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7 de julio de 2015

El confesor, Hermann Hesse

 El confesor, Hermann Hesse


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943


EL CONFESOR

FUE en la época en que san Hilarión vivía aún, muy proyecto en años; vivía en la ciudad de Gaza un tal Josephus Famulus, que hasta su trigésimo año de edad o algo más llevó vida mundana y estudió los libros paganos: luego fue convertido, por una mujer por él perseguida, a la doctrina de Dios y a la dulzura de las virtudes cristianas; se sometió al santo bautismo, renegó de sus pecados y se sentó muchos años a los pies del presbítero de su ciudad, escuchando principalmente la tan anhelada relación de la vida de los piadosos ermitaños en el desierto, con creciente curiosidad, hasta que un día, a los sesenta y tres años, se encaminó por la senda en que le precedieran san Pablo y san Antonio y, después de aquellos, muchos otros seres piadosos. Entregó el resto de sus bienes a los ancianos, para que los distribuyeran a los pobres de la comunidad, se despidió de sus amigos en las puertas de la ciudad, y emigró al desierto, pasando del mundo fútil a la mísera vida de los penitentes.
Por muchos años le quemó y secó el sol; él se limó, orando, las rodillas en la roca y en la arena; esperó ayunando la puesta del sol para masticar su par de dátiles; los demonios le atormentaron con ataques, burlas y tentaciones, que venció con la oración, la penitencia, la entrega de sí mismo, como lo leemos descrito todo en las biografías de los santos padres. Muchas noches, sin dormir, contempló las estrellas, y también las estrellas le causaron tentaciones y perplejidades: leía en las constelaciones porque aprendió un día a desentrañar las historias de lo dioses y los símbolos de la naturaleza humana, una ciencia rechazada absolutamente por los presbíteros, que lo persiguió por mucho tiempo con fantasías y pensamientos de la época pagana.
En todas partes donde por aquella región el desierto estéril y desnudo ostentaba una fuente, un puñado de verde, un oasis pequeño o grande, vivían entonces los ermitaños, algunos completamente solos, otros en pequeñas hermandades, como los representa una pintura en el camposanto de Pisa, ejerciendo la pobreza y el amor del prójimo, adeptos de un nostálgico ars moriendi, un arte de morir, de perecer para el mundo y para el propio. Yo, de perecer en el Redentor, en la claridad y lo inmarcesible. Eran visitados por ángeles y demonios, componían himnos, exorcizaban a los malos espíritus, curaban y bendecían y se habían adjudicado la tarea de reparar la lujuria del mundo, la brutalidad y la codicia sensual de muchas épocas pasadas y otras por venir, mediante una poderosa oleada de entusiasmo y entrega, mediante un extático exceso de renuncia al mundo. Muchos de ellos poseían ciertamente viejas prácticas paganas de iluminación, métodos y ejercicios de un proceso de espiritualización perfeccionado en Asia a través de siglos, pero no se decía palabra al respecto, y estos métodos y ejercicios yoghis ya no se enseñaban en realidad, porque caían bajo la prohibición con la que el cristianismo eliminaba cada vez más lo pagano. En muchos de estos penitentes, el ardor de aquella vida llegaba a formar dones especiales, de la oración, de la curación mediante la imposición de las manos, de la profecía, del exorcismo de los demonios; dones del juicio y el castigo, de la consolación y la bendición. También en Josephus dormitaba un don, que con los años, cuando su cabello comenzó a ralear, alcanzó lentamente su florecimiento. Fue el don de escuchar. Cuando un hermano de una de las colonias o un hijo del mundo, impulsado por su intranquila conciencia, acudía a Josephus y le daba cuenta de sus acciones, sufrimientos, tentaciones y pecados, le contaba su vida, su lucha por el bien y sus derrotas en esa lucha, o una pérdida, un dolor, un luto, Josephus sabia escucharlo, abrirle su oído y su corazón, y acercarse, compartir su padecer y sus cuitas, salvarle y dejarle irse aliviado y aquietado. Lentamente, con el correr de muchos años, esta función se había apoderado de él y le había convertido en instrumento, en oído en el cual se confiaba. Sus virtudes eran mucha paciencia, cierta pasividad absorbente y una gran reserva. Cada vez más acudía la gente a él, para confiarse, para liberarse de cuitas acumuladas, y muchos, aunque hubiesen tenido que recorrer largo camino para acudir a su choza de cañas, apenas llegaban y saludaban, no traían la disposición y el valor de confesarse, sino que vacilaban y se avergonzaban, titubeaban con sus pecados, suspiraban y se callaban, largas horas, y él se conducía con todos en la misma forma, ya sea que hablaran con gusto o a la fuerza, libremente o con reticencias, ya sea que volcaran de sí sus secretos furiosamente o estuvieran ufanos de ellos. Todos eran iguales para él, ya fuera que acusaran a Dios o se acusaran a sí mismos, exageraran sus pecados y sus penas o las empequeñecieran, confesaran un asesinato o una impudicia, acusaran a una amante infiel o la pérdida de la salvación. No se asustaba si alguien le hablaba de familiar trato con los demonios y pareciera tutearse con el diablo, ni se enfadaba si uno contaba muchas cosas y callaba lo principal, ni perdía la paciencia si alguien se acusaba de pecados fantásticos y exagerados. Parecía que todo, lo que se le traía, quejas, confesiones, acusaciones y angustias de la conciencia, entrara en su oído como el agua en la arena del desierto; parecía no emitir juicio sobre todo eso y no tener compasión ni desprecio por los que se confesaban, y, sin embargo, o tal vez por eso mismo, parecía que lo que se le confesaba no se perdía en el vacío, sino que al ser dicho y escuchado, se aliviaba y era perdonado. Sólo rara vez emitía una advertencia o un consejo, más raramente aún un cargo o una orden; era como si esto no perteneciera a sus funciones, y los que hablaban sentían tal vez que eso no le correspondía. Su deber, su oficio casi, era despertar y recibir confianza, escuchar paciente y amablemente, facilitar así, para completarla, la confesión todavía inacabada, invitar al fluir y correr lo acumulado o incrustado en las almas, tomarlo y envolverlo en el silencio. Sólo que al final de cada confesión, las terribles y las ingenuas, las apenadas y las vanidosas, hacía arrodillarse al interesado cerca de él, retaba el Padrenuestro y lo besaba en la frente, antes de dejarlo marchar. No le incumbía imponer penitencias y castigos, tampoco se sentía autorizado para expresar una verdadera absolución sacerdotal, no era cosa suya ni juzgar ni perdonar una culpa. Escuchando y comprendiendo, parecía asumir una parte de esa culpa y ayudar a sobrellevarla. Callando, parecía que lo escuchado desaparecía y se perdía en el pasado. Orando con el confesado después del acto, parecía aceptarlo y reconocerlo como hermano, como igual. Besándole, era como si le bendijera en una forma más fraternal que sacerdotal, más delicada que solemne. Su fama se difundió por todos los alrededores de Gaza; se le conocía muy lejos y a veces se le citaba junto con el gran confesor y ermitaño Dion Púgil, cuya renombre sin embargo, era anterior en más de diez años y se fundaba en facultades y hábitos del todo distintos, porque el padre Dion era célebre justamente porque sabía leer en las almas que confiaban en él con más penetración y rapidez de lo que hiciera en las palabras expresadas, de modo que muchas veces sorprendía a uno que se confesara titubeando, lanzándole a la cara los pecados aún no confesados. Este conocedor de almas, de quien Josephus había oído contar cien historias maravillosas y con quien nunca se hubiera atrevido a compararse, era también un privilegiado consejero de almas equivocadas, un gran juez, que castigaba y ponía orden; asignaba penitencias, mortificaciones y peregrinaciones, realizaba matrimonios, obligaba a los enemistados a reconciliarse, y su autoridad era igual a la de un obispo. Vivía cerca de Ascalón, pero le visitaban suplicantes desde la misma Jerusalén y aun de lugares más alejados.
Josephus Famulus, como la mayoría de los ermitaños y penitentes, había sostenido durante muchos años una lucha apasionada y desgastadora. Aunque abandonara la vida mundana, distribuyera sus bienes y su casa en limosnas y huyera de la ciudad y de sus innumerables incitaciones al goce sensual, tuvo sin embargo, que llevarse consigo a sí mismo, y en su Yo estaban todos los instintos del cuerpo y del alma, que pueden conducir a un ser humano al aprieto y a la tentación. Ante todo luchó contra el cuerpo, fue severo y duro con él, lo acostumbró al calor y al hielo, al hambre y la sed, a las cicatrices y las callosidades, hasta marchitarlo y secarlo lentamente, pero aun en la magra envoltura del asceta, el viejo Adán podía sorprenderlo y agriarlo vergonzosamente con los deseos y los anhelos, los sueños y las fantasías más insensatos; ya sabemos que a los que huyen del mundo y quieren hacer penitencia, el demonio dedica una atención especialísima. Cuando luego comenzaron a visitarle en ocasiones gentes en busca de consuelo y necesitadas de confesión, agradecido vio en esto un llamamiento de la gracia y sintió al mismo tiempo un alivio de su propia penitencia: había recibido un sentido y una esencia que trascendían de él, le estaba deparado un cargo, un oficio, podía servir a otros o ser instrumento de Dios, para atraer almas. Fue una sensación maravillosa y verdaderamente elevadora. Pero andando el tiempo, resultó evidente que también los bienes del alma pertenecen todavía a lo terrenal y pueden convertirse en tentaciones y trampas. Pues a menudo, cuando llegaba a pie o a caballo un peregrino de aquellos, se detenía delante de su caverna cavada en la roca, para beber un sorbo de agua, y luego pedía que se le oyera en confesión, Josephus experimentaba una sensación de conformidad y placer, un placer de sí mismo, una vanidad y un egoísmo del que se asustaba profundamente, apenas lo reconocía. A menudo pidió perdón a Dios de rodillas, suplicó a Dios que no le enviara a él, indigno, otros pecadores, ni desde las chozas de los hermanos penitentes en las cercanías, ni de los pueblos y ciudades del mundo. Entretanto, sin embargo, no se sintió mucho mejor cuando en ciertos períodos los confesandos faltaron de verdad, y si reaparecían luego en gran número, se sorprendía una vez más en pecado: ahora le ocurría que mientras escuchaba éstas o aquellas confesiones, experimentaba reacciones de frialdad o desamor, y aun de desprecio por los que se confesaban. Suspirando, aceptó también estas luchas y hubo épocas en que tuvo que someterse a ejercicios de humillación y expiación, después de cada confesión escuchada. Además se volvió norma para él tratar a todos los confesandos no solamente como hermanos, sino con cierto respeto especial y esto tanto más cuanto menos le gustaba la persona que se presentaba. Recibía a todos como mensajeros de Dios, enviados para ponerlo a prueba. Con el correr de los años, bastante tarde, cuando ya estaba envejeciendo, encontró cierta uniformidad en su modo de vivir, y fue para los que vivían en la vecindad, un hombre intachable, que había encontrado la paz en Dios.
Pero también la paz es algo vivo y ella también, como todo lo que vive, debe crecer y disminuir, debe adaptarse, superar pruebas y experimentar cambios; eso ocurrió con la paz de Josephus Famulus; era inestable, a menudo visible, luego inhallable, por momentos como una vela que se lleva en la mano, por momentos como una estrella en un cielo invernal. Y con el tiempo, fue una suerte nueva y especial de pecado y de tentación, la que cada vez más a menudo le tornó pesada y dura la vida. No se trataba de una reacción viva y apasionada, de una rebelión o un estallido de los instintos; parecía casi lo contrario. Fue una sensación que en sus primeras fases resultó fácil de soportar, casi insensible, un estado sin dolores verdaderos o faltas, un estado de alma aburrido, débil, tibio, que sólo podía definirse negativamente, un mareo, una disminución y, finalmente, una ausencia de alegría. Como hay días en que el cielo se hunde quedamente en sí mismo y se revuelve, gris, pero no negro, abochornado, pero no amenazando tormenta, así fueron paulatinamente los días de Josephus al envejecer. Cada vez menos podían distinguirse las alboradas de los atardeceres, los días festivos de los comunes, las horas de elevación de las de depresión; todo pasaba inerte en cansancio entumecido, en desgano invencible. En la senectud, pensó tristemente. Y estaba triste porque del envejecer y del paulatino apagarse de los instintos y las pasiones había esperado una iluminación y un alivio de su existencia, un paso adelante en la armonía anhelada, y ahora la edad caduca parecía desilusionarlo y engañarlo, porque no le traía más que esa oquedad cansina, gris, sin alegrías, esa sensación de incurable hartazgo. De todo se sentía saturado, de la mera existencia, de la respiración, del sueño en la noche, de la vida en su gruta al borde de un pequeño oasis, del eterno anochecer y del romper el día, del paso de caminantes y peregrinos, de viajeros en camellos y borricos, y sobre todo de la gente que acudía a visitarle, de esos hombres tontos, angustiados y tan infantilmente ingenuos, que necesitaban contarle a él su vida, sus pecados, sus ansiedades, sus tentaciones y acusaciones. A veces le parecía que cono en el oasis la pequeña surgente se juntaba en la cuenca de piedra, corría entre la hierba y formaba un arroyuelo, luego fluía por el desierto de arena y a poco allí se secaba y moría, también todas esas confesiones, esos registros de pecados, esas biografías, esas torturas de conciencia, pequeñas y grandes, serias o vanas, llegaban a fluir en su oído, por docenas, por centenares, constantemente renovadas. Pero el oído no estaba muerto como la arena del desierto, era algo vivo y no podía beber y tragar y absorber eternamente; se sentía cansado, gastado, saturado; anhelaba que el fluir y chapotear de las palabras, las confesiones, las cuitas, las acusaciones, las mortificaciones cesaran de una vez, que por fin hubiera paz, muerte y silencio en lugar de este infinito fluir. Sí, deseaba un fin, estaba cansado, harto y más que harto; su vida se había vuelto insípida y sin valor, y llegó tan lejos que a veces se sintió tentado a poner fin a su existencia, a castigarse y apagarse, como lo hizo Judas, el traidor, cuando se colgó. Como en los primeros grados de su vida de penitente el demonio le metía en el alma los deseos, las ideas y los ensueños del placer sensual y mundano, ahora lo tentaba con ideas de autodestrucción, tanto que tuvo que examinar cada rama de un árbol, para ver si servía para ahorcarse, cada roca de la región por si era alta y a plomo lo suficiente, para Untarse desde ella y morir. Resistió a la tentación, luchó, no cedió, pero pasó días y noches en un fuego de odio contra si mismo y de deseo de muerte; la vida se le había vuelto intolerable y odiosa.
A esto había llegado, pues, Josephus. Un día en que se encontró una vez más sobre una de aquellas alturas rocosas, vio lejos, entre la tierra y el cielo, dos, tres diminutas figuras tal vez viajeros o peregrinos o gente que acudía a él, para confesarse con él, y de pronto lo invadió un irresistible deseo de irse en seguida, de prisa, lejos de ese lugar, lejos de esa existencia. El deseo lo impregnó tan poderosamente e instintivamente que superó todo pensamiento, toda objeción, toda reflexión, y los barrió, porque naturalmente no faltaban; ¿cómo podía un penitente seguir un instinto sin remordimientos de conciencia? Y ya corrió, ya estuvo de vuelta en su gruta, su refugio de tantos años de lucha, el sitio de tantas elevaciones y derrotas. Con irreflexivo apremio preparó un par de puñados de dátiles y un recipiente con agua, una calabaza seca y vaciada, colocó todo en su vieja bolsa de viaje, se la echó al hombro, tomó su báculo y abandonó la verde paz de su pequeña patria, huyendo sin paz, huyendo de Dios y de los hombres, y sobre todo de lo que fue lo mejor para él, lo que tuvo por función y misión. Caminó al comienzo como un perseguido, como si las figuras que viera aparecer en el horizonte allá lejos, fueran realmente perseguidores y enemigos, soslayados desde la alta roca. Pero en el curso de la primera hora de viaje perdió la prisa angustiosa, el movimiento lo cansó en forma bienhechora, y durante el primer descanso, en que se concedió un bocado restaurador —era costumbre sagrada para él no tomar alimento alguno antes de la puesta del sol—, su razón, ejercitada ya a pensar en soledad, comenzó a excitarse y a juzgar su proceder instintivo. Y la razón no desaprobó ese proceder, por cuanto podía parecer poco prudente, sino que lo consideró con benevolencia, porque por primera vez desde hacía mucho tiempo, encontraba su obra inocente y pura. Había sido una fuga la suya, una fuga repentina e irreflexiva, pero no vergonzosa. Había abandonado un puesto para el cual ya no tenía aptitudes; había confesado con su partida su fracaso a sí mismo y a quien pudo verlo; había abandonado una lucha inútil repetida todos los días, reconociéndose vencido, derrotado. Esto —determinó su razón— no era nada grande ni heroico ni santo, pero sincero sí, e inevitable también; se asombró ahora por haber realizado esta fuga tan tarde, por haber resistido tanto, tanto. Comprendió ahora que la lucha y la terquedad con que se mantuvo tanto tiempo en el puesto abandonado, eran errores, lucha y terquedad de su egoísmo, de su viejo Adán, y creyó también comprender por qué esa terquedad le llevó a consecuencias tan malas y aun demoníacas, a tanta perversidad e inconsciencia, hasta la posesión diabólica del deseo de morir y aniquilarse por su mano. Ciertamente, un cristiano no debía ser enemigo de la muerte; un penitente, un santo, tenía que considerar su vida solamente como un sacrificio. Pero el pensamiento del suicidio era absolutamente diabólico y sólo podía nacer en un alma cuyos maestros y defensores no eran ya los ángeles de Dios, sino los perversos demonios. Se quedó sentado un rato, perdido y perplejo, y luego contrito y estremecido, contemplando desde la distancia de las pocas millas de su trayecto, su vida reciente, logrando conciencia de la vida desesperada y azuzada de un anciano que ha equivocado su meta y es atormentado continuamente por la horrible tentación de colgarse de la rama de un árbol, como el traidor de Cristo. Si tenía tanto horror por el suicidio, quedaba seguramente en esta sensación un resto de un saber primitivo —antecristiano y pagano— de la antiquísima costumbre del sacrificio humano, para el cual estaban destinados el rey, los santos y los elegidos de la tribu, que muchas veces debían ejecutarlo con sus propias manos. Y no sólo le horrorizaba tanto el que la prohibida costumbre procediera de antiguas edades paganas, sino aún más la idea de que, en el fondo, la muerte sufrida en la cruz por el Redentor no era otra cosa que un sacrificio humano voluntariamente realizado. En efecto, si recordaba bien, una intuición de tal conciencia existió ya en aquellas reacciones al deseo de suicidio, un impulso salvaje y tercamente perverso de sacrificarse a sí mismo y con ello imitar realmente en forma prohibida al Salvador, o en manera vedada indicar que la obra redentora no había resultado completa para Aquél. Al pensarlo se asustó en el alma, pero también sintió que había escapado a ese peligro.
Largo tiempo contempló al penitente Josephus que era ahora y que en lugar de seguir a Judas o al Crucificado, huyera y se colocara así de nuevo en las manos de Dios. Crecieron en él la vergüenza y el dolor, cuanto más claramente percibió el infierno evitado y, al final, la miseria se le metió en la garganta como un bocado que ahoga, creció con insoportable presión y de pronto halló salida y liberación en un estallido de lágrimas que le hizo maravillosamente bien. ¡Cuánto tiempo hacía que no lloraba! Las lágrimas corrieron, cegándole los ojos, pero el ahogo mortal estaba eliminado y, cuando se recobró y sintió un gusto salobre en sus labios y advirtió que lloraba, por un instante le pareció que había vuelto a ser niño y nada sabía del Maligno. Sonrió, se avergonzó un poco de su llanto, se puso de pie finalmente y prosiguió su camino. Estaba inseguro, no sabía adonde dirigirse y lo que sería de él; se imaginó niño, pero ya no había en él lucha o deseo, se sentía más liviano y casi guiado, llamado por una buena estrella lejana y atraído, como si su viaje no fuera una fuga, sino un retorno. Se cansó, y la razón también: ella callaba o descansaba o ya no se creía necesaria.
En el abrevadero donde Josephus pasó la noche, reposaban algunos camellos. Como al pequeño grupo de viajeros pertenecían también dos mujeres, se limitó a un ademán de saludo y evitó toda conversación. En cambio, después de comer algunos dátiles al oscurecer, después de rezar y acostarse, pudo escuchar la conversación en voz baja de dos hombres, un anciano y un joven, acostados muy cerca de él. Fue sólo un trocito de diálogo lo que pudo oír, el resto pasó de murmullo apenas. Pero también ese poco llamó su atención y le interesó y le dio en qué pensar gran parte de la noche.
Esta bien —oyó que decía la voz del anciano—, está bien que acudas a un hombre piadoso y quieras confesarte. Esta gente lo comprende todo, te lo digo yo, sabe más que comer pan, y muchos de ellos conocen hechizos. Si el santo grita una palabrilla a un león que está por saltarle encima, la fiera se agacha, mete la cola entre las piernas y se escabulle. Puede domesticar un león, te lo digo yo; a uno de ellos, todo un beato, los leones mansos le cavaron la fosa cuando murió, volvieron a echar parejita la tierra encima del muerto y por mucho tiempo dos de ellos hicieron guardia día y noche sobre el sepulcro. Y no sólo los leones sabe domesticar esta gente. Uno de ellos rezó una vez por un centurión romano, una bestia cruel de soldado, el peor mujeriego de Ascalón, y le ablandó el corazón de tal manera que el tipo se redujo a flojo y tímido como un ratoncito y buscó un agujero para esconderse. Más tarde casi no le reconocían, tan humilde y bueno llegó a ser. Por cierto, esto da que pensar: poco después el hombre murió.
—¿El santo?
—¡Oh, no, el centurión! Varrón se llamaba. Desde que el penitente lo dominó y despertó su conciencia, fue decayendo en salud muy rápidamente, tuvo la fiebre dos veces y murió a los tres meses. ¡Bah, no se perdió nada! Pero de todas maneras muchas veces pensé: el penitente no sólo echó de él al demonio, sino que debió pronunciar también alguna palabrita que se llevó al otro bajo tierra.
—¿Un hombre tan religioso? No puedo creerlo.
—Puedes creer o no creer, querido. Pero desde aquel día el hombre estaba como cambiado, para no decir embrujado, y tres meses después...
Hubo un breve rato de silencio, luego comenzó de nuevo el joven:
—Aquí hay un penitente, debe estar por ahí cerca; vive sólito cerca de una fuentecilla, en el camino de Gaza. Se llama Josephus, Josephus Famulus. Oí hablar mucho de él.
—¿Sí? ¿Y qué se decía?
—Debe ser tremendamente piadoso y, además nunca miró a una mujer. Cuando alguna vez pasan un par de camellos por su alejado lugar y en uno va una mujer, aunque esté cubierta por densos velos, él se vuelve y desaparece en seguida por un precipicio. Mucha gente, pero mucha, ha ido a confesarse con él.
—No será tanta, de otra manera ya hubiera yo oído hablar de él. ¿Y qué puede hacer, pues, tu Famulus?
—Justamente, la gente va a confesarse con él, y si no fuera tan bueno y no entendiera de su oficio, la gente no iría corriendo. Además se dice de él que apenas si habla una palabra; no reprocha ni grita, no impone castigos ni cosas parecidas; dicen que es un hombre dulce y sobrio.
—Bien, pero ¿qué hace, pues, si no regaña y no castiga y no abre la boca
—Dicen que sólo escucha y suspira extrañamente y se hace la cruz.
—¡Bah, bonito santo clandestino te traes entre manos! Pero tú no serás tan tonto como para correr detrás de este silencioso tío...
—Sin embargo, lo deseo. Ya lo encontré, no puede estar lejos de aquí. Estuvo esta tarde como un pobretón cerca de la fuente, mañana temprano le hablo, tiene todo el aspecto de un penitente
El anciano se acaloró.
—¡Deja de una vez a tu penitente de pozo agachado en su caverna! ¡Un hombre que sólo escucha y suspira y tiene miedo de las mujeres y nada sabe y comprende! No, yo te diré a quien debes acudir. Realmente está lejos de aquí, más lejos que Ascalón, pero en cambio es también el mejor penitente y confesor que haya existido jamás. Se llama Dion y su nombre es Dion Púgil, es decir, el que lucha con los puños, porque pelea con todos los demonios, y si uno le confiesa sus culpas, Púgil, mi querido amigo, no suspira, ni cierra la boca, sino que estalla y le quita al hombre la herrumbre a toda prisa. Debe de haber apaleado a muchos, hizo arrodillar a uno toda una noche sobre una piedra y todavía le obligó luego a dar cuarenta talentos a los pobres. Éste es el hombre, hermanito, que debes ver y admirar; cuando te mira bien, te sacude los huesos y te ve adentro y aun a través. Allí no se suspira, el hombre sabe lo que hace, y cuando uno no puede dormir o tiene malos sueños y ve caras malas y cosas parecidas, Púgil te calafatea de nuevo, te lo digo yo. Y no te lo digo porque oí a mujeres charlar de él. Sino porque yo mismo estuve con él. Sí, yo mismo, por pobre que sea. Una vez busqué al penitente Dion, que lucha con los puños y es hombre de Dios. Miserable acudí a él y con mucha vergüenza e inquietud en la conciencia, y retorné claro y puro como la estrella del amanecer, te lo digo como que me llamo David. Recuérdalo: se llama Dion, de apodo le dicen Púgil. Buscarás a ése apenas puedas, te ocurrirá un milagro. Prefectos, ancianos y obispos le pidieron consejo.
—Sí —resolvió el otro—, si algún día llego a esa región lo recordaré. Pero hoy es hoy y aquí es aquí, y como hoy me hallo aquí y aquí cerca debe estar ese Josephus, de quien oí contar tantas cosas buenas...
—¡Cosas buenas! Te has vuelto loco con este Famulus.
—Me gustó porque no insulta ni hace bulla. Esto me gusta, debo decirlo. Yo no soy ni centurión ni obispo; soy un hombrecito y más bien débil, no podría soportar mucho fuego y azufre; Dios sabe, no me opongo si me toman a las buenas, así soy yo.
—Todo el mundo lo quisiera. ¡Tomar a las buenas! Cuando hayas confesado y hecho la penitencia y cumplido el castigo y limpiado tu alma, para mi todo está arreglado y es fácil tomarte a las buenas, pero si estás delante de tu confesor y juez, impuro y apestando como un chacal...
—Bueno, bueno... no debemos hablar tan fuerte, la gente quiere dormir.
De pronto, murmuró complacido:
—Además, también me contaron algo curioso de él.
—¿De quién?
—De él, del penitente Josephus. Acostumbra hacer algo raro; cuando uno le ha confesado sus cosas y sus pecados, le saluda para despedirlo y le da un beso en la mejilla o en la frente.
—¿Eso hace? Costumbres extravagantes gasta el hombre...
—¡Sin embargo es tan tímido delante de las mujeres! Dicen que una vez una ramera de la región fue a verle vestida de hombre, y él no notó nada y le escuchó sus mentiras y cuando ella terminó de confesarse, él se inclinó ante ella y le dio todo un beso...
El anciano estalló en una gran carcajada, el otro le siseó en seguida y Josephus no pudo oír más que la risa sofocada durante un rato.
Josephus miró al cielo; la hoz de la luna estaba detrás de las copas de las palmeras, clara y delgada; se estremeció por el frío de la noche. Asombrosamente, como un espejo de distorsión, pero claro, el diálogo nocturno de los camelleros había puesto ante sus ojos su persona y el papel que había traicionado. Y una ramera, pues, le había hecho esa jugarreta. Pero esto no era lo peor, aun siendo malo. Tuvo mucho que meditar acerca de la conversación de los dos hombres. Y cuando por fin, muy tarde, pudo dormirse, logró hacerlo solamente porque su meditación no había sido inútil. Le llevó a un resultado, a una resolución, y con esta nueva decisión en el alma, durmió profunda y tranquilamente, hasta el rayar del día.
Pero su resolución resultó justamente aquella que el más joven de los dos camelleros no hubiera podido imaginar. Y fue la de seguir el consejo del más anciano y visitar a Dion, llamado Púgil, de quien conocía la existencia desde hacía mucho tiempo y cuyas loas acababa de oír cantar hoy tan vivamente. Este famoso confesor, juez de almas y consejero, tendría también para él un consejo, un castigo, un juicio, un rumbo; se le presentaría como a un representante de Dios y aceptaría complacido lo que ordenara.
Al día siguiente abandonó el lugar de reposo antes de que despertaran los dos hombres y ese mismo día alcanzó en duro viaje un lugar habitado por hermanos piadosos, desde donde esperaba llegar al camino usual para Ascalón.
A su llegada, al atardecer, le sonrió amablemente un diminuto paisaje verde de oasis; vio elevarse en el cielo los árboles y sintió balar cabras, creyó descubrir en la sombra verdosa los contornos de los techos de las chozas y sentir la proximidad de seres humanos y, cuando se acercó vacilando, creyó también advertir una mirada que se posaba en él. Se detuvo y espió alrededor y vio debajo de los primeros árboles, apoyada en un tronco, una figura sentada, un anciano de erguido porte y rostro digno pero severo y duro, que lo miraba y tal vez estaría mirándole ya un buen rato. Los ojos del anciano eran firmes y agudos, pero sin expresión, como los de un hombre que está acostumbrado a observar, pero no es curioso ni interesado, que deja acercársele hombres y cosas y trata de reconocerlos, pero ni los atrae ni los invita.
—Alabado sea Jesucristo —dijo Josephus.
El anciano contestó con un murmullo.
—Con vuestro permiso —dijo Josephus—, ¿sois extranjero como yo o un habitante de esta hermosa colonia?
—Extranjero —contestó el hombre de barba blanca.
—Venerable, tal vez podáis decirme si es posible llegar desde aquí al camino que lleva a Ascalón.
—Es posible —contestó el anciano.
Y se puso de pie lentamente, con los miembros un poco duros; era un gigante flaco. De pie, se quedó mirando la hueca lejanía. Josephus advirtió que el anciano gigante tenía poco deseo de conversar, pero quería hacerle otra pregunta.
—¿Me permitís una sola pregunta más, Venerable? —le dijo gentilmente y vio los ojos del hombre regresar de la lejanía, para observarle fría y atentamente.
—¿Conocéis tal vez el lugar donde se puede encontrar a Dion, el padre Dion, llamado Dion Púgil?
El extranjero contrajo un poco las cejas y su mirada resultó aún más fría.
—Lo conozco —dijo apenas.
—¿Lo conocéis? —exclamó Josephus—. Decídmelo entonces, porque hacia allá voy, a ver al padre Dion.
El anciano bajó su mirada examinadora sobre él. Mucho le hizo esperar su contestación. Luego se retiró hasta su lugar de antes, volvió a dejarse caer al suelo y se sentó apoyado en el tronco, como había estado. Con un breve además indicó a Josephus que se sentara también. Éste obedeció al ademán, sintió por un segundo al sentarse el gran cansancio de sus miembros, pero lo olvidó en seguida, para prestar toda su atención al anciano. Éste parecía hundido en la meditación; un rasgo de rechazante severidad apareció en su aspecto lleno de dignidad y sobre este estuvo todavía extendida otra expresión, otro rostro, como una máscara transparente, una expresión de viejo y solitario dolor, al cual el orgullo y la dignidad no permitían la menor manifestación.
Pasó mucho tiempo antes de que la mirada del venerable tornara a posarse en él. Y esa mirada volvió ahora también a examinarlo con suma agudeza; de repente, el anciano formuló en tono imperativo la pregunta:
—¿Quién sois, pues?
—Un penitente —contestó Josephus—, por muchos años hice vida retirada.
—Eso se ve. Pregunto quién sois.
—Me llamo Josephus y llevo el apodo de Famulus.
Cuando Josephus dijo su nombre, el anciano, que por lo demás se mantuvo inmóvil, contrajo las cejas tan fuertemente que sus ojos por un momento se tornaron casi invisibles; pareció sorprendido, asustado o desilusionado por la respuesta de Josephus; o tal fuera solamente un cansancio de la vista, un debilitamiento de la atención, quizá un pequeño acceso de flaqueza, como suelen tener los ancianos. Pero siguió perfectamente inmóvil, mantuvo los ojos un rato apretados y, cuando los volvió a abrir, la mirada pareció trasformada o lo estaba, porque semejaba más vieja, más solitaria, petrificada y expectante. Lentamente abrió los labios para decir:
—Oí hablar de vos. ¿Sois aquel a quien la gente acude para confesarse?
Josephus afirmó perplejo, sintiendo el reconocimiento como una desagradable desnudación, avergonzado ya por segunda vez al encontrarse con su fama.
Otra vez preguntó al anciano con su manera imperativa:
—¿Y ahora queréis visitar a Dion Púgil? ¿Qué queréis de él?
—Confesarme.
—¿Y qué esperáis?
—No lo sé. Tengo confianza en él; hasta me parece que es una voz de arriba, una guía, la que me lleva a él.
—¿Y después que hayáis confesado, qué?
—Haré lo que él me ordene.
—¿Y si os aconseja o manda algo falso?
—No averiguaré si es falso o no, obedeceré solamente.
El anciano no dejó oír más un sola palabra.
El sol estaba muy bajo ya, un pájaro cantada en la rama de un árbol. El anciano se quedó callado, Josephus se puso de pie. Ingenuamente volvió al tema que le preocupaba.
—Habéis dicho que conocéis el lugar donde puede hallarse al padre Dion. ¿Puedo pediros que me nombréis el lugar y me indiquéis el camino para llegar hasta él?
El anciano contrajo los labios en una especie de sonrisa.
—¿Creéis —preguntó dulcemente— que le agradará vuestra visita?
Sorprendido y asustado por la pregunta, Josephus no contestó. Estaba perplejo. Luego dijo:
—Por lo menos, ¿puedo esperar que os volveré a ver?
El anciano hizo un ademán de saludo y contestó:
—Dormiré aquí y me quedaré hasta poco después de levantarse el sol. Podéis marchar ahora, estaréis cansado y hambriento.
Josephus se fue, después de un respetuoso saludo, y llegó a la pequeña colonia al caer de la oscuridad. Vivían allí, como en un monasterio, los que se llamaban “retraídos”, cristianos de diversas ciudades y pueblos, que se habían construido un techo en la soledad, para dedicarse sin molestias a una vida simple, pura, de paz y contemplación. Le dieron agua, alimento y un lugar para pasar la noche y le ahorraron preguntas y contestaciones, viéndole tan cansado. Alguien dijo la oración nocturna, en la que participaban de rodillas los demás; todos juntos decían el “amén”. En otros tiempos, la compañía de estos religiosos hubiera sido para él un acontecimiento y una alegría, pero ahora él tenía un solo propósito y muy de mañana volvió de prisa adonde había dejado al anciano el día anterior. Lo halló tendido en el suelo durmiendo, envuelto en una delgada manta, y se sentó aparte, debajo de los árboles, para esperar que despertara. Pronto el durmiente se inquietó, despertó, salió de la manta, se puso de pie pesadamente y estiró los miembros entumecidos; luego se arrodilló en el suelo y pronunció su oración. Cuando volvió a ponerse de pie, Josephus se le acercó y se inclinó ante él en silencio.
—¿Has tomado ya el desayuno? —preguntó el extranjero.
No. Acostumbro comer una sola vez en el día y únicamente después de la puesta del sol. ¿Tenéis hambre, venerable?
—Estamos de viaje —contestó el otro— y ya no somos jóvenes. Es mejor que comamos un bocado, antes de seguir adelante.
Josephus abrió su bolsa y le ofreció sus dátiles; de aquella buena gente había recibido un pan de mijo, que compartió con el anciano.
—Podemos marchar —dijo el anciano, después de comer.
—¿Iremos juntos? —exclamó Josephus complacido.
—Ciertamente. Me pediste que te llevara a ver a Dion. Vamos, pues.
Sorprendido y feliz, Joseph le miró.
—¡Qué bueno sois! —exclamó y quiso decir palabras de agradecimiento. Pero el extranjero lo hizo callar con un ademán rudo.
—Bueno es solamente Dios —dijo—. Y ahora, en marcha. Y háblame como yo te hablo. ¿Qué cuentan las fórmulas y los cumplidos entre dos viejos penitentes?
El gigante partió y Josephus lo acompañó. La jornada había comenzado. El guía parecía estar seguro de la dirección y del camino, y anunció que para el mediodía llegarían a un lugar de sombra, donde podrían descansar durante las horas de mayor bochorno.. Más no se habló por el camino.
Sólo cuando llegaron al lugar de descanso después de las horas de más calor y se concedieron descanso a la sombra de rocas resquebrajadas, volvió Josephus a dirigir la palabra a su guía. Le preguntó cuántos días de camino necesitarían para llegar a Dion Púgil.
—Sólo depende de ti —contestó el anciano.
—¿De mí? —exclamó Josephus—. ¡Oh, si dependiera solamente de mí, estaría hoy mismo a su lado!
El anciano no pareció tampoco ahora muy dispuesto a conversar.
—Veremos —dijo apenas, se colocó de costado y cerró los ojos.
Era desagradable para Josephus verle dormitar; se retiró un poco más lejos y se acostó y, sin darse cuenta, se durmió él también, porque había pasado la noche anterior casi en vela. Su guía le despertó, cuando le pareció el momento de reanudar la marcha.
Muy tarde ¡legaron a un lugar de descanso con agua, árboles y hierba; bebieron, se lavaron y el anciano resolvió que se quedarían allí. Josephus no estaba de acuerdo y se permitió tímidas objeciones.
—Dijiste hoy —insistió— que sólo dependía de mí llegar más pronto o más tarde a ver al padre Dion. Estoy dispuesto a caminar muchas horas más, si realmente puedo llegar hoy o mañana.
—¡Oh, no —dijo el otro—, por hoy hemos ido bastante lejos!
—Perdona —dijo Josephus—, ¿pero no puedes comprender mi impaciencia?
—La comprendo. Pero de nada te servirá.
—¿Por qué me dijiste, pues, que dependía de mí?
—Es así como dije. Apenas tengas la seguridad de que quieres confesarte y sepas que estás preparado y maduro para hacer tu confesión, podrás hacerla.
—¿Hoy mismo?
—También hoy mismo.
Asombrado, Josephus miró el rostro envejecido y tranquilo.
—¿Es posible? —exclamó vencido—. ¿Eres tú el padre Dion?
El anciano asintió con la cabeza.
—Descansa bajo estos árboles—le dijo amablemente—, pero no duermas; recógete en ti mismo; yo también quiero descansar y abstraerme. Luego puedes decirme lo que desees decir.
Así de pronto Josephus se vio llegado a la meta y apenas podía concebir que no hubiese reconocido y comprendido antes al digno penitente, después de caminar un día entero a su lado. Se retiró, se arrodilló y oró, y luego concentró por entero sus pensamientos en lo que debía decir al confesor. Una hora después, volvió y preguntó si Dion estaba preparado.
Y pudo confesarse. Y corrió así de sus labios todo lo que desde años atrás había vivido y lo que parecía haber ido perdiendo siempre más su valor y su sentido; fluyó como narración, acusación, pregunta, queja, toda la historia de su vida de cristiano y penitente, que se imaginó como iluminación y salvación y como tal emprendió y al fin vio convertida en tanta confusión, oscuridad y desesperación. No se calló tampoco los sucedidos más recientes, su fuga y la sensación de libertad y esperanza que le trajo esta fuga, la forma en que nació su decisión de visitar a Dion, su encuentro con él y el hecho también de que puso en él, más anciano, su confianza y su afecto en seguida, aunque estos días lo juzgó a menudo frío, raro y hasta caprichoso.
El sol estaba ya muy bajo, cuando Josephus concluyó de hablar. El anciano Dion había escuchado con incansable solicitud, evitando toda interrupción y pregunta. Y también ahora, terminada la confesión, no salió de sus labios una sola palabra. Se levantó pesadamente, miró a Josephus con gran afecto, se inclinó hacia él, lo besó en la frente y trazó sobre él el signo de la cruz. Sólo más tarde, Josephus advirtió que éste era el mismo ademán mudo, fraternal y deliberadamente falto de condenación, con el cuál solía despedir él mismo a quien se confesaba ante él.
Casi en seguida, rezaron la oración de la noche y se acostaron. Josephus meditó y caviló un rato más; en realidad, había estado aguardando una condena y un sermón lleno de reproches, pero no estaba ni desengañado ni inquieto; le habían bastado la mirada y el beso de Dion; había paz en él y muy pronto cayó en sueño bienhechor.
Sin perderse en palabras, el anciano lo llevó consigo por la mañana; realizaron una etapa bastante larga y luego cuatro o cinco más, y llegaron al claustro de Dion. Y allí vivieron; Josephus ayudaba a Dion en las pequeñas tareas diarias; conoció y compartió también su vida de todos los días, que no era muy distinta de aquella que él mismo ¡levara durante muchos años. Ya no estaba solo, vivía protegido a la sombra de otro y ésa era una existencia enteramente distinta. Y de las colonias de los alrededores siguieron llegando siempre hombres necesitados de consejos o confesión. Al comienzo, Josephus se retiraba de prisa cuando llegaban estos visitantes, y volvía a dejarse ver ciando se habían ido. Pero cada vez más a menudo lo llamaba Dion, como se llama a un sirviente, le hacía traer agua o cumplir cualquier otro menester y, después de proceder por un tiempo así, acostumbró a Josephus a asistir a las confesiones, escuchándolas como él, si el confesando no se oponía. Mas para muchos, para la mayoría, era agradable no estar solos frente al temido Púgil, sentados o arrodillados, y tener cerca en cambio aquel ayudante tranquilo, de amable mirar y siempre dispuesto a servir. De este modo aprendió paulatinamente la forma en que Dion recibía la confesión, el tipo de su consolador acercamiento, la modalidad de su intervención y de su resolución, de su castigo y de su consejo. Raramente se permitía una pregunta, como una vez, por ejemplo, cuando se anunció de paso un sabio hombre de letras.
El hombre, como se desprendía de lo que decía, tenía amigos entre los magos y los astrólogos; descansando, estuvo sentado con los dos penitentes una hora o dos, huésped cortés y hablador; conversó mucho, suelta y bellamente, de los astros y del largo viaje que el ser humano junto con sus dioses debe realizar a través de todas las casas del zodíaco, desde el comienzo hasta el fin de los tiempos. Habló de Adán, el primer hombre, que era una sola persona con Jesús el Crucificado y definió la redención por Él como el viaje de Adán desde el árbol del conocimiento hasta el de la vida; pero denominaba a la serpiente del paraíso la guardadora de la primera fuente sagrada de la oscura profundidad de cuyas aguas nocturnas procedían todas las formas, todos los hombres y los dioses. Dion escuchó atentamente a este hombre que hablaba el sirio con fuerte mezcla de griego, y Josephus se asombró y aun le chocó que no rebatiera airadamente con su conocida valentía todos estos errores paganos y que por el contrario el culto monólogo del sabihondo peregrino pareciera divertirlo y merecer su interés, porque no sólo escuchaba con abandono, sino que sonreía y a menudo aun asentía con la cabeza a ciertas palabras del verboso sabio, como si le gustaran.
Cuando este hombre se fue, Josephus preguntó con voz brusca y casi en tono de reproche:
—¿Cómo pudo ser que hayas escuchado con tanta paciencia las equivocadas doctrinas de este descreído pagano? Y las escuchaste, me pareció, no sólo con paciencia, sino también con interés y aun con cierto deleite. ¿Por qué no te enfrentaste con él? ¿Por qué no intentaste rebatir a este hombre, por qué no lo castigaste, convirtiéndolo además a la fe de nuestro Señor?
Dion acuñó la cabeza sobre su delgado y arrugado cuello y contestó:
—No lo confuté, porque de nada hubiera servido; más aún: porque no me hubiera hallado en condiciones de hacerlo siquiera. En hablar y combinar reglas y conocer mitología y estrellas este hombre me es sin duda muy superior; nada hubiera logrado. Además, hijo mío, no me compete a mí, ni a ti, oponerse a la fe de un ser humano, afirmando que lo que cree es mentira y error. Lo confieso, escuché a este inteligente hablador con cierto placer, como bien notaste. Me causó placer, porque habló en forma excelente y mucho sabe, pero sobre todo porque me recordaba los días de mi juventud, porque entonces me ocupé mucho con esos estudios y conocimientos. Las cosas de la mitología, acerca de las cuales el extranjero dijo tan bellamente, no son en absoluto errores. Son ideas y símbolo de una fe que nosotros ya no necesitamos porque hemos logrado la fe en Jesús, el único Salvador. Mas para aquellos que no han encontrado aún nuestra fe y tal vez no pueden ya encontrarla siquiera, sus creencias, procedentes de la antigua sabiduría de los antepasados, son justamente respetables. Es cierto, mi querido; nuestra fe es otra, muy otra. Pero no porque esta fe nuestra no necesite de la doctrina de los astros y los eones, las primeras aguas y las madres del mundo y todos esos símbolos, aquellas doctrinas en sí son error, mentira o engaño.
—Pero nuestra fe —exclamó Josephus— es la mejor, sin embargo, y Jesús murió por todos los seres humanos; por eso aquellos que lo conocen deben combatir esas doctrinas anticuadas y poner en su lugar las nuevas y correctas ...
—Ya lo hicimos hace mucho, tú y yo y muchos más —contestó Dion suavemente—. Somos creyentes, porque hemos llegado a la fe, llevados por el poder del Redentor y su muerte salvadora. Aquellos otros, en cambio, mitológicos y teólogos del zodiaco y las viejas doctrinas, no han sido dominados por ese poder y no nos está concedido obligarlos a sentirse dominados. ¿No advertiste, Josephus, qué bien, con qué habilidad suma supo hablar este mitólogo y combinar su juego de imágenes y, al mismo tiempo, qué bien se sentía con eso, en qué forma tranquila y armoniosa vive en su sabiduría de fantaseos y símbolos? Bien, esto es una prueba de que ningún gran dolor oprime a este ser, de que está contento y le va bien. A seres de esta clase, uno de nosotros nada tiene que decir. Para que un hombre necesite la redención y la fe en ella, para que pierda la alegría del saber y la armonía de sus pensamientos y acepte la gran aventura de la fe en el milagro de la redención, debe irle muy mal, pero muy mal, debe haber pasado por el dolor y el desengaño, la amargura y la desesperación; el agua debe llegarle al cuello. No, Josephus, ¡dejemos a estos paganos cultos en su bienestar, dejémoslos en la felicidad de su saber, su pensar y su discurrir! Tal vez mañana, dentro de un año, de diez, uno de ellos sufrirá el dolor que hace trizas de su arte y su sabiduría, tal vez le matará la mujer que él ama o su único hijo, tal vez caerá enfermo o en la miseria; cuando lo encontremos entonces, nos preocuparemos por él y le diremos de qué manera hemos tratado de domine el dolor. Y si nos pregunta: “¿Por qué no me lo habéis dicho ayer o hace diez años?”, le contestaremos: “Entonces no te iba aún bastante mal”.
Se puso serio y calló un rato. Luego, como saliendo de un ensueño de recuerdos, agregó:
—También yo jugué mucho un tiempo con la sabiduría de los antepasados y con ella me divertí, y cuando ya estaba en el camino de la cruz, muchas veces me agradó teologizar y aun me proporcionó afanes, por cierto. Mis pensamientos se ocupaban mucho de la creación del mundo y con ello me convencí de que al final de la misma todo tendría que haber estado realmente bien, porque está escrito: “Dios miró todo lo que hizo y, en verdad, todo estaba muy bien”. Pero, en realidad, sólo por un instante estuvo bien y fue perfecto, el instante del paraíso, y ya enseguida cayó sobre la perfección la culpa, la maldición, porque Adán comió de aquel árbol de que le había sido vedado comer. Hubo, pues, maestros que dijeron: el dios que hizo la creación, a Adán y al árbol del conocimiento, no es el Dios único y supremo, sino sólo una parte o un subdiós, un demiurgo, y la creación no es perfecta, le fracasó, y por una larga era de mundos lo creado está maldecido y expuesto al mal, hasta que Él mismo, el Único Dios Espíritu, resolvió poner fin mediante su hijo a la era maldita. Desde ese momento, ellos enseñaron y lo pensé yo también, comenzó la agonía del demiurgo y de su creación y el mundo va muriéndose y se marchita, hasta que en una nueva era no habrá creación, mundo, carne, codicia, pecado, generación física, nacimiento y muerte, sino que nacerá un mundo perfecto, espiritual, redimido, libre de la maldición de Adán, libre de la maldición eterna y del eterno impulso del deseo, la generación, el nacer y el morir. Atribuimos la culpa de los males aquellos más al demiurgo que al primer hombre; creíamos que para el demiurgo, si hubiera sido realmente dios, hubiera sido fácil crear a Adán diverso, diferente, o evitarle la tentación. Y así tuvimos al final de nuestras deducciones dos dioses, el dios de la creación y Dios Padre. Y no vacilamos en condenar al primero como jueces. Hasta hubo aquellos que se adelantaron un paso más y afirmaron que la creación no fue obra de Dios sino del diablo. Creímos ayudar con nuestra sabiduría al Redentor y a la era inminente del espíritu, y arreglamos a los dioses, los mundos y los planes universales, y disputamos e hicimos teología, hasta que un día yo tuve fiebre y enfermé de muerte, y en los sueños de la fiebre tuve que vérmelas con el demiurgo, tuve que hacer la guerra y derramar sangre, y los rostros y las angustias se tornaron cada vez más horribles, hasta que durante la noche de fiebre más alta creí que tenía que matar a mi madre para poder borrar mi nacimiento carnal. El demonio me azuzó con todos sus perros durante aquellos delirios febricientes. Pero sané y, para desengaño de mis amigos de antes, volví a la vida como un tonto, callado y falto de espíritu que por cierto recobró pronto las fuerzas del cuerpo, pero no el gusto de filosofar. Porque en los días y las noches de la convalecencia, cuando aquellos horribles sueños de la fiebre se disiparon y yo dormía casi constantemente, sentí a mi lado al Redentor en cada instante despierto y sentí su fuerza pasar en mí y cuando estuve sano otra vez, sentí tristeza porque no advertía ya más su proximidad. Pero en su lugar noté una gran nostalgia por aquella proximidad y lo vi claro: apenas volví a escuchar aquellas disputas, percibí que esta nostalgia —lo mejor que tenía entonces— corría peligro de perderse, de diluirse en ideas y palabras como el agua en la arena. Y bien, amigo, tuvo fin mi saber y mi teología. Desde entonces yo pertenezco a los simples. Pero no impediré ni estimaré menos a quien sepa hablar de filosofía y mitología, a quien sepa entretenerse con los juegos con que yo también me entretuve una vez. Si una vez tuve que conformarme con que el demiurgo y el dios espíritu, la creación y la redención, en su inconcebible combinación e igualdad, siguiesen siendo enigmas insolubles para mí, también debo conformarme con que no debo convertir en creyentes a los filósofos. No es mi oficio.
Una vez, después que alguien confesara un asesinato y un adulterio, Dion dijo a su ayudante:
—Asesinato y adulterio son palabras tremendas y grandes; son feas, ciertamente. Pero te diré, Josephus; en realidad, esta gente del mundo no son siquiera verdaderos pecadores. Toda vez que trato de colocarme en su caso, me parecen apenas niños. No son valientes, buenos, nobles, sino egoístas, libidinosos, altaneros, coléricos, es cierto; pero en el fondo son inocentes, a la manera precisamente de los niños.
—Pero a menudo —observó Josephus— los regañas violentamente y pintas el infierno ante sus ojos.
—Por eso mismo. Son niños, y cuando tienen remordimientos de conciencia y vienen a confesarse, quieren ser tomados en serio y amonestados severamente. Por lo menos así opino yo. Tú lo hiciste de otra manera, en tus tiempos, no has regañado ni castigado ni impuesto penitencias, sino que fuiste amable y generoso y despediste a la gente con un beso de hermano. No puedo censurarte, no, pero no podría imitarte.
—Está bien —dijo Josephus, titubeando—; pero dime por qué, pues, cuando me confesé contigo, no me trataste como a los demás, sino que me besaste en silencio y no pronunciaste una sola palabra de condenación.
Dion Púgil posó su penetrante mirada en él.
—¿No estuvo bien lo que hice? —preguntó.
—Yo no digo que no haya estado bien. Seguramente lo estuvo, de otra manera la confesión no me hubiera aliviado tanto.
—Déjalo todo así, pues. También te impuse una penitencia severa y larga, aunque sin palabras. Te llevé conmigo y te traté como a un sirviente y te llevé de nuevo a la fuerza al oficio del que querías huir.
Se volvió. No le gustaban las largas conversaciones. Pero Josephus fue terco esta vez.
—Tú sabías entonces de antemano que yo te obedecería, lo había prometido antes de la confesión, y aun antes de conocerte. No, dime: ¿fue realmente por este solo motivo por lo que procediste conmigo de esa manera?
El otro dio unos pasos a uno y otro lado, se detuvo delante de él, le puso una mano en el hombro y dijo:
—La gente del mundo son niños, hijo mío. Y los santos ..., bien, los santos no vienen a confesarse. Pero nosotros, tú y yo y los que son como nosotros, los penitentes huidos del mundo, no somos niños, no somos inocentes y no podemos ser puestos en razón con sermones. Nosotros somos los verdaderos pecadores, aquellos que sabemos y pensamos, que hemos comido del árbol del conocimiento y no debemos tratarnos como niños que se castigan con una vara y luego se dejan ir. Después de la confesión y la penitencia, nosotros no nos escapamos de nuevo al mundo infantil, donde se celebran fiestas, se hacen negocios y, ocasionalmente, uno mata a otro; no pasamos por el pecado como por un mal sueño breve, que se lava con la confesión y el sacrificio: nos quedamos en él, nunca somos inocentes, siempre somos pecadores, permanecemos en el pecado y en el incendio de nuestra conciencia y sabemos que nunca podremos pagar nuestra culpa grande, a menos que Dios, después de nuestra muerte, nos mire magnánimo y nos acepte en su gracia. Ésta es la razón, Josephus, por la que no puedo endilgar sermones ni a ti ni a mí, ni imponeros penitencias. Nada tenemos que ver con esta o aquella desviación o falta, sino siempre con la falta original. Por eso nosotros no podemos tranquilizarnos mutuamente más que con estar enterados y amarnos fraternalmente, pero no podemos curarnos mediante el castigo. ¿No lo sabías?
En voz baja contestó Josephus:
—Es así. Yo lo sabía.
—No hablemos, pues, inútilmente —dijo con brusquedad el anciano y fue hasta la piedra delante de su cabaña, sobre la cual solía estar.
Pasaron algunos años y el padre Dion se fue debilitando más y más, tanto que Josephus tenía que ayudarle por la mañana, porque no se podía levantar por sí solo. Después iba a rezar y tampoco en la oración podía desempeñarse por sí mismo, Josephus debía ayudarle. Luego estaba sentado todo el día y miraba lejos. Esto ocurría muchas veces; otros días el anciano se bastaba a sí mismo para levantarse. Tampoco podía, recibir confesiones todos los días, y cuando algún hombre acababa de confesarse con Josephus, Dion lo llamaba y le decía:
—Estoy llegando al fin, hijo mío, estoy llegando al fin. Di a la gente: este Josephus que ves aquí es mi sucesor.
Y si Josephus trataba de esquivarse y quería intervenir con alguna palabra, el anciano lo miraba con aquellos ojos terribles que penetraban en uno como un rayo de acero.
Un día que se levantó sin ayuda y parecía tener más fuerza, llamó a Josephus y lo llevó a un lugar en el extremo de su jardincillo.
—Aquí —le dijo— está el lugar donde me sepultarás. Cavaremos juntos la fosa; tenemos un poco de tiempo todavía. Búscame la pala.
Todos los días, muy temprano por la mañana, cavaron un poco. Si Dion se sentía fuerte, sacaba él mismo algunas paladas de tierra, con gran esfuerzo, pero con cierta alegría, como si esa tarea le complaciera. Y esta alegría no desaparecía en él tampoco en el resto de la jornada; desde que estuvieron cavando, estuvo siempre de buen humor.
—Plantarás una palmera sobre mi tumba —le dijo una vez durante la labor—. Tal vez puedas comer de sus frutos todavía. Si no lo haces tú, lo hará otro. Ya planté de vez en cuando un árbol, pero pocos, demasiado pocos. Muchos dicen que un hombre no tiene que morir sin haber plantado un árbol y tenido un hijo. Bien, pues, yo dejo un árbol y te dejo a ti, tú eres mi hijo.
Estaba sosegado y más alegre que cuando lo conoció Josephus, y lo fue cada vez mas. Una noche —ya estaba oscuro y ello habían comido y orado—, llamó a Josephus desde su lecho y le pidió que se sentara un rato más a su vera.
—Quiero contarte algo —le dijo amablemente; no parecía cansado ni tenia sueño—. ¿Recuerdas todavía, Josephus, qué malos tiempos pasaste en tu claustro allá cerca de Gaza y cómo estabas harto de tu vida? ¿Y cómo te diste a la fuga y resolviste visitar al viejo Dion y contarle tu historia? ¿Y cómo encontraste al anciano en la colonia de los hermanos, y le preguntaste dónde vivía Dion Púgil? Bien... ¿No fue casi un milagro que ese anciano fuera el mismo Dion? Te diré cómo ocurrió; también para mi fue cosa notable, casi un milagro.
Tú sabes cómo es eso, cuando un penitente y confesor envejece y ha escuchado Untas confesiones de pecadores que lo consideran santo y sin pecados y no saben que es más pecador que ellos. Entonces, todo su trajín le parece inútil y vano, y lo que un día le pareció santo y muy importante, es decir, que Dios le colocara en ese lugar y lo considerara digno de escuchar la suciedad y los delitos de las almas humanas y pudiera aliviarlos, ya le resulta ahora carga pesada, demasiado pesada, una maldición casi, y al final se horroriza por todo pobre que llega a él con sus pecados infantiles, y desea que se vaya y desea irse él mismo, aunque sea con una soga de la rama de un árbol. Así te ocurrió. Y ahora ha llegado para mí también la hora de la confesión y me confieso: a mí también me pasó como a ti, yo también creí estar de más y agotado espiritualmente y ya incapaz de soportar que la gente viniera continuamente, llena de confianza, a verme y me trajeran todo el mal y el hedor de la vida humana, que los torturaban y que me torturaban también a mí.
“A menudo oí hablar de un penitente de nombre Josephus Famulus. También a él acudían con gusto los hombres para confesarse y muchos acudían a él prefiriéndolo a mí, porque decían que era un hombre dulce y amable, que nada quería de la gente y no la regañaba, la trataba como si fueran hermanos; los escuchaba y los dejaba ir con un beso. Ésta no era mi manera, tú lo sabes, y cuando oí hablar de este Josephus por primera vez, su forma de proceder me pareció casi tonta y demasiado infantil. Pero cuando comenzó a resultarme problemático si mi modo servía para algo, tuve mis razones para abstenerme de juzgar y menospreciar la forma del tal Josephus. ¿Qué fuerzas tendría este hombre? Sabía que era más joven que yo, pero también cerca de la edad provecta; esto me gustó, en un joven no hubiera confiado muy fácilmente. En cambio, me sentía atraído por él. Resolví, pues, peregrinar hasta él, confesarle mi miseria y pedirle consejo, o si él no me daba consejo, lograr por lo menos consuelo y fuerzas, tal vez. La misma resolución me aprovechó por sí sola y me alivió.
“Comencé el viaje y me dirigí en peregrinación hacia el lugar donde me decían que tenia su claustro. Entre tanto, sin embargo, el hermano Josephus había pasado por idéntico trance y hecho lo mismo; ambos nos habíamos dado a la fuga, para encontrar consejo uno en el otro. Cuando luego, sin haber alcanzado su choza todavía, le vi, lo reconocí ya en la primera conversación; tenía el aspecto que había imaginado. Pero estaba huyendo, le había ido mal, tan mal como a mí o peor aún, y no deseaba oír confesiones, sino que deseaba confesarse él mismo y colocar en ajenas manos su miseria. En ese momento, esto me sorprendió y desilusionó, me entristecí. Porque si también Josephus, que no me conocía, se había cansado de su tarea y había dudado del sentido de la vida, ¿no significaría esto que nada había que hacer con nosotros, que ambos habíamos vivido en vano y habíamos fracasado?
“Te cuento lo que ya sabes, permite que abrevie. Aquella noche me quedé solo cerca de la colonia, mientras tú hallaste hospedaje de los hermanos; medité y me coloqué en lugar de Josephus y pensé: ¿qué hará cuando mañana sepa que huyó inútilmente y puso también inútilmente su confianza en Dion Púgil, cuando sepa que también Púgil es un fugitivo, un azuzado? Cuanto más me colocaba en su lugar, más pena me daba Josephus y me pareció que Dios me lo enviaba, para reconocernos y sanarnos mutuamente. Entonces pude dormir, ya era más de medianoche. Al día siguiente peregrinaste conmigo y fuiste mi hijo.
“Quise contarte esta historia. Oigo que lloras. Llora, te hace bien. Y puesto que ya me volví tan indebidamente conversador, hazme el favor y escucha esto aún y guárdalo en tu corazón. El hombre es sorprendente, poco se puede fiar en él, no es imposible por lo tanto que alguna vez te asalten nuevamente aquellos dolores y aquellas tentaciones y traten de vencerte. ¡Que nuestro Señor te envíe entonces un hijo y un cuidador tan amable, paciente y consolador como Él me otorgó uno en ti! Pero por lo que se refiere a la rama del árbol en la que te hizo soñar el Maldito, y a la muerte del pobre Judas Iscariote, puedo decirte esto: no es solamente pecado y locura prepararse semejante muerte, aunque para nuestro Redentor sea fácil perdonar también este pecado. Pero es, además, una desgracia si un hombre muere en la desesperación. Dios nos manda la desesperación no para que nos matemos, sino para despertar una nueva vida en nosotros. Más, cuando nos envía la muerte, Josephus, cuando nos libera de la tierra y del cuerpo y nos llama hacia El, en el más allá, es una gran alegría. Poder dormir cuando estamos cansados; poder dejar caer la carga, si la hemos llevado mucho tiempo al hombro, es una cosa preciosa y admirable. Desde que cavamos la fosa —no olvides la palmera que debes plantar en ella—, desde que comenzamos a cavar la fosa, me he vuelto más alegre y más contento, de lo que estuve por muchos años.
“Charlé mucho, hijo mío, estarás cansado. Vete a dormir, ve a tu choza. ¡Que Dios sea contigo!”
Al día siguiente, Dion no apareció para la oración de la mañana, ni llamó a Josephus. Cuando éste asustado entró despacio en la cabaña de Dion y se acercó a su lecho, lo halló dormido en Dios, y su rostro estaba iluminado por una sonrisa de niño, levemente luminosa.
Lo sepultó, plantó la palmera sobre la tumba y vivió todavía hasta el año en que la planta dio sus primeros frutos.


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
Hermann Hesse  De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943

6 de julio de 2015

El Hacedor De La Lluvia, Hermann Hesse

 El Hacedor De La Lluvia, Hermann Hesse
Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943


El Hacedor De La Lluvia, Hermann Hesse

Fue hace muchos miles de años, y las mujeres estaban en el poder: en la tribu y en la familia se rendía respeto y obediencia a la madre y a la abuela; en los nacimientos valía mucho más una niña que un varoncito.
En el pueblo había una mujer de abolengo, de ciento y más años de edad, reverenciada y temida por todos como una reina, aunque desde que se recordaba, sólo rara vez movía un dedo o pronunciaba una palabra. Muchos días estaba sentada a la entrada de su chota, con un séquito de parientes serviciales alrededor, y llegaban las mujeres del villorrio a rendirle pleitesía, a contarle sus cuitas, a mostrarle sus hijos y pedirle la bendición; venían las embarazadas y le pedían que les tocara el cuerpo y les diera los nombres para el esperado. La gran abuela imponía a veces la mano, a veces asentía con la cabeza o la meneaba o permanecía inmóvil. Rara vez decía una palabra; estaba allí, sentada, y reinaba; estaba sentada y tenía el cabello blanco amarillento en delgadas crenchas alrededor de la noble cara correosa, de lejano mirar; estaba sentada y recibía homenajes, regalos, pedidos, noticias, informes, denuncias; estaba sentada y todos la conocían como madre de siete hijas, como abuela y tatarabuela de muchos nietos y tataranietos; estaba sentada y tenía en los rasgos profundamente arrugados y detrás de la frente morena la sabiduría, la tradición, el derecho, la moral y el honor de la aldea.
Fue una tarde de la primavera, un día nublado y tempranamente anochecido. Ante la choza de barro de la gran abuela no estaba ella sentada, estaba su hija, que era apenas un poco menos canosa y digna y tampoco mucho más joven que la primera. Estaba sentada, descansando; su asiento era el umbral de la choza, una piedra chata, cubierta con una piel cuando hacía frío, y afuera, en amplio semicírculo se revolvían en el suelo, en la hierba o en la arena un par de niños y estaban acurrucados unos jovencitos y algunas mujeres; estaban allí todas las tardes que no lloviera o helara, porque querían oír a la hija de la gran abuela contar historias o cantar sentencias. Antes, lo hacia la misma gran abuela, pero ahora era demasiado vieja y muy poco comunicativa, y en su lugar estaba allí acuclillada la hija y contaba, y como había recibido las historias y las sentencias de la tatarabuela, tenia de ella también la voz, la figura de ella, su calma dignidad en el porte, los gestos y la palabra, y los oyentes más jóvenes la conocían más a ella que a su madre y casi ya no sabían que ella estaba allí sentada en lugar de la otra y trasmitía las historias y la sabiduría de la tribu. De sus labios fluía por las tardes la linfa del saber, ella guardaba bajo sus canas el tesoro de la raza, detrás de su alta frente suavemente arrugada conservaba los recuerdos y el espíritu de la colonia. Si alguien sabía algo y conocía proverbios e historias, era por ella. Fuera de ella y de la gran anciana, había solamente una persona en la tribu que sabía, pero que permanecía más oculto, un hombre misterioso y muy callado, el que hacía la lluvia y el buen tiempo.
Entre los oyentes se acomodaba también el niño Knecht y a su lado una niñita que se llamaba Ada. Él quería a esta niña y la acompañaba a menudo y la defendía, no por amor realmente, porque nada sabía de amor aún, sino porque era la hija del hacedor de la lluvia. Knecht veneraba y admiraba mucho al hacedor de la lluvia; después de la abuela y su hija, a nadie como a él. Pero las otras eran mujeres. Se podía venerarlas y temerlas, pero no se podía tener una idea ni acariciar el deseo de ser lo que ellas eran. El hacedor de la lluvia era un hombre poco accesible; no era fácil que un niño pudiera estar cerca de él; había que dar rodeos y uno de estos rodeos para llegar a él era el cuidado que Knecht tenía por su hija. La iba a buscar cuantas veces podía a la choza, algo alejada, del hacedor de la lluvia, para sentarse por la tarde delante de la cabaña de la anciana y escucharla contar cosas; y ahora estaba allí acurrucado entre la oscura multitud y escuchaba.
La anciana contaba hoy cosas del pueblo de las brujas. Decía: —A veces, en un pueblo hay una mujer de mala clase y tiene mala espina a todo el mundo. Casi siempre, estas mujeres no tienen hijos. A veces, una de esas mujeres es tan mala que el pueblo no la quiere en su ruedo. Entonces se busca la mujer de noche, se encadena a su marido, se castiga a la mujer con varas y luego se la lleva lejos en el bosque, entre pantanos, se la maldice y allí se la deja. Se quitan luego las cadenas al hombre que, si no es muy viejo, puede unirse con otra mujer. Pero la desterrada, si no muere, vaga por los bosques y los pantanos, aprende la lengua de los animales, y cuando ha vagado mucho, encuentra un día un pequeño pueblo, que se llama el pueblo de las brujas. Allí están todas las mujeres malas que han sido echadas de sus pueblos, se han reunido y formado un pueblo propio. Allí viven, hacen maldades y hechizos y, como no tienen hijos, seducen preferentemente a niños de los pueblos buenos y cuando un pequeño se pierde en el bosque y no regresa más, tal vez no se ha ahogado en el pantano o no ha sido despedazado por el lobo, sino que ha sido atraído por una bruja y llevado por ella al pueblo de las brujas. En la época en que yo era pequeña y mi abuela la mujer más vieja de la villa, una muchachita fue con las otras a un gramal y recogiendo frutillas se cansó y se durmió; era muy pequeña y los helechos la cubrían. Los otros niños siguieron su camino y no la vieron y, sólo cuando regresaron al pueblo y ya era de noche, advirtieron que la chiquilla no estaba más con ellos. Enviaron a unos jóvenes, que la buscaron y la llamaron a gritos en el bosque, hasta que anocheció; entonces volvieron: no la habían encontrado. Pero la chiquilla, después de dormir bastante siguió caminando y caminando por el bosque. Y cuanto más se asustaba, más corría, pero ya hacía mucho que no sabía dónde estaba y sólo siguió corriendo hacia adelante, lejos de la aldea, hasta donde nadie estuvo nunca. Al cuello llevaba colgado de un cordón un colmillo de jabalí, su padre se lo había regalado; lo trajo de una excursión de caza y a través del diente con un guijarro puntiagudo hizo un agujero, para poder pasar el cordón, y antes coció tres veces en sangre de jabalí ese diente, cantando buenas palabras, y aquel que llevara ese colmillo estaba protegido contra muchos maleficios. Entonces salió de entre los árboles una mujer: era la bruja; puso una cara dulce y dijo: “Te saludo, bella niñita; ¿te has extraviado? Ven conmigo, te llevaré a casa”. La niña se fue con ella. Pero recordó lo que le habían dicho sus padres: que no debía mostrar nunca a un extraño el diente de jabalí, por eso mientras caminaba, lo sacó del cordón y lo metió en la cintura. La extraña mujer corrió con la niña muchas horas; era ya de noche, cuando llegaron a un pueblo, pero no era nuestro pueblo, sino el de las brujas. La chiquilla fue encerrada en un oscuro establo, pero la bruja se fue a dormir en su choza. A la mañana la bruja dijo: “¿No tienes contigo un colmillo de jabalí?” La niñita dijo que no, que había tenido uno, pero lo había perdido en el bosque y mostró su cordón de cuero, sin el diente. Entonces la bruja tomó una vasija de piedra que contenía tierra y en la tierra crecieron tres hierbas. La niña miró la hierba y preguntó qué era eso. La bruja indicó la primera hierba y dijo: “Ésta es la vida de tu madre”. Luego señaló la segunda y dijo: “Ésta es la vida de tu padre”. Después indicó la tercera y dijo: “Y ésta es tu propia vida. Mientras estas hierbas sean verdes y crezcan, estaréis con vida y salud. Si una se marchita, enferma aquel a quien corresponde. Si es arrancada, como ahora arrancaré una yo, morirá aquel a quien la planta se refiere”. Ella tomó con los dedos la planta que representaba la vida de su padre y comenzó a tirar de ella, y cuando hubo tirado un poco apareció un trozo de la blanca raíz, la planta lanzó un profundo suspiro...
Cuando oyó estas palabras la niñita acuclillada al lado de Knecht, se puso de pie de un salto, como mordida por una serpiente, lanzó un grito y huyó corriendo todo lo que podía. Había luchado mucho con la angustia que le causaba esa historia, pero ya no pudo resistir. Una anciana sé rió. Otras oyentes tenían tanto miedo como la pequeña, pero resistieron y se quedaron sentadas. Mas Knecht, apenas despertó del sueño del oír y de la ansiedad, salió corriendo detrás de la niña. La abuela siguió contando.
El hacedor de la lluvia tenía su choza cerca del estanque del pueblo; en esa dirección buscó Knecht a la fugitiva. Trató de atraerla con un murmullo cautivante y tranquilizador, cantando y silbando, con una voz parecida a la de las mujeres cuando tratan de atraer a los pollos, dulce, estirada, calculada para hechizar. “Ada”, llamaba y cantaba: “Ada, Adita ven, Ada, no temas, soy yo, yo, Knecht”. Y así cantaba y cantaba y antes de oír o ver nada de ella, sintió de repente la manita de la niña suave apretar la suya. Se había quedado en el camino, con las espaldas apoyadas en la pared de su choza, y lo había esperado hasta que le llegó su llamada. Respirando aliviada se junto con él que le parecía grande y fuerte, ya todo un hombre.
—¿Tuviste miedo, verdad? —le preguntó—. No hay razón, nadie te hace daño, todos quieren a Ada. Ven, iremos a casa.
Ella siguió temblando todavía y sollozó un poco, pero ya estaba más tranquila y luego lo acompañó agradecida y llena de confianza.
De la puerta de la cabaña salía el parpadeo de una débil luz rojiza; el hacedor de la lluvia estaba dentro inclinado sobre el hogar; en sus cabellos sueltos había un resplandor claro y rojizo; tenía encendido el fuego y cocinaba algo en dos pequeñas vasijas. Antes de entrar con Ada, Knecht miró desde afuera curioso unos instantes; vio en seguida que no era comida lo que se cocía, eso se hacía utilizando otras vasijas y además era muy tarde ya. Pero el hacedor de la lluvia ya lo había oído.
—¿Quién está en la puerta? —preguntó—. ¡Adelante, adelante! ¿Eres tú, Ada?
Colocó la tapadera sobre sus vasijas, las rodeó de brasas y ceniza y se volvió.
Knecht seguía atisbando los misteriosos recipientes; se sentía curioso, temeroso y confundido, como todas las veces que entraba en la choza. Lo hacía cuantas veces le era posible, inventaba oportunidades y pretextos para ello, pero siempre sentía la sensación de cosquilleo y advertencia de la ligera cohibición, en la que se mezclaba el miedo luchando con una gozosa curiosidad y una extraña alegría. El anciano debió haber notado que Knecht lo seguía desde hacía mucho tiempo y se le aparecía cerca en todas partes donde éste creía encontrarlo: el niño seguía su huella como un cazador y le ofrecía calladamente su ayuda y su compañía.
Turu, el hacedor de la lluvia, lo miró con los claros ojos de ave de rapiña.
—¿Qué quieres aquí? —le preguntó fríamente—. No es ésta hora para visitas en las cabañas ajenas, jovencito.
—Acompañé a Ada, maestro Turu. Ella fue a ver a la gran abuela, oímos contar historias de las brujas y de pronto se asustó y gritó; por eso la acompañé.
El padre se volvió hacia la pequeña.
—Eres una coneja miedosa, Ada. Las niñas inteligentes no deben temer a las brujas. Y tú eres una chiquilla inteligente, ¿verdad?
—Ciertamente. Pero las brujas tienen sus malas artes y si no se lleva un colmillo de jabalí...
—¡Oh! ¿Quisieras tener un diente de jabalí? Veremos... Pero yo sé algo mejor aún. Conozco una raíz que te traeré; hay que buscarla en otoño y arrancarla; protege a las muchachitas inteligentes contra todo sortilegio y aun las hace más hermosas.
Ada sonrió y se alegró, ya estaba tranquila desde que tuvo a su alrededor el olor de la choza y un poco de resplandor del fuego. Ingenuamente, Knecht preguntó:
—¿No podría ir yo en busca de la raíz? Tú me ladescribes...
Turu entrecerró los ojos.
—Eso quisiera saberlo más de un joven —dijo, pero su voz no era rechazante, sino apenas burlona—. Hay tiempo para ello. Tal vez en otoño ...
Knecht se retiró, desapareciendo en dirección a la casa de los niños donde dormía. No tenía padres, era un huérfano, por eso sentía el hechizo de Ada y de su cabaña.
El hacedor de la lluvia no gustaba de hablar mucho; tampoco oía con placer que otros hablaran. Muchos le tenían por milagrero, muchos por hosco. No lo era. Sabia siempre de lo que ocurría a su alrededor más de lo que se creía, dada su distracción de sabio y ermitaño. Entre otras cosas, sabía exactamente que este Knecht, un poco molesto, pero hermoso y además muy inteligente, corría siempre tras él y le observaba; lo había notado desde el principio y ya hacía un año o más. Sabía también exactamente lo que eso significaba. Mucho para el joven y mucho también para él, ya anciano. Significaba que este mozuelo estaba enamorado del arte del tiempo y las lluvias y deseaba ardientemente aprenderlo. Siempre había en la colonia un niño así. Algunos se asustaban y descorazonaban fácilmente, otros no, y él ya había tenido a dos de ellos un año como alumnos y aprendices; se habían casado luego en otros pueblos alejados y allí se habían convertido en hacedores de lluvia o recolectores de hierbas; desde entonces, Turu se había quedado solo y si volvía a aceptar alguna vez a un aprendiz, lo haría solamente para tener un sucesor. Había sido siempre así, y así era correcto y no podía ser diversamente: siempre aparecía un niño inteligente y se acercaría al hombre y correría detrás de él, viendo que dominaba magistralmente su oficio. Knecht estaba bien dotado, tenía lo que se necesita y poseía algunos rasgos que lo recomendaban: ante todo la mirada inquisitiva, aguda y al mismo tiempo ensoñadora, la reserva y el silencio en su modo de ser, y en la expresión de la cara y en la cabeza algo de olfateador, de adivino, de despierto, atento a los ruidos y a los olores, algo de pájaro y de cazador. Ciertamente, de este niño podía surgir un anunciador del tiempo, tal vez hasta un mago; servía. Pero no había prisa para eso, era muy joven todavía y no era necesario en absoluto mostrarle que se le reconocía, no se debía hacerle nada demasiado fácil, no debía ahorrársele camino. No sería malo para él asustarle, sacudirle, desanimarle, intimidarle. Podía esperar y servir, debía deslizarse en torno de él y conquistarle.
Knecht caminaba lentamente hacia el pueblo, mientras caía la noche, bajo un cielo nublado con dos o tres estrellas apenas; estaba satisfecho y agradablemente excitado. La colonia no conocía nada de los goces, las bellezas y finuras que hoy son tan naturales e indispensables y se dan también a los más pobres; no conocía la cultura ni las artes, no sabía de otras cosas que las torcidas chozas de barro, nada de instrumentos de hierro y acero, de cosas como el trigo o el vino; inventos como la vela o la lámpara hubieran sido para los hombres de entonces milagros luminosos. Pero la vida de Knecht y su concepción del mundo no eran por eso menos ricas; el mundo lo rodeaba como misterio infinito y libro de imágenes; de él cada nuevo día conquistaba otro pequeño trozo, desde la vida animal y la de las plantas hasta el firmamento, y entre la naturaleza muda y misteriosa y su alma aislada, viva en su temeroso pecho de niño, existía todo el parentesco, la tensión, la angustia, la curiosidad y el deseo de posesión de que es capaz el alma humana. Si en su mundo no había saber escrito, ni historia, ni libros, ni alfabeto, si era para él desconocido e inalcanzable todo aquello que estuviera a más de tres o cuatro horas de su villorrio, en cambio convivía total y perfectamente con lo suyo, con su pueblo. El villorrio, la patria, la comunidad de la tribu con la dirección de las madres, le daba todo lo que puede dar a un ser humano su pueblo, su Estado; un suelo lleno de mil raíces, en cuyo tejido él mismo era una fibra y participaba de todas.
Caminaba lentamente, satisfecho; el viento nocturno susurraba entre los árboles y crujía ligeramente; había olor a tierra mojada, a juncos y barro, a humo de leña verde aún, un olor grasoso y dulzón que más que otro significaba la patria, y al final, cuando se fue acercando a la cabaña de los niños, olía a ella, a niños, a cuerpos humanos jóvenes. Callado se arrastró debajo de la cortina de juncos en la oscuridad cálida y llena de respiración, se tiró en la paja y pensó en la historia de las brujas, en el colmillo de jabalí, en Ada, en el hacedor de la lluvia y sus pequeñas vasijas en el hogar, hasta que se durmió.
Turu ayudó muy lentamente al niño, no le allanó el camino. Pero el jovencito estaba siempre a su vera, seguía al anciano y él mismo no sabía cómo. A veces, cuando Turu colocaba una trampa en algún lugar en lo más oculto del bosque, del pantano o del matorral, olía el rastro de un animal, arrancaba una raíz o recogía semillas, podía sentir de pronto la mirada del muchacho que lo seguía, callado e invisible, horas enteras y le acechaba. A veces hacía como si no lo advirtiera, a veces refunfuñaba y echaba descortés al perseguidor, pero a veces también le hacía señas de que se acercara y lo dejaba todo el día a su lado, le encomendaba algún servicio, le mostraba esto y aquello, lo hacía pensar, lo ponía a prueba, le decía los nombres de las hierbas, le hacía traer agua o encender el fuego, y para cada labor conocía maneras, ventajas, secretos y fórmulas, que enseñaba al muchacho, imponiéndole el secreto más cuidadoso. Y finalmente, cuando Knecht fue más grandecito, lo tomó consigo, lo reconoció como aprendiz, llevándole del dormitorio de los niños a su choza. Con eso el joven Knecht estaba señalado ante todo el pueblo; no era más niño, sino aprendiz del hacedor de la lluvia y esto quería decir que si perseveraba y servía, sería su sucesor.
Desde el momento en que Knecht fue llevado por el anciano a su choza, cayeron entre ellos todas las barreras, no ciertamente la de la obediencia y del respeto, pero sí la de la desconfianza y la reserva. Turu se había rendido, se había dejado conquistar por la corte constante de Knecht; ahora sólo quería hacer de él un buen hacedor de lluvia y sucesor en todo. No dio para esta instrucción ni ideas, ni doctrinas, ni métodos, ni escritos o números, sólo muy pocas palabras; fueron más los sentidos de Knecht que su inteligencia los que educó el maestro. Se trataba no sólo de administrar y ejercer un gran tesoro de tradición y experiencia, todo el saber del hombre de entonces acerca de la naturaleza, sino también de trasmitirlo. Ante el joven se fue abriendo lentamente, en claridad creciente, un intrincado sistema de experiencias, observaciones, instintos y hábitos de investigación; casi todo esa no podía expresarse con palabras, casi todo debía ser sentido, aprendido y examinado por los sentidos. Base y centro de esta ciencia era la noción de la luna, sus fases y sus influjos, de cómo crecía periódicamente y periódicamente desaparecía, poblada por las almas de los muertos, dispuesta siempre a enviarlas a un nuevo nacimiento, para dejar lugar a otros muertos.
En forma parecida a la de aquella tarde con su ida desde la recitadora de fábulas a las vasijas en el hogar del anciano, se grabó en la memoria de Knecht una hora entre la noche y la mañana, cuando el maestro le despertó un rato después de la medianoche y salió con él en la profunda oscuridad, para mostrarle la última salida de la luna menguante. Se quedaron —el maestro en callada inmovilidad, el joven un poco asustado y con frío por la falta de sueño— largo tiempo sobre la colina boscosa en la saliente de una roca, hasta el momento preanunciado por el maestro, cuando la delgada luna, apenas una curva delicadamente trazada, apareció en la forma e inclinación por él descritas. Knecht miró temeroso y hechizado el astro que subía lentamente; se elevaba suavemente, nadando entre tinieblas de nubes hacia una clara isla del cielo.
—Muy pronto, su figura cambiará y volverá a crecer: será entonces el momento de sembrar el alforfón —dijo el hacedor de la lluvia, mientras contaba con los dedos los días que faltaban. Luego se hundió otra vez en el silencio de antes; como si hubiera quedado solo, Knecht se quedó acuclillado sobre la briosa piedra; temblaba de frío; desde lo más hondo del bosque llegaba el grito largo de un mochuelo. Mucho meditó el anciano, luego se puso de pie, posó su mano en el cabello de Knecht y dijo en voz queda, como si hablara en un ensueño:
—Cuando muera, mi espíritu volará a la luna. Serás un hombre y tendrás mujer; mi hija Ada será tu esposa. Si tiene un hijo tuyo, mi espíritu volverá y habitará en vuestro hijo y lo llamarás Turu, como yo me llamo Turu.
El aprendiz escuchó asombrado, no se atrevió a decir palabra; la delgada hoz de plata subía y estaba ya cubierta en parte por las nubes.
Milagrosamente, el jovencito tuvo una intuición de muchas relaciones y enlaces, repeticiones y cruzas entre las cosas y los sucedidos; milagrosamente, se encontró como espectador y aun colaborador delante de este extraño cielo nocturno, en el cual, por encima del bosque sin fin y las colinas, había aparecido netamente delineada la delgada hoz, exactamente anunciada por el maestro; el maestro se le apareció maravilloso, envuelto en mil misterios, al pensar en su muerte, al pensar que su espíritu viviría en la luna y volvería de ella para reencarnar en un ser humano, que seria hijo de Knecht y debía llevar el nombre del que fue su maestro ... El futuro y el destino parecían maravillosamente abiertos y por trechos transparentes como el cielo nublado, allí ante él, y supo que era posible saber de ellos y nombrarlos y hablar a su respecto; le pareció gozar de una vista en infinitos espacios, llenos de maravillas y, al mismo tiempo, de orden. Por un instante todo le pareció accesible al espíritu, todo cognoscible y acechable, el ligero y seguro paso de los astros allá arriba, la vida de los hombrea y los animales, sus asociaciones y sus enemistades, sus movimientos y sus luchas, todo lo grande y todo lo pequeño, junto con la muerte oculta en cada ser viviente; todo esto vio o sintió en un primer terror de presentimientos, como un conjunto, y él mismo encuadrado y absorto en él, como en un mundo de orden, regido por leyes, accesible a la inteligencia. Era el primer presentimiento de grandes secretos, de su dignidad y profundidad, como también de la posibilidad de conocerlos, y esto conmovió al jovencito en esa frescura de la selva nocturna y casi matinal, sobre la roca asomada a las mil cimas murmurantes como manos espectrales. No pudo hablar de aquello, ni entonces ni en toda su vida, pero debió pensar en aquello muchas veces; esa hora y su vivencia estarían siempre presentes en su largo aprender y experimentar: “Piensa —le advertía—, piensa que existe todo eso, que entre la luna y tú y Turu y Ada pasan rayos y corrientes, que hay la muerte, y el país de las almas, y el retorno de él, y que para todas las imágenes y los fenómenos del mundo hay en el fondo de tu corazón una respuesta, y que todo te concierne y de todo debes saber cuanto es posible que sepa un ser humano”. Así, más o menos, habló aquella voz. Era la primera vez que Knecht percibía tan clara la voz del espíritu, su seducción, su incitación y su mágica influencia cautivante. Había visto vagar por el cielo muchas lunas ya y oído a menudo el grito nocturno del mochuelo, y de labios del maestro, aunque fuera tan parco en palabras, había escuchado muchos relatos de antiguo saber o solitaria reflexión; pero hoy eso era nuevo y diverso, era la intuición del todo que surgía en él, el sentido de las conexiones y relaciones, del orden, en fin, que lo implicaba también a él y lo hacía corresponsable. Aquel que tuviera la llave para ello, no debía solamente reconocer un animal por su rastro, una planta por sus raíces y sus semillas; debía abarcar el conjunto del universo, las estrellas, los espíritus, los hombrea, los animales, las medicinas y los venenos, todo, y por cada parte y cada signo saber de lo restante. Había buenos cazadores que conocían mejor que otros lo que decían una huella, una ligadura, un pelo o un residuo; sabían por un par de pelillos no sólo de qué clase de animal procedían, sino también si ese animal era viejo o joven, macho o hembra. Otros adivinaban el tiempo que haría al día siguiente por la forma de una nube, un olor en el viento, la manera de conducirse y de ser de los animales y las plantas; su maestro era insuperable en esto y casi infalible. Otros a su vez poseían una innata habilidad: había chiquillos que podían voltear con una piedra un pájaro a treinta pasos de distancia; no habían aprendido a hacerlo, sabían hacerlo simplemente, eso ocurría sin esfuerzo, por magia o gracia; de sus manos la piedra volaba por sí misma, la piedra debía dar en el blanco y el pájaro quería ser alcanzado. Y había quienes podían predecir el futuro: si un enfermo debía morirse o no, si una embarazada tendría niño a niña; la hija de la gran abuela era famosa por eso y también el hacedor de la lluvia —se decía— dominaba esa ciencia. En la gigantesca red de las conexiones, debía existir —le pareció en ese momento a Knecht— un centro en el cual se podía ver y casi leer como en un libro todo lo pasado y lo futuro, todo. El saber debía fluir hacia quien se hallara en ese centro, como corre el agua al valle, la liebre a la berza; su palabra debía golpear aguda e indefectiblemente, como la piedra lanzada por la mano del buen tirador; gracias al espíritu, él debía reunir en si y dejar actuar cada uno de estos admirables dones, cada una de estas nobles facultades: ¡entonces sería el hombre perfecto, sabio, insuperable! Ser como el maestro, acercársele, ir hacia él: tal era el camino de los caminos, la meta; eso prestaba consagración y sentido a una existencia. Algo así debió sentir, y todo lo que tratemos de decir de él en nuestra lengua que él no comprendería ni conocería, nada puede explicarnos acerca del estremecimiento y el ardor de sus vivencias. El levantarse en la noche, el ser guiado a través del bosque oscuro y silencioso, lleno de peligro y misterio, el aguardar allá arriba sobre la roca en la fría madrugada, el aparecer del delgado espectro lunar, las parcas palabras del sabio, el estar solo con el maestro en una hora extraordinaria, todo eso fue vivido y guardado por Knecht como una gloría, como un misterio, como fiesta de la iniciación, como aceptación en una liga, en un culto, en una relación de servidumbre honrosa con lo innombrable, con el misterio del universo. Esta vivencia y muchas cosas parecidas no podían convertirse en palabras ni en ideas siquiera, y más ajeno e imposible que cualquier otro pensamiento hubiera sido tal vez éste: “¿Soy yo quien crea esta aventura anímica o se trata de realidad objetiva? ¿Siente el maestro lo mismo que yo o se ríe de mi? ¿Son mis pensamientos en esta vivencia algo nuevo, propio, unívoco, o vivió y pensó exactamente lo mismo alguna vez el maestro o alguien antes que él?” No, no había estas lagunas ni estas diferenciaciones, todo era realidad, todo estaba impregnado y colmado de realidad como la masa del pan se colma de levadura. Nubes, luna y cambiante escenario celeste, suelo de piedra caliza húmedo y frío bajo los pies desnudos, aguanoso helado rocío fluyente en la pálida atmósfera nocturna, reconfortante olor de patria, olor a humo de hogar y a paja, conservado por la piel con que se cubría el maestro, tono de dignidad y eco leve de vejez y aceptación de la muerte en su voz ruda, todo era más que real y penetraba casi violentamente en los sentidos del jovencito. Y para los recuerdos las impresiones sensorias son una honda capa de tierra más fértil que los mejores sistemas, los más complicados métodos del pensar.
El hacedor de la lluvia era uno de los pocos que ejercían una profesión y habían elaborado por sí mismos un arte o una capacidad especial, pero su vida de cada día, exteriormente, no era muy diferente de la de los demás. Era un alto funcionario y gozaba de aprecio, recibía regalos y honorarios de la tribu, cuantas veces obrara para la comunidad, pero esto ocurría solamente en ocasiones especiales. Su función más importante, cabalmente, y más solemne, que se consideraba sagrada, era la de fijar el día de la siembra en la primavera para toda clase de fruto o hierba; lo hacía teniendo en cuenta exactamente el estado de la luna, en parte de acuerdo con reglas heredadas, en parte según su propia experiencia. Pero el acto solemne de la iniciación de la siembra, la suelta del primer puñado de grano o semilla en la tierra colectiva, ya no correspondía a sus funciones; ningún varón tenía rango tan elevado; esa ceremonia se realizaba todos los años por la gran abuela o sus parientes más viejas. El maestro era la persona más importante del pueblo en los casos en que actuaba realmente como hacedor de lluvia. Esto ocurría cuando una larga sequía, la humedad y las heladas caían sobre los campos, amenazando a la tribu con el hambre. Entonces Turu debía emplear los recursos contra la aridez y la esterilidad: sacrificios, conjuros, rogativas. Según la tradición eso se realizaba cuando, por una sequía persistente o por lluvias interminables, fracasaban los otros medios y no se lograba aplacar a los espíritus con fórmulas, imploraciones o amenazas; existía un último extremo recurso, infalible, que en las épocas de las madres y las abuelas parece haber sido empleado a menudo: el sacrificio del mismo hacedor de la lluvia a manos de la comunidad. La gran abuela, se decía, contempló eso con sus propios ojos.
Además del cuidado del tiempo, el maestro tenía una suerte de práctica privada, como conjurador de los espíritus, fabricante de amuletos y objetos mágicos y, en ciertos casos, como médico, si esa función no estaba reservada a la gran abuela. Por lo demás, sin embargo, el maestro Turu vivía la vida de cualquier otro varón. Cuando le correspondía el turno, cultivaba con su grupo la tierra colectiva y cerca de la choza tenía su pequeña huerta propia. Cosechaba frutas, hongos y leña y los almacenaba. Pescaba y cazaba y tenía una o dos cabras. Como agricultor era igual a los demás, pero no como cazador, pescador y herbolario; en eso era único y genial y tenía fama de conocer una infinidad de tretas, habilidades, ventajas y recursos naturales y mágicos. Ningún animal, se decía, caído en una trampa de mimbre tejida por él podía escaparse; sabía tornar olorosos y gustosos con una preparación especial cebos o carnadas para la pesca; conocía el arte de atraer a los cangrejos y había gente que creía que entendía también la lengua de los animales. Pero su campo particular de acción era el de su ciencia mágica: la observación de la luna y las estrellas, el conocimiento de los signos meteorológicos, la presciencia del tiempo y el momento de las cosechas, la realización de todo aquello que sirviera como recurso de influencias mágicas. Sobresalía, pues, como conocedor y recolector de cosas del mundo vegetal y animal que podían servir como remedios o venenos, como objetos de hechizo, bendición y protección contra el hado. Conocía y encontraba cualquier hierba, aun la más rara, sabía dónde y cuándo florecía y maduraba en semillas, cuándo era el momento de arrancar sus raíces. Conocía y encontraba toda clase de serpientes y escuerzos; averiguaba cosas empleando cuernos, pezuñas, uñas y pelos; sabía valerse de rarezas, deformidades, formas espectrales y aterrorizantes, de nudos, excrecencias y verrugas de la madera, de las hojas, los granos, las nueces o la cornamenta y las uñas.
Knecht debió aprender más con los sentidos, el pie y la mano, los ojos, el tacto, el oído y el olfato que con la mente, y Turu le enseñó más con el ejemplo y la labor que con palabras y doctrinas. Muy rara vez el maestro hablaba siquiera razonando, y aun en ese caso las palabras eran un intento para explicar sus ademanes tan impresionantes. El saber de Knecht era muy poco diferente de aquel que adquiere un joven cazador o pescador con un buen maestro y le daba gran satisfacción porque aprendía solamente lo que ya había en él. Aprendió a espiar, a acechar, a acercarse arrastrando, a observar, a estar alerta, despierto, a oliscar y rastrear; pero los animales que acechaban él y su maestro, no eran solamente el zorro y el tejón, la nutria, y el sapo, el pájaro y el pez, tino también el espíritu, el todo, el sentido, la relación. Ellos se ocupaban en determinar el tiempo huidizo y caprichoso, en reconocerlo, adivinarlo y predecirlo; en conocer la muerte escondida en las bayas y en la mordedura de las serpientes, en sorprender el misterio por el cual nubes y tormentas dependían del estado de la luna y aun influían en la simiente y el crecimiento, cómo actuaban determinando la prosperidad y la ruina en la vida humana. En ello aspiraban exactamente a la misma meta a que tendió la ciencia o la técnica de milenios posteriores: a dominar la naturaleza y jugar con sus leyes, pero lo hacían marchando por caminos totalmente distintos. No se separaban de la naturaleza y no trataban de penetrar violentamente en sus secretos; nunca se oponían hostilmente al cosmos, eran siempre parte de él y se rendían respetuosos a su poder. Es muy posible que conociesen mejor la naturaleza y la trataran más inteligentemente. Pero algo era para ellos absolutamente imposible, aun en su pensamiento más atrevido: el adherir y someterse al mundo natural y de los espíritus sin miedo, el sentirse superiores. No podían imaginar siquiera esta tragedia, esta fatalidad, y consideraban imposible enfrentar las potencias de la naturaleza, la muerte, los demonios en otra relación que de angustia. La angustia dominaba la vida de los humanos; vencerla les parecía algo irrealizable y sacrílego. Pero para calmarla, desterrarla en otros seres, burlarla y disfrazarla, para encuadrarla en el conjunto- existencial, servían los diversos sistemas de sacrificios. La angustia era la opresión bajo la cual se hallaba la vida de estos humanos, y sin esta fuerte opresión, su existencia hubiera carecido de miedo, pero también de intensidad. Aquel que lograba trasformar una parte de la angustia en veneración, había ganado mucho; hombres de esta clase, hombres que convirtieran su angustia en piedad, eran los buenos, los avanzados de esa época. Se hacían muchos sacrificios y de muchas maneras, y una parte de ellos y sus ritos correspondían a las funciones oficiales del hacedor de la lluvia.
Junto con Knecht creció en la choza la pequeña Ada, una hermosa criatura, muy querida por el anciano. Cuando le pareció llegado el momento, el maestro la dio en esposa a su alumno. Knecht fue desde entonces reconocido como ayudante del hacedor de la lluvia; Turu lo presentó a la madre del pueblo como su yerno y sucesor y se hizo sustituir por él desde ese momento en muchas tareas y funciones del cargo. Poco a poco, con el pasar dé las estaciones y de los años, el anciano hacedor de la lluvia fue hundiéndose en la solitaria contemplación propia de los caducos y le traspasó al ayudante todos sus deberes, y cuando murió —lo encontraron muerto, acurrucado ante el hogar, inclinado sobre algunas vasijas con menjunjes mágicos, el cabello cano chamuscado por el fuego—, el pueblo ya conocía desde hacía mucho al joven, al alumno Knecht, como hacedor de la lluvia. Knecht pidió al Consejo del pueblo un honroso funeral para su maestro y quemó sobre su tumba como sacrificio toda una carga de hierbas y raíces nobles y valiosas para el arte de curar. Esto había ocurrido hacía mucho tiempo ya y entre los hijos de Knecht, cuyo número tornaba estrecha la choza de Ada, había uno con el nombre de Turu: en su persona, el anciano había vuelto de su viaje de muerto a la luna.
Le pasó a Knecht lo mismo que en otra época a su maestro. Una parte de su angustia se convirtió en piedad y espíritu. Una parte de sus aspiraciones juveniles y de su profunda nostalgia siguió subsistiendo, una parte murió y se perdió, mientras envejecía en el trabajo, el amor y el cuidado de Ada y de los hijos. Su mayor interés se dirigió siempre a la luna, junto con la oportuna observación, para distinguir la influencia de aquélla en las estaciones y los fenómenos meteorológicos; en esto alcanzó a su maestro Turu y aun lo superó al final. Y como el crecer y desaparecer de la luna se relacionaba tan estrechamente con el morir y el nacer de los hombres, y como entre todas las angustias de la vida humana la máxima y más profunda es aquella de la fatalidad de la muerte, el venerador y conocedor de la luna que era Knecht logró poseer una sacra e iluminada relación con la muerte, por su misma relación con el astro, tan vivo y cercano; en sus años maduros sintió menos que otros el miedo a la muerte. Podía hablar respetuosamente con la luna o aun implorándola o cortejándola, se sabía ligado a ella en delicadas relaciones espirituales, conocía muy exactamente la vida lunar y tomaba íntima participación en sus procesos y destinos, vivía su desaparecer y su reaparecer como un misterio en sí, y con ella sufría y se asustaba, cuando sucedía lo monstruoso y la luna parecía expuesta a enfermedades, peligros, mutaciones y daños, cuando perdía el brillo, cambiaba de color y se oscurecía casi apagándose. En esas ocasiones, ciertamente, todos se interesaban por la luna, temblaban por ella, reconocían una amenaza y una desgracia próxima en su oscurecimiento, y contemplaban ansiosamente su rostro viejo y enfermo. Mas, justamente entonces, se demostraba que el hacedor de la lluvia Knecht estaba más íntimamente ligado a la luna y más sabía de ella que otro cualquiera; sí, compartía su hado, se le apretaba de miedo el corazón, pero su recuerdo de vivencias parecidas era más agudo y docto, su confianza más fundada, su fe en la eternidad y el renacimiento, en la corrección y la superación de la muerte, más grande. Y más grande era también el grado de su entrega devota: sentíase vivir en esas horas el destino del astro, hasta perecer y volver a nacer; sentía a veces algo como atrevimiento, como temeraria resolución de afrontar la muerte y oponérsele por el espíritu, de robustecer su Yo con el abandono de sí mismo a destinos sobrehumanos. Algo de eso pasó en su ser y fue perceptible para los demás; los consideraron sabio y piadoso, un ser de noble calma y escaso miedo de la muerte, un ser que estaba en buenas relaciones con las ocultas potencias.
Tuvo que demostrar estos dones y estas virtudes en muchas duras pruebas. Una vez debió vencer un período de esterilidad y tiempo adverso que duró más de dos años; fue la prueba más grande de su vida. Las contrariedades y los signos malos habían comenzado ya con la siembra varias veces aplazada, luego todas las dificultades imaginables y todos los perjuicios posibles cayeron sobre los sembrados, para dejarlos al fin totalmente destruidos; la comunidad sufrió cruelmente el hambre y Knecht con ella, y había sido algo insólito que como hacedor de la lluvia no perdiera toda la confianza y la influencia, y pudo ayudar a la tribu a soportar la desgracia con humildad y fortaleza. Cuando luego al año siguiente, después de un invierno duro y abundante en fallecimientos, se repitió todo el mal, toda la miseria del anterior; cuando la tierra común durante el verano se secó y se resquebrajó por una persistente sequía, las ratas se multiplicaron horrorosamente, los conjuros y sacrificios solitarios del hacedor de la lluvia no produjeron ningún resultado lo mismo que las acciones públicas, los coros de tamboriles, las rogativas de todo el pueblo; cuando apareció tremendamente claro que el hacedor de la lluvia esta vez no podía hacer llover, la situación se tornó grave y se necesito algo más que un hombre común para cargar con la responsabilidad y mantenerse erguido delante del pueblo asustado y amotinado. Hubo entonces dos o tres semanas en las que Knecht se encontró totalmente solo y contra él estuvo todo el pueblo, el hambre y la desesperación, y se apeló a la vieja tradición popular según la cual solamente el sacrificio del hacedor de la lluvia podía reconciliar a los humanos con las potencias. Venció cediendo. No había opuesto resistencia a la idea de su sacrificio, se había ofrecido espontáneamente. Además colaboró con incansable esfuerzo y absoluta dedicación a mitigar la miseria, supo descubrir agua, encontrar una fuente, una acequia, impidió que en el momento de mayor apremio fuera destruido todo el ganado y sobre todo evitó con el ejemplo y la persuasión que la gran abuela de la villa, aplastada por una fatal desesperación y una extraña debilidad moral en esa época terrible, desfalleciera y lo echara todo a perder irracionalmente, a pesar de su resistencia, su consejo, las amenazas, los sortilegios y los rezos. En esa ocasión había resultado evidente que en momentos de intranquilidad y calamidad un hombre es tanto más útil cuanto más su vida y su pensamiento tienden a lo espiritual, a lo impersonal, cuanto más aprendió a respetar, observar, rezar, servir y sacrificar. Esos dos años terribles, que casi lo llevaron al sacrificio y lo aniquilaron, le dejaron un saldo final de mayor estimación y confianza, no ciertamente entre la multitud de irresponsables, pero sí entre los pocos que tenían responsabilidad y podían juzgar a un hombre de su categoría.
Su vida había pasado por ésta y muchas otras pruebas, cuando alcanzó la edad madura y se halló en la cumbre de la existencia. Había ayudado a sepultar a dos grandes abuelas de la tribu, perdido un hermoso hijo de seis años, víctima de un lobo, y superado una grave enfermedad sin ayuda ajena, siendo su propio médico. Padeció hambre y frío. Todo esto dejó señales en su rostro y, no menos, en su alma. Hizo la experiencia de que los hombres espirituales causan en los demás cierta extraña forma de resistencia y antipatía, se los aprecia de lejos y se los llama en caso de necesidad, pero no se les ama ni se los considera iguales, y hasta se los evita. Aprendió por experiencia también que las fórmulas mágicas tradicionales o libremente inventadas y los anatemas rituales son aceptados por los enfermos o los desdichados con más gusto que el consejo razonable; que el hombre soporta más fácilmente la incomodidad y la expiación exterior que la transformación interior o el examen de si mismo; que cree más en el sortilegio que en la razón, en las fórmulas que en la experiencia: cosas éstas que en dos milenios desde entonces, probablemente, no han variado gran cosa, como afirman muchos libros de historia. Aprendió también que un hombre escudriñador y espiritual no debe perder el amor; que puede aceptar los deseos y las tonterías de los hombres sin altanería, pero no debe dejarse dominar por ellos; que del sabio al charlatán, del sacerdote al milagrero, del hermano que ayuda al parásito aprovechado, no hay más que un paso, y que la gente en el fondo prefiere pagar a un bribón, dejarse explotar por un charlatán, que aceptar la ayuda desinteresada del generoso. No querían pagar con amor y confianza, sino con dinero o cosas. Se engañaban mutuamente y esperaban ser engañados a su vez. Había que aprender a considerar al hombre como un ser débil, egoísta, cobarde, a comprender cuánta parte le cabía a uno en todas estas malas cualidades, en todos estos malos instintos, pero creyendo y alimentando el alma con la creencia de que el hombre es también espíritu y amor, que algo vive o habita en él que resiste a los instintos y ambiciona su ennoblecimiento. Pero estas ideas son ya demasiado netas y formuladas, para que Knecht las acariciara. Digamos más bien que se hallaba en camino hacia ellas, que ese camino lo llevaría a ellas y a través de ellas, algún día.
Mientras caminaba con ese rumbo, anhelando ideas, pero viviendo mucho más en lo sensible, en el hechizo de la luna, en la maravilla del perfume de una hierba, de las sales de una raíz, en el gusto de una corteza, el cultivo de plantas curativas, la cocción de pomadas, la atención del tiempo y la atmósfera, fue elaborando par sí muchas facultades, algunas de las cuales nosotros, lejana posteridad, ya no poseemos y sólo entendemos a medias. La más importante de ellas era, naturalmente, hacer la lluvia. Aunque el cielo muchas veces permanecía sordo y parecía desdeñar cruelmente sus esfuerzos. Knecht hizo la lluvia, sin embargo, centenares de veces y cada vez casi en forma un poco diversa. Ciertamente, nunca se hubiera atrevido a alterar o a omitir algo en los sacrificios, en el rito de las rogativas, los conjuros, el sonar de los tamboriles. Pero ésta era solamente la parte oficial, pública, de su actividad, su lado visible, legal y sacerdotal; y era seguramente muy hermoso e infundía una magnífica sensación de grandeza, cuando a la tarde de un día iniciado con el sacrificio y la procesión, el cielo se rendía, el horizonte se nublaba, el aire comenzaba a oler a humedad y caían las primeras gotas. Sólo que también aquí el arte del hacedor de la lluvia tuvo que elegir bien el día, para no esperar ciegamente lo imposible; se podían implorar las potencias, hasta importunarlas, pero con sentido y medida, con resignación a su voluntad. Y más caras que esas bellas vivencias de triunfo y victoria eran para él otras determinadas, de las que nadie sabía fuera de él y él mismo conocía solamente con temor y más con los sentidos que con el intelecto. Había situaciones del tiempo, tensiones del aire y del calor, nubes y vientos, clases de olores del agua, de la tierra, del polvo, amenazas o promesas, estados de ánimos y caprichos de los demonios del tiempo, que Knecht presentía y seguía sintiendo en su piel, en su cabello, en todos sus sentidos, de modo que no podía ser sorprendido ni desilusionado por nada: sabía concentrar en sí el tiempo como si volara con él, y lo llevaba en sí de una manera que lo capacitaba para mandar a las nubes y a los vientos: no por cierto a capricho, a gusto, sino por el vínculo y la relación que eliminaban la diferencia entre él y el mundo, entre lo interior y lo exterior. Entonces podía estar arrobado y acechar, agacharse en éxtasis y tener todos los poros abiertos y no sólo sentir en su interior la vida de los aires y las nubes, sino dirigirla y crearla, algo así como nosotros despertamos íntimamente y reproducimos un movimiento musical que conocemos con exactitud. Entonces debía solamente contener la respiración, y el viento o el trueno callaban; bastaba que moviera la cabeza y el granizo caía o se disolvía; era suficiente que expresara para sí en una sonrisa el equilibrio de las fuerzas en lucha, y arriba en el cielo las cortinas de nubes se abrían y dejaban libre el claro azul sutil. En muchas épocas de especial pureza anímica y normalidad espiritual, sentía dentro de sí con exactitud, sin errores, el tiempo del día siguiente, como si en su sangre estuviera escrita toda la partitura que debía ser ejecutada fuera de él, en la naturaleza. Éstos eran sus días mejores, su recompensa, su deleite.
Pero cuando esta íntima unión con el exterior estaba interrumpida y el tiempo y el universo resultaban infieles, incomprensibles e incalculables, también en su interior estaban interrumpidos el orden y las corrientes, y él sentía que no era un buen hacedor de la lluvia y consideraba su carga y su responsabilidad por el tiempo y las cosechas pesados e injustos. En esos periodos se consideraba hombre de su casa, obedecía y ayudaba a Ada, se ocupaba cuidadosamente de tareas mínimas, fabricaba juguetes y utensilios para los niños, cocía medicinas, necesitaba cariño y experimentaba el impulso de ser lo menos posible distinto de los demás varones, de adaptarse completamente a las costumbres y los usos y aun de escuchar los cuentos para él generalmente antipáticos de su mujer y de las vecinas, acerca de la vida, la salud y los actos de otra gente. Pero en los buenos tiempos se le veía poco en su casa; huía ocultamente y se quedaba lejos, pescaba, cazaba, buscaba raíces, se tendía en la hierba o se acurrucaba sobre un árbol, olisqueaba, espiaba, imitaba las voces de los animales, encendía pequeñas fogatas y comparaba la formas de las nubes de humo con las de las nubes en el cielo, saturaba su piel y su cabello de niebla, lluvia, aire, sol y luz lunar, y coleccionaba además, como lo había hecho en vida su maestro y predecesor Turu, los objetos en que el ser y las formas externas parecían pertenecer a distintos reinos, en que la sabiduría o el capricho de la naturaleza dejaba revelarse una partícula de sus reglas y de sus misterios generativos; objetos que reunían en sí, en el parecido, cosas muy separadas, como nudos de ramas con caras de hombres o animales, piedras limadas por el agua con vetas parecidas a las de la madera, formas petrificadas de animales del mundo primitivo, carozos de frutas deformados o mellizos, piedras con la forma de un riñón o de un corazón. Leía los dibujos en la hoja de bambú, las líneas en forma de red en el sombrerito de las setas y deducía cosas misteriosas, espirituales, futuras, posibles; la magia de los signos, una intuición o presciencia de números y escritura, condensación de lo infinito y multiforme en lo simple, en el sistema, en el concepto. Porque todas esas posibilidades estaban en la concepción del mundo alcanzada por él, por su espíritu; carecían de nombre, eran desconocidas, pero no imposibles, no ajenas a un presentir, germen y yema todavía, pero esenciales, propias y orgánicas en él y en constante crecimiento. Y aun si pudiéramos remontarnos varios milenios atrás, más allá de este hacedor de lluvia y de su época infantil y casi primitiva, encontraríamos —creemos— al mismo tiempo en todas partes el espíritu también, que es sin principio y siempre contuvo todo aquello que más tarde realiza.
El hacedor de la lluvia no estaba destinado a perpetuar sus intuiciones y llevarlas más cerca de su comprobación: él no la necesitaba siquiera. No debía ser ninguno de los muchos inventores de la escritura, la geometría, la medicina o la astronomía. Siguió siendo miembro o eslabón desconocido de la cadena, pero tan indispensable como los otros; cada uno transmitía lo recibido y agregaba lo logrado y conquistado por él. Porque él también tuvo alumnos. Al correr de los años formó a dos aprendices de hacedores de lluvia y uno de ellos fue luego su sucesor.
Por muchos años cumplió su oficio y vivió su vida solo, sin ser espiado, y cuando por primera vez —fue poco después del período de gran esterilidad y hambre— un jovencito comenzó a visitarlo, observarlo, acecharlo, venerarlo y perseguirlo, un jovencito que se sentía impulsado a ser hacedor del tiempo y maestro, sintió en un melancólico sobresalto del corazón el retorno, la repetición del gran acontecimiento de su juventud y, al mismo tiempo, una sensación por primera vez cotidiana, severa, cohibidora y excitadora al mismo tiempo: que la juventud se había ido, que había pasado el mediodía, que la flor se había convertido en fruto. Y, lo que nunca hubiera imaginado, se portó con el niño en la misma forma como con él se había portado el anciano Turu, y esta conducta ruda, rechazante, expectante y postergadora nacía por sí misma, por mero instinto; ni era imitación del maestro fallecido, ni surgía de las reflexiones de esencia moral y educativa, como por ejemplo, que antes hay que probar acabadamente a un joven, para ver si es bastante serio, que no se debe facilitarle el acceso a la iniciación en los secretos, sino ponerle muchos obstáculos, y cosas parecidas. No, Knecht se condujo con sus aprendices simplemente como lo hace con los admiradores y discípulos cualquier aislado que envejece o cualquier solitario rebosante de sabiduría: perplejo, temeroso, recusador, huidizo, Heno de miedo por su hermosa soledad y su libertad, por su posibilidad de deslizarse por la selva virgen, su caza libre, su recolección, sus sueños y observaciones, lleno de celoso amor por todas sus costumbres y preferencias, sus secretos y ocultamientos. De ninguna manera abrió los brazos al joven titubeante que se le acercó con respetuosa curiosidad, de ningún modo mitigó su vacilación ni lo incitó; consideró alegría y premio y reconocimiento y excelente resultado el que finalmente el mundo de los otros le enviara un mensajero, una declaración de amor, el que alguien tratara de conquistarle, se sintiera sumiso y paciente y llamado como él al servicio de los misterios. No, al principio eso le pareció molestia pesada, intervención abusiva en sus derechos y hábitos, un robo de su independencia y apenas ahora veía cuánto la amaba; se puso a la defensiva, y encontró modos de ganar de mano y ocultarse, de borrar sus huellas, de desviarse y escaparse. Mas también en eso le ocurrió como le había ocurrido a Turu; la larga y muda insistencia cautivante del joven ablandó lentamente su corazón, cansó poco a poco su resistencia y cuanto más terreno ganaba el muchacho, más aprendió a inclinarte hacia él y a abrirse para él un lento progreso, a aprobar su deseo, a aceptar su corte, y a ver en el nuevo deber, a menudo tan pesado de enseñar y tener discípulos, lo ineludible, lo resuelto por el destino, lo exigido por el espíritu. Cada vez más tuvo que despedirse del sueño, de la sensación y el goce de las infinitas posibilidades del futuro multiforme. En lugar del ensueño de infinito progreso, de la suma de toda sabiduría, estaba ahora el alumno, una realidad pequeña, cercana, que fomentar, un invasor y destructor de la paz, pero irrechazable e inevitable, el único camino en el futuro verdadero, el deber único y más importante, la única senda estrecha por la cual pudieran guardarse y sobrevivir en un brote nuevo y diminuto la vida del hacedor de la lluvia, sus actos, sus opiniones, sus ideas. Suspirando, rechinando los dientes y sonriendo al mismo tiempo, aceptó su deber.
Y también en este terreno importante y tal vez el más colmado de responsabilidad, en esta función de trasmitir lo heredado y educar al sucesor, no le quedó ahorrada al hacedor del tiempo la experiencia más amarga, la desilusión más cruel. El primer aprendiz que se esforzó para ganar su favor y después de larga espera y muchos rechazos se allegó al maestro, se llamaba Maro y le proporcionó un desengaño nunca aplacado totalmente. Era sumiso y adulador y representó por mucho tiempo la comedia de la obediencia incondicional, pero le faltaban condiciones y sobre todo valor, porque temía la noche y la oscuridad, cosa que trataba de ocultar y que Knecht, aun advertido de ello, consideró por mucho tiempo como un residuo de niñee, de infantilidad, que desaparecería. Pero no fue así. Le faltaba al discípulo también por completo el don de entregarse sin egoísmo y sin intenciones a la observación, a las disposiciones y al proceso del oficio, a ideas y presentimientos. Era inteligente, poseía una percepción clara y rápida y aprendía fácil y seguramente lo que puede ser aprendido sin completa entrega. Pero cada vez resultó más evidente que tenía intenciones egoístas y metas propias, para las cuales quería aprender el arte de hacer la lluvia. Ante todo quería ser alguien, representar un papel y causar impresión, tenía la vanidad del nombre dotado, pero no la de la vocación. Aspiraba a ser aplaudido, se ufanaba ante sus coetáneos de sus primeros conocimientos y artes; esto también podía ser infantil y tal vez corregirse. Pero no buscaba solamente el aplauso, sino que deseaba poder y ventajas sobre los demás; cuando el maestro comenzó a notarlo, se asustó y cerró poco a poco su corazón para el joven. Éste se dejó tentar dos y tres veces a cometer grave falta, después de haber estado al lado de Knecht varios años. Se dejó llevar caprichosamente, sin que su maestro lo supiera y se lo permitiera, a tratar por un regalo con remedios algún niño enfermo, a realizar conjuros contra la plaga de las ratas en una cabaña y, cuando a pesar de todas las amenazas y las promesas fue sorprendido una vez más en semejantes prácticas, el maestro lo echó de su lado, denunció el hecho a la gran abuela y trató de borrar de su memoria al jovencito ingrato e inservible.
Le resarcieron luego sus dos discípulos posteriores y, sobre todo, el segundo de ellos que fue su propio hijo Turu. Knecht quería mucho a este aprendiz joven, el último que tuvo, y creyó que podía llegar a ser algo más que él; visiblemente habíase reencarnado en él el alma de su abuelo. Knecht conoció la satisfacción bienhechora para el espíritu de poder trasmitir la totalidad de su saber y de su fe al porvenir, y conocer a un hombre, doblemente hijo suyo, a quien iría transfiriendo todos los días una parte de su cargo, mientras iba sintiéndose envejecer. Pero aquel primer alumno fracasado no podía ser borrado de su vida y de sus pensamientos; no alcanzó ciertamente gran predicamento en el pueblo, pero era para muchos un hombre muy querido e influyente, se había casado, se le conocía como juglar y bromista, era tambor mayor del coro de tamboriles y siguió siendo enemigo oculto y envidioso del hacedor de la lluvia, a quien hizo toda suerte de daños. Knecht no había sido nunca un hombre de amistades y reuniones, necesitaba soledad y libertad, nunca buscó el aprecio o el amor, exceptuando el lapso infantil durante el cual trató de acercarse al maestro Turu. Pero ahora le tocó sentir lo que significa tener un enemigo, alguien que nos odia. Y esto le amargó muchos días de su vida.
Maro perteneció a aquella clase de alumnos, muy dotada, que a pesar de sus facultades resulta antipática y molesta en todo momento para los maestros, porque en ellos el talento no es una robustez orgánica crecida y afirmada en profundidad e intimidad, el delicado linaje nobiliario de un buen carácter, de una sangre activa y un temperamento amable, sino algo casual, encontrado, hasta usurpado o robado. Un discípulo de carácter débil e inteligencia elevada o fantasía brillante pondrá en apremios inevitables a su maestro: éste tiene que infundir en el alumno lo heredado en ciencia y método y capacitarlo para colaborar en la vida espiritual, y siente en cambio que su verdadero y más noble deber sería proteger ciencias y artes justamente contra el acercamiento de quien sólo posee inteligencia; porque el maestro no debe servir al discípulo, sino que ambos están al servicio del espíritu. Ésta es la razón por la cual los maestros tienen miedo y horror de ciertos talentos que ciegan; todos los alumnos de esta clase corrompen y falsifican todo el sentido, toda la utilidad de la enseñanza. Cualquier promoción de un discípulo capaz de brillar pero no de servir, representa en realidad un perjuicio para el bien común, una suerte de traición al espíritu. Conocemos en la historia de algunos pueblos, períodos en los que —por un profundo trastrueque del orden espiritual— se verificó casi el asalto de aquellos que son solamente inteligencia a la dirección de las comunidades, escuelas y academias y aun del mismo Estado, y en todos los cargos hubo gente de sumo talento, que quería gobernar pero no servir. Ciertamente, es muy difícil conocer en el momento oportuno esta clase de inteligencias, antes de que hayan asimilado las bases de una profesión espiritual, y devolverlos con la necesaria severidad a oficios materiales, manuales. Knecht también se había equivocado, tuvo demasiada paciencia con el aprendiz Maro; confió al ambicioso y superficial mucha sabiduría para adeptos, que fue echada a perder. Las consecuencias fueron para él mismo más graves de lo que se imaginara.
Hubo un año —la barba de Knecht se había tornado bastante gris— en el cual pareció que las relaciones entre cielo y tierra hubieran enloquecido, trastornadas por demonios de insólito poder y extraña obstinación. Estos fenómenos comenzaron en forma visible e impresionante en el otoño, aterrorizando profundamente todas las almas y pasmándolas de angustia; tuvieron principio con un espectáculo celeste nunca visto, poco después de anochecer, espectáculo que Knecht observó siempre con cierta solemnidad y respetuosa devoción, con interés siempre mayor. Una tarde, fresca y ligeramente ventosa, el cielo se tornó trasparente como vidrio, salpicado de escasas nubéculas que flotaban muy altas y conservaron por un lapso insólito la rosada luz del sol poniente: haces de luz sueltos, movidos y espumosos en un espacio frío y pálido. Knecht había sentido ya desde unos días algo más fuerte y notable de lo que todos los años podía advertirse en esa época en que los días se acortan, la influencia de extraños poderes en el firmamento, el temor de la tierra, las plantas y los animales, la inquietud en el aire, algo raro, expectante, miedoso, Heno de presentimientos en toda la naturaleza; hasta las nubéculas, largo rato temblorosamente encendidas en ese atardecer avanzado, encuadraban en la situación con sus oscilantes movimientos y aleteos, que no correspondían al viento que soplaba en la tierra, con su luz rojiza implorante, que se resistía tristemente por largo rato a apagarse; apenas enfriadas y perdida su luminosidad se tornaban invisibles, muy de repente. En el pueblo todo estaba tranquilo, los visitantes y los niños sé habían retirado hacía mucho de la puerta de la gran abuela, apenas un par de chiquillos se perseguían aún, pero todos se habían recogido y ya habían cenado. Muchos dormían, apenas si alguien, fuera del hacedor de la lluvia, contemplaba las nubes rosadas de la tarde. Knecht se paseaba, de un lado a otro, por la pequeña huerta detrás de su choza, cavilando sobre el tiempo, tenso e inquieto; por momentos se sentaba, para descansar, un instante en un tronco dé árbol entre las ortigas, que servía para partir leña. Al apagarse las últimas luces en las nubes, las estrellas se volvieron de pronto claramente visibles en el cielo todavía límpido y verdosamente brillante y aumentaron pronto en número y luminosidad; donde un segundo antes había dos o tres, ya se apiñaban diez y veinte. Muchas entre ellas y sus grupos y familias eran bien conocidas por Knecht, las había visto centenares de veces; su inmutable reaparecer tenía algo tranquilizador, las estrellas reconfortaban, estaban allá arriba, sí, lejanas y frías, sin irradiar calor, pero seguras, firmemente ordenadas, anunciando normalidad, prometiendo perduración. Aunque aparentemente ajenas y alejadas y aun opuestas a la vida de la tierra, a la vida de los seres humanos, aun inalcanzables por el dolor, el éxtasis, las reacciones y el calor de la tierra, aun tan superiores por su majestad y eternidad fría y elegante, casi una burla para el hombre, las estrellas estaban sin embargo, en relación con los hombres, tal vez los gobernaban, y cuando un ser humano lograba y conservaba un bien espiritual, una seguridad y superioridad del espíritu sobre lo transitorio, se asemejaba a las estrellas, irradiaba como ellas en fría quietud, reconfortaba con su visión tranquila, miraba eternamente con un guiño de burla. Así le pareció muchas veces al hacedor de las lluvias, y aunque con las estrellas no tenía por cierto la relación cercana, incitante, comprobada en la constante variación y el continuo regreso que tenía con la luna, lo grande, lo próximo, lo húmedo, lo semejante a un gordo pez de hechito en el mar celeste, las veneraba sin embargo, profundamente y se vinculaba a ellas por muchas creencias. A menudo fue para el baño y bebida saludable mirarlas largo rato, dejarlas influir sobre él, ofrecer su pequeñez, su calor, su temor a su frió y calmo mirar.
Esa noche miraban como siempre, sólo que más claras y como netamente recortadas en el aire inmóvil y sutil, pero Knecht no encontró en sí la paz para entregarse a ellas; desde espacios desconocidos le llegaba una fuerza extraña, le dolía en los poros, sorbía en sus ojos, actuaba queda y continua como una corriente, como un temblor que alarma. Además, en la choza, la cálida y débil luz de las brasas del hogar resplandecía en un color rojo sombrío, fluía caliente la vida mínima, resonaba un llamado, una risa, un bostezo, respiraba olor humano, calor de piel, maternidad, sueño de niños, y parecía prestar aún mayor hondura a la noche sorprendida por su vecindad inocente, y empujar las estrellas más lejos todavía, atrás, en una lejanía, en una altura inconcebible.
Y de pronto, mientras Knecht oía zumbar y murmurar en la choza la voz de Ada profundamente melodiosa, acunando a un niño, comenzó en el cielo la catástrofe que el villorrio recordará por muchos años aún. Surgió allí y allá en la calma y blanca red de las estrellas un llamear y relampaguear, como si temblaran en llamas los hilos de la red generalmente invisibles; cayeron como piedras despedidas, incendiándose y apagándose en seguida, muchas estrellas precipitadas por el espacio, una aquí allá dos, más allá muchas, y aún no había perdido el ojo la visión de la primera que caía, aún no había recomenzado a latir el corazón alelado por la visión, y se persiguieron oblicuamente, trazando una ligera curva, en grupos de docenas y centenares, los astros lanzados desde el cielo; se precipitaron en series infinitas como llevados por muda tempestad gigantesca, cruzando oblicuamente en la noche silenciosa, como si un otoño de los mundos hubiese arrancado todas las estrellas como hojas marchitas del árbol del cielo y las lanzara sin ruido en la nada. Como hojas secas, como aleteantes copos de nieve, volaron por millares en una calma horrorosa, desapareciendo detrás de los montes del sur y del oeste cubiertos de selva, en lo infinito, donde nunca, a memoria de humanos, había caído una estrella.
Con el corazón detenido y los ojos alucinados, Knecht estuvo mirando el cielo revuelto y encantado, con la cabeza apretada en la nuca, los ojos llenos de horror pero no saciados; desconfiaba de su vista y, sin embargo, estaba más que seguro de lo terrible y tremendo. Como todos aquellos que pudieron observar este fenómeno nocturno, creyó ver vacilar hasta las estrellas más familiares, estremecerse y precipitarse, y esperó contemplar negra y vacía muy pronto la bóveda celeste, si antes no le tragara la tierra. Por cierto, después de un rato, advirtió lo que otros no verían, es decir, que las estrellas conocidas seguían estando aquí y allá y en todas partes, que la muerte no alcanzaba con su horror a las estrellas antiguas y familiares, sino que pasaba por una zona intermedia entre el cielo y la tierra, y que las que caía no eran arrojadas, estas nuevas que aparecían tan de repente y tan de pronto desaparecían, brillaban con una luz de otro color que las antiguas y verdaderas. Esto le reconfortó y le ayudó a recobrarse, pero aunque podían ser otras estrellas, nuevas y perecederas las que llenaban el aire de polvo, eso era cruel y malo, desdicha y desorden. Profundos suspiros escaparon de la garganta reseca de Knecht. Bajó su mirada a la tierra y escuchó para saber si el fenómeno espectral le había aparecido a él solo o si otros más lo habían visto. Pronto oyó llegar de otras chozas gemidos, chillidos y exclamaciones de terror; otros también acababan de ver, de gritar, alarmando a los desprevenidos y a los durmientes. En un segundo, la angustia y el terror pánico invadieron la aldea. Profundamente trastornado, Knecht se hizo cargo de la situación. Esta desgracia caía ante todo sobre él, sobre el hacedor del tiempo; sobre él que en cierta manera era responsable del orden en el cielo y en el aire. Knecht supo reconocer o sentir siempre anticipadamente las grandes catástrofes: inundaciones, granizo, fuertes tormentas; siempre supo preparar a las madres y a los más ancianos y ponerlos en guardia; siempre supo evitar lo peor, interponiendo su saber, su valor y su confianza entre las fuerzas supremas y el pueblo y la desesperación. ¿Por qué no lo supo y nada dispuso esta vez con antelación? ¿Por qué no dijo una palabra a nadie del oscuro y alarmante presentimiento que siempre tuvo?
Levantó la estera que servía de puerta a su choza y llamó por su nombre a su mujer, en voz baja. Ella acudió, con el hijo más pequeño en brazos; él le quitó el niño y lo colocó sobre la paja, tomó la mano de Ada, puso un dedo en sus labios imponiéndole silencio, la llevó un poco lejos de la choza y observó que su cara tranquila y paciente se desfiguró de pronto angustiada y horrorizada.
—Los niños seguirán durmiendo, no deben ver esto, ¿entiendes?
—le dijo con violencia en un susurro—. No debes dejar salir a ninguno de ellos, ni a Turu. Tú misma te quedarás adentro.
Titubeó, incierto de lo que debía decir, de cuánta parte de sus pensamientos debía revelar, y luego agregó con firmeza:
—Nada te pasará a ti, nada a los niños.
Ella le creyó en seguida, aunque su cara y su ánimo no se hubiesen recobrado del miedo que sentía.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, mirando el cielo fijamente, mientras se retiraba—. ¿Algo muy malo?
—Muy malo —dijo él suavemente—. Creo que algo muy malo. Pero no para ti ni para los pequeños. Permaneced en la choza. Cuida que la estera lo oculte todo. Tengo que ir al pueblo, hablar a la gente. Entra, Ada.
La empujó por la entrada de la choza, estiró cuidadosamente la estera, estuvo mirando unos segundos más la lluvia constante de estrellas, luego bajó la cabeza, suspiró una vez más con el corazón oprimido y luego se alejó de prisa por el pueblo, por la noche, hacia la cabaña de la gran abuela.
Allí estaba reunida ya la mitad de la gente, con rumor apagado, en la vacilación entre el terror y la desesperación suscitada por la angustia, y a medias reprimida por respeto a la anciana. Había mujeres y hombres que se entregaban a la sensación de horror y ruina inminente con una suerte de furia y de gozo, que estaban rígidos como hechizados y se movían sin poder dominar sus miembros; una mujer tenía espuma en los labios, bailaba para sí misma una danza desesperada y al mismo tiempo obscena y, bailando, se arrancaba los largos cabellos a mechones. Knecht comprendió: la locura se había desatado, todos estaban como perdidos por una borrachera, embrujados por la caída de las estrellas, enloquecidos. Sería tal vez una orgía de demencia, furia y placer de autodestrucción. Era urgente reunir a los pocos valientes y reflexivos y darles ánimo. La viejísima gran abuela estaba tranquila; creía que había llegado el fin de todas las cosas, pero no se defendía siquiera y mostraba al destino una cara adusta, firme, burlona casi en sus agrias muecas. La convenció para que lo escuchara. Trató de explicarle que las viejas estrellas, las de siempre, seguían estando en su lugar, pero ella no podía admitirlo, ya porque sus ojos no tenían más la fuerza necesaria para verlas, ya porque su idea de las estrellas y su propia relación con ellas eran cosa demasiado diferente de las del hacedor de la lluvia, para que ambos pudieran entenderse. Meneó la cabeza y conservó su valerosa mueca, y cuando Knecht la conjuró a no abandonar a su gente a sí misma y a los demonios, en su embriaguez de angustia, ella estuvo completamente conforme. Alrededor de ella y del hacedor del tiempo se formó un pequeño grupo de hombres ansiosos pero no enloquecidos, prontos a dejarse guiar.
Todavía en el instante de su llegada, Knecht esperó poder dominar el pánico con su ejemplo, la razón, la palabra, la explicación y la persuasión. Pero ya el breve coloquio con la gran abuela le demostró que era demasiado tarde. Creyó que podía hacer compartir a los demás su propia vivencia, ofrecérsela en regalo y trasladarla a ellos; creyó que con su arte de persuasión ellos comprenderían que no caían las estrellas, por lo menos no todas, y que no se las llevaba esa tempestad universal; creyó que pasando del miedo desamparado y del asombro a la observación activa, resistirían su estremecimiento. Pero vio muy pronto que en todo el pueblo había muy pocos individuos accesibles a esa influencia y que mientras se los ganaba a la calma, los demás estarían totalmente enloquecidos. No, en este caso, como otras veces, nada se lograría con la razón y las palabras de la sabiduría. Si era imposible disipar la mortal angustia venciéndola con la razón, era dable, sin embargo, guiarla, organizaría, darle forma y rostro y hacer del desesperado desorden de los dementes una firme unidad, de las voces individuales indomeñables y salvajes, un coro. Knecht puso en seguida manos a la obra, en seguida halló los medios. Se adelantó hacia la gente, gritó las conocidas palabras del rezo con que se iniciaban los públicos ejercicios de piedad y expiación, el llanto por una gran abuela o la fiesta de sacrificio y penitencia en caso de peligros públicos, como la peste y la inundación. Gritó las palabras en compás y reforzó ese compás golpeando las manos, y a ese ritmo, aullando y palmoteando, se inclinó casi hasta el suelo, volvió a levantarse, siguió inclinándose y levantándose, y ya diez y veinte le acompañaron en esos movimientos, mientras la anciana madre del pueblo permanecía erguida, murmurando rítmicamente y dando la señal de los ademanes del rito con leves inclinaciones. Todos aquellos que acudían desde las chozas se encuadraban en seguida en el compás y el espíritu de la ceremonia; los pocos posesos cayeron pronto al suelo agotados y se quedaron inmóviles o fueron dominados y arrastrados por el murmullo del coro y el ritmo de las reverencias del acto religioso. El procedimiento no falló. En lugar de una horda de locos desesperados estaba allí un pueblo de devotos prontos al sacrificio y a la expiación, en quienes eso calmaba y robustecía el corazón, para aplacar su miedo a la muerte y su horror, en un coro ordenado de todos, en un ritmo, en una ceremonia de conjuro, en lugar de encerrar ese horror en sí mismos o expresarlo individualmente en rugidos. Muchas fuerzas ocultan actúan en esos ejercicios; su mayor confortación estriba en la uniformidad que redobla el sentimiento de comunidad, y su medicina más segura son la medida, el orden, el ritmo, la música.
Mientras todo el cielo de la noche se cubría aún con el abundoso caer de esas chispas estelares como por una catarata silenciosa de gotas de luz, que siguió dos largas horas más dilapidando sus grandes rezumos de fuego rojizo, el horror del pueblo se convirtió en rendida devoción, en invocación y sentimiento expiatorio, y a los cielos caídos fuera de su orden se opuso la angustia y la debilidad de los hombres como orden y armonía de un culto. Antes aún que la lluvia de estrellas comenzara a cansarse y a fluir menos densa, el milagro estaba realizado e irradiaba salud espiritual, y cuando el cielo pareció lentamente tranquilizarse y sanar, todos esos penitentes casi agotados por el cansancio tuvieron la redentora sensación de haber calmado con su ejercicio a las potencias y devuelto la normalidad al cielo.
La noche de terror no fue olvidada; se habló de ella durante todo el otoño y el invierno, pero pronto ya no se hizo murmurando y conjurando, sino en tono ordinario y con la satisfacción que subsiste después de una desgracia superada valerosamente, de un peligro vencido con buen resultado. Cada uno gozó en dar detalles, cada uno había sido sorprendido a su manera por lo increíble, cada uno quería haber sido el primero en descubrirlo; se atrevieron a reírse de algunos más temerosos y asustados, y por mucho tiempo perduró en el pueblo cierta excitación. ¡Algo se había vivido, algo grande había ocurrido y pasado!
En este estado de ánimo y en el lento olvido del gran acontecimiento, Knecht no tuvo parte. Para él, ese fatal fenómeno fue una advertencia inolvidable, una espuela nunca eliminada; para él no quedaba ni borrado ni desviado aquello por el hecho de que cesara y hubiera sido aplacado con la procesión, el rezo y los ejercicios expiatorios. Cuanto más tiempo pasó, tanta mayor importancia fue cobrando para él, porque le fue buscando el sentido y se dedicó a él totalmente, cavilando e interpretando. Para Knecht ya el acontecimiento en sí, el maravilloso espectáculo de la naturaleza, fue un problema difícil e infinitamente grande con muchas perspectivas; quien lo hubiera visto, podía muy bien meditar sobre él toda la vida. Una sola persona en el pueblo hubiera observado la lluvia de estrellas con las mismas disposiciones y ojos idénticos, su propio hijo y discípulo Turu; solamente las confirmaciones o las correcciones de este único testigo hubieran tenido valor para Knecht. Pero él había dejado dormir a su hijo y cuanto más reflexionaba al respecto, preguntándose por qué en realidad había procedido así, por qué había renunciado en tan inefable sucedido al único testigo y observador serio, Unto más se robustecía en él la opinión de que había obrado bien y correctamente y obedecido a una sabia intuición. Quiso proteger a los suyos de esa visión, también a su aprendiz y colega, y a éste sobre todo, porque a nadie quería tanto como a Turu. Por eso le había ocultado y escamoteado la caída de las estrellas, porque además creía en los buenos espíritus del sueño, sobre todo en los de los jóvenes, y además, si la memoria no lo engañaba, en ese instante, en realidad, en seguida después del comienzo del fenómeno celeste, había pensando menos en un inmediato peligro de vida para todos que en una señal profética y una desgracia anunciada para el futuro, y precisamente en algo que a nadie se referiría más que a él, el hacedor del tiempo. Algo estaba adurando, un peligro y una amenaza de aquella esfera con la que se vinculaba su cargo, y le atañía a él, ante todo y expresamente, cualquiera fuese su forma. Oponerse a ese peligro despierto y decidido, prepararse para, el mismo en el alma, aceptarlo, pero sin empequeñecerse ni perder la dignidad: tal fue la admonición y la resolución que él dedujo del gran signo premonitorio. Este futuro destino exigía un hombre maduro y valiente, por eso no hubiera sido conveniente, incluir al hijo, tenerlo como compañero de sufrimiento o aun sólo de conocimiento, porque, aunque le apreciaba tanto, no sabía a ciencia cierta si un hombre joven y no fogueado tendría fuerza para ello.
Su hijo Turu, naturalmente, no estaba nada satisfecho por haber perdido el gran espectáculo y dormido tranquilamente. De cualquier manera que se lo interpretara, fue en todo caso algo grande, y tal va nunca ya ocurriría algo parecido en toda su vida; se le habían escapado una vivencia y un milagro universal; por mucho tiempo, pues, estuvo enfurruñado con el padre. Luego, el murmullo de la queja te perdió, porque el anciano le compensó con más delicadas atenciones y lo empleó cada vez más en todas las funciones de su cargo y, visiblemente, en previsión de lo futuro, trató con más esfuerzo de educar plenamente a Turu como el sucesor más perfecto posible, el mejor iniciado. Aunque le habló muy rara vez acerca de aquella lluvia de estrellas, cada vez con menos reserva lo inició en sus secretos, sus prácticas, su saber y su indagar, y aun se hizo acompañar por él en salidas, intentos e investigaciones de la naturaleza, que hasta entonces no había compartido con nadie.
Vino y pasó el invierno, un invierno húmedo y casi suave. No cayeron más estrellas, no sucedieron cosas grandes o insólitas; el villorrio estaba tranquilo, los cazadores salían puntualmente de caza; en las varas encima de las chozas chacoloteaban en todas parte al soplo del cierzo helado los haces de pieles colgadas, endurecidas por el frío; en largas sendas alisadas se traía por la nieve la leña del bosque. Justamente durante un breve período de heladas murió una anciana en el pueblo y no se pudo sepultarla en seguida; por muchos días, hasta que la tierra estuvo más blanda, el cadáver helado quedó, acurrucado cerca de la puerta de la choza.
La primavera confirmó en seguida las malas previsiones del hacedor de la lluvia. Fue una primavera verdaderamente mala, traicionada por la luna, sin celos ni savia, desabrida; la luna estuvo siempre atrasada, nunca coincidieron los distintos signos que se necesitaban para fijar el día de la siembra; las flores silvestres florecieron pobremente, en las ramas colgaron muertas las yemas apenas abiertas. Knecht estaba muy preocupado, sin dejarlo entrever; sólo Ada y, especialmente, Turu vieron cómo se roía. No sólo realizó los conjuros usuales, sino que hizo también sacrificios privados, personales; coció para los demonios papillas e infusiones olorosas y gustosas, se acortó la barba y quemó los pelos en una noche de luna nueva junto con resina y corteza húmeda, provocando un humo denso. Hasta que pudo, evitó las ceremonias públicas, los sacrificios colectivos, las rogativas, los coros de tamboriles; hasta que pudo, dejó que el mal tiempo de esta mala primavera fuera asunto suyo, privado. De todos modos, cuando el plazo habitual de la siembra resultó notablemente excedido, tuvo que informar a la gran abuela; cosa curiosa, también en este caso chocó con la desdicha y la contrariedad. La anciana madre del pueblo, buena amiga de él y maternalmente dispuesta siempre para Knecht, no lo recibió; estaba indispuesta, estaba en cama y había traspasado todas sus obligaciones y preocupaciones a su hermana, y esta hermana trataba al hacedor de la lluvia muy fríamente, no tenía el carácter justo y severo de la mayor, se inclinaba a las distracciones y diversiones, y esta tendencia la había cultivado en ella el tambor mayor, el haragán Maro, que sabía prepararle horas agradables y adularla. Y Maro era enemigo de Knecht. Ya en la primera entrevista, el hacedor del tiempo sintió la frialdad y la antipatía, aunque no se le contradijera una sola palabra. Sus explicaciones y sus proyectos, de esperar, por ejemplo, todavía para la siembra y realizar eventuales sacrificios y recursos, fueron aprobados y aceptados, pero la anciana lo recibo y trató fríamente, como a un subordinado, y rechazó también su deseo de ver a la enferma y de prepararle una medicina. Entristecido, como si se hubiera vuelto más pobre, con desabrido gusto en la boca, regresó de esta conversación y durante quince días se esforzó en crear a su manera un tiempo que permitiese la siembra. Pero el tiempo, a menudo tan acorde con las corrientes de su interior, se portó tercamente despectivo y adverso, no sirvieron los sacrificios ni los hechizos. Y el hacedor de la lluvia tuvo que acudir por segunda vez a la hermana de la gran abuela; esta segunda visita fue ya como un pedido de paciencia, de aplazamiento; y notó en seguida que ella debió haber hablado de él y del asunto con Maro, el gracioso, porque al hablarse de la necesidad de fijar el día de la siembra o de ordenar rogativas públicas, la anciana se hizo demasiado la sabihonda y empleó algunas expresiones que sólo podía haber aprendido de Maro, el ex aprendiz del hacedor del tiempo. Knecht pidió todavía tres días para sí, volvió a calcular toda la constelación exacta y favorable y fijó la siembra para el primer día del tercer cuarto de la luna. La anciana aceptó y pronunció la frase ritual para ello; la resolución fue anunciada al pueblo, todos se prepararon para la fiesta de la siembra. Y ahora que por un tiempo todo parecía estar de nuevo en orden, los demonios volvieron a mostrar su hostilidad. Justamente el día antes de la fiesta anhelada y preparada, murió la gran abuela, la fiesta fue prorrogada y en el lugar se anunció y se preparó su entierro. Fue una solemnidad de gran magnitud; detrás de la nueva madre del pueblo sus hermanas e hijas, tenía su lugar el hacedor de la lluvia, con los paramentos de las grandes rogativas y el alto y puntiagudo bonete de piel de zorro, asistido por su hijo Turu que tocaba la matraca de madera dura de dos tonos. Se tributaron muchas honras a la muerta y a su hermana, la nueva madre; Maro, con los tamboriles dirigidos por él, se abrió camino y se adelantó y encontró respeto y aplauso. El pueblo lloró y además se divirtió: gozó del duelo y de la fiesta. Entre redobles de tamboriles y sacrificios, fue para todos un hermoso día, pero la siembra fue postergada una vez más. Knecht estuvo dignamente compuesto, en realidad se sentía muy preocupado. Le pareció que con la gran abuela enterraba también todos los buenos tiempos de su vida.
Pocos días más tarde, por deseo de la nueva gran abuela, se realizó, también con mucha solemnidad, la fiesta de la siembra. La procesión giró jubilosamente alrededor de los campos, la anciana lanzó alegremente los primeros puñados de simiente en los campos colectivos; a ambos lados de ella marchaban sus hermanas, llevando cada una sacos de grano de donde la anciana tomaba la semilla. Knecht respiró ligeramente aliviado, cuando terminó el recorrido.
Pero la simiente sembrada en forma tan solemne no debía dar ni alegría ni cosecha; fue un año desdichado. Recayendo en el invierno y las heladas, el tiempo trajo todas las cosas desagradables y adversas que se podían imaginar en esa primavera y en el verano; cuando cubría los campos una vegetación delgada, flaca y poco levantada del suelo, llegó lo último, lo peor: una sequía sin igual, como nadie recordaba. Semana tras semana el sol calcinó los sembrados con un vaho caliente y blancuzco, los arroyuelos se secaron, del estanque de la aldea no quedó más que un sucio pantano. Paraíso de las libélulas y de un enorme enjambre de mosquitos, en la tierra reseca se abrían las grietas profundas; se podía ver enfermarse el grano y secarse. De vez en cuando se reunían nubes en el cielo, pero no llovía y cuando un día cayó un simulacro de lluvia, le siguió por muchos días un tórrido viento de oriente y a menudo se abatió el rayo en altos árboles, encendiendo rápidamente las cimas casi secas.
—Turu —dijo un día Knecht a su hijo—, esto termina, mal, tenemos a todos los demonios contra nosotros. Comentó con la lluvia de estrellas. Me costará la vida, creo. Escucha; si debo ser sacrificado, ocuparás en el mismo momento mi lugar y ante todo exigirás que mi cuerpo sea quemado y que la ceniza se esparza por los campos. Tendréis un invierno de gran hambruna. Pero luego la desgracia pasará. Deberás cuidar de que nadie toque la semilla de la comunidad, so pena de muerte. El año venidero será mejor y se dirá; “Es bueno que tengamos un nuevo hacedor de la lluvia, uno joven”.
En el pueblo reinaba la desesperación. Maro azuzaba a todo el mundo; a menudo se le gritaban al hacedor del tiempo amenazas y maldiciones. Ada se enfermó y estuvo en cama con vómitos y fiebres. Los ritos, los sacrificios, los largos coros de tamboriles, que estremecían los corazones, nada remediaban. Knecht los dirigía, era tu oficio, pero cuando la gente volvía a dispersarse, se quedaba solo, como un apestado que se evita. Sabía lo que era necesario y no ignoraba que Maro había pedido su sacrificio a la gran abuela. Por su honor y por su hijo dio el último paso: vistió a Turu con los grandes paramentos, lo llevó con él a casa de la gran abuela, lo presentó como su sucesor, y renunció por sí mismo a su cargo, ofreciéndose en sacrificio. Ella lo miró un rato inquisitiva y curiosa, luego hizo una señal con la cabeza y dijo que sí.
El sacrificio se realizó el mismo día. Todo el pueblo se reunió, pero mucha gente yacía en cama por la disentería y también Ada estaba gravemente enferma. Turu, en su traje de ceremonias con el alto gorro de piel de zorro, casi se murió de insolación. Todos los hombres respetables y los dignatarios, que no estaban enfermos, acudieron, la gran abuela con dos hermanas, los ancianos y Maro, el caudillo del coro de tamboriles. Detrás seguía en desorden el pueblo. Nadie insultó al anciano hacedor de la lluvia, todos marchaban silenciosos y cohibidos. Penetraron en la selva y buscaron allí un gran claro circular; el mismo Knecht lo había señalado como lugar de la ejecución. La mayoría de los hombres llevaban consigo sus hachas de piedra, para colaborar en la preparación de la leña para la hoguera. Llegados al claro, colocaron al hacedor de la lluvia en el centro y formaron círculo alrededor de él; más afuera, también en un gran círculo, estaba la multitud. Como todos callaban, indecisos y perplejos, el mismo hacedor de la lluvia tomó la palabra:
—He sido vuestro hacedor de la lluvia —dijo—, cumplí con mi deber durante muchos años tan bien como pude. Ahora, los demonios están contra mi, nada me sale bien. Por eso me ofrecí en sacrificio. Esto reconciliará a los demonios. Mi hijo Turu será vuestro nuevo hacedor del tiempo. Y ahora matadme y, cuando yo esté muerto, obedeced fielmente a lo que prescriba mi hijo. ¡Adiós! ¿Quién me matará? Propongo al tambor mayor Maro; será el hombre adecuado para ello.
Calló y nadie se movió. Turu, sombríamente enrojecido debajo del pesado gorro de piel, miró apenado alrededor de él; la boca del padre se contrajo sarcásticamente. Finalmente, la gran abuela golpeó furiosa el pie en el suelo, hizo una seña a Maro y le gritó:
—¡Adelante, pues! ¡Toma el hacha y mátalo!
Maro, con el hacha en la mano se colocó delante de su ex maestro, lo odiaba ahora más que nunca; la mueca de ironía en aquella vieja boca silenciosa le hacía amargamente daño. Levantó el hacha, la revoleó sobre su cabeza, la mantuvo alta tomando puntería, fijó su mirada en el rostro de la víctima, aguardando a que cerrara los ojos. Pero Knecht no hizo eso, mantuvo los ojos constantemente abiertos y miró al hombre del hacha casi sin expresión, pero lo que podía leerse en su cara fluctuaba entre la compasión y la burla.
Furioso, Maro tiró el hacha.
—Yo no lo hago —murmuró. Se unió al grupo de los dignatarios y se perdió entre la muchedumbre.
La gran abuela estaba pálida de rabia, tanto por el cobarde e inservible Maro como por el altanero hacedor de la lluvia. Hizo seña a uno de los ancianos, un hombre respetable y tranquilo, apoyado en su hacha, que parecía avergonzado por la desagradable escena. Éste se adelantó, hizo con la cabeza una señal breve y amiga a la víctima; se conocían desde niños. Ahora, la víctima cerró voluntariamente los ojos, los apretó y bajó un poco la cabeza. El anciano lo golpeó con el hacha y Knecht cayó. Turu, el nuevo hacedor de la lluvia no pudo decir una palabra, sólo con ademanes ordenó lo necesario, y muy pronto estuvo lista la hoguera con el cadáver acostado encima. La primera función oficial de Turu fue el rito solemne de encender la hoguera frotando dos maderos consagrados ...


Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943


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