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21 de julio de 2015

El pan de las abejas, Alejandro Nicotra



49 º ENCUENTRO INTERNACIONAL DE POETAS "OSCAR GUIÑAZÚ ÁLVAREZ". 08, 09, 10 de Octubre de 2010. Valle de Traslasierra, Córdoba, Argentina. Viernes 8 de Octubre 2010 1ª Noche Teatro Municipal Villa Dolores. Acto Apertura.


EL PAN DE LAS ABEJAS

(En memoria
de Antonio Esteban Agüero)


El pan de las abejas, la miel de todos.

Sopla el tiempo
sobre la galería de tu casa: nadie
sino la luz sorda, vacía,
entre pilares rotos.
Ni tu sombra, ni el rumor del poema.
.pan de las abejas, la miel de todos.

(“El agua con racimos y la luz con abejas”…)
Patio sin parras. Seco aljibe.

Ayer,
la madre pasa con un plato de miel.

He visto las colmenas devastadas
y en el aire de marzo,
espacio azul,
el humo que subía desde los panales.

He visto al hombre enmascarado,
los torpes guantes,
y el pueblo de la brisa
y de la flor:
gota a gota,
los pequeños
cadáveres.



He visto al sapo gordo
saciado de saqueo.

Sopla el tiempo
desde la fresca sombra de las parras,
 los cántaros, las flores. (El temblor
y la luz de las abejas.) Oigo
tu voz.

Un niño pasa con un plato de miel.

He visto las colmenas devastadas,
el humo por el aire de marzo.

Y he visto,
entre las ruinas y la sombra,
el pan hecho de sol;
quiero decir
—lo sabes—: vi tu muerte
y tu vida. (La galería rota
de tu casa, las páginas
doradas.) Y mi vida
y mi muerte,
seguramente iguales.

Un hombre pasa con un plato de miel.

El pan de las abejas,

la miel de todos.

Alejandro Nicotra


 

49 º ENCUENTRO INTERNACIONAL DE POETAS "OSCAR GUIÑAZÚ ÁLVAREZ". 08 de Octubre de 2010. Villa Dolores, Valle de Traslasierra, Córdoba, Argentina.

20 de julio de 2015

Opinión sobre poetas, Alejandro Nicotra

OPINIÓN SOBRE POETAS

 —Creía en ellos,
con alguna vacilación, es cierto,
como se cree en quienes han hablado con Dios, en
sus montañas,
y cuentan el secreto;
pero un día
renegué de sus bocas de pájaros mentirosos;
después, los vi morir
en una choza sucia,
ciegos y balbuceando palabras sin sentido.

Entonces volví a creer en ellos,
en su sabiduría rota,

ya sin ninguna sospecha de cordura.

Alejandro Nicotra

19 de julio de 2015

Domingo. Antonio Esteban Agüero

DOMINGO


I

De mañana se viste la aldehuela
con la misa y el son de su capilla.
Todo puro y limpio, todo claro,
con el manso sol que dora arriba.

II

Y de tarde -una tarde igual a todas-
anudo un mirar en la plazuela,
veo la niña que su gracia luce,
y a mozo que estrena su camisa nueva.


III

Después, la noche oscura, perfumada,
poniendo al día una pausa negra,
y una guitarra que se une al canto
de una voz varonil, un tanto ebria.


Antonio Esteban Agüero

De Poemas Lugareños (1937) canto a la sierra de los Comechingones


18 de julio de 2015

Cielo, Antonio Esteban Agüero


CIELO

Tu nombre, tu limpio nombre: cielo,
-perdona mi absurda fantasía-
tiene el blandor de un ala en vuelo.

Este mi cielo azul y luminoso,
que apuntalan el duro y alto cerro,
y el álamo agudo y vanidoso.

Esta corona azul de mi terruño,
que la luna y la noche hacen de plata,
y el sol mañanero de oro rubio.

Fueras pupila azul y femenina,
y con amor ardiente te besara
mi sedienta boca masculina.

Antonio Esteban Agüero
De Poemas Lugareños (1937)

17 de julio de 2015

Digo el mate, Antonio Esteban Agüero

DIGO EL MATE


Porque sábado es hoy y la mañana
como una fruta desde el tala cae,
y soy joven y sano, y me navegan
tradiciones y música la sangre,
quiero ser otra vez, entre vosotros
para decir y celebrar el Mate.

De Guarania nos vino con la Yerba
que resume fragancias tropicales,
y ese barro de América que un día
vio que llegaban sigilosas naves,
con cadenas, y perros y arcabuces,
y duras voces vulnerando el aire;
Verde Yerba de América, divina
como todas las cosas naturales
Santa Yerba de América, sembrada
y tendió la llanura hacia naciente,
y hacia poniente levantó los Andes,
y la Coca sembró para los Quichuas,
y el Algarrobo para pan del Huarpe.

Yo era niño –recuerdo- y la primera
memoria verde se remonta al Mate,
en mi casa de Merlo, donde el día
comenzaba a girar cuando mi Madre
sorprendía el hervor de la tetera
entre volutas de vapor quemante:
Y era luego la lenta ceremonia,
vieja suma de gestos y ademanes,
aquel ir y venir de la cuchara,
la visión del azúcar, el fragante
esplendor de la Yerba, la bombilla
con doradas virolas y espirales,
y el porongo de plata que tenía
curva de seno adolescente y grácil,
y cobraba, de premio, en la penumbra
nítida luz de religioso cáliz;
Ubre dulce me fue, mi vino verde,
mi pan primero, mi nodriza amante.

Yo recuerdo sus íntimos sabores,
y también sus diversas variedades:
Dulce Mate del alba que se bebe
morosamente al emprender un viaje,
en la puerta de casa mientras miro
entre neblinas despertar el valle;
y aquel Mate primero del retorno
por la sombra con grillos de la tarde,
que nos vuelve liviana la fatiga
sobre los hombros como un ala de ave;
y ese Mate que beben los troperos
cuando regresan de Salinas Grandes;
y aquel Mate nocturno que me diera
una muchacha cuya boca suave
daba un beso primero a la bombilla
como manera de poder besarme;
y aquel Mate gustado en la cocina,
escuchando al anciano Magallanes,
dibujar sobre el humo las historias
del Niño Ladino y de Urdemales;
y aquel Mate que sabe a veramota
y el que guarda memoria del husillo;
y el que a mastuerzo y mejorana sabe;
y el que una gota de aguardiente trae;
y ese Mate gustado en la penumbra
que conforman higueras y nogales,
mientras crece la siesta, y la cigarra
el masculino corazón me tañe;
y aquel Mate de bodas, con su gusto
a rama nueva, a porvenir, a encaje;
y ese Mate bebido en Carolina
y el que bebí en la Sierra El Gigante;
y el que un día me dieron en Trapiche;
y el que supe gustar en Rumi-Huasi;
y aquel fúnebre Mate que bebimos
en el velorio de Adelaida Chávez,
lamentando su muerte y admirando
su juventud de porcelana frágil...

Pueblo somos por Él; desde centurias
su costumbre nos forma, como sabe
modelar un cacharro el alfarero
con la destreza de su mano suave;
él nos dio, generoso, las virtudes
que entrelazan raíces esenciales
en el nudo del ser, y nos perfilan
un idéntico rostro innumerable;
porque en Él se juntaba la Familia,
como el agua diversa sobre el cauce,
y al juntarse quebraba el egoísmo,
el monólogo torpe, las cobardes
galerías del odio, y frutecía
sobre mazorcas de granar afable;
y nos fue profesor de democracia,
a pesar de los hierros coloniales,
porque supo igualar a la bombilla
la sed del Hijo con la sed del Padre,
el dolor de la criada y la señora,
la hartura del rico con el hambre
milenaria del pobre, de tal modo,
que supimos medir en lo que vale
la celeste razón que nos convierte
en ciudadanos civilmente iguales.

Y por qué no decir las Cebadoras,
que vestidas de sedas o percales,
o calzadas de tímida alpargata,
o con zapatos de charol brillante,
bajo el sol y la luna de la Vida
supieron darme los mejores mates;
viejas eran algunas, con el rostro
a corteza del molle semejante,
lindas eran algunas, otras feas,
desgarbadas, coquetas, elegantes,
con cabello retinto como el ala
voladora de tordos y zorzales,
o teñido por leve plenilunio,
o lo mismo que sombra de trigales,
pero en todas igual se prodigaba
la gracia criolla como miel amable.

Sólo nombres conservo, como guarda
de las flores su olor el caminante:
Doña Mercho Cornejo, Lola López,
Francisca Cuello, Evangelina Páez,
Reginalda Lucero, Pancha Orozco,
Adelina Yanzón, Rosario Báez,
Clara Chiringo, Petronila Gómez,
Minerva Leyes –prima de mi padre-,
Doña Delia Baigorria, Doña Isaura,
Sara Bedoya, Encarnación Morales,
y una anónima joven de Punilla,
y la por siempre recordada Carmen.

¿Por donde andarán ahora que las digo,
y las vuelvo una esencia para el Arte?
¿Cuál cocina gobiernan? ¿Qué alacena
acomodan y limpian? ¿Qué zaguanes
las contemplan barrer por la mañana
con las escobas de pichana? ¿Cuáles
los arcones que ordenan en domingo?
¿Qué chirigua las oye entre los sauces?
¿Dónde sueñan, o lloran? ¿Dónde ríen?
¿Bajo cuál piedra con su nombre yacen?

De repente me callo porque siento
una voz que me nombra, y, acercarse,
sobre un tímido andar y una mirada,
cálido, y dulce, y nacional, el Mate...


Antonio Esteban Agüero 
De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

16 de julio de 2015

Digo la tonada, Antonio Esteban Agüero


Digo la tonada

El idioma nos vino con las naves,
sobre arcabuces y metal de espada,
cabalgando la muerte y destruyendo
la memoria y el quipo del Amauta;
fue contienda también la del Idioma,
dura guerra también, sorda batalla,
entre un bando de oscuros ruiseñores
con su pico de sierpe acorazada
y zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue
con persistencia de remota llama;
rotas fueron las voces ancestrales,
perseguidas, mordidas, martilladas
por un loco rencor sobre la boca
del hombre inerme y la mujer violada.

Y el Idioma triunfó, los ruiseñores
de Castilla vencieron, la calandria
cuya voz era tierra, barro nuestro,
son y zumo de tierra americana
de repente calló cuando los hierros
agrios del odio en su dolor de fragua
le marcaron el pecho que gemía
y segaron la luz de su garganta…

Pero la lucha prosiguió en la sombra,
una guerra de acentos y palabras,
de fugitivas voces y vocablos
con las venas sangrantes que buscaban
refugiarse en la frente o esconderse
en la nocturna claridad del alma
perdiendo expresión y contenido,
la sonora raíz, la leve gracia,
el poder bautismal y la semilla
para ser sólo la sutil fragancia
que nos sella la voz con el anillo
popular y común de la tonada:
Yo entrecierro los ojos y la escucho
venir y llegar hasta mi almohada
como un largo rumor de caracola,
como memoria de mujer descalza,
como llega la música en la brisa
si la brisa es arroyo de guitarra;
y la siento volar en la tertulia
de labio en labio, mariposa mansa,
suave cuerda que vibra, quena sorda,
o fugaz sugerencia de campana;
y la escucho en la voz que me despierta
con el mate y su luz en la mañana
cuando el sol es un padre que nos dona
el reciente verdor de la esperanza;
y la escucho en un niño que transita
por el sendero que trazó la cabra
y me grita: ¡Buen día! y me conforta
con la sonrisa de su alegre cara;
de repente la siento que rodea
mi corazón como una mano blanda
si la voz de la madre o de la esposa
se florece con íntimas palabras;
alguna noche la escuché en Rosario
en la voz de una joven que pasaba
y eso sólo bastó para que viera
amanecer los cerros del Conlara;
y otra noche la oía en Buenos Aires,
en muchedumbre de no se qué plaza,
sobre un grito vibrante que decía
titulares de prensa cuotidiana;
cómo es dulce sentirla cuando llega
desde una boca de mujer besada
con el "sí" suspirado que promete
una cálida rosa para el ansia;
y la escucho sonar entre los niños
de un pueblecito que se dice Larca
mientras mueven las manos en el juego
escolar y rural de la payana;
y la siento rezar en el velorio,
y saltar en el arco de la taba,
y volverse puñal en el insulto
y suspirar en la recién casada.
Dondequiera que esté yo la escucho
y tras ella regreso a la comarca
donde soy una piedra, una semilla,
una nube y un pájaro que canta...

No tenemos bandera que nos cubra
tremolando en el aire de la plaza,
ni canción que nos diga entre los pueblos
cuando suene el clarín, y la proclama
desanude las últimas cadenas
y destruya el alambre y la muralla,
pero tenemos esta luz secreta,
esta música nuestra soterrada,
este leve clamor, esta cadencia,
este cuño solar, esta venganza,
este oscuro puñal inadvertido
este perfil oral, esta campana,
este mágico son que nos describe,
esta flor en la voz: nuestra Tonada.

Antonio Esteban Agüero

 Antonio Esteban Agüero
De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

15 de julio de 2015

El Molino, Antonio Esteban Agüero

EL MOLINO

Agua, ciénagas, sauces,
y un caserón casi en ruinas.
donde las muelas no muelen,
donde no zumba la vida.

Agua, ciénagas, sauces,
y al pie de un cerro: el molino
que supo de mis abuelos
haciendo harina su trigo.

Antonio Esteban Agüero

De Poemas Lugareños (1937) canto a la sierra de los Comechingones

14 de julio de 2015

Yo Presidente. Antonio Esteban Aguero



Yo Presidente. Antonio Esteban Aguero

Yo, Antonio Esteban Agüero,
capitán de pájaros,
general de livianas mariposas,
estoy en Buenos Aires,
la capital del Plata,
para ser presidente
y organizar la Patria.

Detrás he dejado
los pueblos que me siguen,
ejército de alondras,
la división blindada de los cóndores,
las águilas que saben del sabor de la piedra,
calandrias,
chalchaleros,
chiriguas mañaneras,
los secretos lechuzos que me pasan
la información del día y de la noche.

Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?
Que rodean la urbe por sus cuatro costados,
sus jinetes son muertos de Facundo,
son muertos de Ramírez,
montoneros del Chacho
sableadores de Pringles,
domadores,
remeseros,
rastreadores,
guitarreros,
espectrales jinetes que cabalgan
mi millón de caballos.

Les ruego que se rindan
que depongan las armas,
que guarden los tanques,
y encierren los cañones,
porque mañana a mediodía
quiero estar en la Plaza de Mayo
sobre viejos balcones del Cabildo
para ser presidente y
prestar juramento:
por los ríos de sangre derramada,
por los indios y los blancos muertos
por el sol y la luna,
por la tierra y el cielo,
por el padre Aconcagua,
y por el Mar oceánico,
y por todas las hierbas y los bosques,
y por todas las flores y los pájaros,
y por el hambre de los niños pobres,
y la tristeza de los niños ricos,
y el dolor de las jóvenes paridas,
y la agonía de los viejos ...
Juro
Yo juro.
Hacer de este país la Patria.
Ordeno que se rindan
porque mañana a mediodía
entraré en Buenos Aires.
Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?

Nadie podrá atajarme



Rodolfo Herrero recitando Yo Presidente de Antonio Esteban Agúero 

Video del 50 Encuentro Internacional de Poetas "Oscar Guiñazú Añlvarez" 6, 7, 8, 7 9 de Octubre de 2011. Organizado y llevado a cabo por el Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento,  Traslasierra, Córdoba, Argentina

13 de julio de 2015

Video de la Disertación Antonio Esteban Agüero, una poesía del arraigo del Poeta Alejandro Nicotra

Disertación Antonio Esteban Agüero, una poesía del arraigo del destacado Poeta Alejandro Nicotra (Video)

13 de abril de 2013. Video de la Disertación Antonio Esteban Agüero, una poesía del arraigo del destacado Poeta Alejandro Nicotra. Casa del poeta Antonio Esteban Agüero, Merlo, San Luis, Argentina. Palabras de bienvenida del Profesor Mario Ceretti, Presentación del disertante a cargo de la Profesora Beatriz Tombeur.

12 de julio de 2015

Juego de sombras, Herman Hesse

 JUEGO DE SOMBRAS, HERMAN HESSE

La amplia fachada principal del castillo era de piedra clara y sus grandes ventanales miraban al Rin y a los cañaverales, y más allá a un paisaje luminoso y abierto de agua, juncos y pasto donde, más lejos aún, las montañas arqueadas de bosques azulados formaban una suave curva que seguía el desplazamiento de las nubes; sólo cuando soplaba el Foehn, el viento del Sur, se veía brillar los castillos y los caseríos, diminutas y blancas edificaciones en la lontananza. La fachada del castillo se reflejaba en la corriente tranquila, alegre y frívola como una muchacha; los arbustos del parque dejaban que su verde ramaje colgara hasta el agua, y a lo largo de los muros unas góndolas suntuosas pintadas de blanco se mecían en la corriente. Esta parte risueña y soleada del castillo estaba deshabitada. Desde que la baronesa había desaparecido, todas las habitaciones permanecían vacías, salvo la más pequeña, en la que como antaño seguía viviendo el poeta Floriberto. La dueña de la casa era la culpable de la deshonra que había recaído sobre su esposo y sus dominios, y de la antigua corte y de los numerosos y vistosos cortesanos de antaño ya nada quedaba excepto las blancas y suntuosas góndolas y el versificador silencioso.
El señor del castillo vivía, desde que la desgracia se había abatido sobre él, en la parte trasera del edificio, donde una enorme torre aislada de la época de los romanos oscurecía el patio angosto, donde los muros eran siniestros y húmedos, y las ventanas estrechas y bajas, pegadas al parque sombrío de árboles centenarios, grupos de grandes arces, de álamos, de hayas.
El poeta vivía en total soledad en su ala soleada. Comía en la cocina y a menudo transcurrían muchos días sin que viera al barón.
-Vivimos en este castillo como sombras -le dijo un día a uno de sus amigos de la infancia que había acudido a visitarlo y que no resistió más de un día en las inhóspitas habitaciones del castillo muerto. Antaño, Floriberto se había dedicado a componer fábulas y rimas galantes para los invitados de la baronesa y, tras las disolución de la alegre compañía, había permanecido en el castillo sin que nadie le preguntara nada, sencillamente porque su ingenuo y modesto talante temía mucho más los vericuetos de la vida y la lucha por el sustento que la soledad del triste castillo. Hacía mucho tiempo que no componía ya poemas. Cuando, con viento de poniente, contemplaba más allá del río y de la mancha amarillenta de los cañaverales el círculo lejano de las montañas azuladas y el paso de las nubes, y cuando, en la oscuridad de la noche, oía el balanceo de los árboles inmensos en el viejo parque, componía extensos poemas, pero que carecían de palabras y que nunca podían ser escritos. Unos de estos poemas se titulaba «El aliento de Dios» y trataba del cálido viento del sur, y otro se llamaba «Consuelo del alma» y era una contemplación del esplendor de los prados primaverales. Floriberto era incapaz de recitar o de cantar estos poemas, porque no tenían palabras, pero los soñaba y también los sentía, en particular por las noches. Por lo demás solía pasar la mayor parte de su tiempo en el pueblo, jugando con los niños rubios y haciendo reír a las muchachas y a las mujeres jóvenes con las que se cruzaba, quitándose el sombrero a su paso como si fueran damas de la nobleza. Sus días de mayor felicidad eran aquellos en los que se topaba con doña Inés, la hermosa doña Inés, la famosa doña Inés de finos rasgos virginales. La saludaba con gesto amplio y profunda inclinación, y la hermosa mujer se inclinaba y reía a su vez y, clavando su mirada clara en los ojos turbados de Floriberto, proseguía sonriente su camino resplandeciente como un rayo de sol.
Doña Inés vivía en la única casa que había junto al parque asilvestrado del castillo y que antaño había sido un pabellón anexo de la baronesa. El padre de doña Inés, un antiguo guarda forestal, había recibido la casa en compensación por algún favor excepcional que le había hecho al padre del actual dueño del castillo. Doña Inés se había casado muy joven regresando al pueblo poco después convertida en una joven viuda, y vivia ahora, tras la muerte de su padre, en la casa solitaria, sola con una sirvienta, y una tía ciega.
Doña Inés siempre llevaba unos vestidos sencillos pero bonitos, y siempre nuevos y de suaves colores; seguía teniendo el rostro juvenil y fino, y su abundante y morena cabellera recogida en gruesas trenzas ceñía su hermosa cabeza. El barón había estado enamorado de ella, antes incluso de haber repudiado a su mujer de costumbres disolutas, y ahora volvía a estarlo. Se encontraba por las mañanas en el bosque con ella, y por las noches la llevaba en barca por el río a una cabaña de juncos en los cañaverales; allí, su sonriente rostro virginal descansaba contra la barba prematuramente encanecida del barón, y los dedos finos de ella jugaban con la dura y cruel mano de cazador de él.
Doña Inés iba todas las fiestas de guardar a la iglesia, rezaba y daba limosna para los pobres. Visitaba a las ancianas menesterosas del pueblo, les regalaba zapatos, peinaba a sus nietos, las ayudaba en las labores de costura y, al marchar, dejaba en sus humildes cabañas el suave resplandor de una joven santa. Todos los hombres la deseaban, y al que fuera de su agrado y llegara en buen momento le concedía, además del beso en la mano, un beso en los labios, y el que fuera afortunado y bien parecido podía atreverse, cuando llegara la noche, a escalar su ventana.
Todo el mundo lo sabía, incluso el barón, pese a lo cual la hermosa mujer proseguía en total inocencia y con mirada sonriente su camino, como una muchachita ajena a cualquier deseo de un hombre. De tanto en tanto, aparecía un amante nuevo, que la cortejaba discretamente como a una belleza inaccesible, henchido de orgullo y de felicidad por la valiosa conquista, asombrado de que los demás hombres no se la disputaran y le sonrieran. La casa de doña Inés se levantaba apacible junto al lindero del parque siniestro, rodeada de rosales trepadores y aislada como en un cuento de hadas, y allí vivía ella, entraba y salía, fresca y tierna como una rosa una mañana de verano, con un resplandor puro en su rostro de niña y las pesadas trenzas aureolando su cabeza de finas facciones. Las ancianas pobres del pueblo la bendecían y le besaban las manos, los hombres la saludaban con profunda inclinación y sonreían a su paso, y los niños corrían hacia ella tendiéndole las manitas y dejándose acariciar en las mejillas.
-¿Por qué eres así? -le preguntaba a veces el barón amenazándola con mirada severa.
-¿Acaso tienes algún derecho sobre mí? -respondía doña Inés con ojos asombrados y jugando con sus trenzas morenas.
Quien más enamorado estaba era Floriberto, el poeta. A él el corazón le daba brincos cuando la veía. Cuando oía algún comentario malévolo sobre ella, sufría, sacudía la cabeza y no le daba crédito. Si los niños se ponían a hablar de ella, se le iluminaba el rostro y prestaba el oído como si escuchara una canción. Y de todos sus sueños, el más hermoso consistía en soñar despierto con doña Inés. Entonces lo adornaba con todo, con lo que amaba y con lo que le parecía hermoso, con el viento de poniente y con el horizonte azulado, y con todos los luminosos prados primaverales, que disponía a su alrededor; y en ese cuadro introducía toda la nostalgia y el cariño inútil de su existencia de niño inútil. Una noche, a principios de verano, tras un largo período de silencio, un soplo de vida nueva sacudió la torpeza del castillo. El estruendo de un cuerno atronó en el patio donde penetró un coche que se detuvo entre chirridos. Se trataba del hermano del barón que venía de visita, un hombre alto y bien parecido, que lucía una perilla puntiaguda y una mirada enojada de soldado, acompañado por un único sirviente. Se entretenía bañándose en las aguas del Rin y disparando a las gaviotas plateadas para pasar el rato. Iba con frecuencia a caballo a la ciudad cercana de donde regresaba por las noches, borracho, y también hostigaba ocasionalmente al pobre poeta y se peleaba cada dos por tres con su hermano. No paraba de darle consejos, de proponerle arreglos y nuevas dependencias, de recomendarle transformaciones y mejoras, que nada representaban en su caso, ya que él nadaba en la abundancia gracias a su matrimonio, mientras que el barón era pobre y no había conocido más que desdichas y sinsabores durante la mayor parte de su vida.
Su visita al castillo se debía a un capricho que ya le empezó a pesar al cabo de la primera semana. No obstante se quedó y no dijo ni palabra de marcharse, pese a que a su hermano la idea no le habría disgustado en absoluto. Y es que había visto a doña Inés y había empezado a cortejarla.
No pasó mucho tiempo y, un día, la sirvienta de la hermosa mujer lució un vestido nuevo, regalo del barón forastero. Y al cabo de otro poco, ya recogía junto a muro del parque los mensajes y las flores que le entregaba el sirviente del mismo barón forastero. Y tras unos pocos días más, el barón forastero y doña Inés se encontraron un hermoso día de verano en una cabaña en medio del bosque y él le besó la mano, y la boquita menuda y el cuello tan blanco. Pero cuando doña Inés iba al pueblo y él se cruzaba con ella, entonces el barón forastero la saludaba con una profunda reverencia y ella le agradecía el saludo como una muchacha de diecisiete años
Volvieron a transcurrir unos días, y una noche que se había quedado solo, el barón forastero vio una nave con un remero y una mujer deslumbrante a bordo que descendía la corriente. Y lo que su curiosidad en la oscuridad no pudo saciar le quedó confirmado con creces al cabo de unos días: aquella a la que había estrechado contra su corazón a mediodía en la cabaña del bosque y a1 que había encandilado con sus besos surcaba las oscuras aguas del Rin por las noches en compañía de su hermano y desaparecía con él en los cañaverales.
El forastero se volvió taciturno y tuvo pesadillas. Su amor por doña Inés no era como el que se siente por un trofeo de caza apetecible sino como el que se siente por un valioso tesoro. Cada uno de sus besos lo colmaba de dicha y de asombro, asustado de que tanta pureza y tanta dulzura hubieran sucumbido a su reclamo. Con lo que a ella la había amado más que a otras mujeres, y junto a ella había recordado su juventud, y así la había abrazado con ternura, agradecimiento, y consideración a la vez. A ella que, cuando llegaba la noche, se perdía en la oscuridad con su hermano. Entonces se mordió los labios y sus ojos lanzaron destellos de ira.
Indiferente a todo lo que estaba sucediendo e insensible a la atmósfera de velada pesadumbre que se cernía sobre el castillo, el poeta Floriberto seguía llevando su apacible existencia. Le disgustaban las vejaciones y tormentos ocasionales del huésped del castillo, pero de antaño estaba acostumbrado a soportar escarnios de este tipo. Evitaba al forastero, se pasaba el día entero en el pueblo o con los pescadores a orillas del Rin, y se dedicaba a fantasear vaporosas ensoñaciones en el calor de la noche. Y una mañana tomó conciencia de que las primeras rosas de té junto al muro del patio del castillo empezaban a florecer. Hacía ya tres veranos que solía depositar las primicias de estas insólitas rosas en el umbral de la puerta de doña Inés y se alegraba de poder ofrecerle por cuarta vez consecutiva este modesto y anónimo regalo.
Aquel mismo día, a mediodía, el forastero se encontró con la hermosa doña Inés en el bosque de hayas. No le preguntó dónde había ido la víspera y la antevíspera a la caída de la noche. Clavó su mirada casi horrorizada en los ojos inocentes y apacibles y, antes de irse, le dijo:
-Vendré esta noche a tu casa cuando anochezca. ¡Deja la ventana abierta!
-Hoy no - respondió suavemente ella -, hoy no.
-Pues vendré.
-Mejor otro día. ¿Te parece? Hoy no, hoy no puedo.
-Vendré esta noche. Esta noche o nunca. Haz lo que quieras.
Ella se separó de su abrazo y se alejó.
Al anochecer, el forastero estuvo al acecho del río hasta que cayó la noche. Pero la barca no se presentó Entonces se encaminó hacia la casa de su amada y se ocultó detrás de un matorral con el fusil entre las piernas.
El aire era cálido y apacible. Los jazmines perfumaban la atmósfera y tras una hilera de nubecitas blancas el cielo se fue llenando de pequeñas estrellitas apagadas El canto profundo de un pájaro solitario se elevó en e parque.
Cuando ya casi era noche cerrada, giró con paso taimado un hombre junto a la casa, casi furtivo. Llevaba el sombrero profundamente hundido sobre los ojos, pero estaba todo tan oscuro que se trataba de una precaución inútil. En la mano derecha llevaba un ramo de rosas blancas que proyectaban una claridad apagada en la noche El que estaba al acecho agudizó la mirada y armó el fusil
El recién llegado alzó la mirada hacia las ventanas de las que no brillaba luz alguna. Entonces se acercó a 1a puerta, se agachó y estampó un beso en el picaporte metálico de la puerta.
En ese instante surgió la llama, se oyó un estampido seco que el eco repitió suavemente en las profundidades del parque. El portador de las rosas dobló las rodillas, después cayó hacia atrás y tras unos breves espasmos silenciosos quedó tumbado de espaldas en la gravilla.
El que estaba al acecho permaneció todavía un buen rato oculto, pero nadie apareció y tampoco nada se movió en la casa silenciosa. Entonces salió con prudencia de su escondite y se agachó sobre la víctima de su disparo, que yacía con la cabeza descubierta pues había perdido el sombrero en su caída. Compungido, reconoció con asombro al poeta Floriberto.
-¡Así que él también! -se lamentó alejándose
Las rosas quedaron esparcidas por el suelo, una de ellas en medio del charco de sangre del poeta. En el campanario del pueblo sonó la hora. El cielo se cubrió de nubes blancuzcas, hacia las que la inmensa torre del castillo se alzaba como un gigante que se hubiese dormido erguido. La corriente perezosa del Rin cantaba su dulce melodía y, en el interior del parque sombrío el pájaro solitario siguió cantando hasta pasada la medianoche.

Herman Hesse de Cuentos maravillosos

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