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19 de noviembre de 2018

Digo los oficios, Antonio Esteban Agüero


Digo los oficios



COMPATRIOTAS, dejadme que celebre,

con emoción de corazón fraterno,

los oficios del hombre que trabaja

bajo la luz de mi país pequeño,

mientras pulso guitarras interiores

y la calandria se remonta al cielo.



Y así digo el sabor de la amargura

de quien labora bajo un pozo negro

en las minas del Morro o Carolina

perforando tinieblas de roquedos

más allá de la estrella de carburo

que conduce a la ruta del tungsteno;

y saludo al Obrero que cosecha

sobre el duro blancor del Bebedero

esa Sal que le muerde la mirada

y le quema la sangre de los dedos;

y también a las tímidas muchachas

porque majan el trigo en el mortero

para el hambre del Padre que regresa

transfigurado de sudor labriego;

y a Santiago Vidal, que en Candelaria

hace prodigios cuando soba el cuero,

y fabrica rendajes y peguales,

fustas de gala, sólidos taleros

y los lazos que vuelcan al novillo

cuando el novillo es un impulso fiero;

y a don Claro Baigorria, que en Uspara

bebió la leche varonil del cerro

y en las noches de luna se dedica

a la caza de pumas con el perro,

el seguro puñal y su coraje

quemando siempre corazón adentro;

y saludo a las diestras Peladoras

que en los últimos días de febrero

inauguran la fiesta de las frutas,

bajo las huertas de Luján o Merlo;

y a los Peones que siegan alfalfares,

y los enfardan en un cubo prieto,

o levantan en parvas donde es lindo

yacer mirando anochecer el cielo,

mientras fluye el Conlara y se bifurca

sobre la red municipal del riego;

y saludo en el sol de La Totora

la fatiga de los Picapedreros

que persiguen al pan por el granito

más allá de martillos y barrenos;

y al anciano que vive en La Barranca

y cuyo nombre es Cayetano Cuello,

porque un día en la luna de la infancia,

cuando yo fui como arbolito tierno,

fabricóme dos mínimas ojotas

para soltura de mi andar pequeño;

y las manos de Sosa, que, inclinado,

corta adobones en el barro espeso,

mesturado de paja y de boñiga

como lo manda el ancestral Hornero;

y también a la mágica Dulcera,

ruborizada de salud y fuego,

que en la paila de cobre se retrata

sobre el almíbar de su dulce nuevo;

y saludo al jinete solitario,

que decimos algunos Remesero,

cuando lleva vacunos y lanares

entre jornadas de ventoso invierno;

y al colono de Fraga cuando siembra

en la chacrita de la cual no es dueño

la simiente que rueda por el surco,

pero también sobre su propio pecho;

y saludo a la anciana que en la pampa

biennombrada también del Tamboreo

porque tañe y percute en el galope

con el sonido de profundo trueno,

modelaba los cántaros de greda

para el arrope de chañar moreno;

y al oficio del Niño que en el asno

como él humilde, juguetón y bueno

se detiene en la puerta de los pobres

con la ganchada de espinillo seco;

y saludo a los peones que conozco

en la memoria de Jesús Robledo,

que en otoño partía a la cosecha

bajo la lona de un vagón carguero,

y una tarde quedó por la llanura,

junto a maizales de Venado Tuerto,

enraizado también como semilla

de cardo santo u ondulado trébol;

y al indio que teje en Guanacache

donde vivió la Chapanay un tiempo-

canastillos de junco y la piragua

de remar y cazar en los esteros;

y saludo a la anciana de El Talita.

siempre vestida de percales negros,

porque tiene el oficio humanitario

de probar en el agua del espejo

la mirada sin ver, la dura cera

y el detenido corazón del muerto;

y saludo en la luna de Tilquicho

la vigília de oscuros Carboneros

cuando velan el horno que atesora

llama dormida en los carbones negros;

y en el verde sabor de la tisana

justifico la ciencia del Yuyero,

que promete una cura de fragancia

para los males del hermoso cuerpo;

y el oficio de Vega, que en un carro,

protegido de lonas o de cueros,

almacena cosechas del otoño,

desde la miel hasta los higos secos,

y quesillos, y rubios orejones,

y los pelones de dulzor trigueño,

y el patay en menudos panecitos,

y manojos de tónico mastuerzo,

para luego vender por los caminos

más allá de Mercedes y Paunero;

y también al descalzo Pastorcito

que en la quebrada donde mora el trueno

y las nubes se tocan con la mano

apacienta rebaños cuyo dueño

vive en el valle, protegido y gordo,

con buena cama y confortable techo;

y saludo en el Bayo que me lleva

por los veranos a galope lento

esa mágica ciencia de la doma;

que dominaba don Gregorio Oviedo;

y el oficio de Heredia, que una tarde,

en el lugar donde sembró Sarmiento

el primer alfabeto me mostraba,

como flores nacidas en sus dedos,

la caja y la luz de las guitarras

que fabricaba con exacto esmero;

y en el sur de caldenes y lagunas,

la progenie del indio Quichusdeo,

mientras lava pezuñas de los toros

bajo la fusta de un inglés enfermo;

y el oficio por todos estimado,

sagrado oficio de Faustina Argüello,

que conduce por venas femeninas

niños a ser perennidad de pueblo;

y saludo en los puños de Quiroga

la batalla sin mapas del Hachero

cuando lucha en el monte, y en el monte

deja su fuerza de varón entero

convertida en quebracho moribundo

o en algarrobo para siempre yerto

(y en el vino del sábado protesta

por la dureza de su sino negro);

y saludo la fuerza de Santana

porque domina virilmente al hierro

en la llanta del carro, el hacha rota.

las hoces viejas para el trigo nuevo,

el arado rural y la herradura

que hace del trote tamboril legüero

y, allá por Alfalan y Las Meladas,

al muchacho que oficia de Boyero

y galopa llevando la tropilla

hasta la aguada donde grita el tero;

y a don Juan Báez saludo y rememoro,

y con él su destino de Platero,

en el mate de plata y la bombilla

donde concordia solidaria bebo;

y saludo a las núbiles muchachas

de cutis mate y relumbroso pelo,

cuando viajan en tren a las Ciudades,

que dominan las Vacas y el Dinero,

a vender juventud por servidumbre

a señoronas de pulidos dedos;

y en la mesa que a todos nos reúne,

a la orilla del pan y del puchero,

yo saludo la sombra campesina

de nativos y honrados Carpinteros;

Mauricio Barreda, Juan Orozco,

Pablo Aguilera, Sebastián Moreno,

Dolores Luna, Sinibaldo Funes,

Crisanto Núñez, Juan Daniel Romero;

y saludo en la paz de La Botija,

donde parece remansarse el tiempo,

al patay que se tuesta en la ramada

bajo los ojos de Josefa Liendo;

y en la Zamba que sube por el río

musical y natal del Chorrillero

yo bendigo la voz de la Guitarra

sobre el regazo de los Guitarreros;

y en el cofre tallado cuya tapa

dice el Escudo de los cuatro cerros

con el sol y los tímidos venados

nombro el oficio de José Rosello;

y saludo en el poncho que me cubre

las manos suyas, doña Lola Agüero,

sarmentosas de reuma, pero leves

como lana de nube o de borrego,

que giraban el huso, y en el patio,

bajo los talas con su flor de cielo,

coordinaban los lizos y la trama

en los palos del telar doméstico.



Y también este oficio que me vino

por arterias de música y de sueño

y me ha dado la dicha de sentirme

boca del Hombre y corazón del Pueblo.





Antonio Esteban Agüero

16 de noviembre de 2018

Las lágrimas vuelan con el viento, José Luis Colombini





Las lágrimas vuelan con el viento
entre remolinos de sal.
En medio del sendero
me aturdo en la nostalgia,
me ciego en mi locura.
Los sonidos son mantras 
que avivan mi interior.
Hay un sol que incendia el cielo
en la sierra sangre.
Los árboles yacen aturdidos
por el calor y la lluvia que no llega.
Una alfombra de verde
muerde mis pies,
descalzo voy en busca del llamado,
a tientas voy para parirme 
en el roce dulce de la muerte.

José Luis Colombini

15 de noviembre de 2018

Jose Luis Colombini leyendo El tacto de los sueños de Ricardo Rubio, Plaza Mojada de Baldomero Fernández Moreno, Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini




Jose Luis Colombini leyendo El tacto de los sueños de Ricardo Rubio, Plaza Mojada de Baldomero Fernández Moreno, Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini 

Café Literario del Jueves 9 de Febrero de 2012, en Quo Vadis Café, Sarmiento 341 (Al lado de Tribunales), Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El Tacto 



El tacto de los sueños





Es una mirada en la que palpita el vértigo
y recobra fuerzas el uno.
Es pronta y repentina luz
como una bestia fibrando la sombra.
Es una mirada en la que está la voz,
los dedos y la distancia,
es una última caricia
por la que el corazón respira
con remilgada sensatez de estatua,
astuto sino del deseo.
Ah, si mi palabra acertara un monosílabo.
Si un verbo, repitiendo noches,
brotara unísono y no volviera del sueño.

Con la atónita respiración de la quietud
el tacto sucumbe en cada una
de las negras cinturas de la noche.
Hierve la insensatez, arde la nada:
cruel sueño para soñar.



Ricardo Rubio de Simulación de la rosa Editorial La luna que (1998)









Plaza Mojada





Como ha llovido oh plaza! todo el día,
no eres más que un rincón abandonado.
Se trenzan en arroyos los caminos,
puja bajo la arena el sucio barro,
la lepra que corroe las estatuas
parece que ha crecido y se ha esponjado,
y tú, siempre inclinada de parejas,
murmuras una ausencia en cada banco.
Del refugio del guarda, receloso,
sale un pobre gatito todo tacto.
Sombra, humedad, silencio, soledad,
y un tumido airecillo de pecado.
Alrededor un despegar de llantas
y farolillos verdes y encarnados:
mariposas fugaces en la niebla
o peces de color en el asfalto.
Y focos, sucedáneos de la luna,
y ventanas de luz en los palacios,
el te en espiras, circular el beso,
tal vez la fiesta y el dolor ahogado.
Y yo como un fantasma por la plaza,
de impermeable y de sombrero blando.

Baldomero Fernández Moreno









Conejos en la nieve



Alguien se pasea sin paraguas bajo la lluvia. ¿Para apagar
la locura que lo sigue como una sombra en llamas? ¿Para
gozar como nadie, en ese instante, el cielo sobre su cabeza
¿O para tocar la lluvia con todo el cuerpo y ahogarse en su
perfume?

Instantáneamente después de haberse amado, un hombre y una
mujer quedan en silencio. ¿Angustiados al intuir que allí
algo se ha roto para siempre? ¿Temerosos de presentir que
es la muerte quien ordena esos pequeños cataclismos? ¿O felices
de escuchar el eco de los gemidos que aún perduran en la
penumbra?

Un padre y su pequeño hijo van por la calle tomados de la
mano. ¿Quién elige el camino, quién el regreso? ¿Quién esa
noche soñará que llevó de la mano al otro? ¿Y quién, al
despertar, sabrá que él es el camino?

Un gorrión –ave deslucida salta obsesivo de un árbol a
otro y a otro. ¿Qué busca? ¿El espíritu del bosque? ¿La
razón de su inquietud? ¿O escapar de los abismos del aire?

El otoño ensombrece a los árboles y se lleva al olvido la
luz de las hojas. ¿Qué quiere demostrar? ¿Qué es el secuaz
de la tristeza? ¿Qué es la tristeza misma engastada en el
tiempo? ¿O que es el alimento irresistible de los exiliados
del mundo?

Quien a menudo se interroga en el espejo, ¿qué espera?
¿Una respuesta que lo haría añicos? ¿Multiplicarse para
repartir las penas? ¿O llegar al fondo de su maltratado
corazón?

La nostalgia, antigua dama que sólo sabe dar opacidad al
ojo y palpitación a la voz, apoya la cabeza en el hombro
de una nueva víctima. ¿Qué hacer entonces? ¿Cortarle los
cabellos llorosos y arrojarlos al fuego? ¿Morderle los labios
hasta apagarle los suspiros? ¿O seguirla, enternecido,
hasta su alcoba de niebla?

Cumplida su faena un estafador llora repentinamente
sobre un crucifijo. ¿Qué pretende? ¿Lavar de sombra el
aire? ¿Humanizar el rito hasta hacerlo arte o leyenda?
¿O creer que es posible la ilusión sin término?

Los que regresan al barrio después de haber vagado por los
mundos de este mundo, ¿adónde regresan realmente?
¿A esa mujer en cuyos ojos se adivina un corazón helado?
¿Al patio del tiempo inmutable en que el sol deliraba?
¿O al infierno del que huyeron, para que alma y últimos
días dejen de tiritar?

Un poeta escribió cierta vez que una mujer tenía en la voz
la flor de una pena. ¿Dónde encontrar esa flor? ¿En los
pantanos que el alcohol refleja en los vasos sin fondo?
¿En la memoria de algún colibrí que libó de esa flor hasta
dejarla sin luz? ¿O en alguien que soñó con los jardines
del paraíso y, puesto a morir, se hizo tatuar esa flor
en el consuelo del pecho, para iluminar el ataúd?

Interminablemente los perros aúllan a la luna. ¿Es acaso
un homenaje a sus ancestros, los tenores olvidados? ¿Es el
aullido un arpón y la luna el linde oscuro de la ballena
de Ahab? ¿O simplemente es un lamento que imita la voz
de la vida?

¿Y si de pronto al doblar una esquina o mirar al fondo de un
aljibe, como un sobresalto o un estallido, aparece la
Belleza? No importa si en forma de revelado amor, de cielo
en un prado nunca visto o de pájaro posado sobre una rama
invisible. Importa que es ella, desnuda en toda su luz,
invasora como el diluvio, real como la sangre de la historia.
¿Qué hacer entonces? ¿Cerrar los ojos y ordenar a la lengua
el olvido del grito para no enloquecer? ¿Arrodillarse
como el sediento ante el último espejismo? ¿O seguir
de largo, imperturbable o con cierto vaivén de
soberbia en los pasos, dado que la Belleza es sólo
un reino fugaz?

Ahora bien: ¿qué miro yo tan fijamente en la llanura blanca
cuando quiero escribir y el poema se niega? ¿Conejos
en la nieve?



Eugenio Mandrini

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