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13 de febrero de 2018

El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz


El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz

1
Nací y crecí en una casa muy respetable. ¡Oh, amada infancia, con cuánta emoción te recuerdo! Veo a mi padre: un hombre fascinante, orgulloso, un rostro cuya mirada, rasgos y cabellos grises personificaban una estirpe perfecta y noble. Veo a mi madre: vestida siempre de negro, con unos pendientes antiguos como único adorno. Me veo a mí mismo: un muchachito serio y pensativo. ¡Ay, qué ganas de llorar ante tantas esperanzas nunca satisfechas! Había en nuestra vida familiar un solo punto oscuro, y era el hecho de que mi padre odiara a mi madre. O mejor dicho —me he expresado mal—, no es que la odiara, sino más bien que no la soportaba, y siempre me resultó difícil explicarme tal situación. Sin embargo, ése fue el comienzo del enigma que en la edad madura me condujo a la catástrofe interior. En efecto, ¿en qué me he convertido? En un
inútil, o, para decirlo explícitamente, en un desastre moral. Por ejemplo, me comporto de la siguiente manera: mientras beso la mano de una dama babeo de tal manera que me veo obligado a sacar el pañuelo y secar la saliva, murmurando un imperceptible
«perdón».
Muy pronto pude advertir que mi padre evitaba como la peste todo contacto con mi madre. Evitaba mirarla, y llegaba al extremo de mirar hacia otro lado o contemplarse las uñas cuando hablaba con ella. ¡Nada tan triste como los ojos bajos de mi padre!
A veces la miraba a hurtadillas con expresión de infinito disgusto. No lograba comprenderlo, pues yo, en cambio, no experimentaba ninguna aversión hacia mi madre. Es más, a pesar de que hubiese engordado enormemente, al grado de tropezar con todas
las cosas, me gustaba que me arrullara, apoyando la cabeza sobre sus rodillas. Pero, ¿cómo entonces explicar mi existencia? ¿Cómo, pues, había yo venido al mundo? Probablemente había sido concebido bajo una especie de coacción, con los dientes
cerrados, violentando los instintos. Dicho de otra manera, supongo que mi padre debió de luchar durante algún tiempo en nombre del deber conyugal contra su disgusto (de nada se vanagloriaba tanto como de su honor varonil) y que un bebé, yo, fue el fruto de ese heroísmo.
Después de ese esfuerzo sobrehumano, y casi seguramente único, su repugnancia se manifestó con fuerza explosiva. Un día sorprendí sus palabras cuando le gritaba a mi madre, retorciéndose los dedos con gestos desesperados:
—Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. ¿Te das acaso cuenta de lo que significa una mujer calva? ¿Lo que significa para mí? La calvicie de una mujer... una mujer con peluca... no, lo que es yo no lo soporto.
Después, tranquilizándose, añadía con voz sosegada, cargada de sufrimiento:
—Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuan horrible es tu aspecto. Por otra parte, la pérdida del pelo no es sino un detalle, igual que la nariz. Puede haber detalles repelentes aun entre los arios, pero tú, tú eres enteramente horrible, eres la personificación misma de lo horrible... Si por lo menos hubiera un punto en tu cuerpo que careciera de rasgos
horripilantes, tendría yo al menos un punto de partida, una base, y créeme, te lo juro, hubiera podido concentrar en él todos los sentimientos que prometí ante el altar. ¡Dios mío!
Todo aquello me resultaba incomprensible. ¿Por qué debía considerarse peor la calvicie de mi madre que la de mi padre? Además, sus dientes eran mucho mejores; había entre ellos un canino con una obturación de oro. ¿Y por qué mi madre no sentía repugnancia hacia él y le gustaba acariciarle (en presencia de invitados, pues eran las únicas ocasiones en que él no se rebelaba)? Mi madre era una mujer majestuosa. Aún puedo verla presidir un gran banquete o una venta de beneficencia, o rodeada de la servidumbre en su capilla privada mientras rezaba las oraciones nocturnas.
Nadie tan religioso como mi madre. No se trataba de fervor, sino de furor, una furia de ayunos, plegarias y acciones piadosas. A determinada hora todos nos presentábamos con puntualidad en la capilla, llena de crespones luctuosos, yo, el mayordomo, el cocinero, la camarera y el portero. Después de las oraciones comenzaban los sermones.
«¡El pecado! ¡La vergüenza!», vociferaba mi madre con violencia, mientras su doble papada oscilaba y temblaba como la yema de un huevo. ¿Acaso no me expreso con el debido respeto por aquellas sombras queridas? Ha sido la vida la que me enseñó ese lenguaje, el lenguaje del misterio..., pero no debemos anticiparnos...
A veces mi madre nos convocaba a horas insólitas, a mí, al cocinero, al mayordomo, al portero y a la camarera.
—¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al diablo!
A veces, dirigidos por ella, cantábamos las letanías a eso de las cuatro o las cinco de la mañana, hasta que finalmente, vestido de frac o de smoking, parecía mi padre con una expresión de supremo disgusto en la cara.
—¡De rodillas! —estallaba con tono amenazador mi madre, acercándose a él a tropezones y mostrándole con el brazo extendido un crucifijo.
—¡Basta! —respondía él—, ¡todos a la cama!
Era la orden de un gran señor.
—La servidumbre es mía —respondía entonces mi madre, y él salía apresuradamente, acompañado de las lamentaciones suplicantes que entonábamos ante el altar.
¿Qué significaba todo aquello, y por qué mi madre hablaba de sus «malvadas acciones»? ¿Por qué a mi madre le producían horror las acciones de mi padre en tanto que a él lo que le producía horror era ella? La inocencia de mi espíritu infantil se perdía
en esos misterios.
—¡El muy vicioso! —exclamaba mi madre—. Recordad que no es posible tolerar lo que aquí está ocurriendo. Aquél que no grite a la vista del pecado ¡que se ate al cuello una piedra de molino! Nunca se podrá sentir demasiado horror, desprecio y odio ante sus vicios. ¡El juró y ahora... ahora me desprecia! ¡Juró que no iba a despreciarme! ¡Al infierno! ¡Le doy asco, pero él me produce más asco todavía! ¡Llegará el día del juicio! ¡Entonces podrá verse cuál de nosotros es mejor!... ¡El alma! ¡El alma no tiene nariz ni pierde el cabello!... Es la fe ardiente la que abre las puertas del Paraíso. Llegará el día en que tu padre, retorciéndose por los tormentos, me suplicará a mí, que estaré sentada a la
diestra de Jeovah, quiero decir a la diestra de Dios Padre, me suplicará que mueva un dedo para ayudarlo. Veremos si entonces le daré asco.
También mi padre era un hombre piadoso y frecuentaba regularmente la iglesia, aunque nunca ponía los pies en nuestra capilla privada. Lo recuerdo, impecablemente vestido, decir con aquel guiño que le era característico:
—Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente a disgusto. No te niego el derecho a la religión; por el contrario, desde el punto de vista religioso, una conversa es algo hermoso, pero, ¿qué quieres?, se trata de esfuerzos perdidos, la naturaleza es inflexible. Recuerda el refrán: «Dios perdonará, los hombres olvidarán, pero la nariz quedará».
Yo entre tanto crecía. De cuando en cuando mi padre me sentaba en sus rodillas y observaba detenidamente mis rasgos.
—Hasta el momento la nariz es como la mía, a Dios gracias. Pero sus ojos, y sus orejas... ¡pobre niño! (y aquí sus nobles rasgos se crispaban de dolor). Sufrirá terriblemente cuando sea consciente de ello, y no me extrañaría que se produjera en él una especie de «progrom interior».
¿De qué conciencia hablaba y a qué progrom aludía? Además, ¿de qué color tenía que ser un ratón nacido de un macho negro y una hembra blanca? ¿Tenía por fuerza que nacer manchado? O tal vez, cuando los colores contrastantes son de igual intensidad, debería nacer un ratón incoloro... Pero veo que, por impaciente, me anticipo a los acontecimientos.

2

Fui un buen alumno: aplicado y puntual, pero nunca gocé de la simpatía de los demás. Recuerdo la primera vez que me presenté ante el director: llegué lleno de entusiasmo, de buena voluntad, con el fervor que me era natural. El director me tomó amablemente de la barbilla. Pensaba yo que cuanto mejor me portara mayor sería el respeto de que gozaría entre los compañeros y los profesores. Pero mis buenas intenciones se estrellaban contra el muro de un invencible misterio. ¿Qué misterio? Yo no lo sabía, ni siquiera ahora lo sé por completo, yo me sentía sencillamente rodeado de un misterio hostil, aunque fascinante e impenetrable. ¿Os acordáis de aquella deliciosa y enigmática tonada?:

Uno, dos y tres, dos pan pan
no hay judío que no sea un can.
Los polacos en cambio son águilas de oro,
Uno dos y tres, ahora le toca al loro.

Cantábamos aquella estrofa a la hora del recreo. Sentía la fascinación de aquellas palabras y me encantaba declamarlas, pero no lograba explicarme el porqué de esa fascinación. Lo único que comprendía era que debía apartarme, limitándome a contemplar a los otros chicos cuando jugaban. Trataba de hacerme agradable con mis buenas maneras y con mi aplicación en el estudio, pero tanto mis buenas maneras
como la aplicación no me procuraron sino una actitud hostil por parte de mis compañeros y también (lo que me parecía extraño y sobre todo injusto) por parte de los profesores.
Me acuerdo del inolvidable profesor de historia y de literatura nacional, un vejete tranquilo, bastante inofensivo, que jamás levantaba la voz.
—Señores —decía, mientras se sonaba la nariz con un enorme pañuelo de colores o se rascaba la oreja con el dedo meñique—, ¿qué otra nación ha sido Mesías de las demás naciones? ¿Qué otra, una avanzada de la Cristiandad? ¿Qué nación puede ostentar un príncipe Poniatowski? Veamos, por ejemplo, a los genios y a los precursores de la humanidad, nosotros contamos con tantos como Europa entera —y luego preguntaba de inmediato—: ¿Dante?
—Yo lo sé profesor —gritaba—. ¡Krasinski!
—¿Y Moliere?
—¡Fredro!
—¿Newton?
—¡Copérnico!
—¿Beethoven?
—¡Chopin!
—¿Bach?
—¡Moniuszko!
—¡Sacad las conclusiones! —terminaba—. Nuestra lengua es cien veces más rica que la francesa, que, sin embargo, está considerada como una lengua perfecta. ¿Cómo se expresan los franceses? Petit,petiot, cuando mucho, très petit. En cambio nosotros,
¡vaya riqueza!: pequeño, pequeñito, pequeñín, pequeñísimo, pequeñuelo, pequeñitito, y muchas otras formas más.
Yo era quien mejor y más rápidamente respondía, pero él no sentía por mí la menor simpatía. ¿Por qué? No lo sabía. Un buen día comentó, entre toses, con voz extrañamente confidencial:
—Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos; sin embargo la pereza es siempre compañera del genio. Los polacos han sido siempre valientes y perezosos. ¡Magnífico pueblo, el polaco!
A partir de entonces, disminuyó mi interés por el estudio. Sin embargo, ni siquiera esta nueva actitud logró valerme la simpatía del profesor de historia y de nada me sirvió su preferencia por los desaplicados y perezosos.
Bastaba con que nos lanzara una mirada para que de pronto se hiciera el silencio en la clase.
—¡Vaya, al fin la primavera! La sangre circula más rápidamente y nos conduce hacia los prados y los bosques. Los polacos han sido siempre holgazanes y desobligados. Nunca han logrado soportar mucho tiempo un mismo lugar. Ah, sí, las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, pero nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa en el mundo entero la belleza de la mujer polaca?
El resultado de esas incitaciones fue que me enamoré de una joven, con la que repasaba las lecciones, sentados uno al lado de la otra en el mismo banco del parque. Durante mucho tiempo no supe cómo empezar, hasta que finalmente me decidí a preguntarle:
—¿Me permite, señorita? —ella ni siquiera me respondió. A la mañana siguiente, después de pedir consejo a mis compañeros de clase, vencí mi timidez y le di un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Volví a casa triunfante, feliz y seguro de mí mismo, aunque extrañamente turbado por aquel modo desacostumbrado de reír y de cerrar los ojos.
—También yo —les dije a mis compañeros, reunidos en el patio de la escuela—, también yo soy un vagabundo, un perezoso, un pequeño polaco. ¡Lástima que no me hayáis visto ayer en el parque, habríais asistido a cosas inauditas! —y les conté lo sucedido.
—¡Qué cretino! —comentaron, pero por primera vez me habían escuchado con interés.
De pronto alguien gritó:
—¡Una rana!
—¿Dónde? ¡Todos tras ella!
Todos nos precipitamos tras la rana. Comenzamos a golpearla con varas hasta que murió. Me sentía emocionado y orgulloso de haber sido admitido a sus juegos más íntimos; presentía que allí daba inicio una nueva etapa de mi vida.
—También hay una golondrina —grité—. Se metió en el salón de clases y ahora no puede salir.
Atrapé la golondrina y le rompí un ala para impedir que se escapara. Estaba a punto de golpearla con un palo cuando todos se acercaron a mi alrededor, exclamando:
—¡Pobrecilla! ¡Pobre pajarito herido! Démosle unas migas remojadas en leche —y cuando advirtieron que había estado a punto de golpearla con un palo, Pawleski frunció el ceño, apretó las mandíbulas hasta que la piel pareció a punto de estallar y me asestó un violento bofetón en plena cara.
—Lo ha abofeteado —gritaron los demás—. Estás deshonrado, Czarniecki. No te dejes humillar, sé hombre y devuélvele el golpe.
—No me es posible —repuse—, puesto que soy yo el más débil. Si se lo devuelvo volverá a golpearme y seré humillado por segunda vez —en respuesta a estas palabras, todos se lanzaron contra mí y me golpearon sin ahorrar escarnios ni insultos.
¡El amor! ¡Ese desatino fascinante e incomprensible...! Un pellizco, otro más, hasta un abrazo tal vez... ¡Ah cuántas cosas se encierran en esa palabra! ¡Bah! Ahora sé perfectamente bien a qué atenerme, he descubierto el secreto parentesco que existe entre
esa emoción y la guerra. También en la guerra se producen los pellizcos, los abrazos, sí, pero en aquel tiempo no era aún un fracasado, sino, por el contrario, me sentía lleno de entusiasmo. ¿Amaba? Puedo afirmar sin temor a exageraciones que buscaba el amor con la esperanza de destruir el muro que protegía aquel enigmático secreto... Con ardor
y con fe soportaba todas las extrañezas del más extraño de los sentimientos, contando con lograr finalmente comprender de qué se trataba.
—¡Te deseo! —le decía yo en un susurro a mi adorada. Pero ella destruía mi entusiasmo con lugares comunes.
—¿Quién es usted? Usted no es nadie —decía con aire misterioso, observándome—. Usted no es sino un consentido, un pequeño niño de mamá.
¿Niño de mamá? ¡Qué horror! ¿Qué quería decir con eso? ¿También ella estaría en el secreto? Yo, poco a poco, había llegado a comprender. Había comprendido que, si bien mi padre era de raza pura, mi madre también lo era, pero en sentido contrario, en sentido judío. Ignoraba qué razones habían obligado a mi padre, un aristócrata arruinado, a casarse con mi madre, hija de un rico banquero. Pero comprendía
el sentido de las miradas horrorizadas de mi padre cuando examinaba mis rasgos y comprendía las expediciones nocturnas de aquel hombre, que se marchitaba en la aborrecida convivencia con mi madre y que tendía, por razones superiores de la especie,
a transmitir la propia simiente a un vientre más digno. ¿Realmente comprendía yo? No, tal vez no comprendía nada y por eso se espesaba el fascinante muro de misterio: conocía, en teoría, los principios y sin embargo no sentía la menor aversión ni por mi madre ni por mi padre... era yo, a fin de cuentas, un hijo afectuoso. Aún ahora, por desconocer la teoría, no sé de qué color es el ratón nacido de un macho negro y de una hembra blanca; supongo tan sólo que conmigo se produjo un caso excepcional, una circunstancia sin precedentes, en que las razas hostiles de los padres, ambas igualmente
poderosas, se neutralizaron a tal punto que yo nací siendo un ratón sin pigmentación. ¡Un ratón neutro! He ahí mi destino y mi secreto, he ahí por qué no he tenido fortuna, por qué no he tomado parte en nada a pesar de haber participado en todo. He ahí por qué me sentí a disgusto cuando oí la expresión «hijo de mamá», acompañada, para colmo, de un ligero movimiento de párpados, gesto que ya más de una vez me había ocasionado problemas.
—El hombre —dijo ella, entrecerrando los ojos—, el hombre debe ser valiente.
—También yo puedo ser valiente —le respondí—.¡Ya lo creo!
Le venían a la mente los caprichos más inesperados. Me ordenaba que saltara profundas zanjas, que sostuviera pesos excesivos.
—Golpea ese abedul, pero no ahora, sino más tarde cuando el vigilante esté observando. ¡Destroza las ramas de estos arbustos! ¡Arroja al agua el sombrero de aquel señor! —yo evitaba discutir, recordando el incidente ocurrido en el patio del colegio; por otra parte, cuando trataba de comprender la razón de sus caprichos, me contestaba que ella misma
las ignoraba, que ella era en sí un enigma, una fuerza elemental—. ¡Soy una esfinge! —decía—. ¡Soy el misterio...! Cuando yo fracasaba en algo, ella se entristecía; cuando triunfaba, se ponía feliz como una muchachita y me permitía besar una de sus deliciosas orejas... como premio. Sin embargo nunca se permitió responder a mi apremiante: «¡Te deseo!».
—Algo hay en ti —me respondía, avergonzada—, ni siquiera sé lo que es, pero es algo repulsivo. Yo sabía muy bien lo que significaban esas palabras. Debo admitir que todo aquello era extrañamente seductor, hermoso, pero también poco satisfactorio. Sin embargo, no perdía el ánimo. Leía mucho, sobre todo poesía, y trataba de asimilar de la mejor manera el significado de mi secreto. Recuerdo un tema escolar: «El polaco y otros pueblos». Escribí: «Es inútil explicar la evidente superioridad de los polacos sobre los negros y los pueblos asiáticos; el color de la piel de estos últimos es repugnante. Pero la superioridad del polaco es igualmente indudable en lo que se refiere a otros pueblos europeos. Los alemanes son pesados, brutales, tienen los pies planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos, los italianos... bel canto. ¡Qué consolador resulta, pues, haber nacido polaco! Nada tiene entonces de extraño que todos nos envidien y quieran eliminarnos de la superficie terrestre. Sólo un polaco no produce repulsión».
Escribí aquel ensayo sin convicción, pero sentía que se trataba del significado profundo de mi enigmático secreto, y la ingenuidad de mis aseveraciones me producía una sensación agradable de placer.

3

El horizonte político se volvía cada vez más amenazador; mi amada, en cambio, cada vez más nerviosa. ¡Ah, las grandes y maravillosas jornadas de septiembre! Aquellos anhelos, aquella amargura, aquel incendio, aquel sentimiento de irrealidad, tenían el sabor de la menta y del musgo, como había leído en un libro. La multitud por las calles, los cantos y cortejos, la locura y la exaltación, todo enmarcado por el paso cadencioso de las tropas que se desplazaban hacia el frente. He ahí al antiguo combatiente por la Independencia... ¡lágrimas y bendiciones! Allá, la movilización y los adioses entre parejas de recién casados. Más allá aún, las banderas, los discursos, el entusiasmo delirante, el himno nacional. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación, odio. Si los artistas son dignos de crédito, nunca fueron más hermosas las
mujeres. Mi amada no me hacía caso; su mirada se volvió más sombría y más profunda, más elocuente; no tenía ojos sino para los militares. Yo me preguntaba qué debía hacer. El mundo enigmático había de pronto adoptado proporciones cósmicas y debía ser doblemente prudente.
Al igual que los demás, afirmaba tumultuosamente mi patriotismo, y hasta llegué a participar en varios juicios sumarios contra los espías. Comprendía que aquello era sólo un paliativo. Algo en la mirada de mi Jadwiga me obligó a alistarme como voluntario;
fui adscrito a un regimiento de ulanos. Pronto me convencí de que había elegido el buen
camino: en la sección médica, desnudo, de pie con mis documentos en la mano, delante de seis funcionarios y de dos médicos, me ordenaron levantar una pierna y comenzaron a examinar el talón; todos tenían la misma mirada escrutadora, seria, reflexiva y fríamente calculadora de Jadwiga; es más, me sorprendió que ella nunca hubiese reparado en mi talón cuando en el parque me reprochaba mi debilidad.
De pronto me vi convertido en un soldado y un ulano que cantaba junto con los demás: «Ulanos, ulanos, bellos muchachos, más de una joven correrá alegremente tras los colores de vuestras insignias». Y, en efecto, mientras atravesábamos la ciudad cantando, inclinados sobre el cuello de nuestros caballos, con lanzas y kepis, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres, y sentía que muchos corazones latían también por mí. No entiendo por qué, ya que no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki, hijo de una Goldwasser, sólo que calzaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras de color frambuesa. Mi madre me suplicaba que no tuviera piedad ni conociera el perdón; me bendecía con una santa reliquia en presencia de toda la servidumbre; la camarera era visiblemente la más conmovida.
—¡Arrasa, quema, mata! —gritaba mi madre en su delirio—. ¡No perdones a nadie! Eres un instrumento de Jeovah, quiero decir de Dios Nuestro Señor. Eres el instrumento de la ira, del horror, del desprecio, del odio. ¡Destruye a todos los malvados que sienten repugnancia aunque en el altar hayan jurado que nunca la sentirían!
Mi padre, aquel gran patriota, lloraba en un rincón.
—Hijo mío —me dijo—, con la sangre podrás borrar la mancha de tu origen. Piensa en mí siempre antes de iniciar la batalla y ahuyenta como la peste el recuerdo de tu madre, podría serte fatal. ¡Piensa en mí y no perdones! ¡No perdones! Extermina hasta el último de aquellos bribones! ¡Haz desaparecer todas las otras razas para que sólo la mía sobreviva!
Mi amada me entregó por primera vez su boca; fue en un parque, al sonido de una orquesta de café, una noche en que los perfumes de musgo y de menta eran especialmente penetrantes; sin ninguna preparación, sin preámbulos, me ofreció su boca. ¡Qué delicia! ¡Estuve a punto de llorar! Ahora comprendo que se trataba de un pregusto a cadáveres: así como nosotros, los hombres, nos preparábamos para la carnicería, ellas, las mujeres, habían dado ya comienzo a la obra. Sin embargo, en aquella época yo no era aún un fracasado y la idea, aunque me hubiese venido a la mente, me habría parecido filosofía vana, así que no supe ocultar mis lágrimas de alegría.
La guerra es hermosa. Ah, perdonad, vuelvo una vez más al misterio que me angustiaba. El soldado en el frente chapotea entre fango y cadáveres; las enfermedades, la suciedad y los piojos le persiguen y, cuando un obús le destroza el vientre, sus intestinos saltan por el aire. ¡Pafff! ¿Cómo comprender el misterio? ¿Por qué el soldado es una golondrina y no una rana? ¿Por qué la profesión de soldado es tan hermosa y tan envidiada por todos? Me explico mal, no es una profesión hermosa, sino espléndida,
sí, sí, espléndida es poco decir. Era precisamente la conciencia de ese esplendor lo que me proporcionaba las energías para combatir a ese abominable traidor del alma del soldado: el miedo... Y aquello me proporcionaba una extraña felicidad, como si me
encontrara ya al otro lado del muro infranqueable. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces me sentía columpiar en la sonrisa impenetrable de las mujeres, al ritmo del gallardo canto de los ulanos, y hasta sentía
ganarme el afecto de mi caballo (el orgullo de todo ulano), que hasta el momento sólo me había dedicado mordiscos y coces.

4

Sin embargo, ocurrió un día un incidente que me lanzó al abismo de la depravación moral, de la que, hasta el momento, no he logrado escapar. Todo sucedía de la mejor manera posible. La guerra se había desencadenado en todo el mundo y, con ella, el
secreto. Los hombres se lanzaban contra las bayonetas, odiaban, experimentaban disgusto y despreció, amor y veneración. Ahí donde en otro tiempo el honrado campesino almacenaba el grano no había ahora sino escombros. ¡Yo estaba en medio de ellos! No tenía la menor duda sobre cuál fuese el camino justo a seguir; la dura disciplina militar me indicaba el camino del secreto. Corría al ataque, yacía en las
trincheras entre exhalaciones de gases asfixiantes. La esperanza, consuelo de todos los imbéciles, me hacía vislumbrar ya las dichosas perspectivas del porvenir: el regreso a casa, librado de una vez por todas de la insoportable situación de ratón neutro. ¡Pero las cosas no ocurrieron de esa manera! El cañón retumbaba a lo lejos... la noche caía sobre campos roturados por los proyectiles... En el cielo se desplazaban lentamente las nubes... soplaba un viento gélido, mientras nosotros, más espléndidos que nunca, defendíamos con tesón por tercer día consecutivo una colina en cuya cima se erguía un
árbol mutilado. El teniente nos había dado la orden de resistir hasta la muerte.
Fue entonces cuando cayó el obús que al explotar le cortó de tajo ambas piernas al ulano Kacperski y le destrozó los intestinos. El golpe le dejó estupefacto, no sabía lo que había ocurrido, aunque un instante después explotó en una carcajada convulsiva, también él explotó, pero de risa. Se llevó la mano al vientre ensangrentado y comenzó a estremecerse con esa risa macabra, histérica, alucinante, durante largos e interminables minutos. ¡Qué carcajadas tan contagiosas las suyas! No podéis siquiera imaginar lo que significa semejante risa en el campo de batalla. No sé cómo pude resistir hasta el final
de la guerra. Cuando volví a casa, con aquella risa aún en el oído, comprobé que todo lo que hasta entonces había sostenido mi existencia yacía hecho escombros, que nada quedaba de mis sueños de vivir una vida feliz al lado de Jadwiga y que, en el desierto que se extendía ante mis ojos, no quedaba más que volverse comunista. ¿Comunista? ¿Por qué? Pero, en primer lugar, ¿qué es lo que entiendo por comunista? Ese término no implica para mí ninguna connotación ideológica exacta, ni un programa, sino más bien todo lo contrario, todo lo que contiene algo extraño, hostil, oscuro y que provoca en los individuos más serios estremecimientos de horror y les extrae salvajes gritos de repulsión.
Si tuviera que trazar un programa sería el siguiente: exijo y pretendo que todo, los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, todo, absolutamente todo, sea nacionalizado y distribuido, bajo entrega rigurosa de cupones, en porciones iguales y suficientes. Exijo, y sostendré esta exigencia delante de todo el mundo, que mi madre
sea cortada en pequeños trozos y que sea repartida entre quienes no son suficientemente devotos en sus oraciones; que lo mismo se haga con mi padre entre aquellos cuya raza es poco satisfactoria. Exijo, además, que todas las sonrisas, todas las gracias, todos los encantos, sean suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado se castigue con la permanencia en correccionales. Ese es mi programa. ¿El método? Dos elementos principales lo constituirán: sonrisas acariciadoras y guiños. Insisto en sostener que la guerra destruyó en mí todo sentimiento humano. Insisto en establecer como principio que yo, personalmente, no he firmado la paz con nadie y que el estado de guerra sigue siendo para mí algo válido. «¡Ah, ah!», me diréis, «¡qué programa absurdo, qué método tan imbécil y poco comprensible!». Es posible que así sea. Pero, decidme, ¿es acaso vuestro programa más realista? ¿Son vuestros métodos más comprensibles? Por otra parte, no quiero obcecarme en el programa ni en los métodos...; si elijo el término «comunismo», lo hago exclusivamente porque el «comunismo» constituye para intelectos que le son adversos un enigma totalmente incomprensible, como lo son para mí vuestras sonrisas sarcásticas y vuestros rostros brutales.
Así las cosas, señores míos, vosotros sonreís, os hacéis guiños, acariciáis las golondrinas y torturáis a las ranas, os obcecáis en determinar la forma de una
nariz, estáis dispuestos siempre a odiar a alguien, y hay siempre alguien que os produce repulsión, o caéis en éxtasis por excesivo amor, y todo ello siempre con el único fin de satisfacer un enigma. ¿Qué ocurrirá cuando también yo tenga mi secreto personal
y cuando obligue a todo el mundo a aceptarlo, sirviéndome de todo el patriotismo, de todo el heroísmo; de todo el espíritu de sacrificio que me fueron enseñados en el amor y en la guerra? ¿Qué ocurrirá si también yo comienzo a sonreír (aunque mi sonrisa será muy distinta) y cuando guiñe el ojo con la seguridad de un viejo soldado? Creo que fue con mi adorada Jadwiga con quien estuve más irónico. «¿No es acaso la mujer ya en sí algo misterioso?», le pregunté. (A mi regreso me recibió con efusiones extraordinarias, observó la medalla que llevaba yo en el pecho e inmediatamente nos dirigimos hacia el
parque.)
—Claro que lo es —respondió—. ¿No soy yo acaso misteriosa? —añadió bajando los párpados—. ¿No soy una mujer que desencadena las pasiones, una mujer esfinge?
—También yo constituyo un misterio —le dije—. También yo dispongo de un lenguaje personal secreto, y deseo que lo adoptes. ¿Ves este sapo? Te doy mi palabra de soldado de que voy a metértelo debajo de la blusa, si inmediatamente, con toda seriedad y fijando en mí la mirada, no repites conmigo las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar.
Fue imposible. No quiso pronunciarlas. Encontró toda clase de excusas, explicando que sería tonto e ilógico decirlas, que ella no podía, se puso roja como un tomate, trató de tomar todo a broma, hasta que finalmente comenzó a llorar.
—No puedo, no puedo —repetía entre sollozos—. Me da vergüenza. ¡Cómo voy a decir esas palabras tan absurdas!
Tomé entonces un sapo grande y gordo y cumplí mi palabra. Se puso como una loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó se podía sólo comparar al del hombre a quien el obús le había cortado las dos piernas y reventado el vientre. Admito que la comparación y la misma broma con el sapo son de pésimo gusto, pero, señores, debéis recordar que también yo, el ratón incoloro, el ratón ni blanco ni negro, también yo, digo, soy un hecho de pésimo gusto en la opinión de mucha gente. ¿Es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo que de toda esta historia me resulta
agradable y misterioso, lo que tuvo el perfume de musgo y menta fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa.
Es posible que no sea yo realmente un comunista, sino sólo un pacifista militante. Vago por el mundo, navego en medio de opiniones incomprensibles y cada vez que tropiezo con un sentimiento misterioso: sea la virtud o la familia, la fe o la patria, siento necesidad de cometer una villanía. Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, una madre con su niño o un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!


1926 Witold Gombrowicz de Bakakaï o las Memorias del Tiempo de la inmadurez.
Traducción de Sergio Pitol


WITOLD GOMBROWICZ (1904-1969). Novelista, cuentista y dramaturgo. Hijo de una familia de terratenientes empobrecidos que él mismo llamó «familia desarraigada». Este sentimiento de alienación lo acompañó durante toda su vida. Cuando se inicia la ocupación fascista se encontraba lejos de su patria, a la que nunca regresaría.
Entre sus obras señalaremos: Diario del período de adolescencia, Ferdydurke, Trasatlántico, Diario, Pornografía y Cosmos.

23 de enero de 2017

Existencialismo, Witold Gombrowicz


Lunes, 5 de mayo de 1969

Existencialismo, Witold Gombrowicz

El existencialismo es la subjetividad.
Personalmente, soy muy subjetivo y me parece que esta actitud corresponde a lo real.
El hombre subjetivo es el hombre concreto.
No un concepto del hombre, sino Pedro o Pablo, pues el concepto del hombre no
existe, dice Kierkegaard.
A causa de ello, al existencialismo le resulta monstruosamente difícil hacer
razonamientos, pues los razonamientos se basan en conceptos y sólo gracias a la traición
de Heidegger, que se adueñó del método fenomenológico, puede hablarse [frase
incompleta].
El existencialista es un hombre subjetivo, libre. Tiene lo que se llama la libre
voluntad, al contrario de un hombre visto desde el exterior científico, siempre sometido a
la causalidad, como un mecanismo.
Esta atrevida tesis de que el hombre es libre parece absolutamente insensata en un
mundo en que todo es causa y efecto. Se apoya en una sensación elemental: somos libres y
no hay medio de convencerme de que si muevo la mano izquierda no es porque yo quiero.
No es fácil precisar en qué se funda esta posibilidad de libertad.
Supongo que está fundada en una diferencia de tiempo. El tiempo del hombre no es
el pasado sino el futuro. Si se hace algo, no es a causa sino para. «Leo para acordarme
de», etcétera.
Si se trata del pasado, estamos ante la causalidad; en el porvenir, en la existencia del
hombre, nos las tenemos que ver con el futuro.
Podemos decir, más profundamente, que en nuestra conciencia se encuentra la misma
ruptura interior que se revela, por ejemplo, en la física.
El hombre, este Ser para sí, está dividido en dos (con una abertura). Es en esta nada,
en este vacío (esta abertura), donde se introduce la noción de libertad. La libertad tiene un
papel enorme en Sartre porque es el fundamento de su sistema moral.
Sartre es un moralista y es curioso que en la filosofía francesa se produzca de nuevo
la misma desviación observada por Husserl en Descartes.
Descartes, de una forma categórica en extremo, reduce el pensamiento a la sola
descripción de la conciencia, pero de repente, aterrado ante la aniquilación de Dios y del
mundo, se traiciona a si mismo. Reconoce la existencia de Dios. Y de inmediato deduce de
la existencia de Dios la existencia del mundo.
Pues bien, en el caso de Sartre nos las tenemos que ver, a mi juicio, con la misma
cobardía. En El ser y la nada hay hasta unas quince páginas en las que Sartre hace
esfuerzos dramáticos para fundar lógicamente un fenómeno que parece por completo
evidente: la existencia de otro hombre distinto de «mí». Por ejemplo, el fenómeno de la
existencia de Witold es el mismo que el de una silla.
Sartre analiza todos los sistemas: Kant, Hegel, Husserl; y demuestra que ninguno de
éstos tiene posibilidad alguna de reconocer al otro. ¿Por qué? Porque ser hombre es ser
sujeto. Es tener una conciencia que reconoce todo lo demás como objeto. Si yo admitiera
que Witold tiene también una conciencia, entonces, yo soy por fuerza un objeto para
Witold, que es el sujeto. Es imposible ser a la vez sujeto y objeto.
Ahora bien, aquí es donde Sartre se asustó. Su moral tan extremadamente
desarrollada se niega a admitir que no haya otros hombres porque, si el otro es objeto, ya
no hay deberes morales.
Sartre, siempre desgarrado entre el marxismo (científico) y el existencialismo (lo
contrario) se asustó igual que Descartes. Declaró simple y honestamente que, aunque sea
imposible reconocer la existencia del prójimo, no hay más remedio que reconocerla como
una evidencia que salta a la vista. Aquí naufraga de forma dramática toda la filosofía de
Sartre, todas sus posibilidades creadoras, y este hombre, dotado de un genio
extraordinario, se convierte en un simple bonachón (marxismo-existencialismo) que, en el
fondo está obligado a hacer una filosofía de concesiones. Su pensamiento se convierte en
un compromiso entre el marxismo y el existencialismo. Y a partir de ese momento, cada
uno de sus libros se convierte en la base de un sistema moral en que todo sirve para
sostener una tesis ya concebida de antemano. Ahora bien, la base de este sistema moral es
la famosa libertad sartriana.
Dice: «Soy libre, me siento libre». Por tanto, tengo siempre la posibilidad de elegir.
Esta elección es limitada porque el hombre está siempre en una situación y puede elegir
solamente dentro de esa situación. Ejemplo: puedo quedarme en la cama o ponerme a
caminar, pero no puedo elegir volar, porque no tengo alas. Existe la libre elección de
aquello acerca de lo cual el hombre es responsable. Si me niego a escoger entre dos
posibilidades, ésta es también una manera de elegir la tercera actitud. «Si no se quiere
escoger entre el comunismo y el anticomunismo, existe la neutralidad». Sartre dice
también que el hombre es creador de valores. Se trata de la consecuencia directa de un
ateísmo obstinado, el más consecuente de toda la filosofía.
Esta es la situación: dado que hemos perdido la noción de Dios, convirtámonos
entonces, nosotros mismos, a causa de nuestra libertad absoluta, en creadores de valores.
Y, en este sentido, podemos hacer lo que queramos. Ejemplo: si ésta es mi elección, puede
parecerme bien el hecho de asesinar a X o de no asesinarle. Las dos Posibilidades existen,
pero, al elegirlas, me elijo a mí mismo como asesino o no.
Aquí creo reconocer en la filosofía un exceso de intelectualismo y la decadencia (el
debilitamiento) de la sensibilidad. Los filósofos, salvo Schopenhauer, parecen personas
cómodamente sentadas en sus poltronas y que tratan del dolor con un desprecio
absolutamente olímpico, desprecio que desaparecerá cuando vayan al dentista y
comiencen a gritar: «¡Ay!, ¡ay, doctor!». Con su desdén teórico hacia el dolor, Sartre
declara que para un hombre que elija el dolor como un bien la tortura puede convertirse en
un placer celestial. Esta afirmación me parece muy dudosa y muy propia de la burguesía
francesa que, por fortuna, ha estado preservada desde hace mucho tiempo de grandes
dolores. A pesar de la afirmación sartriana de que la libertad está limitada por la situación
y por la llamada «facticidad» (el hecho, por ejemplo, de que tengamos un cuerpo, que
seamos un hecho, un fenómeno en el mundo), a pesar de todas estas limitaciones, Sartre
va demasiado lejos.
El hombre existencial es concreto, único, hecho de nada, por tanto, libre.
Está condenado a la libertad y puede elegirse. ¿Qué sucede si elegimos por ejemplo
la frivolidad y no la autenticidad; la falsedad y no la verdad? Como no hay infierno, no
hay castigo. Desde el punto de vista existencial, el único castigo es que este hombre no
tiene una existencia verdadera. Por tanto, no es un existente. He aquí un juego de palabras,
tanto de Heidegger como de Sartre, del que sin duda se burlará quien haya elegido la
supuesta no existencia.
¿Qué porvenir tiene el existencialismo?
Muy grande.
No creo en los juicios superficiales, según los cuales el existencialismo es una moda.
El existencialismo es la consecuencia de un hecho fundamental: la ruptura interior de la
conciencia, que se manifiesta no sólo en las cualidades fundamentales del hombre sino
que —algo extremadamente curioso— es evidente, por ejemplo, en la física, en la que hay
dos medios de concebir la realidad:
—corpuscular
—ondulatorio
Ejemplo: teorías de la luz.
Ahora bien, ambas teorías son justas, como demuestra la experiencia, pero son
contradictorias. Hallamos el mismo fenómeno en la noción de la física referida a los
electrones, en la que hay dos maneras de concebirlos, que son, ambas, justas y
contradictorias. Asimismo, en mi opinión, el hombre está dividido entre lo subjetivo y lo
objetivo de una manera irremediable y para toda la eternidad. Es una especie de llaga que
tenemos, de la que es imposible curarnos y de la que somos cada vez más conscientes.
Dentro de unos años, será aún más «sangrante», pues no hará sino aumentar con la
evolución de la conciencia.
La profunda verdad de la dialéctica de Hegel (tesis-síntesis) aparece aquí. En estas
condiciones es imposible exigir al hombre que sea armonioso, que pueda resolver nada de
nada. Impotencia fundamental.
Ninguna solución.
A la luz de estas reflexiones, la literatura que considera que puede arreglarse el
mundo es la cosa más idiota que imaginarse pueda.
Un pobre escritor que se crea dueño de la realidad es una ridiculez. ¡Ay, ay, ay! ¡Huf!


Witold Gombrowicz de CURSO DE FILOSOFÍA EN SEIS HORAS Y CUARTO

19 de enero de 2017

Lección sexta HEGEL, Witold Gombrowicz

 En 1969, ya muy enfermo y obsesionado con la idea de acabar de una vez, pensaba
cada vez con mayor frecuencia en el suicidio. Su mujer, Rita, y un joven admirador,
Dominique de Roux, hoy un prestigioso ensayista y novelista, le pidieron a Gombrowicz
que les diera clases de filosofía con el fin de sumergirle en la única materia que siempre le
había apasionado. Aquellos apuntes son los que, reunidos por sus «alumnos», han dado
lugar a este Curso de filosofía en seis horas y cuarto, un repaso de los principales sistemas
de pensamiento moderno desde Kant y a la vez la afirmación de su propio credo
filosófico: el arraigo de una filosofía en la existencia concreta. 
Lección sexta
HEGEL
Sábado, 3 de mayo
Biografía aburrida. Siglo XIX. Profesor en Berlín.
Kant.
Fichte: filosofía del Estado y de la ley.
Schelling: naturaleza artística.” Su filosofía está muy influida por la estética y el arte.
Hegel lo atacó violentamente.
La tesis fundamental de Hegel: lo que es racional es real, lo que es real es racional.
No es tan difícil. La idea principal es que el sujeto es correlativo (dependiente) del
objeto, que uno no puede existir sin el otro.
Imaginad que no existe más que una cosa. Si no hay conciencia, esta cosa no existe.
Sobre esta base formula Hegel su teoría de lo real.
El mundo es una cosa; es conocido en la medida en que es asimilado por la razón, por
una conciencia racional. Hegel da una imagen grandiosa de este proceso.
Supongamos que entro en una catedral. Al principio no veo más que la entrada,
fragmentos de muros, detalles arquitectónicos que no se explican por si mismos. En fin,
veo la catedral de un modo fragmentario. Sigo adelante. A medida que avanzo, veo cada
vez más aspectos de la catedral y por fin llego al otro extremo y la veo entera. Descubro el
sentido de cada fragmento. La catedral ha penetrado en MI RAZÓN. Este es precisamente
el proceso de nuestro desarrollo en el mundo. Cada día comprendemos mejor el mundo,
nos damos mejor cuenta de la razón de cada fenómeno. Por tanto, el mundo existe para
nosotros un poco más cada vez. Llegará un momento, el momento final de nuestra historia
y del género humano, en que el mundo será plenamente asimilado. Ese día desaparecerán
el tiempo y el espacio, y la conjunción del objeto con el sujeto se transformará en un
absoluto. Fuera del tiempo y del espacio. Ya no habrá movimiento. Entonces, ¡zas!, el
ABSOLUTO.
Como veis, semejantes sistemas metafísicos tienen una estructura bastante fantástica.
Incluso cuando los sistemas se vienen abajo sirven para comprender un poco mejor la
realidad y el mundo. Esta idea del progreso de la razón en Hegel se realiza a través de un
sistema dialéctico que hoy en día es de la mayor importancia y que se formula poco más o
menos así:
Cada tesis encuentra su antítesis en un grado más alto. Esta síntesis aparece de nuevo
como tesis y encuentra su antinomia, etcétera. Por tanto, es una ley de desarrollo basada
en la contradicción. Según Hegel, nuestra mente se halla fundada en esta contradicción
porque es imperfecta, porque conoce la realidad tan sólo parcialmente. Por tanto, sus
juicios son imperfectos.
Hegel descubre esta contradicción en la base misma de la mente: por ejemplo,
cuando decimos todo tenemos que admitir lo singular. Cuando imaginamos una cosa
negra hay que pensar también en otro color porque la idea misma del color es una
oposición entre éste y el resto de los colores. Esta misma oposición se encuentra en el
desarrollo histórico del Estado.
Por ejemplo, una dictadura provoca una revolución y una revolución reencuentra su
síntesis en un sistema que no corresponde ni a la dictadura ni a la revolución; un sistema,
pues, de poder limitado que, a su vez, se ve corregido por un sistema, por ejemplo,
oligárquico.
Asimismo, cuando pensáis todo, estáis obligados a pensar nada, y así es como se
avanza, paso a paso, en esta catedral.
La filosofía de Hegel es una filosofía del devenir, lo que constituye un gran paso
adelante, este proceso del devenir no aparece en las filosofías anteriores. No es sólo un
movimiento, sino un progreso, puesto que este proceso dialéctico nos sitúa siempre en un
escalón superior, hasta el logro final de la razón, y este proceso, en Hegel, está
naturalmente fundado en el progreso de la razón, es decir, de la ciencia. Lo que le lleva a
conceder la mayor importancia a la historia.
Para Hegel la naturaleza no es creadora. No avanza. El sol, por ejemplo, sale y se
pone siempre de la misma manera. Ahora bien, lo creador es el devenir humano, que se
expresa sobre todo en la historia. Ya pueden observarse los grandes abismos que se abren
para la mente entre lo que llamamos ahora lo sincrónico y lo diacrónico.
Este abismo forma parte de las grandes contradicciones que siguen caracterizando a
la mente humana, como, por ejemplo, la de objeto-sujeto o la teoría del continuo
einsteiniano, la teoría de los cuantos de Planck, la forma de concebir el electrón, o la teoría
corpuscular y ondulatoria de la luz. La mente humana aparece en esta perspectiva como
algo formado por dos elementos diferentes que no se reencuentran jamás.
El hombre es precisamente esta abertura.
Otra fórmula de Hegel que os dará idea de su lenguaje un tanto complicado: el
hombre es el principio a través del cual la razón del mundo llega a la conciencia de si
misma.
Echemos ahora un somero vistazo a la lógica de Hegel. Esta se presenta, grosso
modo, así:
Afirmo que no existe ninguna cosa, pero, dado que lo afirmo, entonces, al menos,
existe mi afirmación. Por tanto, el ser existe (en oposición a la cosa). Pero puesto que el
ser en sí no significa nada, al decir ser, debo decir que alguna cosa es. Llego, por este
camino, a reconocer que la categoría del ser puede ser pensada solamente con la del noser;
lo que ya os dije al hablar de la antinomia de la mente. Pero quiero mostrar
simplemente cuál es el punto de partida de esta lógica.
La diferencia entre la lógica tradicional y la de Hegel es ésta: según la lógica
tradicional, todo lo que es es idéntico a si mismo y nada se contradice. Es sencillamente el
famoso principio de identidad, según el cual, A equivale a A.
Ahora bien, en Hegel nada es idéntico a si mismo y todo se contradice. (La
imperfección de la razón que avanza: hasta que no haya visto enteramente la catedral, el
sentido es imperfecto. A igual a A no se realiza aquí).
Esto conduce a lo que he anunciado al comienzo: la base de la realidad es el
pensamiento. Basta comparar el mundo hegeliano con el mundo de Aristóteles o el de
Santo Tomás para comprender que el hegeliano es la verdad en marcha, el lugar donde la
humanidad forma sus leyes y el hombre se convierte en un peldaño de la historia.
La importancia que Hegel concedió a la historia ha contribuido ciertamente al triunfo
del pensamiento de Hegel.
Para daros una idea de este pensamiento en sus detalles, y que os mostrará hasta qué
punto mis resúmenes están lejos de contener todas estas cosas, quisiera hablaros de un
libro importante de Hegel: la Fenomenología del espíritu, segundo tomo.
El capítulo sexto (para mostrar el camino de su pensamiento). El espíritu verdadero,
la eticidad, se divide en: el mundo ético, el mundo humano y divino y el hombre y la
mujer.
Esto se subdivide en:
1º La nación y la familia. La ley del día y la ley de la noche, que a su vez se
subdivide en:
A. La ley humana
B. La ley divina
C. Los derechos del individuo
2º El movimiento, en ambas leyes (siempre devenir):
A. Gobierno-guerras-potencia negativa
B. (Muy importante) La relación ética entre el hombre y la mujer en el sentido de
hermano y hermana
C. La influencia recíproca de la ley divina y humana
3º El mundo ético como infinitud, por tanto, totalidad.
El análisis hegeliano de estos temas consiste siempre en descubrir y definir el
movimiento dialéctico al que están sometidos. Esto le lleva a resultados verdaderamente
sorprendentes, a pasajes famosos como el de la dialéctica del amo y del esclavo.
Aún no he hablado de un tema extraordinariamente importante en Hegel, el del
Estado y los pueblos (naciones).
Para Hegel la realidad del Estado es superior a la del individuo. Para él, el Estado es
la encarnación del Espíritu en el mundo. He aquí algunas definiciones que nos permiten
comprender su concepción del Estado:
El Estado es la realidad de la idea moral. Es el espíritu moral en tanto que querer —
voluntad—, evidente para si misma y sustancial, que piensa por si misma y sabe y realiza
lo que sabe en tanto que saber.
Esta horrible frase muestra el sentido más profundo de la idea hegeliana que, de
manera muy superficial, puede expresarse así: para la filosofía anterior, el hombre estaba
sometido a una ley moral instituida por Dios o, como en Kant, sometido a un imperativo
moral. Es decir: el hombre avanza, pero la ley ya existe. Ahora bien, en Hegel todo se
mueve. El hombre, al avanzar, labra su propia ley, y no hay ninguna ley fija fuera de la
constituida por el proceso dialéctico. En Hegel no solamente el hombre sino las leyes
están en marcha, porque son imperfectas.
Otras dos definiciones del Estado en Hegel.
1º El Estado es la realización del querer individual.
2º El Estado es el espíritu que se expande convirtiéndose en la forma y la
organización del mundo. Analiza a continuación las diversas formas de gobierno. Y lo
somete al proceso dialéctico: el gobierno capitalista provoca una dictadura contraria, la del
proletariado. La dictadura del proletariado lleva a una forma superior que podrá reunir los
aspectos buenos de cada forma precedente, etcétera.
Tesis-antítesis-síntesis.
Comprenderéis con qué gula se lanzaron los comunistas sobre esta idea. Para ellos, la
revolución conduce a una dictadura del proletariado, pero después se llega al Estado ideal,
donde la fuerza no tendrá nada que hacer.
Hegel debe su gloria en primer lugar a Marx, y en segundo lugar a los marxistas.
La guerra, para Hegel, es también un proceso dialéctico donde lo inmoral lleva a lo
moral.
El Estado se transforma, al fin, en la encarnación de la divinidad.
Hegel / Kierkegaard
Ataque de Kierkegaard
Es el último gran sistema metafísico que ha tenido lugar. Según la ley dialéctica de
puro estilo hegeliano, la tesis reencuentra su antítesis, y Kierkegaard es la antítesis.
Kierkegaard fue un pastor danés, gran admirador de Hegel. De repente, le declara la
guerra y se produce uno de los momentos más dramáticos de la cultura.
El ataque de Kierkegaard contra Hegel se resume así:
Hegel es absolutamente irreprochable en su teoría, pero esta teoría no vale nada.
¿Por qué?
Porque es abstracta, mientras que la existencia (es la primera vez que aparece esta
palabra) es concreta.
En Hegel no hay más que abstracciones y conceptos; por ejemplo, he visto mil
caballos que tienen todos algo en común, y formulo entonces el concepto de una cosa:
caballo, animal de cuatro patas, etcétera. Pero resulta que justamente este caballo nunca ha
existido, puesto que cada caballo concreto tiene su color. De suerte que el concepto, con el
que la filosofía clásica actúa desde los tiempos antiguos, como en Demócrito o Aristóteles,
como desde Santo Tomás hasta Spinoza, Kant y Hegel, está en el vacío.
La filosofía clásica dice: el hombre.
La abstracción no corresponde a la realidad. Es, por decirlo así, del otro mundo.
Aquí es donde el pensamiento encuentra su contradicción interior más violenta.
Y es la base, por usar el lenguaje hegeliano, de una antítesis que nos lleva
directamente a la existencia.
El existencialismo aspira a ser sobre todo una filosofía de lo concreto. Pero se trata
de un sueño; con la realidad concreta no pueden hacerse razonamientos. Los
razonamientos usan siempre conceptos, etcétera. El existencialismo es, por tanto, un
pensamiento trágico pues no puede bastarse a si mismo, tiene que ser una filosofía
concreta y abstracta al mismo tiempo.
La filosofía de Kierkegaard es una reacción contra la de Hegel.
A partir de Husserl el existencialismo se hace posible, puesto que el método
fenomenológico de Husserl consiste en las investigaciones de la verdad entendida como
esencia.
Es una descripción de nuestra conciencia, una suerte de aplicación al yo del método
aristotélico. Pero, mientras que la filosofía de Aristóteles es una clasificación del mundo,
el método fenomenológico de Husserl consiste en la depuración y la clasificación de los
fenómenos de nuestra conciencia.



 Witold Gombrowicz de CURSO DE FILOSOFÍA EN SEIS HORAS Y CUARTO

18 de enero de 2017

Lección 5 Schopenhauer, Witold Gombrowicz



Witold Gombrowicz de CURSO DE FILOSOFÍA EN SEIS HORAS Y CUARTO

Lección quinta

Viernes, 2 de mayo de 1969

Schopenhauer reconoce dos posibilidades:

l.' Afirmar la voluntad de vivir participando plenamente de la vida con sus crueldades y sus injusticias.

2.0 No el suicidio, sino la contemplación.

Schopenhauer considera que la contemplación del mundo «como si fuera un juego» es absolutamente superior a la vida.  Lo demuestra de una manera muy ingeniosa.  El artista es aquel que contempla el mundo y queda maravillado con él.  Ahora bien, en este sentido, el artista se parece a un niño, puesto que el niño también se maravilla del mundo de una forma desinteresada.  Por esta razón, dice Schopenhauer, el niño es genial, simplemente porque es niño.  En los primeros años de la vida se hacen más progresos que durante todo el resto de ella.  Por este motivo, en Oriente, el yogui (el que contempla) alcanza la única posibilidad de suprimir la vida.
Schopenhauer formula una teoría artística que es, para mi, la más importante de todas. Y, dicho sea entre nosotros la forma extraordinariamente ingenua e incompleta de tratar el arte en Francia se debe, ante todo, al desconocimiento de Schopenhauer.
El arte nos muestra el juego de la naturaleza y de sus fuerzas, es decir, la voluntad de vivir.  Schopenhauer es concreto en esta materia.  Pregunta: ¿por qué nos encanta la fachada de una catedral mientras que un simple muro no nos interesa?  La respuesta es que la voluntad de vivir de la materia se expresa en la pesadez y en la resistencia.  Ahora bien, un muro no pone de manifiesto el juego de estas fuerzas, porque cada partícula del muro resiste y pesa a la vez.  Mientras que la fachada de la catedral muestra dichas fuerzas en acción, puesto que las columnas resisten y los capiteles pesan.  Vemos la lucha entre la pesadez y la resistencia.  Nos explica también por qué una columna retorcida (curva) no nos satisface.  Es simplemente porque no resiste lo suficiente.  De igual forma, una columna redonda es mejor que una columna cuadrada.
Todo ello para deciros cómo ve el ARTE Schopenhauer.
Lo que él opone a la vida es la contemplación.
Trata también de la escultura y dice que la belleza del hombre proviene de una anticipación a priori fundada en la experiencia.  El cuerpo humano resulta mucho más logrado cuando está bien adaptado a sus fines.  Añade que hay en nosotros un ideal de belleza humana que consiste en prolongar en el porvenir lo que consideramos de calidad en el presente, por ejemplo, unas piernas largas.  Esta calidad obliga al hombre a ir siempre más lejos en el mismo sentido, salud, etcétera.  Podría decirse que es una especie de sueño sobre el modelo de la especie en el porvenir.
Para Schopenhauer la belleza de la escultura griega consistía en un discernimiento entre el instinto sexual y la belleza.  En una palabra: la belleza griega no es excitante y por esta razón es superior.
La pintura.  Si la escultura se preocupaba sobre todo de la belleza y del encanto, la pintura busca en el hombre la expresión, la pasión, el carácter.  Por tanto, en la pintura también se puede considerar lo feo como bello.  Ejemplo: una anciana.  El carácter crea la unidad del hombre en la pintura porque el carácter es lo que une en un sentido (dirección); si no, el hombre quedaría disparejo.
Literatura.  El artista, en general, no actúa mediante los conceptos de la lógica, mediante abstracciones, sino que posee una intuición directa de la voluntad de vivir en el mundo.
Por esto comprueba Schopenhauer que la literatura discursiva, que quiere demostrar algo, no basta para nada.  No puede hacerse arte con principios abstractos, con conceptos.  Si tengo alguna cosa que decir sobre el tema, por ejemplo, de los hijos ¡legítimos, sencillamente lo diré en una conferencia y no en la obra de arte.
La obra de arte busca lo concreto, pero en lo concreto reencuentra lo universal, la voluntad de vivir.  Pensemos en el avaro de Moliere.  Se trata de un personaje concreto que tiene su vida, su color de pelo, etcétera, pero a través de él podemos ver la avaricia en su sentido universal.
 Schopenhauer da la definición del genio, también muy cercana a la del niño.  El genio es desinteresado.  Se divierte con el mundo.  Siente sus atrocidades pero se regocija en esas atrocidades.  En general el genio no sirve para nada en la vida práctica puesto que no busca su interés personal.  Es antisocial, pero ve mejor el mundo porque es objetivo.
Schopenhauer establece una comparación muy buena cuando dice que la inteligencia del hombre mediocre se parece a una linterna, que ilumina solamente lo que se busca, mientras que la inteligencia superior es como el sol, que lo ilumina todo.  De ahí proviene el objetivismo del arte genial.  Es desinteresado.
Schopenhauer dijo muchas cosas respecto al tema del genio, por ejemplo, que éste no puede vivir de forma normal; el artista tiene siempre algún obstáculo que le impide vivir: enfermedad, anormalidad, achaques, homosexualidad, etcétera.
(Los hombres inteligentes son muy sensibles al ruido.) Yo, personalmente, lo interpreto por el hecho de que sentimos mejor aquello que nos falta.  Ejemplo: un oficial de caballería no sabe ni siquiera que está sano, mientras que un enfermo como Chopin posee una aguda noción de la salud porque carece de ella.
Podemos observar a fenómenos como Beethoven, quien, personalmente, fue un histérico y un ser desgraciado, pero que tan bien supo expresar en su arte la salud y el equilibrio (sin duda porque carecía de ellos).
Por mi parte, atribuyo la máxima importancia a la antinomia en el arte.  Un artista debe ser esto y lo contrario.  Loco, desordenado, pero también disciplinado, frío, riguroso.  El arte no es nunca una sola cosa, sino que siempre se halla compensado por su contrario.
Schopenhauer no es verdaderamente filosofía sino intuición y moral.  Mostró su indignación porque en una isla del Pacífico las tortugas de mar tengan que salir cada año del agua para procrear en la playa, donde los perros salvajes de la isla les dan la vuelta y las devoran.  Dijo: he ahí la vida, esto es lo que cada primavera se repite de forma sistemática desde hace milenios.
¿Por qué ya no se lee a Schopenhauer? ¿Por qué no es actual?
1.° La metafísica de Schopenhauer (primera parte del libro) no es válida hoy (sé que el noúmeno es la intuición, la voluntad de vivir), formulada de esta manera.
2.° También, sin duda, el aspecto aristocrático de esta filosofía.  Para Schopenhauer hay hombres mediocres y hombres superiores.  Insultaba a los mediocres.
3.° Se oponía (su filosofía se oponía) a la vida, mientras que de Hegel pueden extraerse cosas muy útiles para la política, que es lo que hizo Marx.
Schopenhauer buscaba la renuncia, pretendía matar la voluntad de vivir.
Para mí es un misterio que libros interesantes como los de Schopenhauer (¡y los míos!) no encuentren lectores.
Schopenhauer detestaba a Hegel.  Decía siempre: ¡ese zopenco de Hegel!  Y, para desafiarle, fijó la hora de sus cursos en la Universidad de Berlín a la misma que los de éste, con el resultado de que la sala de Hegel estaba siempre llena y, la suya, siempre vacía...
Pero Hegel y Schopenhauer tenían argumentos para mostrar que un genio no puede tener éxito, puesto que sobrepasa a su tiempo.  Por esta razón el genio resulta incomprensible y no sirve para nadie.
Así que Schopenhauer y yo nos consolamos bastante bien.

Witold Gombrowicz de CURSO DE FILOSOFÍA EN SEIS HORAS Y CUARTO

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