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5 de agosto de 2015

Pasajeros en Arcadia, O. Henry

 Pasajeros en Arcadia O. Henry

En Broadway hay un hotel que todavía los organizadores de temporadas veraniegas no han descubierto. Tiene un fondo grande, ancho y fresco. Sus cuartos están terminados en roble oscuro. Las brisas hogareñas y el verdor intenso de los árboles brindan un grato panorama, sin las dificultades de los Adirondacks. Se puede ascender por sus anchas escaleras o subir soñadoramente en sus ascensores, guiados por empleados con botones de latón, con una apacible alegría nunca alcanzada por los alpinistas. En la cocina hay un chef que adereza la trucha de arroyo mejor que en White Mountains, unos mariscos que enloquecerían de envidia a Old Point Confort, y una carne de venado del Maine que ablandaría el corazón burocrático del guardacaza.
Poca gente ha descubierto este oasis en el desierto de julio de Manhattan. Puede verse, en ese mes, al escaso grupo de huéspedes del hotel disperso indolentemente en la fresca oscuridad de un lujoso comedor, observándose por entre la nevada extensión de las mesas desocupadas, felicitándose en silencio.
Unos camareros superfluos, a la expectativa, con movimientos etéreos, revolotean cerca, brindando cuanto se pueda precisar aun antes de que se pida. El tiempo es un abril eterno. El cielorraso, pintado a la acuarela, imita un cielo estival, recorrido por sutiles nubes que van y vienen sin desaparecer, tal como, mal que nos pese, lo hacen las verdaderas.
En la fantasía de los huéspedes dichosos, el grato y distante ruido de Broadway se convierte en una cascada que inunda los bosques con su tranquilo rumor. Cada vez que se percibe un paso extraño los huéspedes vuelven los oídos con ansiedad, por temor de que su refugio haya sido descubierto e invadido por los incansables buscadores de placeres que siempre asedian a la naturaleza aun en sus rincones más remotos.
Por eso, durante la época de calor, la pandilla de expertos se esconde cuidadosamente en la hostería deshabitada, gozando al máximo los placeres de la montaña y la plaza, que han unido y les han servido el arte y la maestría.
En ese mes de julio arribó al hotel una pasajera, que remitió su tarjeta al recepcionista a fin de que la anotara en el registro del hotel. La tarjeta decía:
“Madame Héloise D’Arcy Beaumont”
Madame Beaumont era de los huéspedes que amaban el Hotel Lotus. Poseía el aire distinguido de las personas selectas, moderado y suavizado por una gracia cordial, que hizo de los empleados del hotel sus esclavos. Los botones competían por acudir cuando tocaba el timbre; de no ser porque no lo poseían, los empleados no habrían vacilado en transferirle el hotel con todas sus pertenencias; los otros huéspedes la tenían por el mayor exponente de la elegancia femenina y de la belleza que perfeccionaba aquel ambiente.
Difícilmente esa superexcelente pasajera abandonaba el hotel. Sus modales concordaban con los hábitos de la exclusivista clientela del Hotel Lotus. Para gozar de aquella exquisita hostería, hay que olvidar la ciudad, como si distara muchas leguas. Por la noche se impone una breve recorrida a las terrazas cercanas; mas durante el ardiente día uno permanece en la umbrosa seguridad del Lotus, como una trucha suspendida en los translúcidos santuarios de su laguna preferida.
Pese a estar sola en el Hotel Lotus, Madame Beaumont se conducía como una reina cuya soledad se debe exclusivamente a su posición. Desayunaba a las diez, como un ser dulce, indolente y sutil que resplandece suavemente en la difusa penumbra como un jazmín en la oscuridad.
Pero era a la hora del almuerzo cuando el brillo de Madame llegaba al máximo. Vestía un atuendo tan bello y etéreo como la niebla surgida de una cascada invisible en un desfiladero de las montañas. Describir esta prenda sobrepasa la capacidad del autor. Rosas de rojo pálido descansaban siempre sobre su pechera guarnecida de encaje. Su vestido provocaba la admiración respetuosa del “maitre d’Hotel”, que salía a recibirla con una inclinación. Viéndolo, se pensaba en París, y tal vez en misteriosas condesas, y seguramente en Versalles y los estoques y en la señora Fiske y en el rojo y el negro. Estaba difundido en el Hotel Lotus el rumor, de impreciso origen, de que Madame era una cosmopolita, y de que sus delicadas manos blancas manejaban ciertos resortes internacionales en favor de Rusia. Dado que era una ciudadana de los más felices caminos del mundo, no tenía nada de extraño que encontrara en la atmósfera de refinamiento del Hotel Lotus el sitio de los Estados Unidos más deseable para una estadía reposada durante el auge de la canícula.
Comenzaba el tercer día de residencia de Madame Beaumont en el hotel, cuando ingresó al Lotus un joven que se anotó en el registro como huésped. Su vestimenta -para mencionar su aspecto en el .terreno admitido- estaba a la moda, sin exageración: sus rasgos eran agradables y regulares; su fisonomía era la de un hombre de mundo serio y distinguido. Notificó al empleado que permanecería tres o cuatro días; inquirió por los vapores que partían hacia Europa, y se hundió en la vacuidad dichosa de aquel hotel incomparable, con el aspecto satisfecho de un viajero que se acomoda en su posada preferida.
Si no cuestionamos la veracidad del registro, el joven se llamaba Harold Farrington. Y se entregó tan cauta y silenciosamente a la aristocrática y leve corriente de la vida del Lotus, que ni una sutil ondulación de las aguas llamó la atención, en su descanso, de los otros perseguidores de placeres. Comía en el hotel, y se adormeció en la misma paz dichosa que los otros dichosos navegantes. En un solo día se congració con su mesa y su camarero, y compartió el temor de que los jadeantes perseguidores de la tranquilidad que tenían a Broadway en efervescencia se abalanzaran allí y destruyeran ese paraíso cercano pero escondido.
Al otro día del arribo de Harold Farrington, Madame Beaumont, después del almuerzo, dejó caer al descuido su pañuelo. El señor Farrington lo alzó y se lo restituyó, sin adoptar el modo expansivo del hombre que procura trabar relación.
Tal vez hubiera una mística francmasonería entre los huéspedes distinguidos del Lotus. Tal vez los vinculara recíprocamente su común fortuna de descubrir lo mejor en cuanto a veraneo se tratase en un hotel de Broadway. Lo cierto es que estos dos cambiaron finas palabras de cortesía e intentaron apartarse del tono solemne. Y se desarrolló entre ambos, como en el propicio ambiente de un verdadero hotel de verano, una amistad florecida y fructificada sobre el terreno, como la mística planta del hechicero. Por unos instantes, los dos permanecieron parados en un balcón en el que terminaba el pasillo y se lanzaron mutuamente la plumosa pelota de la conversación.
-Una se fatiga de los viejos hoteles de verano -dijo Madame Beaumont, con tenue pero dulce sonrisa-. ¿De qué vale escapar a las montañas o a la playa para evadir el tumulto y el polvo, si la misma gente que los provoca nos persigue hasta allí?
-Aun hasta el océano lo siguen a uno los filisteos -acotó penosamente Farrington-. Los más aristocráticos transatlánticos se están transformando en simples barcazas de transporte. Dios nos proteja cuando el veraneante se entere de que el Lotus está más distante de Broadway que las Mil Islas o Mackinac.
-Espero que nuestro secreto esté a salvo al menos durante una semana -dijo Madame, con un suspiro y una sonrisa-. Ignoro dónde iría si esa gente se lanzara sobre nuestro amado Lotus. Conozco tan sólo un sitio tan delicioso en verano, y es el castillo del conde Polinski, en los Urales.
-Tengo entendido que Baden Baden y Cannes están prácticamente desiertos en esta temporada -dijo Farrington-. Año a año, los antiguos sitios de veraneo se desprestigian más. Tal vez muchos otros, igual que nosotros, persigan los rincones serenos que se le escapan a la mayoría.
-Me prometo tres días más de este encantador descanso -dijo Madame Beaumont-. El lunes sale el “Cedric”.
Los ojos de Harold Farrington denunciaron su pesar.
-Yo también debo partir el lunes -dijo-. Pero no voy al extranjero.
Madame Beaumont se encogió de hombros de una manera parisiense, luciendo un hombro redondo.
-Una no puede esconderse así constantemente, por encantador que esto pueda ser. Me están preparando el castillo desde hace un mes. ¡Qué molestas son esas fiestas que una tiene que dar! Pero nunca podré olvidar mi semana en el Hotel Lotus.
-Tampoco yo -dijo Farrington, en voz baja-. Y no olvidaré nunca el “Cedric”.
Tres días más tarde, la noche del domingo, los dos estaban sentados junto a una pequeña mesa en la misma terraza. Un reservado camarero trajo cubitos de hielo y vasitos con clarete.
Madame Beaumont lucía el mismo bello vestido de noche que llevaba todos los días para almorzar. Parecía pensativa. Sobre la mesa, junto a su mano, estaba un pequeño bolso adornado con dijes.
-Señor Farrington -dijo, con la sonrisa que había congraciado al Lotus-. Deseo decirle algo. Mañana por la mañana, antes del desayuno, me iré del hotel, pues debo regresar a mi trabajo. Soy vendedora de la sección medias del Bazar Gigante, de Casey, y mis vacaciones terminan mañana a las ocho. Este billete de dólar es el último dinero que veré hasta cobrar mi sueldo de ocho dólares semanales el sábado próximo a la noche. Usted es un verdadero caballero y ha sido bondadoso conmigo, de manera que deseo decírselo antes de partir.
“Estuve haciendo economías sobre mi sueldo por un año, sólo para permitirme estas vacaciones. Deseaba vivir una semana como una dama, aunque no fuese más que una vez en mi vida. Deseaba levantarme cuando me viniera en gana, en lugar de tener que arrastrarme fuera de la cama todas las mañanas a las siete, y vivir con lo mejor, y ser servida, y tocar el timbre para pedir cosas como lo hacen los ricos. Ahora lo he hecho, y he tenido las más dichosas horas de mi vida. Regreso a mi empleo y a mi pequeño vestíbulo-dormitorio satisfecha por otro año. Deseaba decírselo, señor Farrington, puesto que yo... supuse que usted simpatizaba conmigo, y yo... yo he simpatizado con usted. Pero debí engañarlo hasta ahora porque todo esto no era para mí más que un cuento de hadas. De manera que me referí a Europa y a todo lo que hay en otros países y sobre lo cual he leído, y le hice creer a usted que era una gran dama.
“Este vestido que llevo, el único entre los que tengo que merece usarse, lo compré en O’Dowd y Levinsky, en cuotas. Me costó setenta y cinco dólares, y fue hecho a la medida. Pagué diez dólares al contado, y continuarán cobrándome a razón de un dólar por semana hasta que lo haya terminado de pagar. Esto es, aproximadamente, todo lo que tengo para decirle, señor Farrington, excepto que me llamo Mamie Siviter y no Madame Beaumont, y que le agradezco sus gentilezas. Este dólar me servirá mañana para pagar la cuota semanal del vestido, que vence ese día. Ahora creo que subiré a mi habitación.”
Harold Farrington había escuchado la narración de la huésped más bella del Lotus con aire imperturbable. Cuando Madame Beaumont terminó, Farrington sacó del bolsillo del saco un librito que semejaba un talonario de cheques, anotó algo sobre un formulario en blanco con un pedacito de lápiz, quitó la hoja, se la entregó a su interlocutora y tomó el dólar.
-También yo debo regresar a mi trabajo mañana por la mañana -dijo-. Y es mejor que comience ahora. Aquí tiene un recibo por su pago semanal del vestido. Soy cobrador de O’Dowd y Levinsky desde hace tres años. Es notable que a usted y a mí se nos haya ocurrido la misma idea de pasar nuestras vacaciones... ¿cierto? Siempre soñé con alojarme en un hotel aristocrático, y ahorré cuanto pude de mis veinte dólares semanales para poder hacerlo. Oiga, Mamie... ¿Qué le parece si fuéramos el sábado por la noche a pasear en el barco de Coney Island?
El rostro de la supuesta Madame Heloise D’Arcy Beaumont se iluminó.
-Oh, apueste a que iré, señor Farrington. La tienda cierra los sábados a las doce. Supongo que Coney puede estar bien incluso después de pasar una semana entre la alta sociedad.
Bajo el balcón, la sofocante ciudad rugía bulliciosa en la noche de julio. En el interior del Hotel Lotus reinaban las frías y suaves sombras, y el solícito camarero deambulaba cerca de las ventanas bajas, atento ante cualquier señal para servir a Madame y su acompañante.
Ante la puerta del ascensor, Farrington se despidió y Madame Beaumont se preparó para su última ascensión. Pero antes de que llegara la silenciosa jaula, se dijeron:
-Desde ahora olvídate de Harold Farrington, ¿vale? Me llamo McManus, James McManus, aunque suelen llamarme Jimmy.
-Buenas noches, Jimmy -dijo Madame.


O. Henry

4 de agosto de 2015

Los caprichos de la suerte, O. Henry

O. Henry era el pseudónimo del escritor, periodista y cuentista norteamericano William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910). Uno de los maestros en la historia del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry”.
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre murió de tuberculosis, y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. William era un gran lector y alumno estudioso, graduándose en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto de la calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como tenedor de libros en la botica de un tío suyo y en 1879, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó a Texas en 1882, trabajando en un rancho ganadero. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Austin, donde desempeñó diversos oficios. En Texas aprendió español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894 Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde empezó a escribir en el Houston Post. Al poco tiempo fue encarcelado en relación con el asunto de Austin. En la víspera del juicio escapó a New Orleans y más tarde se embarcó para Honduras. En 1897, sin embargo, se vio obligado a regresar debido a una grave enfermedad de su mujer, momento en que decidió entregarse a la justicia, a la que apeló sin éxito.
Su mujer dejó de existir el 25 de julio de 1897 y, al año siguiente, O. Henry fue sentenciado a cinco años de prisión, condena que cumplió en la Penitenciaría del Estado de Ohio. Salió en 1901, al cabo de tres años, por buena conducta. Desde prisión, con el fin de mantener a su hija, O. Henry enviaba colaboraciones literarias a los periódicos. Fue para evitar que sus lectores conocieran su situación por lo que O. Henry eligió dicho pseudónimo, tomado, según afirman unos, del nombre de uno de sus guardianes. Otras fuentes sostienen que se deriva de la llamada al gato de la familia, Henry: “Oh, Henry!”, aunque no faltan otras versiones. Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909. O. Henry murió al año siguiente de cirrosis hepática.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
Se ha intentado en varias ocasiones otorgar al escritor el perdón póstumo, pero la cuestión sigue en el aire.
Los caprichos de la suerte, O. Henry

Existe una aristocracia de los parques públicos, e incluso de los vagabundos que los emplean como apartamentos privados. Vallance era un novato en la materia, pero cuando emergió de su mundo para internarse en el caos, sus pasos lo llevaron directamente a Madison Square.
Seco y adusto como una colegiala -de las de antes-, el joven mayo suspiraba con austeridad entre los árboles florecientes. Vallance se abotonó la chaqueta, encendió su último cigarrillo y se sentó en un banco. Durante tres minutos lamentó la pérdida de los últimos cien de sus últimos mil dólares, arrebatados por un policía motorizado que había puesto fin a su última correría en automóvil. Luego se revisó todos los bolsillos y no encontró un solo centavo. Aquella mañana había dejado su apartamento. Los muebles habían servido para pagar ciertas deudas. Su ropa, salvo la que tenía puesta, había pasado a manos de su criado, en concepto de salarios atrasados. Y allí estaba, en una ciudad que no le deparaba una cama, una langosta asada, un pasaje de tranvía, un clavel para la solapa, a menos que los obtuviera dando un sablazo a sus amigos o mediante algún engaño. Por lo tanto, había elegido el parque.
Y todo por culpa de un tío que lo había desheredado, pasándole de una generosa asignación a la nada. Y todo porque su sobrino lo había desobedecido con respecto a cierta muchacha que no entra en esta historia, razón por la cual los lectores que hayan comenzado a interesarse por ese lance no deben avanzar más. Existía otro sobrino, de una rama diferente, que en un tiempo había despuntado como probable heredero favorito. Falto de gracia y esperanza, había desaparecido en el fango largo tiempo atrás. Ahora rastreaban su paradero: debía ser rehabilitado y devuelto a su posición. De modo que Vallance, como Lucifer, había caído aparentemente a la sima más honda, reuniéndose así con los andrajosos fantasmas del pequeño parque.
Allí sentado, se reclinó a sus anchas en la dura madera del banco y, sonriendo, lanzó un chorro de humo hacia las ramas más bajas de un árbol. La repentina ruptura de todos sus vínculos vitales le había acarreado una alegría libre, estremecedora, casi exultante. Era la misma sensación del aeronauta que se aferra al paracaídas y deja que su globo se aleje sin rumbo.
Eran casi las diez. En los bancos no había demasiados vagabundos. El morador del parque, si bien combate tercamente al frío otoñal, es lento en atacar a la vanguardia del ejército primaveral. Entonces alguien abandonó su banco, cerca del surtidor saltarín, y fue a sentarse al lado de Vallance. No era ni joven ni viejo; las pensiones baratas le habían contagiado un olor a moho; peines y navajas no tenían tratos con él, en su cuerpo la bebida había sido embotellada y etiquetada bajo la vigilancia del diablo. Pidió una cerilla, lo cual suele servir de presentación entre esa clase de banqueros, y después comenzó a hablar.
-Usted no es de los habituales -le dijo a Vallance-. Reconozco la ropa hecha a la medida apenas la veo. Usted sólo ha parado aquí un momento. ¿Le molesta que le hable mientras tanto? Es que he de estar con alguien. Tengo miedo, tengo miedo. Se lo he dicho a dos o tres de esos gandules que hay por ahí. Creen que estoy loco. Escuche, escuche lo que le voy a decir: todo lo que me queda para comer hoy son dos rosquillas y una manzana. Mañana me presento para heredar tres millones, y aquel restaurante que ve allí, todo rodeado de coches, me resultará demasiado barato. No me cree, ¿verdad?
-Almorcé en ese restaurante ayer -dijo Vallance riéndose- sin el menor problema. Esta noche no podría pagar los cinco centavos de una taza de café.
-Usted no parece uno de nosotros. Bien, supongo que esas cosas suceden. Hace algunos años yo estaba en la cumbre. ¿Qué fue lo que lo hizo caer?
-Oh..., yo... perdí mi trabajo -dijo Vallance. -Esta ciudad es la esencia del Hades -continuó el otro-. Un día uno come en porcelana china, y al día siguiente come a lo chino: un puñado de arroz. He tenido muy mala suerte.
Hace cinco años que no soy más que un mendigo. Me criaron para vivir a lo grande y no hacer nada. No me importa decírselo, sabe; he de hablar con alguien porque tengo miedo; ¿se da cuenta?, tengo miedo. Me llamo Ide. Usted no me creerá si le digo que el viejo Paulding, uno de los millonarios de Riverside Drive, era tío mío. ¿Me cree? Y bien, así es. En otro tiempo viví en su casa y tuve todo el dinero que me dio la gana. Oiga, ¿por casualidad no tendrá para pagar un par de copas, señor...? ¿Cómo se llama usted?
-Dawson -dijo Vallance-. No; lamento declarar que financieramente estoy liquidado.
-Hace una semana que vivo en un depósito de carbón de la Calle Division -prosiguió Ide-, con un granuja llamado Blinky Morris. No tenía otro sitio adónde ir. Hoy, mientras estaba fuera, se ha presentado un tipo con un montón de papeles, preguntando por mí. Yo he pensado que era un policía de paisano, así que no he vuelto hasta la noche. Había una carta esperándome. Oiga, Dawson; era de Mead, un gran abogado de la ciudad. He visto su placa en la Calle Ann. Paulding pretende convertirme en el sobrino pródigo, quiere que regrese, vuelva a ser su heredero y despilfarre su dinero. Mañana, a las diez, he de presentarme en la oficina del abogado para calzar otra vez mis viejos zapatos... Heredaré tres millones, Dawson, y me darán diez mil dólares al año. Y tengo miedo... Tengo miedo.
El vagabundo se puso en pie de un salto y se llevó los brazos temblorosos a la cabeza. Contuvo la respiración y lanzó un gemido histérico.
Vallance lo agarró del brazo y le obligó a sentarse.
-¡Serénese! -ordenó en un tono parecido al del asco-. Se diría que ha perdido usted una fortuna, en lugar de haberla ganado. ¿De qué tiene miedo?
Encogido en el banco, Ide se estremeció. Agarró la manga de Vallance e, incluso al débil resplandor de las luces de aquella avenida de donde éste fuera expulsado, se podían ver en los ojos del otro lágrimas impelidas por un extraño terror.
-Temo que me pase algo antes del amanecer. No sé qué... Algo que me impida alcanzar ese dinero. Tengo miedo de que me caiga un árbol encima, de que me atropelle un coche, o me aplaste una cornisa o algo por el estilo. Nunca había sentido esto. He pasado cientos de noches en este parque, tan en calma como una figura de piedra, sin saber cómo iba a desayunar. Pero ahora es diferente. Yo adoro el dinero, Dawson, soy feliz como un dios cuando lo palpo, cuando la gente se inclina a mi paso, cuando me veo rodeado de música, flores y ropa cara. Mientras supe que estaba fuera del juego no me preocupé. Hasta pasé momentos felices sentado aquí, andrajoso y hambriento, escuchando el rumor de la fuente y mirando los coches de la avenida. Pero ahora que está nuevamente al alcance de mi mano..., no soy capaz de soportar las doce horas de espera, Dawson, no soy capaz. Hay cincuenta cosas que pueden sucederme... Podría quedarme ciego, podría sufrir un ataque al corazón, el mundo podría acabarse antes de...
Ide volvió a ponerse en pie con un chillido. En los bancos la gente se agitó y empezó a mirar. Vallance lo tomó del brazo.
-Vamos, caminemos -le dijo suavemente-. Y trate de calmarse. No hay por qué excitarse o preocuparse. Todas las noches son iguales.
-Es verdad -dijo Ide-. Quédese conmigo, Dawson... Usted es un buen tipo. Andemos juntos un poco. Jamás he estado así de deshecho, y eso que he sufrido muchos golpes duros. ¿Cree usted que podría conseguir algo de comer, amigo? Temo que estoy demasiado nervioso para mendigar. Vallance condujo a su compañero por una casi desierta Quinta Avenida, y luego hacia el oeste, por la Treinta, hacia Broadway.
-Espere aquí un momento -dijo dejando a Ide en un lugar silencioso, entre las sombras. Entró en un conocido hotel y se encaminó hacia la barra con la soltura de otros tiempos.
-Mira, Jimmy, fuera hay un pobre diablo -explicó al camarero- que dice tener hambre, me parece que es cierto. Ya sabes lo que esa gente hace si les das dinero. Prepárale un par de sándwiches, y yo me ocuparé de que no los tire por ahí.
-Seguro, señor Vallance -dijo el camarero-. No todos son mentirosos. Y no me gusta que nadie se muera de hambre. Envolvió en una servilleta una generosa ración del menú libre. Vallance salió con ella y se reunió con su compañero. Ide se abalanzó sobre la comida con una avidez famélica.
-En todo el año no había comido un menú como éste -declaró-. ¿No va a probarlo, Dawson?
-Gracias, no tengo hambre -dijo Vallance.
-Volvamos a la plaza -propuso Ide-. Allí no nos molestarán los polis. Guardaré el resto del jamón y lo demás para el desayuno. No comeré más. Tengo miedo de enfermarme. ¡Imagínese que muera de un calambre y jamás llegue a tocar el dinero! Todavía faltan once horas para ver al abogado. Usted no me abandonará, ¿verdad, Dawson? Temo que pueda sucederme algo. Usted no tiene adónde ir, ¿verdad?
-No -dijo Vallance-. Esta noche no tengo casa.
-Si es verdad lo que me ha contado -continuó Ide-, se lo toma usted con mucha calma. Juraría que cualquier hombre que se quedara en la calle después de perder un buen trabajo, estaría arrancándose los pelos.
-Creo haber señalado ya -dijo Vallance- que, para mí, un hombre en situación de recibir una fortuna debería sentirse alegre y sereno.
-Es curioso -filosofó Ide- ver cómo la gente se toma las cosas. Aquí está su banco, Dawson, justo al lado del mío. En este lugar la luz no le dará en los ojos. Oiga, Dawson, cuando vuelva a casa haré que el viejo escriba una carta de recomendación para que usted encuentre trabajo. Me ha ayudado mucho esta noche. De no haber dado con usted, no habría sobrevivido.
-Gracias -dijo Vallance-. ¿Se duerme sentado o tumbado?
Durante horas, casi sin parpadear, Vallance contempló las estrellas a través de las ramas de los árboles y escuchó el agudo retumbar de los cascos de los caballos que, sobre el mar de asfalto, pasaban hacia el sur. Si bien mantenía la mente activa, sus sentimientos se habían adormecido. Parecía como si le hubiesen extirpado toda emoción. No sentía pena ni angustia, ni dolor ni incomodidad. Hasta cuando pensaba en la muchacha, le daba la impresión de que ella habitaba una de las estrellas remotas que estaba contemplando. Recordó las absurdas bufonadas de su compañero y se rió quedamente, pero sin regocijo alguno. Pronto el ejército cotidiano de carros de lechero convirtió la ciudad en un tambor bramante al compás del cual marchaban. Vallance se durmió en el incómodo banco.
Al día siguiente, a las diez, ambos se presentaron a la puerta del despacho del abogado Mead, en la Calle Ann.
A medida que se aproximaba la hora, los nervios de Ide iban de mal en peor; y Vallance no se decidía a entregarlo a los peligros que temía.
Cuando entraron en el despacho, Mead los miró estupefacto. Vallance y él eran viejos amigos. Después de saludarlo se volvió hacia Ide, quien se hallaba lívido y temblequeante, al borde de la presumible crisis.
-Anoche envié a su dirección una segunda carta, señor Ide -dijo el abogado-. Le informa que el señor Paulding ha reconsiderado la propuesta de acogerlo una vez más bajo su protección. Ha decidido no hacerlo, y desea comunicarle que esto no afectará las relaciones entre ustedes.
El temblor de Ide cesó repentinamente. Su rostro recuperó el color, y enderezó la espalda. Adelantó tres centímetros la mandíbula y en sus ojos despuntó un fulgor. Retiró con una mano su estropeado sombrero, y tendió la otra, de dedos rígidos, al abogado. Aspiró profundamente y acabó por lanzar una risa sardónica.
-Dígale al viejo Paulding que se puede ir al infierno -dijo con voz clara y rotunda, y, dándose la vuelta, salió del despacho con paso firme y vivo.
Mead giró sobre sus talones para enfrentarse a Vallance, y sonrió.
-Me alegro de que hayas venido -dijo de buen humor-. Tu tío quiere que vuelvas a casa enseguida. Ha reflexionado sobre la situación que produjo su apresurada decisión, y desea comunicarte que a partir de ahora todo volverá a ser como...
Mead interrumpió la frase y gritó a su ayudante:
-¡Eh, Adams! Traiga un vaso de agua... El señor Vallance acaba de desmayarse.

3 de agosto de 2015

El sueño, O. Henry

 El sueño, O. Henry

La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
-Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...

O. Henry


Nota del Editor

Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:
Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

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