deseando, Spencer Holst



El hombre que siempre estaba deseando

Había una vez un hombre que siempre estaba deseando cosas. Deseaba cosas como que no hubiera más guerras, o que la gente ya no se muriera de hambre, y después a veces deseaba tener un millón de dólares o poderes mágicos, para poder cambiar toda la miseria que lo rodeaba. Pero no hacía nada, excepto desear cosas. Era un vagabundo. Un día, un barman le preguntó: “Escúcheme, ¿por qué vive insistiendo con esos deseos fantásticos? Quiero decir, si usted quiere terminar con las guerras, ¿por qué no se mete en política y hace algo por su idea? O, si usted quiere un millón de dólares, ¡bueno, hombre, por qué no va y lo gana! O, por lo menos, si tiene que desear cosas, ¿por qué no desea algo que tenga posibilidad de conseguir? Sabe, esos deseos fantásticos no se van a concretar nunca”. Y el vagabundo le explicó: “Mire, un hombre pasa por la vida deseando muchas cosas, y algunos de sus deseos se concretan y otros no, pero ningún hombre vive toda su vida sin que nunca se le concrete un deseo. Quiero decir que Dios debe garantizarle a cada hombre por lo menos un deseo en su vida. ¡Pero ustedes, la gente vulgar! Desean cosas tan mezquinas. Querrían tener cinco dólares para comprar esto o aquello, o querrían poseer a esta chica o a aquella; es fácil para Dios garantizarles uno de sus deseos. Pero míreme a mí, por el otro lado. ¡Nunca he tenido un deseo vulgar! ¿Me entiende? Cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, va a tener algunos problemas. Usted verá muchos cambios por acá cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, porque, ¿me entiende?, ¡nunca he tenido un deseo vulgar!” Bien. El vagabundo envejeció, 40, 50 años, y enfermo y flaco por su manera de vivir, y todavía ninguno de sus fantásticos deseos se había materializado. Un día se puso a vagar por el zoológico. Y empezó a mirar a las jirafas, que estaban aisladas en una gran jaula, cerca del linde del zoológico, así que tenían mucho espacio. Las vio galopar por ahí, haciendo oscilar sus grandes cuellos de arriba a abajo, como una danza. Se dio cuenta de que esto era la cosa más bella que hubiera visto jamás. Pero algo andaba mal. No podía imaginar qué era. Al principio pensó que el hecho de que los animales estuvieran enjaulados era lo que de algún modo estropeaba esta escena casi perfecta, pero la jaula estaba decorada como un verdadero escenario de la selva, con rocas y arbolitos y cosas, de modo que eso no podía ser. ¡Después lo entendió! Era el hecho de que las jirafas fueran tan grandes, estaban desproporcionadas con todo lo demás. Parecían fuera de lugar. Advirtió algunas flores que crecían en la jaula y pensó: no sería sensacional que las flores fueran gigantescas. Deseó que las flores fueran altas. Entonces se sintió mareado y se puso la mano sobre los ojos, y el mareo se le pasó, y entonces miró y... ¡Ahí estaban! ¡Las flores eran inmensas! Dieciocho pies de altura, y las jirafas estaban corriendo entre ellas, azotando las grandes flores con sus cuellos, hundiendo sus narices en los dondiegos, ¡y el perfume! el perfume llenaba el aire; ¡y colores! los grandes tallos verdes, purpúreos, colorados, y los azahares que surgían entre los gigantes manchados, marrones y amarillos, lo aturdieron; y después todas las jirafas empezaron a lamer las flores, de las cuales parecían extraer alguna sustancia, sus lenguas agitándose como peces rosados, y él las observó caer al suelo una por una, los ojos cerrándoseles cada vez más hasta que finalmente todas se quedaron dormidas. Era más lindo de lo que él mismo había imaginado. Su deseo había sido satisfecho. ¡Su deseo había sido satisfecho! Y... quiero decir... bueno... las jirafas y las flores eran lindas, eran realmente muy bonitas, pero... esto no tenía nada que ver con el fin de las guerras, o la gente que ya no moría de hambre, o, ¡carajo! ni siquiera había conseguido un millón de dólares. Y se preguntó qué hacer ahora. Nunca había aprendido un oficio, ni hecho verdaderos amigos, y se dio cuenta de que no podía hacer nada. Su vida carecía ahora de sentido. Estaba tomando una botella de naranjín, y la rompió contra los barrotes de la jaula, como había visto hacer en un film de Hollywood, y muy metódicamente se cortó las muñecas. Y después por alguna razón, se arrodilló y se cortajeó los tobillos y se tendió en el suelo con los brazos extendidos como un crucificado, para morir. Mientras yacía allí, muriéndose, reflexionó que Dios había sido bastante mezquino. Aquí estaba él, tan fiel a su creencia, sin desear nunca comida cuando se moría de hambre, o una amante cuando se sentía solo; y se había sentido tan solo. Se sintió engañado, como si Dios se hubiese aprovechado de él. De alguna manera, sintió que Dios no había jugado limpio. Pero pocos minutos antes de morir miró casualmente al resto del zoológico y al resto del mundo. Dio un salto, espantado por lo que vio. Porque vio que Dios no le había acordado en modo alguno su deseo. Y se dio cuenta de que, de no haberse quitado la vida, Dios podría haberle acordado uno de sus grandes deseos, porque él no había hecho gigantescas las flores. Él, simplemente, había hecho la jaula, las jirafas... y el hombre, muy pequeños.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)

24 de febrero de 2018

Otro impostor, Spencer Holst


Otro impostor

Hubo una vez un playboy millonario que se quemó la cara en un accidente de automóvil. Después de lo cual se volvió un recluso, dejó de ver a todos sus amigos y vivió en su gran casa de piedra, en un vasto predio del que no salía nunca. Rumores extravagantes corrían sobre él, sobre el esplendor de su vida, sobre los vinos raros que bebía, y mujeres, allí había mujeres, se susurraba, y decían que tenía grandes colecciones de cosas como obras de arte y libros y tambores y dagas, y decían que mantenía peces vivos en su piscina secreta, en algún lugar bien guardado por los muros de su casa impenetrable. Su teatro estaba en el techo, y solía contratar elencos enteros de Broadway para que actuaran allí para él, y luminarias de la danza y el concierto iban a interpretar para él. Nunca hablaba con ninguna de las luminarias que iban a su casa, pero ellas solían verlo casualmente más allá de las candilejas, con una máscara negra cubriéndole la cara, lánguidamente arrellanado en su cómoda butaca, la única butaca del teatro, fumando un cigarro o, tal vez, con una bebida purpúrea. El millonario no hablaba con nadie. Su mensajero con el mundo era su mayordomo, que pagaba sus cuentas, preparaba sus diversiones y era entrevistado por la prensa, y que, de esta manera, a causa de su especial relación con el millonario, se hizo también famoso. Un día, un actor que se sentía muy deprimido porque no tenía trabajo, estaba sentado en la cafetería del Waldorf, leyendo un diario. Leyó un artículo sobre el millonario excéntrico y se dio cuenta —era casi de la misma altura y de la misma contextura que este millonario, tenía casi la misma edad— y se dio cuenta de que si él pudiese, de alguna manera, matar al millonario y ocupar su lugar, sería fácil personificar a ese hombre que no hablaba con nadie y usaba una máscara negra sobre su rostro. Sin embargo, tuvo miedo del mayordomo. De modo que estudió, en archivos de diarios y otras fuentes, los hábitos y las características del mayordomo y del millonario. En una noche oscura se deslizó dentro del predio y por suerte tropezó con el millonario, quien estaba observando el interior de un viejo pozo en la parte trasera de la casa. De modo que golpeó al millonario en la cabeza y lo mató.
Estaba oscuro junto al pozo. Apresuradamente se puso las ropas del millonario y la máscara negra en la cara, y arrojó el cuerpo del millonario al pozo y advirtió en ese momento que el cuerpo no produjo ningún sonido de agua. Así vestido, el impostor se encaminó hacia la casa y hacia una vida de comodidad y lujo. ¡Y encontró que era jauja! Porque su mayordomo era: un perfecto mayordomo. Él nunca tenía que dar una orden. El mayordomo sabía exactamente lo que debía hacer. El mayordomo le traía su desayuno, le preparaba el baño, le procuraba mujeres, lo proveía de cigarrillos de hachisch, se ocupaba de la casa y le planeaba todas sus fabulosas diversiones. Su vida transcurría sin esfuerzos. Y después de un tiempo se dio cuenta: nadie descubriría jamás su identidad. El plan era perfecto. Y tenía razón. Nadie descubriría jamás su identidad. Pero la flaqueza de este hombre estaba en su vanidad. Fíjense, nunca se le ocurrió que algún otro pudiera tener la misma idea que él. Nunca se le ocurrió que el hombre al cual mató no hubiera sido el millonario, sino un impostor, como él mismo, y que en un par de meses aparecería otro impostor y lo mataría, y que en realidad durante los últimos años había habido varios impostores, cada uno con la misma flaqueza, la misma vanidad. No, no, nadie supo jamás nada de esto. Excepto el mayordomo, claro, pero nunca lo ha contado porque le gusta su trabajo.
 
Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

23 de febrero de 2018

Mona Lisa encuentra a Buda, Spencer Holst


Mona Lisa encuentra a Buda 

Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon y Mona Lisa entró por un extremo de una pequeña sala en la que colgaban muchas cortinas. Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, ondularon, ondularon, y el Buda entró en la sala por el otro extremo. Se sonrieron.

Spencer Holst El idioma de los gatos (1971)

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