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24 de febrero de 2017

El traje de terciopelo verde, Manuel Mujica Lainez



EL TRAJE DE TERCIOPELO VERDE

Seis meses después de la muerte de Salomón Bercov, la señora Talía, la dueña del cuartucho que el hombre ocupara durante veinte años, en una casa oscura, mugrienta y crujiente de la calle México, resolvió que había llegado el momento de deshacerse del baúl en el cual depositó las pertenencias del viejo. Nadie las había reclamado; era obvio que herederos no había; y el cofre inmemorial, arrinconado en un corredor, obstruía el paso y complicaba la vida de los huéspedes.
Un domingo de verano, luego de tropezar por vigésima vez, en la penumbra, con el maldito armatoste, y de golpearse ambas rodillas, la señora Talía pronunció palabras agraviantes para la presunta madre que pariera al baúl, y ordenó a su hijo que quitase inmediatamente de allí aquel monstruo. Ese vocablo, inmediatamente, que reiteró en tres ocasiones sucesivas con enriquecido vigor, retumbó en la galería y en la casa entera, teniendo por fondo y acompañamiento musical al bombo, los pitos y las vociferaciones más o menos rítmicas de una modesta comparsa que bailoteaba y brincaba bajo el sol cruel, en la calle México, y que se empeñaba en recordarles a los vecinos que el domingo en cuestión era el domingo de Carnaval. No necesitaban, en realidad, que se lo recordasen. Demasiado lo sabían, el obstinado reventar de bombitas llenas de agua, el trajinar de baldes y el culebreo peligroso de una manguera lo certificaban con plenitud. Porfirio, vástago quinceañero de la señora Talía, contribuía desde un cuarto de su casa al desigual combate. De allá lo arrancó la triple clarinada de la señora Talia, la cual miraba al baúl de Salomón Bercov como el cazador al jabalí tremendo. Inútiles resultaron las protestas del muchacho, quien adujo contra la tarea que le imponían al sacro carácter del domingo y el especialísimo del carnaval, además de subrayar que su participación en el duelo acuático era inseparable del prestigio de esa residencia, donde "siempre, .siempre, desde que yo era chico, se había tomado parte en el juego", Al rato, el plañidero Porfirio larguirucho y dosificado, granujiento y rubión, empujaba y arrastraba por la escalera al baúl, rumbo al sótano.
Mientras lo hacía, calificaba a la madre de Salomón Bercov, empleando términos iguales a los que la señora Talía dedicara a la supuesta engendradora de su baúl.
Los trastos se apretujaban y superponían en la catacumba donde terminaban los escalones, de suerte que, a la débil luz de una lamparilla amarillenta, no le fue fácil a Porfirio despejar un sitio adecuado para emplazar el volumen del cofre. Transpiraba, jadeaba, rabiaba y, al par que propinaba al maletón puñetazos y puntapiés, movido por el desesperado afán de enderezarlo y acomodarlo, la lejana musiquita y los berridos de la comparsa lo perseguían, como si se mofasen. De repente, un encontronazo hizo saltar el candado del baúl y la tapa se entreabrió.
Ni la señora Talía, ni Porfidio, ni ninguno de sus huéspedes, había conversado jamás con Salomón Bercov. De mañana, cada cuatro días, el viejo salía para el mercado. Respondía a los saludos, y si alguno intentaba iniciar una charla, lo eludía cortésmente. De cualquier modo, nadie trataba de hacerlo. se ignoraban tanto sus medios de subsistencia como la ocupación a la cual consagraba su encerrada soledad; eso sí, se lo definía apocado, un tanto inofensivo y un mucho insignificante. Hasta tarde, de noche, permanecía encendida la luz de su habitación, y la gente, que al comienzo tejiera extravagancias vinculadas con su vida, se cansó y lo olvidó. Ya apenas lo veían, cuando se deslizaba, rozando las paredes, camino de la feria, escuálido y desvaído, casi esquelético, los ojos incoloros vacilantes bajo el ala del sombrero informe. Al morir y desaparecer del barrio, fue como si terminara de esfumarse en la bruma.
Y ahora, por casualidad, el baúl de Salomón Bercov estaba frente a Porfirio, en el aislado sótano, entre-abierto.
La tentación de levantar la tapa era grande. Y esa tentación rivalizaba, en el ánimo de Porfirio, con el impulso que lo incitaba a volver a la ventana para descargar desde su altura las postreras bombitas sobre los disfrazados y su alborotada pobreza.
Vaciló entre una y otra atracción (¿el baúl?, ¿la murga?), hasta que la novedosa pudo más y, postergando el placer de empapar a su vecino, estiró ambas manos y alzó la tapa por completo.
Una confusión de chirimbolos, cubetas y frascos de dudoso matiz, rancios libros miserables, piltrafas, andrajos y restos imposibles de clasificar, todo ello salpicado de polvos malolientes, salidos, sin duda, de varias botellitas rotas, colmaba hasta el tope el desagradable depósito. Era evidente que la señora Talía había hurgado en el revoltijo de los bienes de Salomón Bercov, cooperando en su desbarajuste, y que, al no hallar nada digno de su interés, tornó a cerrarlo.
Porfirio repitió los ademanes maternos, y procedió a vaciar el cofre. Rápidamente, gozosamente, volcó en el suelo aquellos pingajos y fruslerías. Algunos libros, al abrirse y caer de bruces, dejaron escapar, como si los desventaran, extrañas láminas con orla de polilla, figuras de serpientes y de dragones, de seres mitad hombre y mitad mujer, de paisajes y plantas que no existen.
 Un mazo de naipes, manoseados y sucios, totalmente distintos de los que Porfirio utilizaba para jugar al truco con sus compañeros, se echó a volar huido de la caja por torpeza del muchacho, y sembró el piso, encima de la acumulación de ropas y de cosas, con una nueva serie de pintarrajeadas imágenes fantásticas esqueletos, demonios, sirenas, bufones, personajes de burla o de miedo. Y sobre todo, como una niebla azulosa, nacida de la entraña del baúl,  flotaba el polvillo repugnante.
Ya se aprestaba Porfirio. desilusionado como su progenitora, a abandonar esos despojos y a recuperar la atalaya bombardera del primer piso, cuando advirtíó que en el fondo mismo del baúl, confundido con su base tenebrosa, todavía quedaba algo. Hundió las manos en la cavidad y rescató dos prendas arrugadas: un traje, un traje entero; sin solapas la cerrada chaqueta, y estrechos los pantalones: anticuado, estrafalario, lívido de pringues y de chorreaduras; un traje de opaco terciopelo verde.
El hallazgo lo desconcertó, pero al momento vinculó la idea de ese excéntrico atavío con la del carnaval que, afuera, en la superficie, a pocos metros, batía parches, .soplaba hirientes cornetas y reiteraba estribillos de indecencia candorosa Así que, sin vacilar, en segundos, Porfirio se despojó de la escasa ropa que de su osamenta colgaba. Su flaca desnudez brilló brevemente, en la clausura del sótano y, por cierto sin que el muchacho se percatara, gratificó a esa soledad y a esas tristes paredes con una emoción (casi habría que decir con un temblor) resultante de aquella presencia de improviso más vital, muy desvestida y muy joven, aunque es justo consignar que el mozo nada tenía que ver con los básicos cánones de la belleza.
Púsose a continuación el traje de terciopelo verde, feliz, porque convino con exactitud a su altura y proporciones. Arriba, en la pieza que compartía con su madre, aguardaba una careta de Drácula, que días antes había  comprado, y calculó que gracias al tapado rostro y a esas ropas absurdas nadie lo reconocería, y que en consecuencia multiplicaría el desconcierto, no sólo entre los de la agresiva comparsa, sino también entre sus amigos del barrio. Encantado al imaginar el éxito de la broma, comenzó a subir la escalera, sacudiendo los hombros, ya que de pronto lo sorprendió la impresión de que la roñosa chaqueta se los oprimía demasiado. Un metro más arriba, se acentuó ese ajuste, y a él se sumó el del pecho y la cintura, increíblemente ceñidos. Cuando lo mismo sucedió con los pantalones, que le trabaron en rigurosa ligadura las largas y magras piernas, el terror de Porfirio le hizo prorrumpir en gritos agudos. Pero la señora Talía, que ahora ocupaba su sitio en la ventana, y de tanto en tanto apuntaba y tiraba una bombita a la calle, no podía oírlo, en medio del estruendo de -la murga que la invadía de insultos alegres. Tampoco podía su congestionado hijo aflojar los botones, contra los cuales lucharon sus dedos de quebradas uñas. Por fin cayó, atravesado en la escalera. Saltábansele los ojos de las órbitas, y su lengua de ahorcado, de ahogado, asomaba entre los labios finos.
La señora Talía lo descubrió media hora más tarde, en posición tan irregular. Pensó que el adolescente no lograría la instalación del baúl en el sótano, y resolvió descender y darle una mano. Para sorprenderlo, se sujetó la careta de Drácula y bajó alternando las risas con las exclamaciones exageradamente broncas, que juzgaba propias de un vampiro de televisión. Reía aún, en el momento en que lo encontró, en un recodo de los mal iluminados escalones. La necesidad de amortajarlo obligó a cortar con una navaja el traje de terciopelo verde de Salomón Bercov.

Manuel Mujica Lainez
Publicado en Diario La Nación, 17/XII/1978

23 de febrero de 2017

Plegaría de carnaval, Leopoldo Lugones



Plegaría de carnaval

¡Oh luna! que diriges como sportwoman sabia
Por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé:
Bajo la ardiente seda de tu cielo de Arabia
¡Oh luna, buena luna!, quién fuera tu Josué.

Sin cesar encantara tu blancura mi tienda,
Con desnudes tan noble que la agraviara el tul;
Oh extasiado en un pálido antaño de leyenda
Tu integridad de novia perpetuara el azul.

Luna de los ensueños, sobre la tarde lila
Tu oro viejo difunde morosa enfermedad,
Cuando en un solitario confín de mar tranquila,
Sondeas como lúgubre garza la eternidad.

En tu mística nieve baña sus pies María
Tu disco reproduce la mueca de Arlequín,
Crimen y amor componen la hez de tu poesía
Embriagadora y pálida como el vino del Rhin.

Y toda esta alta fama con que elogiando vengo
Tu faz sietemesina de bebé en alcohol,
Los siglos te la cuentan como ilustre abolengo,
Porque tú eres, oh luna, la máscara del sol.

Leopoldo Lugones

22 de febrero de 2017

Implosión. Alejandra Pizarnik



IMPLOSION

 Da miedo
 imaginar como será
 cuando termine de caer
 la última partícula

 Va quedando
 el esqueleto de piel
 translúcido

 Si al menos
 un rayo de intención dirigida
 atravesara
 este carnaval de harapos

 Todo da miedo
 hasta rezar

Alejandra Pizarnik



Implosión de Alejandra Pizarnik por Adrián Salagre 
Video del Café Literario del Jueves 23 de Febrero de 2012, en Quo Vadis Café, Sarmiento 341 (Al lado de Tribunales), Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Carnaval y coordino la velada Adrián Salagre Organiza Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento

21 de febrero de 2017

Felipe Angellotti y una anécdota sobre el carnaval



Café Literario del Jueves 23 de Febrero de 2012, en Quo Vadis Café, Sarmiento 341 (Al lado de Tribunales), Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Carnaval y coordino la velada Adrián Salagre Organiza Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento


Felipe Angellotti y una anécdota sobre el carnaval

20 de febrero de 2017

El buen sentido, César Vallejo

EL BUEN SENTIDO

Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.
Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.
La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!
Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.
—Hijo, ¡cómo estás viejo!
Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:
—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.
La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.


César Vallejo
De Los Heraldos Negros (1918)


19 de febrero de 2017

Fue domingo en las claras orejas de mi burro.. Cesar Vallejo

Fue domingo en las claras orejas de mi burro...
              
Fue domingo en las claras orejas de mi burro,
de mi burro peruano en el Perú (Perdonen la tristeza)
Mas hoy ya son las once en mi experiencia personal,
experiencia de un solo ojo, clavado en pleno pecho,
de una sola burrada, clavada en pleno pecho,
de una sola hecatombe, clavada en pleno pecho.

Tal de mi tierra veo los cerros retrasados,
ricos en burros, hijos de burros, padres hoy de vista,
que tornan ya pintados de creencias,
cerros horizontales de mis penas.

En su estatua, de espada,
Voltaire cruza su capa y mira el zócalo,
pero el sol me penetra y espanta de mis dientes incisivos
un número crecido de cuerpos inorgánicos.

Y entonces sueño en una piedra
verduzca, diecisiete,
peñasco numeral que he olvidado,
sonido de años en el rumor de aguja de mi brazo,
lluvia y sol en Europa, y ¡cómo toso! ¡cómo vivo!
¡cómo me duele el pelo al columbrar los siglos semanales!
Y cómo, por recodo, mi ciclo microbiano,

quiero decir mi trémulo, patriótico peinado.

Cesar Vallejo De Poemas humanos (1939)

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