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5 de agosto de 2016

Un sacrificio por amor, O. Henry

Un sacrificio por amor
O. Henry

Cuando uno ama su propio arte, ningún sacrificio parece demasiado arduo.
Esa es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual constituirá algo nuevo en lógica y un hecho en la narración de cuentos, más viejo que la gran muralla de China.
Joe Larrabee surgió de las llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de la ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente. Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky. A los veinte años, partió para Nueva York con una corbata de moño suelto, y un capital algo más ajustado.
Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que sus parientes guardaron mucho en su barato sombrero para que ella fuese al “norte” y “terminara”. No podían ver su t..., pero ésa es nuestra historia.
Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se había reunido un grupo de estudiantes de arte y música, para discutir el claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros, Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong.
Delia y Joe se enamoraron uno del otro o mutuamente, como a usted le agrade, y, en breve lapso, casaron..., pues (véase más arriba) cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.
El señor y la señora Larrabee comenzaron a mantener un departamento. Era un departamento triste como el mantenido en la primera octava del piano. Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían mutuamente. Yo daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus posesiones y denlas al portero de su casa, por el privilegio de contar con un departamento en el que habiten su arte y su Delia.
Los moradores de departamentos apoyarían mi sentencia de que a ellos solos pertenece la auténtica felicidad. Si en un hogar reina la felicidad, nunca es demasiado estrecho; dejen que el aparador se desplome y convierta en una mesa de billar; que el manto de chimenea se trueque en un aparato de remo; el escritorio en un dormitorio de huéspedes; el lavabo en un piano vertical; que las cuatro paredes se junten si lo desean, siempre que usted y su Delia queden entre ellas. Pero, si el hogar es de otra clase, que sea amplio y largo; entre usted por la Puerta de Oro, cuelgue su sombrero en Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salga por el Labrador.
Joe pintaba en la clase del gran Magister; usted conoce su fama. Sus honorarios son elevados; sus lecciones, breves; sus luces sutiles le han valido renombre. Delia lo hacía con Rosenstock; usted tiene noticias de su reputación como desbaratador de las teclas del piano.
Fueron muy felices en tanto tuvieron dinero. Así son todos...; pero no me mostraré cínico. Sus objetivos eran muy claros y definidos. Joe pronto sería capaz de pintar retratos que viejos caballeros de delgadas patillas y abultadas carteras se atropellarían en su estudio para tener el privilegio de adquirir. Delia se familiarizaría con la música y se tornaría luego desdeñosa hacia el arte de la bella combinación de los sonidos, de manera que cuando vio que las entradas para un concierto no se vendieron, pudo haber tenido dolor de garganta y quedarse en un comedor reservado, rehusándose a salir al escenario.
Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el reducido departamento: las ardientes y volubles pláticas que tenían lugar después del estudio cotidiano; las cómodas cenas y los frescos y ligeros desayunos; el intercambio de ambiciones: ambiciones que se mezclaban con las del otro miembro de la pareja, o bien eran imposibles de ser tenidas en cuenta; la ayuda e inspiración mutuas, y -pasen por alto mi naturalidad- las aceitunas y los sándwiches de queso a las 23.
Después de un tiempo, el Arte hizo alto. Así sucede, a veces, aun cuando ningún guardabarrera le haga señas con la bandera. Todo sale y nada entra, como dicen los vulgares. Faltaba el dinero para pagar al señor Magister y a herr Rosenstock. Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece arduo. Por consiguiente, Delia le manifestó a su esposo que debía dar lecciones de música para conservar la olla hirviendo.
Durante dos o tres días, salió en busca de alumnos. Una noche regresó a su casa triunfante.
-Joe, querido -dijo alegremente-, tengo un alumno. Y, ¡oh!, la mejor gente. La hija del general... general A. B. Pinkney, que vive en la calle Setenta y Uno ¡Qué espléndida casa, Joe; tienes que ver qué puerta de calle! Creo que tú la llamarías bizantina. ¡Y adentro! ¡Oh, Joe!, nunca había visto una cosa semejante.
“Mi alumna se llama Clementina. Ya la amo. Es delicada, viste siempre de blanco y posee las maneras más dulces y simples. Tiene sólo dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones por semana. Y, ¡date cuenta, Joe!, me pagarán cinco dólares por lección. No tengo, pues, el más mínimo inconveniente en enseñarle; así, cuando tenga dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con herr Rosenstock. Bueno, desarruga ahora ese ceño, querido, y comamos bien.”
-Eso te conviene mucho, Delia -repuso Joe, atacando una lata de guisante con un cortaplumas y un tenedor-, pero, ¿qué me dices de mí? ¿Crees que voy a dejar que corras de un lado a otro en busca del sueldo, mientras yo coquetee en las regiones del arte elevado? ¡Por los restos de Benvenuto Cellini, no! Me parece que puedo vender diarios o colocar adoquines en las calles, y ganar un par de dólares.
Delia se le colgó del cuello.
-Joe, querido, eres tonto. Debes continuar tus estudios. No sería lo mismo si yo dejara la música y fuese a trabajar en alguna otra cosa. Mientras enseño, aprendo. No me aparto de los límites de la música. Y, con quince dólares por semana, podemos vivir como millonarios. No debes pensar en abandonar al señor Magister.
-Perfectamente -dijo Joe estirándose para coger el plato azul de verduras-. Pero detesto que des lecciones. Eso no es arte. Pero eres lo suficientemente buena como para hacer eso.
-Cuando una ama su Arte, ningún sacrificio es demasiado arduo -dijo Delia.
-Magister exaltó hasta el cielo el boceto que hice en el parque -dijo Joe-. Y Tinkle me dio permiso para colgar dos de ellos en su vidriera. Podré vender alguno si los ve algún idiota adinerado.
-Estoy segura de que lo harás -repuso Delia dulcemente-. Y ahora, agradezcamos al general Pinkey y a este asado de ternera.
Durante la semana siguiente, los Larrabee tomaron el desayuno temprano. Joe se hallaba entusiasmado con los bocetos de efectos matutinos que estaba haciendo en el Parque Central, y Delia lo despidió, desayunado, mimado, ponderado y besado, a las 7. El Arte es una novia comprometedora. Muchas veces, cuando regresaba, eran las 19.
Al final de la semana, Delia, dulcemente orgullosa pero lánguida, colocaba de manera triunfal tres dólares sobre la mesa de centro de ocho por diez (pulgadas) de la sala de ocho por diez (pies) del departamento.
-A veces -dijo la mujer con cierto hastío-, Clementina me acaba. Me parece que no practica lo suficiente y tengo que repetirle todos los días las mismas cosas. Y siempre se viste de blanco, lo cual se torna monótono. ¡Pero el general Pinkey es el viejo más encantador que he visto! Me agradaría que lo conocieses. A veces se presenta cuando estoy practicando con Clementina, y se para frente al piano, tirándose sus blancos bigotes. “¿Y cómo marchan las semicorcheas y las fusas?” me pregunta siempre.
“¡Me gustaría que vieras cómo tienen arreglada la sala, Joe! Poseen cortinas con ruedo de Astracán. Clementina tiene una tos muy cómica. Espero que sea más fuerte de lo que aparenta. Oh, le estoy cobrando verdadero cariño; ¡es tan cortés y distinguida!... El hermano del general Pinkey fue embajador en Bolivia."
Joe, con el aire de un Montecristo, extrajo un billete de diez dólares, uno de cinco, uno de dos, y uno de uno -todas tiernas notas legales- y los dejó al lado de las ganancias de Delia.
-Vendí la acuarela del obelisco a un hombre de Peoría -le comunicó abrumadoramente.
-No me bromees -repuso Delia-, ¡no es de Peoría!
-Te lo aseguro. Me gustaría que lo conocieras, Delia. Es grueso, usa una bufanda de frisa y mondadientes de pluma de ave. Vio el dibujo en la vidriera de Tinkle y al principio creyó que era un molino de viento. Sin embargo, el hombre resultó una bendición, pues luego lo compró. Me pidió otro, un óleo de la estación ferroviaria de Lackawanna. ¡Lecciones musicales! Oh, creo que el Arte radica todavía en eso.
-Estoy muy contenta de que continúes en tus trabajos -dijo Delia cordialmente-. Estás llamado a triunfar, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca hemos dispuesto antes de tanto dinero. Esta noche comeremos ostras.
-Y filet mignon y champaña -dijo Joe-. ¿Dónde está el tenedor para aceitunas?
El sábado siguiente por la noche Joe llegó a su hogar. Colocó sus dieciocho dólares sobre la mesa de la salita y se lavó la pintura de las manos, que parecían demasiado sucias.
Media hora después se hizo presente su esposa, con la mano derecha vendada.
-¿Qué significa esto? -interrogó Joe después de su usual saludo. Delia rió, pero no muy alegremente.
-Clementina -explicó la mujer- insistió en que comiera conejo de Gales después de la lección. Es una muchacha extraña. Semejante comida a las 17. El general estaba presente. Tendrías que haberlo visto correr con la fuente, Joe, como si no hubiera sirvienta en la casa. Me he dado cuenta de que Clementina no goza de buena salud; es muy nerviosa. Al servir, dejó caer sobre mi brazo un gran trozo de conejo hirviendo. Me quemó horriblemente, Joe. ¡La pobre muchacha estaba muy afectada por lo que le sucedió! El general Pinkey, Joe, casi se vuelve loco. Se lanzó escaleras abajo y envió a alguien -dicen que al cocinero o alguna persona de servicio- a una farmacia, en busca de un poco de óleo calcáreo y vendas para atarme la mano. Ahora no me duele mucho.
-¿Qué es esto? -interrogó Joe tomándole tiernamente la mano y tirando de los algodones que tenía debajo de la venda.
-Es algodón con óleo calcáreo -repuso Delia-. Oh, Joe, ¿vendiste el otro cuadro? -había visto el dinero sobre la mesa.
-¿Si lo vendí? -interrogó el esposo-; pregúntale al hombre de Peoría. Hoy llevó el que representa a la estación. Tal vez me pida el paisaje de un parque y una vista del Hudson. ¿A qué horas te quemaste la mano, Dele?

-Creo que a las 17 -contestó la mujer quejumbrosamente-. La plancha, quiero decir el conejo, lo sacaron del fuego más o menos a esa hora. Tendrías que haber visto al general Pinkey, Joe, cuando ...
-Siéntate aquí un momento, Dele -dijo Joe. La arrastró hasta el sofá, se sentó al lado de ella y la rodeó con sus brazos.
-¿Qué has estado haciendo durante las dos últimas semanas? -interrogó el hombre.
Delia lo desafió durante unos instantes con una mirada preñada de amor y decisión, y murmuró vagamente un par de frases acerca del general Pinkey. Pero, por fin, agachó la cabeza y surgieron la verdad y las lágrimas.
-No pude conseguir ningún alumno -confesó-. Y no me era posible tolerar que abandonaras tus lecciones, de manera que he conseguido una ocupación de lavandera en ese gran taller de lavado y planchado de la calle Veinticuatro. Creo que procedí bien al inventar la existencia del general Pinkey y de Clementina, ¿no te parece! Esta tarde, cuando una muchacha del lavadero me asentó una plancha caliente en el brazo, inventé esa historia del conejo de Gales. ¿No estás enojado, verdad, Joe? Si no hubiera conseguido el trabajo no habrías podido vender tus pinturas al hombre de Peoría.
-No era de Peoría -repuso Joe lentamente.
-Bueno, no interesa de dónde procedía. ¡Qué inteligente que eres, Joe!... Y..., bésame, Joe... ¿Qué fue lo que te hizo sospechar que no daba lecciones a Clementina?
-No sospeché -repuso el hombre- hasta esta noche. Y tampoco habría desconfiado, si no hubiera sido porque esta tarde envié esos algodones y el óleo calcáreo, desde el cuarto de máquinas, para una muchacha del piso alto que se había quemado la mano con la plancha. He estado trabajando en las máquinas de ese lavadero durante las dos últimas semanas.
-Y entonces tú no...
-Mi comprador de Peoría -dijo Joe- y el general Pinkey son ambos creación del mismo arte, al cual no podrías llamar ni pintura ni música.
Ambos rieron y Joe comenzó:
-Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece...
Pero Delia lo interrumpió poniéndole la mano en los labios.

-No -dijo-, simplemente “cuando uno ama”.

O. Henry

4 de agosto de 2016

Por correo. O. Henry

Por correo
O. Henry

No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.
Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.
Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.
A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:
-Deseo que le transmitas un mensaje a esa joven que está sentada en el banco. Exprésale que voy camino a la estación para marchar a San Francisco, donde me uniré a la expedición de caza en Alaska. Dile que, puesto que me ha ordenado que ni le hable ni le escriba, recurro a este medio de hacer un último llamado a su sentido de justicia, en aras de lo que ha sido. Que condenar y rechazar a una persona que no merece tal tratamiento, sin darle sus razones o brindarle la oportunidad de que se explique, es contrario a la naturaleza de ella, según yo la juzgo. Que, hasta cierto punto, he desobedecido así sus órdenes, esperando que pudiera inclinarse a hacer justicia. Ve y dile eso.
El joven deslizó medio dólar en la mano del muchacho. Este lo miró durante un momento con brillantes y sagaces ojos, desde su sucia e inteligente cara, y luego marchó a la carrera. Se aproximó, con cierta duda, pero sin embarazo, a la muchacha que estaba sentada en el banco. Se tocó la parte de atrás de la vieja gorra a cuadros de ciclista. La muchacha lo miró con frialdad, sin prejuicio ni favor.
-Señora -dijo-, ese caballero que está en el otro banco le envía a usted una canción y una danza por mi intermedio. Si usted no conoce al tipo y él está tratando de hacerse el fresco, dígamelo, y llamaré a un vigilante en tres minutos. Si realmente lo conoce usted, y es correcto, le transmitiré la sarta de cosas que le manda decir.
La muchacha mostró cierto interés.
-¡Una canción y una danza! -exclamó la joven con un tono decidido y dulce, que parecía envolver sus palabras en un diáfano manto de impalpable ironía-. Supongo que se trata de una nueva idea dentro de la especialidad de los trovadores. Yo... conocía al caballero que lo envió a usted, de manera que apenas me parece necesario llamar a la policía. Puede usted ejecutar su danza y su canción, pero sin elevar mucho la voz. Es demasiado pronto para realizar espectáculos de vodevil al aire libre, por lo cual podríamos llamar la atención de la gente.
-Ah -dijo el muchacho con un encogimiento de hombros que recorrió la distancia de su estatura-, usted sabe a qué me refiero, señora. No es un acto de vodevil; es un secreto. Me dijo que le dijera a usted que tiene los cuellos y los puños de las camisas en la mano, listos para disparar a Prisco37. Luego va a cazar pinzones de las nieves del Klondike. Dice que usted le dijo que no le enviara más esquelas rosadas, ni se acercara al portón del jardín, y él emplea este medio de enterarla. Dice que usted se refería a él como a algo pasado, sin haberle dado derecho al pataleo. Dice que usted le dio el olivo y nunca le dijo por qué.
El interés ligeramente despertado en la muchacha y reflejado en sus ojos, no disminuía. Quizá lo había suscitado la originalidad o la audacia del cazador de pinzones de las nieves para enredar en esa forma las expresas órdenes de ella contra el empleo de los medios ordinarios de comunicación. Fijó los ojos en una estatua parada, desolada, en el descuidado parque, y le habló al transmisor:
-Dígale al caballero que no necesito repetirle la descripción de mis ideales. Él sabe cuáles fueron y cuáles son todavía. En lo que concierne a ellos en este caso, la lealtad y la verdad absolutas son de primerísima importancia. Dígale que he estudiado mi propio corazón tan bien como a uno mismo le es posible hacerlo y conozco sus debilidades, así como sus necesidades. Por eso decliné prestar atención a sus ruegos, sea cuales fueren. No lo condeno por oídas o pruebas dudosas, y es por eso que no formulo cargos. Pero, puesto que insiste en oír lo que conoce muy bien, puede usted transmitirle la cuestión.
“Dígale que esa noche entré en el conservatorio por la puerta trasera, con el objeto de cortar una rosa para mi madre. Que los vi a él y a la señorita Ashburton debajo de la rosa adelfa. El cuadro vivo era lindo, pero la pose y la yuxtaposición demasiado elocuentes y evidentes para requerir explicación. Abandoné el conservatorio y, al mismo tiempo, la rosa y mi idea. Puede usted llevarle esa canción y esa danza a su empresario”.
-Tengo reparo en cuanto a una palabra, señora. Yux... yux... explíquemela, ¿quiere?
-Yuxtaposición, o puede usted decir también proximidad o, si le agrada, estando demasiado cerca para que una conserve la posición de un ideal.
Las piedras giraban debajo de los pies del muchacho, que se paró al lado del otro banco. Los ojos del hombre lo interrogaban sediento. Los del muchacho brillaban con el celo impersonal del traductor.
-La señora dice que sostiene que las muchachas son presa fácil cuando los tipos cuentan historias de fantasmas y tratan de fingir, y que por eso no atenderá charlas falsas. Dice que lo sorprendió a usted abrazando a una muchacha en un invernáculo. Ella se estiró para cortar unas flores y usted estaba abrazando a la otra muchacha en gran forma. Dijo que el cuadro tenía lindo aspecto, perfecto, perfecto, pero la puso furiosa. Dice que es mejor que usted se ocupe en ir a tomar el tren.
El joven emitió un largo silbido y sus ojos chispearon con una súbita idea. Sus manos se hundieron en el bolsillo interno de su saco, del que extrajo un manojo de cartas. Eligió una, que le entregó al muchacho, seguida de un dólar que sacó del bolsillo del chaleco.
-Entrégale esta carta a la señorita -dijo- y pídele que la lea. Dile que ella explicará la situación. Dile que, si hubiera mezclado un poco de confianza en su concepción del ideal, se habría evitado muchos dolores de cabeza. Que la lealtad que ella tanto estima nunca ha vacilado. Que espero una contestación.
El mensajero se presentó frente a la muchacha.
-El caballero dice que se lo ha cargado sin motivo. Dice que no es un holgazán y, señora, lea usted la carta y le aseguro que es un buen tipo.
La joven desdobló el papel con cierta duda y lo leyó.

"Estimado doctor Arnold:

Le estoy muy agradecido por su bondadosa y oportuna ayuda prestada a mi hija, el viernes por la noche, cuando ella fue presa de un ataque de su vieja afección al corazón en el conservatorio, en la recepción de la señora Waldron. Si usted no hubiera estado cerca para sostenerla mientras caía y para prestarle la atención requerida, podríamos haberla perdido. Me sentiría contento si nos visitara y emprendiese el tratamiento de su caso.

Agradecidamente suyo,
Robert Ashburton"

La joven dobló la carta y se la entregó al muchacho.
-El caballero desea una contestación -dijo el mensajero- ¿Qué le digo?
Los ojos de la muchacha relampaguearon rápidamente, brillantes, sonrientes y húmedos.
-Dígale al tipo que está sentado en ese banco -dijo con una risa feliz y trémula- que esta muchacha lo desea.


FIN

O. Henry

3 de agosto de 2016

El romance de un ocupado bolsista, O. Henry

El romance de un ocupado bolsista
O. Henry

Pitcher, empleado de confianza en la oficina de Harvey Maxwell, bolsista, permitió que una mirada de suave interés y sorpresa visitara su semblante, generalmente exento de expresión, cuando su empleador entró con presteza, a las 9.30, acompañado por su joven estenógrafa. Con un vivaz “Buen día, Pitcher”, Maxwell se precipitó hacia su escritorio como si fuera a saltar por sobre él, y luego se hundió en la gran montaña de cartas y telegramas que lo esperaban.
La joven hacía un año que era estenógrafa de Maxwell. Era hermosa en el sentido de que decididamente no era estenográfica. Renunció a la pompa de la seductora Pompadour. No usaba cadenas ni brazaletes ni relicarios. No tenía el aire de estar a punto de aceptar una invitación a almorzar. Vestía de gris liso, pero la ropa se adaptaba a su figura con fidelidad y discreción. En su pulcro sombrero negro llevaba un ala amarillo verdosa de un guacamayo. Esa mañana, se encontraba suave y tímidamente radiante. Los ojos le brillaban en forma soñadora; tenía las mejillas como genuino durazno florecido, su expresión de alegría, teñida de reminiscencias.
Pitcher, todavía un poco curioso, advirtió una diferencia en sus maneras. En lugar de dirigirse directamente a la habitación contigua, donde estaba su escritorio, se detuvo, algo irresoluta, en la oficina exterior. En determinado momento, caminó alrededor del escritorio de Maxwell, acercándose tanto que el hombre se percató de su presencia.
La máquina sentada a ese escritorio ya no era un hombre; era un ocupado bolsista de Nueva York, movido por zumbantes ruedas y resortes desenrollados.
-Bueno, ¿qué es esto? ¿Algo? -interrogó Maxwell lacónicamente.
Las cartas abiertas yacían sobre el ocupado escritorio que parecía un banco de hielo. Su agudo ojo gris, impersonal y brusco enfocó con impaciencia la mitad del cuerpo de la muchacha.
-Nada -repuso la estenógrafa alejándose con una ligera sonrisa.
-Señor Pitcher -le manifestó al confidencial empleado-, ¿El señor Maxwell dijo algo acerca de emplear a otra estenógrafa?
-Sí -repuso Pitcher-. Me ordenó que tomara a otra. Ayer por la tarde pedí a la agencia que enviara algunas para probarlas esta mañana. Son las 9.45 y todavía no se ha mostrado ningún modelo de sombrero ni ningún pedazo de goma de mascar.
-Entonces haré el trabajo como de costumbre -dijo la joven- hasta que llegue alguna muchacha para ocupar el puesto- se dirigió a su escritorio y colgó el sombrero negro con el ala de guacamayo gris verdoso, en el sitio acostumbrado.
El que se haya visto privado de presenciar el espectáculo de un ocupado bolsista de Manhattan durante una avalancha de trabajo, está impedido para ejercer la profesión de la antropología. El poeta canta acerca de la “ocupada hora de la vida gloriosa”. La hora del bolsista no sólo es ocupada, sino que los minutos y los segundos están suspendidos de todas las correas de las plataformas delantera y trasera.
Y ése era un día ocupado de Harvey Maxwell. El indicador de las cotizaciones comenzó a arrojar sus espasmódicos rollos de papel y el teléfono de sobre el escritorio tenía un ataque crónico de zumbido. Los hombres comenzaron a irrumpir en la oficina y a llamarlo por sobre la baranda en forma jovial, seca, viciosa, nerviosa. Los mensajeros entraban y salían corriendo con notas y telegramas. Los empleados de la oficina saltaban de un lado a otro como marineros durante una tormenta. Hasta el rostro de Pitcher se ablandó, dibujando algo que se parecía a una expresión de animación.
En la Bolsa había huracanes, terremotos, tormentas de nieve, glaciares, volcanes, y esas perturbaciones comunes se reprodujeron en miniatura en las oficinas del bolsista. Maxwell empujó su silla contra la pared, mientras tramitaba operaciones comerciales como un bailarín de puntillas. Saltaba del indicador de cotizaciones al teléfono, del escritorio a la puerta, con la diestra agilidad de un arlequín.
En medio de esta creciente e importante tensión, el bolsista advirtió de pronto un rulo dorado, enrollado alto, debajo de un inclinado dosel de terciopelo, extremos de avestruz, un saco de imitación piel de foca y una cuerda de cuentas tan larga como una rama de nueces, terminando, cerca del piso, en un corazón de plata. Había allí una joven serena, relacionada con estos accesorios. Pitcher estaba al lado de ella para interpretarla.
-Es una señorita de la Agencia de Estenógrafas que desea conocer detalles acerca del puesto -dijo Pitcher.
Maxwell dio media vuelta con las manos llenas de papeles y una cinta de indicador de cotizaciones.
-¿Qué puesto? -interrogó ceñudo.
-El puesto de estenógrafa -repuso Pitcher-. Ayer me dijo usted que llamase para que hoy enviaran una.
-Está usted perdiendo el juicio -dijo Maxwell-. ¿Para qué habría de darle semejantes instrucciones? Miss Leslie ha cumplido perfectamente durante el año de estada aquí. El puesto le pertenece a ella mientras desee conservarlo. No hay vacante, madam. Dé la contraorden a la agencia, Pitcher, para que no manden más estenógrafas.
El corazón de plata abandonó la oficina, balanceándose y golpeándose contra los muebles de la oficina como si se marchara indignado. Pitcher aprovechó la oportunidad para comentarle al tenedor de libros que el “viejo” parecía tornarse cada día más distraído y olvidadizo.
La avalancha y el ritmo de los negocios se tornaron cada vez más nerviosos y rápidos. En el piso se diseminaba media docena de títulos, en los cuales los clientes de Maxwell habían hecho grandes inversiones. Las órdenes de compra y venta iban y venían con tanta rapidez como una bandada de golondrinas. Algunas de sus propias acciones estaban en peligro, y el hombre trabajaba como una máquina potente, delicada y rápida, con plena tensión, marchando a toda velocidad, precisa, sin vacilación alguna, con la palabra adecuada y la decisión y la acción listas y prontas; empréstitos e hipotecas, dividendos y títulos; era un mundo de finanzas, y no había lugar en él para el mundo humano o el mundo de la naturaleza.
Al aproximarse la hora de almorzar se percibió una ligera calma en el tumulto.
Maxwell estaba de pie, al lado de su escritorio, con las manos llenas de telegramas y notas, con una estilográfica en la oreja derecha y el cabello cayéndole en desorden sobre la frente. Tenía la ventana abierta, pues la amada portera Primavera había enviado un poco de calor a través de las zonas de la tierra, que despertaban.
Y a través de la ventana llegaba un extraño -quizá perdido- olor, un olor delicado y dulce a lilas, que mantuvo al bolsista un rato inmóvil. Porque ese perfume pertenecía a miss Leslie; era propio de ella y único de ella.
El perfume hizo que el hombre se la representara en forma vivida, casi tangible. El mundo de las finanzas se convirtió en una manchita. La muchacha estaba en la habitación contigua, a unos veinte pasos.
-¡Por George, lo haré ahora! -dijo Maxwell en voz un poco alta-. Le pediré ahora. Me pregunto por qué no lo he hecho hace tiempo.
Se precipitó hacia la oficina interior, con la premura de un pelotero tratando de hacer una jugada, y se echó sobre el escritorio de la estenógrafa.
La muchacha levantó la vista hasta él y sonrió. Una tonalidad rosa pálida subió a las mejillas de la empleada, cuyos ojos mostraron una expresión bondadosa y franca. Maxwell apoyó un codo sobre el escritorio. Aun cogía con ambas manos una serie de papeles y tenía la estilográfica sobre la oreja.
-Miss Leslie -comenzó apresuradamente-, tengo un solo minuto de tiempo. Quiero decirle algo. ¿Quiere casarse conmigo? No he tenido tiempo de hacerle a usted el amor en la forma acostumbrada; pero la amo de verdad. Hable pronto, por favor, pues esos tipos se están uniendo para despojar al Union Pacific.
-¡Oh!, ¿de qué me estás hablando? -interrogó la joven. Se puso de pie y lo miró con los ojos abiertos.
-¿No comprendes? -dijo Maxwell con impaciencia-. Quiero casarme contigo. Te amo. Deseaba decírtelo y logré conseguir un minuto cuando el trabajo aflojó un poco. Ahora me llaman por teléfono. Dígales que me esperen un poco, Pitcher.
La estenógrafa se portaba de manera muy extraña. Al principio parecía dominada por la sorpresa; luego, de sus ojos maravillados fluyeron lágrimas, y por fin sonrió alegremente, deslizando con ternura el brazo alrededor del cuello del bolsista.
-Ahora lo sé -dijo con suavidad-. Son los negocios los que ahuyentaron, durante un tiempo, todo lo demás de tu mente. Estaba asustada al principio. ¿No recuerdas, Harvey? Anoche a las ocho de la noche nos casamos en la Pequeña Iglesia de la Vuelta.



O. Henry

2 de agosto de 2016

Después de 20 años, O. Henry

Después de 20 años
O. Henry

El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.
El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.
Hacia la mitad de cierta cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:
-No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.
-Sí, lo derribaron hace cinco años -dijo el policía.
El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.
-Esta noche se cumplen 20 años del día en que cené aquí, en el Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi mejor amigo, la persona más buena del mundo. Él y yo nos criamos aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos. El tenía 20 años y yo, 18. A la mañana siguiente me iba al Oeste para hacer fortuna. A Jimmy no se le podía arrancar de Nueva York; para él no había otro lugar en la tierra. Bueno, esa noche acordamos encontrarnos nuevamente aquí, a 20 años exactos de esa fecha y esa hora, cualquiera fuese nuestra condición y la distancia a recorrer para llegar. Suponíamos que, después de 20 años, cada uno tendría ya la vida hecha y la fortuna conseguida.
-Parece muy interesante -dijo el agente-. Pero se me ocurre que es mucho tiempo entre una cita y otra. ¿No ha sabido nada de su amigo desde que se fue?
-Bueno, sí. Nos escribimos por un tiempo -respondió el otro-. Pero al cabo de un año o dos nos perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es muy grande y yo vivía mudándome de un lado a otro. Pero estoy seguro de que Jimmy, si está con vida, vendrá a la cita; siempre fue el tipo más recto y digno de confianza del mundo, y no se va a olvidar. Ya viajé mil quinientos kilómetros para venir a este sitio, pero habrá valido la pena si él aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj, con pequeños diamantes incrustados en las tapas.
-Faltan tres minutos -anunció-. Cuando nos separamos, a la puerta del restaurante, eran las 10 en punto.
-A usted le fue bastante bien en el Oeste, ¿no? -preguntó el policía.
-¡A no dudarlo! Espero que Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte. Bueno, muy inteligente no era; trabajador sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que vérmelas con gente muy avispada para llenarme el bolsillo. Aquí, en Nueva York, la gente se estanca. Hay que ir al Oeste para ponerse en forma.
El policía balanceó la porra y dio un paso o dos.
-Tengo que seguir la ronda -dijo-. Espero que su amigo no le falle. ¿No piensa darle unos minutos de tolerancia?
-¡Por supuesto! -afirmó el otro-. Le daré cuanto menos media hora. Por entonces Jimmy tendrá que estar aquí, si está con vida. Hasta luego, agente.
-Buenas noches, señor -saludó el policía.
Y prosiguió su ronda, probando los picaportes al pasar.
Había empezado a caer una llovizna helada; las ráfagas inciertas se transformaron en un viento constante. Los pocos peatones se apresuraban, incómodos y silenciosos, con los cuellos vueltos hacia arriba y las manos en los bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había viajado mil quinientos kilómetros para cumplir con una cita, insegura hasta lo absurdo, con su amigo de la juventud, fumaba su cigarro y seguía esperando.
Esperó unos 20 minutos. Al cabo, un hombre alto, de sobretodo largo y cuello subido hasta las orejas, cruzó apresuradamente desde la vereda opuesta para acercarse al hombre que esperaba.
-¿Eres tú, Bob? -preguntó, vacilando.
-¿Jimmy Wells? -gritó el hombre de la puerta.
-¡Bendito sea Dios! -exclamó el recién llegado, aferrando al otro por los dos brazos-. ¡Claro que eres Bob, qué duda cabe! Estaba seguro de encontrarte aquí, si vivías. Bueno, bueno, bueno... Veinte años es mucho tiempo. El viejo restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado, así habríamos podido cenar otra vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha tratado el Oeste?
-Fantásticamente. Me dio todo lo que le pedí. Pero has cambiado muchísimo, Jimmy. Te hacía cinco o seis centímetros más bajo.
-Bueno, crecí un poco después de los 20 años.
-¿Te va bien en Nueva York, Jimmy?
-Más o menos. Tengo un puesto en uno de los departamentos de la Municipalidad. Vamos, Bob; iremos a un sitio que conozco para charlar largo y tendido sobre los viejos tiempos.
Los dos echaron a andar por la calle, del brazo. El hombre del Oeste, aumentado su egotismo por el éxito, empezó a esbozar un relato de su carrera. El otro, inmerso en su sobretodo, escuchaba con interés.
Cuando llegaron a la esquina, donde las luces eléctricas de una farmacia iluminaban la calle, cada uno de ellos se volvió para mirar la cara de su compañero.
El hombre del Oeste se detuvo bruscamente, apartando el brazo.
-Usted no es Jimmy Wells -masculló-. Veinte años son mucho tiempo, pero no tanto como para que a uno le cambie la nariz de recta a respingada.
-A veces es bastante para transformar a un hombre bueno en malo -dijo el desconocido-. Estás arrestado desde hace diez minutos, Bob, alias “Sedoso”. A los de Chicago se les ocurrió que podías andar por aquí y enviaron un cable diciendo que querían charlar contigo. No te vas a resistir, ¿verdad? Así me gusta. Ahora bien, antes de llevarte a la comisaría te daré esta nota que me entregaron para ti. La puedes leer aquí, en la vidriera. Es del agente Wells.
El hombre del Oeste desplegó el pedacito de papel que acababa de recibir. Cuando empezó a leer su mano estaba serena, pero al terminar le temblaba un poquito. La nota era bastante breve.
Bob: Llegué a nuestra cita a la hora justa. Cuando encendiste el fósforo te reconocí como el hombre que buscaban en Chicago. Como no pude hacerlo personalmente, fui en busca de un agente de civil para que se hiciera cargo.


Jimmy

O. Henry

1 de agosto de 2016

Uno de mis errores, Roberto Jorge Santoro

Uno de mis errores
fue creer que todos éramos hermanos

Y ahora
no se le puede cambiar el horizonte a la nostalgia
hay que olvidarse de las viejas sonrisas
y andar con el dolor a cuestas
para que sirva definitivamente

Roberto Jorge Santoro

de Las cosas claras (1973)

31 de julio de 2016

El fútbol, Roberto Jorge Santoro

El fútbol

bailarín
con un pie mareador
silbador
quien lo ve
toca de a poco
en caricia
le pone al cuerpo ballet
levanta el balón
lo empuja
si lo resbala
lo mima con una gana
lo enrolla con otro pie
le da una vuelta
en el aire
de taco que ni se ve
la vuelve
le cae al pecho
que para
cae
resbala
su pierna de forma rara
la hace morir en el pie
que la pisa
si dormida por el suelo
la toca
y levanta vuelo
la pelota y el ballet
que en avance
con un pique
le dice que se le achique
la guarda
que en el zapato
del otro que ni la ven

Nunca dije
mi lágrima fue grande
sufrí
no me quisieron
se da vuelta
y no la tiene
está saltando en el aire
le dice con la cabeza
que va al otro
que la deja
que la espera en otro pie


Roberto Jorge Santoro

30 de julio de 2016

Nunca dije, Roberto Jorge Santoro

Nunca dije
mi lágrima fue grande
sufrí
no me quisieron

Cada uno conoce su dolor
y sabe de qué manera hablarle a la desgracia

Roberto Jorge Santoro

de Las cosas claras (1973)

29 de julio de 2016

Mi voz está en su sitio, Roberto Jorge Santoro

Mi voz está en su sitio
el corazón sabe algo más porque me duele

Por eso digo:
terrible oficio
es repartir equivocadamente los abrazos '
y que el alma viva entre perros hambrientos

Roberto Jorge Santoro

de Las cosas claras (1973)

28 de julio de 2016

Canto a la tristeza, Roberto Jorge Santoro

Canto a la tristeza

ella puso la guirnalda
bandera colorinche del remate
o empezó todo alquilando mi alegría
golpeó
vino a la puerta
como quien trae la flor de baudelaire a domicilio
pero yo estaba apoyando el descanso de la tarde
en la misma geometría del potrero

empezó a sacarle punta a la palabra
me presentó su muleta metafísica
me quiso convencer como a un primer ministro
como al secretario general de los pañuelos
me mostró su larga galería
su casamiento con el rey de la baraja
me habló en francés para olvidarme un rato
y yo tenía en la cabeza
un gorrión medio anarco y futbolista
una honda mañanera
que rompía el espejo de la muerte
pero estaba cansado del partido
de correr a la vida por el medio campo
y justo en el momento que saludo
que dejo de mirarle las ojeras
su enagua
su tercera mano
se pone en mi palabra corno un perro
me agarra las costillas
revolea el esternón
hace su banco
y se sienta
y ladra en mí cuando ella quiere

luego emplea un tambor en mi ropero
dispara su flecha y me despeina
ensaya un golpe de puño
me clausura con su llave la sonrisa
entonces mi corazón baja al subsuelo
le quita los zapatos a la vida
la pinta de vergüenza
le ensucia la pared que mira al hombre
y me enseña a darle al tiempo el código del vino

todo fue pareciéndose a la muerte
a la rueda del viento
y su cadena

yo no encontraba la exacta golondrina
la cuerda para ahorcarla a mi ventana
hasta que un día
cansado de hablarle a mis bolsillos
de llenarlos de plazas y poemas '
me puse un cascabel en cada brazo
un armonio sonador
juglar en fiesta
y salí a cantar
a enredar besos de muchachas y polleras

ella estaba durmiendo en mi garganta
y la maté con un golpe de alegría
abrí de par en par todas las puertas
me eché a volar por las barandas
puse mi boca en la herida del mundo
di vuelta mi cuerpo como un guante
fui poeta
y el corazón se vistió otro vez con mi camisa

y nunca dije nada de su caja
su horóscopo
su hoguera
pero si dios se acerca cuando yo estoy triste
lo amargo para el resto de su vida


Roberto Jorge Santoro

de cuatro canciones y un vuelo (1973)

27 de julio de 2016

Verbo irregular, Roberto Jorge Santoro

Verbo irregular

yo amo
tú escribes
él sueña
nosotros vivimos
vosotros cantáis
ellos matan.

Roberto Jorge Santoro
del periódico Alberdi

(Edición Nro. 2643, 16 de febrero de 1974)

26 de julio de 2016

IX, Roberto Jorge Santoro

IX

los generales con los testículos plastificados
y los empleados copulando adentro de un cesto de papeles
y la gente que llora cuando se muere un arzobispo
y las mujeres desnudas arriba de los colectivos
y los estudiantes sietemesinos
y los políticos con diarreas de verano
y los funcionarios que no tienen calzoncillos
y los economistas fabricantes de inodoros
y los leprosos amantes de los secretarios
y los burócratas con derrames infecciosos
y los futbolistas atropellando con sus coches a los jubilados
y los presidentes comprando materia fecal en los remates

esto han hecho de ti

por eso yo arrojo mis pedradas

Roberto Jorge Santoro

25 de julio de 2016

IV, Roberto Jorge Santoro


IV

mi patria está viva cuando escribo
se sale por el lápiz
invade mi camisa
muchacha
inventemos el amor con lo que queda
es necesario buscar
no perder tiempo

mi patria tiene forma de poema
hay que llevarla crucificada al hueso
ayudarla a salir
amarla y desamarla

entonces algo pasa
se cortó el hilo de repente
mi patria es joven como yo

tiene sus dudas

Roberto Jorge Santoro

24 de julio de 2016

V, Roberto Jorge Santoro

V

he visto en el subterráneo cómo una mujer tiraba un feto
por la ventanilla
el guardia entonces obligó a todo el mundo a que fumara
los chicos menores de siete años se dieron el gusto de
convidar
los últimos king size que tenían

el subterráneo por supuesto no paró en ninguna estación
se organizó un baile en medio del túnel
y después de varios días tuvo que intervenir el ministro
del interior
pero el ministro abandonó a su esposa en el primer
molinete y se enamoró
de un ciego hermano de un diariero muy educado que
eructaba con la boca cerrada

después de la crisis
se vendieron los peines a menor precio
y se creó un curso gratis para aprender a manejar
bañaderas


Roberto Jorge Santoro
De Uno más unos humanidad Publicado por DEAD WEIGHT en 1972
El libro original se terminó de imprimir el día 31 de julio de 1972 en IMPRENTA DE LOS BUENOS AYRES SA -Rondeau 3274-Buenos Aires-Argentina
              

De Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

23 de julio de 2016

IV, Roberto Jorge Santoro

IV

con diploma de hiena
pasa un juntacadaveres
atrás de su desfile

no rompa más
en nombre de occidente

respira traiciones
su pulmón enano
y hay una rosa marchita
en el pecho del día

Roberto Jorge Santoro
De Poesía en general (1973) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

La edición de Poesía en general se encontraba recubierta por una faja con un texto que hacia referencia a un error de imprenta por el cual las tapas salieron invertidas ( y es una muestra, a su vez, del sentido del humor de Roberto Santoro). He aquí reproducido el mismo:

Errose

El maleficio militar
al imprentero hizo equivocar

Amigo lector comprenda
del error ninguno escapa
en este libro-carpeta
se dieron vuela las tapas

 El Autor


Roberto Jorge Santoro

Nació en Buenos Aires el 17 de abril de 1939. Fue pintor de brocha gorda, puestero en un mercadito, preceptor en una escuela industrial, tipógrafo, vendedor ambulante, periodista y poeta. Un verdadero buscavidas. Él mismo solía presentarse así: “Sangre grupo A, factor RH negativo, 34 años (en 1973), 12 horas diarias a la búsqueda castradora, inhumana, del sueldo que no alcanza. Dos empleos. Escritor surrealista, es decir, realista del sur. Vivo en una pieza. Hijo de obreros. Tengo conciencia de clase. Rechazo ser travesti del sistema, esa podrida máquina social que hace que un hombre deje de ser un hombre, obligándolo a tener un despertador en el culo, una boleta de Prode en la cabeza y un candado en la boca”. (Reportaje concedido a la revista Rescate en octubre de 1973).
A su compromiso y su denuncia se debe parte de su desaparición
Roberto Jorge Santoro fue secuestrado por elementos del terrorismo de Estado el 1° de junio de 1977, quienes se lo llevaron ilegalmente de su lugar de trabajo: la Escuela Nacional de Educación Técnica N° 25 Teniente Primero de Artillería Fray Luis Beltrán, en la calle Saavedra del barrio de Once, donde el poeta prestaba servicio de preceptor con el cargo de subjefe. Hasta hoy se encuentra desaparecido. Una plaza de Buenos Aires, en Avenida Forest y Teodoro García, lleva su nombre.

22 de julio de 2016

III, Roberto Jorge Santoro

III

el hijo del poeta surrealista
remontó clandestinamente un barrilete
viendo a un albañil leer a kant en el tranvía

y cuando vi que el padre del ministro se transformaba
en iguana
recuerdo que se organizó un campeonato de ajedrez en
una villa miseria

así empezaron las cosas
fue cuando las gallinas todavía empollaban huevos

ahora
a los almaceneros se les ocurrió estudiar taquigrafía y
bailes clásicos
no creo que aguantemos mucho tiempo

Roberto Jorge Santoro
De Uno más unos humanidad Publicado por DEAD WEIGHT en 1972
El libro original se terminó de imprimir el día 31 de julio de 1972 en IMPRENTA DE LOS BUENOS AYRES SA -Rondeau 3274-Buenos Aires-Argentina

De Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r


19 de julio de 2016

II, Roberto Jorge Santoro

II

mañana un general con viruela boba habrá de acuartelar
a mil conscriptos
porque una mosca le ensució el tintero de la guerra del
paraguay
y su esposa tendrá un hijo con un coronel

un forzudo canta un jingler
y en el décimo piso del ministerio dos empleados juegan
a la generala
mientras una mujer les muestra la bombacha a dos
cadetes

parece que van a tapizar el sillón de la presidencia
y está en estudio clausurar la poesía
¿qué hace el tanque ése parado en la puerta de mi casa?


Roberto Jorge Santoro
De Uno más unos humanidad Publicado por DEAD WEIGHT en 1972
El libro original se terminó de imprimir el día 31 de julio de 1972 en IMPRENTA DE LOS BUENOS AYRES SA -Rondeau 3274-Buenos Aires-Argentina


De Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

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