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26 de mayo de 2020

Aire frio, Howard Phillips Lovecraft


Aire frio, Howard Phillips Lovecraft


Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado.
El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.
Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería rápidamente solucionado.
El Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse - cada vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad - todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas - su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre en Barcelona oyó hablar de él - y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío!
La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay, reflexioné trivialmente, un infinito patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este mundo.
Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.
Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía - la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado - era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción.
La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior.
A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.
Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún tipo de existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación - alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit - era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.
Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle - que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvía escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.
Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido.
Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en 28 grados; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.
Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios.
Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuándo sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un derrumbamiento total.
Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor.
Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.
La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente.
Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo.
Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que había contratado, parece, había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo.
En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre. Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde.
Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y desaparecía.
Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire frío.
El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente. Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que meterme en un lugar extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera - conservación - pues como se puede ver, fallecí hace dieciocho años.

 Howard Phillips Lovecraft


23 de abril de 2018

Dagón, H. P. Lovecraft



DAGÓN

                Escribo esto bajo una considerable tensión mental, ya que al caer la noche mi existencia tocará a su fin. Sin un céntimo, y agotada la provisión de droga que es lo único que me hace soportable la vida, no podré aguantar mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana de esta buhardilla a la mísera calle de abajo. Que mi adicción a la morfina no les lleve a considerarme un débil o un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas apresuradamente garabateadas, podrán comprender, aunque no completamente, por qué debo olvidar o morir.            Fue en una de las zonas más abiertas y desoladas del gran Pacífico donde el buque del que yo era sobrecargo fue alcanzado por el cazador de barcos alemán. Entonces la gran guerra se hallaba en sus comienzos y las fuerzas oceánicas del Huno aún no habían llegado a su posterior decadencia; así que nuestra nave fue presa según las convenciones, y su tripulación tratada con el respeto y consideración debida a prisioneros de guerra. De hecho, la disciplina de nuestros captares era tan relajada que cinco días más tarde logré huir en un botecillo con agua y provisiones para bastante tiempo.
                Cuando finalmente me encontré con las amarras cortadas y libre, tenía muy poca idea de mi posición. No siendo navegante avezado, tan sólo podía suponer vagamente, por el sol y las estrellas, que me encontraba al sur del ecuador. Desconocía mi longitud, y no había a la vista ni islas ni costas. El tiempo permanecía bonancible y durante un número indeterminado de días navegué sin rumbo bajo el sol abrasador, esperando el paso de un barco o la arribada a las playas de alguna tierra habitable. Pero ni barcos ni tierra hacían su aparición, y yo comencé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella oscilante inmensidad de azul ilimitado.
                El cambio tuvo lugar mientras dormía. Jamás conocí los detalles, ya que mi sueño, aunque problemático y repleto de visiones, fue ininterrumpido. Cuando desperté, lo hice para encontrarme medio hundido en una cenagosa extensión de infernal fango negro que me rodeaba en monótonas ondulaciones hasta tan lejos como llegaba la vista, y en el que mi bote se encontraba embarrancado a cierta distancia.
                Aunque podría suponerse que mi primera sensación ante esa prodigiosa e inesperada transformación del paisaje fuese la del asombro, en realidad me encontraba más espantado que perplejo; ya que había en la atmósfera y en el suelo putrefacto una cualidad siniestra que me helaba hasta la médula. La zona era un pudridero de cadáveres de peces descompuestos, así como de otras cosas menos descriptibles que pude ver insinuándose entre el asqueroso légamo de aquella interminable llanura. Quizás no debiera intentar el transcribir con simples palabras la indecible abominación que parecía asentarse en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. No había nada al alcance del oído, ni de la
vista, excepto una inmensidad de negro limo; y, sin embargo, la absoluta quietud y la monotonía del paisaje me agobiaban con un terror nauseabundo.
                El sol llameaba en un cielo que me pareció casi negro en su cruel ausencia de nubes, como reflejando las ciénagas de tinta que había bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el bote atorado, comprendí que tan sólo había una teoría que pudiera explicar mi situación. Debido a algún cataclismo volcánico sin precedentes, parte del lecho marino debía haber emergido, revelando áreas que parecían haberse mantenido ocultas durante millones de años en las insondables profundidades oceánicas. Tan grande era la extensión de esa nueva tierra alzada bajo mis pies que, por más que aguzase el oído, no se captaba el menor rumor de oleaje. Tampoco había allí ninguna ave marina que se alimentase de los seres muertos.
                Durante algunas horas permanecí pensando o cavilando en el bote, que yacía de costado y prestaba una ligera sombra según el sol corría el cielo. Al avanzar el día, el suelo fue perdiendo algo de fluidez, pareciendo en poco tiempo lo bastante seco como para permitir viajar a su través. Esa noche dormí, aunque poco, y al día siguiente preparé un paquete con comida y agua, necesario para una marcha en busca del mar desaparecido, así como de un posible rescate.
                A la tercera mañana descubrí que el suelo se encontraba lo bastante seco como para caminar con facilidad. La peste a pescado era exasperante, pero me hallaba demasiado absorto en asuntos de más importancia como para preocuparme por eso, y, resuelto, me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día avancé siempre hacia el oeste, guiado por un lejano montículo que descollaba sobre las demás elevaciones de aquel desierto ondulado. Acampé aquella noche, y al día siguiente aún estaba en camino hacia el montículo, aunque parecía apenas más próximo que cuando le había avistado por primera vez. El cuarto atardecer alcancé el pie del promontorio, que resultó ser mucho más alto de lo que parecía a distancia; un valle interpuesto hacía aún más pronunciado su relieve sobre la superficie. Demasiado cansado para ascenderlo, me dormí a la sombra de la colina.
                No sé por qué mis sueños resultaron tan estrafalarios esa noche; pero antes de que la menguante luna, fantásticamente gibosa, se hubiese elevado mucho sobre la llanura oriental, me encontraba despierto, bañado en sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones habidas resultaban demasiado como para atreverse a arrostrarlas de nuevo. Y al resplandor de la luna comprendí cuán necio había sido al viajar de día. Sin el brillo del sol abrasador, mi viaje hubiera resultado menos fatigoso; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que había descartada al ocaso. Recogiendo mi hatillo, empecé a subir hacia la cumbre de la elevación.
                Ya he comentado que la interminable monotonía de la ondulante llanura era fuente de vago horror para mí, pero creo que mi espanto se vio acrecentado cuando alcancé la cima del montículo y miré al otro lado de un inconmensurable barranco o cañón cuyas negras profundidades la luna, aún no lo bastante alta, no llegaba a iluminar. Me sentí como en el fin del mundo, atisbando al borde de un caos insondable de noche eterna. En mi terror me venían curiosas reminiscencias del Paraíso perdido y del odioso ascenso de Satán a través de remotos territorios de oscuridad.
                Al ascender más la luna, comencé a distinguir que las cuestas del valle no resultaban tan perpendiculares como había supuesto. Salientes y afloramientos de piedra proporcionaban apoyos fáciles y seguros para el descenso, además de que a partir de unos pocos cientos de metros la pendiente se hacía más gradual. Acuciado por un impulso que me resulta difícil de analizar por completo, descendí dificultosamente las rocas y alcancé la más suave ladera de abajo, ojeando aquellas profundidades estigias que la luz aún no había penetrado.
                Sobre todo, mi atención se vio prendida por un objeto grande y singular de la ladera opuesta, que se alzaba a pico un ciento de metros más adelante; un objeto que relucía blanquecino a los recién llegados rayos de la luna en ascenso. Era tan sólo una gigantesca pieza de roca, como pronto pude cerciorarme; pero yo había tenido una clara idea de que su contorno y ubicación no eran completamente obra de la naturaleza. Un examen más detenido me colmó de indescriptibles sensaciones; ya que a pesar de su enorme tamaño y de que se encontraba situado en un abismo abierto en el fondo de los mares desde la juventud de la tierra, vi más allá de cualquier duda razonable que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya inmensa mole había conocido el trabajo y quizás la adoración de criaturas vivas y racionales.
                Aturdido y espantado, aunque no sin cierto escalofrío de placer propio de un científico o arqueólogo, examiné los alrededores con mayor detenimiento. La luna, ahora próxima al cenit, brillaba de forma extraña y vívida sobre los colosales peldaños que circundaban el abismo, revelando el hecho de que un regato de agua fluía al fondo, perdiéndose de vista en ambos sentidos y casi llegando a lamer mis pies cuando fui a detenerme al pie de la ladera. Al otro lado del barranco, las pequeñas olas golpeteaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie puede ver entonces cinceladas inscripciones y toscos relieves. La escritura estaba formada por un sistema de jeroglíficos desconocidos para mí, distinto a cuanto hubiera visto en los libros; consistía en su mayor parte en símbolos acuáticos convencionales, tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y cosas así. Algunos caracteres, obviamente, representaban seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición yo había observado en la llanura surgida del océano.
                De entre todo, no obstante, fueron los relieves pictóricos los que más me subyugaron. Visibles con claridad al otro lado del agua interpuesta, gracias a su enorme tamaño, formaban un cúmulo de bajorrelieves cuyos motivos hubieran podido despertar la envidia de un Doré. Creo que podría suponerse que aquellos seres representaban hombres... o al menos, cierta clase de hombres; aunque se mostraba a las criaturas retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo pleitesía en algún santuario monolítico, al parecer también sumergido. No osaré entrar en detalles acerca de sus formas y rostros, ya que el siempre recuerdo me provoca vértigos. Grotescos más allá de la imaginación de un Poe o un Bulwer, resultaban en líneas generales condenadamente humanos a pesar de sus manos y pies palmeados, labios espantosamente gruesos y fofos, vidriosos ojos saltones, así como otros rasgos aún menos agradables de recordar. Cosa bastante curiosa, parecían cincelados sin guardar proporción con su escenario oceánico, ya que una de las criaturas era representada en el acto de matar a una ballena retratada como apenas un poco más grande. Reparé, como digo, en su deformidad y extraña estatura, pero enseguida decidí que se trataba sencillamente de los imaginarios dioses de alguna primitiva tribu de pescadores o marineros; una tribu cuyo último descendiente había muerto antes de que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o el del Neanderthal. Espantado por este inesperado vistazo a un pasado más allá de la imaginación del más aventurado de los antropólogos, estuve meditando mientras la luna vertía extraños reflejos en el silencioso canal que había ante mí.
                Entonces, bruscamente, lo vi. Con tan sólo un ligero chapoteo indicando su llegada a la superficie, el ser apareció sobre las oscuras aguas. Inmenso, semejante a un Polifemo, espantoso, se lanzó como un tremendo monstruo de pesadilla hacia el monolito, al que rodeó con sus gigantescos brazos escamosos al tiempo que abatía su monstruosa cabeza para prorrumpir en algunos sonidos pausados. Creo que enloquecí entonces.
                De mi frenético remonte de la ladera y el risco, así como de mi delirante regreso al bote embarrancado, poco es lo que recuerdo. Creo que canté durante largo trecho, y que reía de forma extraña cuando ya no fui capaz de seguir cantando. Guardo confusos recuerdos de una gran tormenta desencadenada algún tiempo después de llegar al bote; y de alguna manera sé que oí retumbar de truenos, así como otros sonidos que la naturaleza profiere tan sólo en sus más desbocados momentos.
                Cuando volví de entre las sombras me hallaba en un hospital de San Francisco, llevado allí por el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en mitad del océano. Había hablado mucho durante mi delirio, pero descubrí que habían prestado escasa atención a mis palabras. Mis salvadores nada sabían de tierras afloradas en el Pacífico, y no vi la necesidad de insistir sobre cosas que sabía no creerían. En cierta ocasión acudí a un famoso etnólogo y lo entretuve con curiosas preguntas acerca de la vieja leyenda filistea de Dagón, el dios-pez; pero advirtiendo enseguida que era irremisiblemente convencional, desistí de mi interrogatorio.
                Es durante la noche, sobre todo, cuando la luna es gibosa y menguante, cuando veo al ser. Probé la morfina, pero la droga ha resultado ser tan sólo una solución pasajera y me ha atrapado entre sus garras como esclavo sin esperanza de remisión. Así que voy a acabar con todo, habiendo escrito una relación completa para el conocimiento o la engreída diversión de mis semejantes. A menudo me pregunto si no habrá sido todo una fantasía... un simple monstruo de la fiebre sufrida mientras yacía preso de la insolación y enloquecido en el bote descubierto, tras mi huida del buque de guerra alemán. Eso me digo, pero siempre me viene una espantosa y vívida imagen a modo de respuesta. No puedo pensar en el profundo mar sin estremecerme ante los indescriptibles seres que puede que en este mismo instante estén reptando y removiéndose en sus fondos cenagosos, adorando arcaicos ídolos de piedra y tallando sus propias y detestables imágenes en obeliscos submarinos de rezumante granito. Sueño con el día en que puedan emerger entre el oleaje y sumergir entre sus garras a los restos de una humanidad débil y agotada por la guerra... el día en que la tierra se hunda y el oscuro lecho marino se alce entre el pandemónium universal.
                El fin está próximo. Escucho un ruido en la puerta, como si un cuerpo inmenso y resbaladizo se debatiera contra ella. No dará conmigo. Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!




H. P. Lovecraft




22 de abril de 2018

La maldición que cayó sobre Sarnath, H. P. Lovecraft


LA MALDICIÓN QUE CAYÓ SOBRE SARNATH


                Hay en la tierra de Mnar un amplio lago tranquilo al que ninguna corriente nutre y del que tampoco nace río alguno. Hace diez mil años se alzaba en sus riberas la poderosa ciudad de Sarnath, pero Sarnath ya no está allí.
                Cuentan que, en los olvidados años en que el mundo era joven, aun antes de que los hombres de Sarnath llegaran a la tierra de Mnar, otra ciudad se ubicaba junto al lago; la ciudad construida con piedras grises de lb, que era tan vieja como el mismo lago y estaba poblada por seres de ingrata apariencia. Tales seres resultaban sumamente feos y extraños, tal como de hecho son la mayoría de los retoños de un mundo apenas esbozado. Está escrito en las piedras cilíndricas de Kadatheron que el color de los seres de lb resultaba tan verde como el lago y las neblinas que se alzan de su superficie; que eran de ojos saltones, labios fofos y repulsivos, y curiosas orejas, así como que eran mudos. También está escrito que descendieron una noche de la luna, entre la niebla; ellos y el gran lago tranquilo, y la pétrea ciudad gris de lb. Como quiera que sea, es cierto que adoraban a un ídolo de piedra verde mar cincelado a semejanza de Bokrug, el gran lagarto acuático, ante el que danzaban de forma horrible cuando la luna se mostraba gibosa. Y está escrito en los papiros de Ilarnek que descubrieron un día el fuego, y que desde entonces utilizaron las llamas en multitud de festejos. Pero no es mucho lo que se ha escrito sobre tales seres, ya que existieron en tiempos verdaderamente remotos, y el hombre es joven, y sabe muy poco sobre los más antiguos de entre los seres vivos.
                Tras muchos eones los hombres llegaron a la tierra de Mnar; eran oscuros pueblos pastores que arreaban sus rebaños y que construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron junto al sinuoso río Al. Y algunas tribus, más audaces que las otras, se llegaron al borde del lago y emplazaron Sarnath en el lugar en que los metales preciosos afloraban de la tierra.
                Las errabundas tribus ubicaron las primeras piedras de Sarnath no muy lejos de la ciudad gris de lb, maravillándose en grado sumo ante los seres que allí moraban. Pero con su asombro se mezclaba el odio, porque no estaba en su forma de pensar el admitir que seres de tal aspecto pudieran habitar el mundo de los hombres nacidos del fango. Tampoco gustaban de las extrañas esculturas sobre los monolitos grises de lb, ya que la gran antigüedad de tales tallas les resultaba terrible. Nadie sabría decir por qué aquellos seres y esculturas permanecían sobre la tierra, aun tras la llegada del hombre; a no ser que fuera porque la tierra de Mnar era tranquila en verdad, y alejada de la mayoría de otras tierras, tanto de la vigilia como de los sueños.
                Cuanto más miraban a los seres de lb, más los odiaban los hombres de Sarnath, y a esto contribuía no poco el descubrimiento de que aquellos seres resultaban débiles como jalea a la herida de piedras, lanzas y flechas. Así que un día los guerreros jóvenes, los honderos y los lanceros y los arqueros se pusieron en marcha contra Ib y mataron a todos sus moradores, arrojando los extraños cuerpos al lago mediante largas lanzas, ya que no querían tocarlos. Y ya que no gustaban de los grises monolitos esculpidos de lb, los abatieron asimismo sobre el lago, maravillándose de la enormidad del trabajo de acarrear aquellas piedras desde muy lejos, como sin duda había sido, ya que no se conocía nada semejante en toda la tierra de Mnar ni en las adyacentes.
                De esta forma no quedó nada de la antiquísima ciudad, a excepción del ídolo de piedra verde mar cincelado a semejanza de Bokrug, el lagarto acuático. A éste los guerreros jóvenes se lo llevaron a Sarnath como un símbolo de conquista sobre los vie¬jos dioses y los seres de lb, así como en señal de liderazgo sobre Mnar. Pero la noche después de ser emplazado en el templo, algo terrible debió suceder, ya que se vieron luces salvajes sobre el lago, y al llegar la mañana el pueblo se encontró con que había desaparecido, y que el sumo sacerdote Taran-Ish yacía muerto, como abatido por algún miedo indecible. Y antes de morir, Taran-Ish había garabateado sobre el altar de crisolito con trazos temblorosos la señal de la MALDICIÓN.
                Luego de Taran-Ish se sucedieron los sumos sacerdotes en Sarnath, pero nunca llegaron a encontrar el ídolo de piedra verde mar. Y multitud de siglos llegaron y se fueron, y Sarnath prosperó desmesuradamente, hasta que sólo los sacerdotes y las viejas recordaron lo que Taran-Ish garabateara sobre el altar de crisolito. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se estableció un camino de caravanas, y los preciosos metales de la tierra se intercambiaban por otros metales y ropas raras y joyas y libros e instrumental para los artífices y todas los lujosos bienes conocidos por el pueblo que habita a lo largo del sinuoso río Ai y aún más allá. Así creció Sarnath poderosa y sabia, y enviaba ejércitos de conquista para subyugar a las ciudades vecinas; y en su momento se sentaron en el trono de Sarnath los reyes de toda la tierra de Mnar, así como multitud de tierras adyacentes.
                Maravilla del mundo y orgullo de la humanidad era Sarnath la magnífica. De pulido mármol, extraído del desierto, eran sus murallas; con una altura de 300 codos y una anchura de 75, de forma que dos carros podían cruzarse sobre su parte alta. Su longitud era de 500 estadios, interrumpiéndose tan sólo en la parte que daba al lago, donde un gran dique de piedra verde contenía a las olas que se alzaban de forma extraña una vez al año, durante el aniversario de la destrucción de Ib. En Sarnath había cincuenta calles que iban del lago a las puertas de las caravanas, y otras cincuenta que las cruzaban. De ónice estaban todas pavimentadas, a excepción de aquellas por donde pasaban los caballos y los camellos y los elefantes, que se hallaban adoquinadas con granito. Y las puertas de Sarnath eran tantas como calles concluían en sus murallas, cada una de ellas de bronce y flanqueadas por efigies de leones y elefantes esculpidos en una clase de piedra ya desconocida para los hombres. Las casas de Sarnath eran de ladrillo vidriado y calcedonia, cada una con su jardín vallado y su estanque cristalino. En extraño estilo habían sido construidas, ya que ninguna otra ciudad poseía casas así, y los viajeros de Thraa e Ilarnek y Kadatheron se maravillaban ante los resplandecientes domos con que se hallaban rematadas.
                Pero más maravillosos aún resultaban los templos y los palacios, así como los jardines establecidos por el antiguo rey Zokkar. Había multitud de palacios, el más modesto de los cuales era más formidable que cualquiera de los de Thraa o Ilarnek o Kadatheron. Tan altos eran que, hallándose en su interior, uno podía creer que se hallaba a cielo abierto; aunque cuando se iluminaban con antorchas embebidas en el aceite de Dothur sus muros mostraban inmensos frescos de reyes y ejércitos, de una magnificencia tal que elevaban el espíritu al tiempo que atemorizaban a quienes los contemplaban. Multitud eran las columnas de los palacios, todas de mármol veteado, y talladas con motivos de belleza sin par. Y en la mayoría de los palacios los suelos se hallaban cubiertos por mosaicos de berilo y lapislázuli y sardónice y rubí y otros materiales selectos, tan bien distribuidos que el visitante podía creerse paseando sobre lechos de las más raras flores. Y había asimismo fuentes que derramaban aguas perfumadas alrededor mediante surtidores diseñados con habilidosa artesanía. Eclipsando a todos sus rivales se alzaba el palacio de los reyes de Mnar y tierras adyacentes. Sobre dos agazapados leones de oro reposaba el trono, muchos peldaños por encima del suelo resplandeciente. Y había sido tallado en una única pieza de marfil, aunque ningún hombre vivo conocía de dónde pudiera proceder algo tan inmenso. En ese palacio también había innumerables galerías, y muchos anfiteatros donde leones y hombres y elefantes combatían para entretenimiento de los reyes. En ocasiones se inundaban los anfiteatros con aguas canalizadas desde el lago a través de poderosos acueductos, y entonces se libraban trepidantes combates navales o luchas de nadadores contra mortíferos seres acuáticos.
                Altos y asombrosos resultaban los diecisiete templos en torre de Sarnath, edificados con una piedra de reflejos multicolores desconocida en cualquier otra parte. Su buen millar de codos medía el mayor de todos, allí donde moraba el sumo sacerdote entre una magnificencia apenas superada por la del rey. Abajo había salones tan amplios y espléndidos como los de los palacios, donde se agolpaban las muchedumbres adorando a Zo-Kalar y Tañas y Lobon, los dioses mayores de Sarnath, cuyos relicarios, envueltos en humo de incienso, eran semejantes a tronos de monarca. Las imágenes de Zo-Kalar y Tamash y Lobon no eran como las demás estatuas de dioses, ya que resultaban tan vívidas que uno podría jurar que los propios y agraciados dioses barbudos ocupaban sus tronos de marfil. Y a través de interminables escaleras de brillante circonio se llegaba al aposento de la cima, desde donde el sumo sacerdote avizoraba de día sobre la ciudad y las llanuras y el lago; y de noche la críptica luna y las estrellas más brillantes y los planetas, así como sus reflejos en el lago. Allí tenían lugar los más antiguos y secretos ritos en execración de Bokrug, el lagarto acuático, y allí reposaba el altar de crisolito ostentando la MALDICIÓN, garabateada por Taran-Ish.
                Maravillosos asimismo resultaban los jardines edificados por el antiguo rey Zokkar. Ocupaban el centro de Sarnath, cubriendo un gran espacio y circundados por un alto muro. Y se hallaban cubiertos por un poderoso domo de cristal, a través del cual brillaban el sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba despejado. Y de ella se colgaban refulgentes imágenes del sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba nublado. En verano, los jardines se refrescaban mediante aromáticas brisas frescas, habilidosamente provocadas mediante ventiladores, y en verano se caldeaban a través de fuegos ocultos, por lo que en dichos jardines siempre reinaba la primavera. Pequeñas corrientes corrían sobre guijarros claros, surcando prados verdes y jardines multicolores, y multitud de puentes los salvaban de uno a otro lado. Muchas eran las cascadas a lo largo de sus cursos, y muchos asimismo los estanques cuajados de lirios en los que se expandían. Sobre corrientes y estanques bogaban blancos cisnes, al tiempo que la música de aves exóticas repicaba al compás del canto de las aguas. Macizos verdes nacían en ordenadas terrazas, adornados aquí y allá con emparrados y amables arriates, y asientos y bancos de mármol y pórfido. Y había innumerables capillas y templetes en donde uno podía descansar o rezar a los dioses menores.
                Cada año tenía lugar en Sarnath la fiesta de la destrucción de lb, y en esa ocasión se prodigaban el vino, las canciones, la danza y todo tipo de festejos. Se rendían grandes honores a los espectros de aquellos que aniquilaron a los seres de extraña antigüedad, y la memoria de éstos y sus viejos dioses resultaba mancillada por bailarines y músicos coronados con rosas procedentes de los jardines de Zokkar. Y los reyes oteaban sobre el lago y maldecían los huesos de los muertos que descansaban en sus honduras. En un principio los sumos sacerdotes no gustaban de tales festejos, ya que se contaban unos a otros extrañas historias de cómo el ídolo verde mar se había esfumado, y de cómo Taran-Ish había muerto de miedo, no sin antes dejar un aviso. Y se comentaba que, a veces, desde su alta torre, se divisaban luces bajo las aguas del lago. Pero como innumerables años fueron transcurriendo sin que sucediera calamidad alguna, incluso los sacerdotes rieron y maldijeron, y tomaron parte en aquellas orgías multitudinarias. Además, ¿no habían ellos mismos realizado a menudo, en su alta torre, el inconcebiblemente antiguo rito de execración de Bokrug, el lagarto acuático? Y un millar de años de riqueza y gozos transcurrieron sobre Sarnath, maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad.
                Magnificiente más allá de toda imaginación resultó la fiesta del milenio de la destrucción de lb. Por espacio de una década se habló en la tierra de Mnar sobre ella, y al acercarse la noche acudieron a Sarnath en caballos y camellos y elefantes hombres de Thraa, Ilarnek y Kadatheron, y de todas las ciudades de Mnar y de las tierras de aún más allá. Los pabellones de los príncipes y las tiendas de los viajeros se alzaron ante los marmóreos muros en aquella señalada noche, y por toda la ribera resonaban los cánticos de alegres celebrantes. En su sala de banquetes se reclinaba Nargis-Hey, el rey, catando vinos añejos de las bodegas de la conquistada Pnath, rodeado de nobles alegres y diligentes esclavos. Se habían paladeado multitud de platos durante esa fiesta; pavos reales de las islas de Nariel en el Océano Medio; cabras jóvenes de las lejanas colinas de Implan, pies de camellos del desierto bnarcico, nueces y especias de los plantíos cidarianos, y perlas de marítimo Mtal, disueltas en el vinagre de Thraa. Había salsas en número incontable, preparadas por los mejores cocineros de toda Mnar, y aptas para todos los paladares. Pero el manjar más apreciado lo constituían los grandes peces del lago, de gran envergadura y servidos sobre fuentes de oro hermoseadas con rubíes y diamantes.
                Mientras el rey y sus nobles festejaban en palacio, y contemplaban los platos cumbre que aguardaban en sus fuentes de oro, otros celebraban en otra parte. En la torre del gran templo los sacerdotes se entregaban a la diversión, y en los pabellones extramuros los príncipes de tierras vecinas festejaban a su vez. Y sucedió que fue el sumo sacerdote Gnai-Kah quien primero advirtió la sombra que descendía de la gibosa luna hacia el lago, y la espantosa bruma verde que surgía del lago para juntarse con la luna y envolver con siniestra neblina las torres y cúpulas de la condenada Sarnath. Luego, quienes estaban en las torres y al otro lado de los muros avistaron extrañas luces en las aguas y vieron que la roca gris Akurión, que se alzaba junto a la orilla, estaba casi sumergida. Y el miedo prendió difusa aunque veloz-mente, de forma que el príncipe de Ilarnek y el del lejano Rokol desmontaron y plegaron sus tiendas y pabellones y huyeron hacia el río Ai, aunque ellos mismos apenas entendían el motivo de aquella precipitada salida.
                Entonces, próxima a sonar la medianoche, las puertas de bronce de Sarnath se abrieron y vomitaron una multitud enloquecida que cubrió la llanura, por lo que príncipes visitantes y viajeros huyeron espantados, ya que los rostros de esa multitud ostentaban la enloquecedora impronta de un inaguantable horror, y de sus bocas brotaban palabras tan terribles que nadie se demoró a comprobar su verdad. Hombres de ojos enloquecidos por el miedo vociferaban haber mirado en la sala del rey a través de los ventanales, y que ya no resultaba posible ver las siluetas de Nargis-Hei y sus nobles y esclavos, sino tan sólo una horda de indescriptibles seres verdes mudos, con ojos saltones y repulsivos labios fofos, y curiosas orejas. Seres que bailaban de forma espantosa, sosteniendo entre sus zarpas fuentes doradas hermoseadas con rubíes y diamantes, y conteniendo llamas terribles. Y los príncipes y viajeros, mientras huían de la ciudad maldita de Sarnath a lomos de caballos y camellos y elefantes, volvieron la vista al lago del que brotaban las nieblas y vieron que la roca Akurión se hallaba prácticamente sumergida.
                Por toda la tierra de Mnar y adyacentes corrieron historias de aquellos que habían escapado de Sarnath, y las caravanas ya no concurrieron más a la ciudad maldita, ni a sus metales preciosos. Tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que algún viajero fuera allá, y sólo entonces los jóvenes valientes y aventureros de la lejana Falona osaron hacer el viaje, jóvenes aventureros de pelo rubio y ojos azules sin parentesco alguno con los hombres de Mnar. De hecho, aquellos hombres acudieron al lago para contemplar Sarnath, pero aunque encontraron el gran lago tranquilo y la roca gris Ákurión que se alza muy alta cerca de la orilla, no pudieron vislumbrar la maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad. Donde antes se alzaran muros de 300 codos y torres aún más altas, ahora se hallaba sólo orilla pantanosa; y donde antes moraran cincuenta millones de hombres ahora tan sólo se veía reptar al detestable lagarto verde de agua. Ni las minas de metal precioso quedaban, ya que la MAL¬DICIÓN había caído sobre Sarnath.
                Pero medio oculto entre los juncos se descubrió un curioso ídolo de piedra verde; un ídolo sumamente antiguo, cubierto de algas y cincelado a semejanza de Bokrug, el gran lagarto acuático. Ese ídolo, entronizado en el gran templo de Ilarnek, fue en adelante adorado al resplandor de la luna gibosa en toda la tierra de Mnar.

H. P. Lovecraft

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