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17 de octubre de 2017

Una pequeñez, Anton Chejov



    Una pequeñez, Anton Chejov

 Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Pertersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo, y las que las seguían sucedíanse sin interrupción, monótonas y grises.
     Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.
     -¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una voz infantil-. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.
     Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Roca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.
     -¡Buenas noches, amigo! -contestó Beliayev-. No te había visto. ¿Mamá está bien?
     Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.
     -Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...
     Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar la faz del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier mueble insignificante.
Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y sus ojos negros recordábanle a la Olga Ivanovna del principio de la novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.
     -¡Ven aquí, bicho! -le dijo- Déjame verte más de cerca.
     El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.
     -Bueno -comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro.- ¿Cómo te va?
     -Le diré a usted... Antes me iba mejor.
     -¿Y eso?
     -Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?
     -Sí, hace unos días.
     -¡Ya lo veo! Tiene usted la perilla más corta. ¿Me deja usted tocársela?... ¿No le hago daño?...
     -¿Por qué cuando se tira de un solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?
     El chiquillo empezó a jugar con la cadena del reloj de su interlocutor y prosiguió:
     -Cuando yo sea colegial, mamá me comprará un reloj. Y le diré que también me compre una cadena como esta. ¡Queé dije más bonito! Como el de papá... Papá lleva en el dije un retratito de mamá... La cadena es mucho más larga que la de usted...
     -¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a tu papá?
     -¿Yo?... No... Yo...
     Alecha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.
     Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:
     -Ves a papá..., ¿verdad?
     -No, no... Yo...
     -Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad. No seas taimado. Le ves, no lo niegues... Háblame como a un amigo.
     Alecha reflexiona un poco.
     -¿Y usted no se lo dirá a mamá?
     -¡Claro que no! No tengas cuidado.
     -¿Palabra de honor?
     -¡Palabra de honor!
     -¡Júramelo!
     -¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?
     Alecha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:
     -Pero, ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se entera, yo, Sonia y Pelagueya, la criada, nos la ganaremos. Pues bien, oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito que hay una mesa de mármol y encima un cenicero que representa una oca.
     -¿Y qué hacéis allí?
     -Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida a café y a pasteles. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo dos detesto. Prefiero los de col y los de huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos gana. Sin embargo, cenamos, para que mamá no sospeche, nada.
     -¿De qué habláis con papá?
     -De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere; pero yo sí. Claro que me aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le dice que se venga a casa y no quiere ni que le veamos. Siempre nos pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se cogió la cabeza con las dos manos..., así..., y empezó a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá... Diga usted: ¿es verdad que somos desgraciados?
     -¿Por qué?
     -No sé; papá lo dice: «Sois unos desgraciadas -nos dice-, y mamá, la pobre, también, y yo; todos nosotros.» Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.
     Alecha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.
     -¿Conque sí? -dijo, al cabo, Beliayev-. ¿Conque celebráis mítines en las confiterías? ¡Tiene gracia! ¿Y mamá no sabe nada?
     -¿Cómo lo va a saber? Pelagueya no dirá nada... ¡Ayer nos dio papá unas peras!... Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos...
     -Y dime... ¿Papá no habla de mí?
     -¿De usted? Le aseguro...
     El chiquillo miró fijamente a Beliayev, y concluyó:
     -Le aseguro que no habla nada de particular.
     -Pero, ¿por qué no me lo cuentas?
     -¿No se ofenderá usted?
     -¡No, tonto! ¿Habla mal?
     -No; pero... está enfadado con usted. Dice que mamá es desgraciada por culpa de usted; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme, balancea la cabeza.
     -¿Conque afirma que yo he sido la perdición...?
     -Sí. ¡Pero no se enfade usted, Nicolás Ilich!
     Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.
     -¡Es absurdo y ridículo! -balbuceaba, encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga-. Él es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es irritante!
     Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:
     -¿Conque te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?
     -Sí; pero... usted me ha prometido no enfadarse.
     -¡Déjame en paz!... ¡Vaya una situación lucida!
     Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.
     Beliayev saludó con la cabeza y siguió paseándose.
     -¡Claro! -murmuraba- ¡El culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!
     -¿Qué hablas? -preguntó Olga Ivanovna.
     -¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos sois unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!
     -No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?
     -Pregúntale a este caballerito -dijo Beliayev, señalando a Alecha.
     El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.
     -¡Nicolás Ilich!-balbuceó-, le suplico...
     Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.
     -¡Pregúntale!-prosiguió este- La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijas a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho vuestra felicidad...
     -¡Nicolás Ilich! -gimió Alecha-, usted me había dado su palabra de honor...
     -¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!
     -Pero dime -preguntó Olga, con las lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo-: ¿te vas con papá? No comprendo...
     Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.
     -¡No es posible! -exclama su madre-. Voy a preguntarle a Pelagueya.
     Y salió.
     -¡Usted me había dado su palabra de honor...! -dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.
     Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin mas preocupación que la de su amor propio herido.
     Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo le habían engañado. Lloraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez, en su vida, que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.

  Anton Chejov

18 de enero de 2016

¡Chist!, Antón Chéjov

¡Chist!

 Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:
 -¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a ésto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!... Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.
 -Nadia-le dice-, voy a escribir... Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las cocineras roncan... Procura que tenga té y... un bistec, ¿eh?... Ya lo sabes, no puedo escribir sin té... El té es lo que me sostiene cuando trabajo.
 Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: "¡Vil!" También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador...
 Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.
 -¡Dios mío, el óxido de carbono!-gime con una mueca de mártir-. ¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!
 Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su tema. está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer... Su rostro tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un momento.
Igual que una jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá... Por último, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia de muerte, escribe el título...
 -¡Mamá, agua!-grita la voz de su hijo.
 -¡Chist!-dice la madre-. Papá escribe. Chist...
 Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: "¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!"
 -¡Chist!-rasguea la pluma.
 -¡Chist!-dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa.
 Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.
 -¡Oiga!-grita Krasnukin-. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.
 -Perdóneme-responde tímidamente Nicolaievich.
 -¡Chist!
 Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira al reloj.
 -¡Dios mío, ya son las tres!-gime-. La gente duerme y yo... ¡sólo yo estoy obligado a trabajar!
 Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:
 -Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas...
 Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacción!
-Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme...-dijo al acostarse-. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma... Debería tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría este trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!
 Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo... ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un editro conocido!...
 -¡Ha escrito toda la noche!-cuchichea su mujer con gesto apurado-. ¡Chist!
 Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro profanar.

 -¡Chist!-se oye a través de la casa-. ¡Chist!

Antón Chéjov

17 de enero de 2016

El álbum, Antón Chéjov

 El álbum



 El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:
 -Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...
 -Durante más de diez años-le sopló Zacoucine.
 -Durante más de diez años... ¡Hum!... en este día memorable, nosotros, vuestros subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque vuestra noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honréis con...
 -Vuestras paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso-añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente-. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.
 -Y que-concluyó-vuestro estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.
 Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.
 -Señores-dijo con voz temblorosa-, no esperaba yo ésto, no podía imaginar que celebraseis mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Creedme, amigos míos, os aseguro que nadie os desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos vosotros...
 Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, dijo unas cuantas palabras más muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.
En su casa le esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos, le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiese sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.
 -Señores-dijo en el momento de los postres-, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.
 Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.
 -¡Qué bonito es!-dijo Olga, la hija de Serlavis-. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!
 Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios tirándolos al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de pensión. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo más que colorear recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de cerillas y lo llevó colocado así al despacho de su padre.
 -Papá, mira un monumento.
Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.
 -Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.

Antón Chéjov

16 de enero de 2016

El talento, Anton Chejov




El talento 
   
   
          El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
     Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
     Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo le consuela el pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
     La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta e trasladarán a la ciudad.
     La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
     Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en das orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.
     Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
     -No puedo casarme.
     -¿Pero por qué? -suspira ella.
     -Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
     -¿Y no lo sería usted conmigo?
     -No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.
     -¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
     -¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?
     Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.
     -¡Yo debía irme al extranjero! -dice.
     Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...
     -¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
     -¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?
     En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándase porla habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.
     -¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!
     El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
     Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Hállase en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.
     -¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
     Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
     -Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
     Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el obscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y le llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
     -¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama- ¿Cóma te va, muchacho?
     Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...
     -Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
     -Sí, he pintado algo... ¿y tú?
     Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
     -Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.
     En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
     Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
     -Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.
     No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.
     Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
     -¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprendéis? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
     Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso, entusiasmo. Se les creería, oyéndoles, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas les sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
     A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
     Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...
     -¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?
     -¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.

     Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

Anton Chejov

15 de enero de 2016

Vanka, Anton Chejov


 Vanka

   
     Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
     Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
     Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada, en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró al icono obscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
     El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
     «Querido abuelo Constantino, Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...
     Vanka miró a la obscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba da bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña, plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Acompañábanle dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.
     Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando le tenían ya por muerto.
     En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.
     -¿Quiere usted un polvito? -es preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
     Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares.
     Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.
     El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la obscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...
     Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
     Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
     «Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»
     Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
     «Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.
     «Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso, que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
     «Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»
     Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:
     -¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!
     Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos le trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...
     «¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte, que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdale bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes te quiere tu nieto
VANKA CHUKOV.
     Ven en seguida, abuelito.»
     Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
     Tras una nueva meditación, añadió:
«Constantino Makarich.»
     Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie se lo estorbase se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.
     El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.
     Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...
     Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
     Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente paseábase en torno de la estufa y meneaba el rabo...

Anton Chejov


14 de enero de 2016

Los mártires, Anton Chejov

 Los mártires
  
   
     Lisa Kudrinsky, una señora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enferma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha telegrafiado a su madre.
     He aquí cómo cuenta la señora Lisa la historia de su enfermedad:
     Después de pasar una semana en la quinta de mi tía me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es un déspota -¡yo le mataría!- hemos pasado unos días deliciosos. La otra noche dimos una función de aficionados, en la que tomé yo parte. Representamos Un escándalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto bebí un poco de limón helado con coñac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sentó mal. Al día siguiente hicimos una excursión a caballo. La mañana era un poco húmeda y me resfrié. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y a llevarme el traje de seda. No había hecho más que llegar, cuando he sentido unos espasmos en el estómago y unos dolores... Creí que me moría. Varia, ¡claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirarse de los pelos, ha mandado por el médico. ¡Han sido unos momentos terribles!
     Tal es el relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.
     Después de la visita del médico se duerme con el sosegado sueño de los justos, y no se despierta en seis horas.
     En el reloj acaban de dar las dos de la mañana. La luz de una lámpara con pantalla azul alumbra débilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquetón gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama está sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.
     -¿Qué tal, querida? ¿Estás mejor? -le pregunta muy quedo.
     -¡Un poco mejor! -gime ella-. ¡Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...
     -¿Quieres que te cambie la compresa, ángel mío?
     Lisa se incorpora con lentitud, pintado un intenso sufrimiento en la faz, e inclina la cabeza hacia su marido, que, sin tocar apenas su cuerpo, como si fuese algo sagrado, le cambia la compresa. El agua fría la estremece ligeramente y le arranca risitas nerviosas.
     -¿Y tú, pobrecito, no has dormido? -gime, tendiéndose de nuevo.
     -¿Acaso podría yo dormir estando enferma mi mujercita?
     -Esto no es nada, Vasia. Son los nervios. ¡Soy una mujer tan nerviosa...! El doctor lo achaca al estómago; pero estoy segura de que se engaña. No ha comprendido mi enfermedad. Son los nervios y no el estómago, ¡te lo juro! Lo único que temo es que sobrevenga alguna complicación...
     -¡No, mujer! Mañana se te habrá pasado ya todo.
     -No lo espero... No me importa morirme; pero cuando pienso que tú te quedarías solo... ¡Dios mío!... ¡Ya te veo viudo!...
     Aunque el amante esposo está solo casi siempre y ve muy poco a su mujer, se amilana y se aflige al oírla hablar así.
     -¡Vamos, mujer! ¿Cómo se te ocurren pensamientos tan tristes? Te aseguro que mañana estarás completamente bien...
     -No lo espero... Además, aunque yo me muera, la pena no te matará. Llorarás un poco y te casarás luego con otra...
     El marido no encuentra palabras para protestar contra semejantes suposiciones, y se defiende con gestos y ademanes de desesperación.
     -¡Bueno, bueno, me callo! -le dice su mujer-. Pero debes estar preparado...
     Y piensa, cerrando los ojos: «Si efectivamente me muriera...»
     El cuadro de su propia muerte se le representa con todo lujo de detalles. En torno del lecho mortuorio lloran Vasia, su madre, su prima Varia y su marido, sus amigos, su adoradores. Está pálida y bella. La amortajan con un vestido color de rosa, que le sienta a las mil maravillas, y la colocan sobre un verdadero tapiz de flores, en un ataúd magnífico, con aplicaciones doradas. Huele a incienso; arden las velas funerarias. Su marido la mira a través de las lágrimas. Sus adoradores la contemplan con admiración. «Se diría -murmuran- que está viva. ¡Hasta en el ataúd está bella!» Toda la ciudad se conduele de su fin prematuro... El ataúd es transportado a la iglesia por sus adoradores, entre los que va el estudiante de ojos negros que le aconsejó que bebiese la limonada con coñac... Es lástima que no acompañe a la procesión fúnebre una banda de música... Después de la misa, todos rodean el ataúd y se oyen los adioses supremos. Llantos, sollozos, escenas dramáticas... Luego, el cementerio. Cierran el ataúd...
     Lisa se estremece y abre los ojos.
     -¿Estás ahí, Vasia? -pregunta-. ¡No hago más que pensar cosas tristes, no puedo dormir!... ¡Ten piedad de mí, Vasia, y cuéntame algo interesante!
     -¿Qué quieres que te cuente, querida?
     -Una historia de amor -contesta con voz moribunda la enferma-, una anécdota....
     Vasili Stepanovich hasta bailaría de coronilla con tal de ahuyentar los pensamientos tristes de su mujer.
     -Bueno; voy a imitar a un relojero judío.
     El amante esposo pone una cara muy graciosa de judío viejo, y se acerca a la enferma.
     -¿Necesita usted, por casualidad, componer su reloj, hermosa señora? -pregunta con una pronunciación cómicamente hebrea.
     -¡Sí, sí! -contesta Lisa, riendo y alargándole a su marido su relojito de oro, que ha dejado, como de costumbre, en la mesa de noche-. ¡Compóngalo, compóngalo!
     Vasili Stepanovich coge el reloj, le abre, le examina detenidamente, encorvado y haciendo muecas, y dice:
     -No tiene compostura; la máquina está hecha una lástima.
     Lisa se ríe a carcajadas y aplaude.
     -¡Muy bien! ¡Magnífico! -exclama-. ¡Eres un excelente artista! Haces mal en no tomar parte en nuestras funciones de aficionados. Tienes talento. Más que Sisunov. Sisunov es un joven con una vis cónica admirable. Sólo el verle la cara es morirse de risa. Figúrate una nariz apatatada, roja como una zanahoria, unos ojillos verdes... Pues ¿y el modo de andar?... Anda de un modo graciosísimo, igual que una cigüeña. Así, mira...
     La enferma salta de la cama y empieza a andar descalza a través de la habitación.
     -¡Salud, señoras y señores! -dice con voz de bajo, remedando al señor Sisunov-. ¿Qué hay de bueno por el mundo?
     Su propia toninada la hace reír.
     -¡Ja, ja, ja!
     -¡Ja, ja, ja! -ríe su marido.
     Y ambos, olvidada la enfermedad de ella, se ponen a jugar, a hacer niñerías, a perseguirse. El marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la camisa y la cubre de ardientes besos.
     De pronto ella se acuerda de que está gravemente enferma.
     Se vuelve a acostar, la sonrisa huye de su rostro...
     -¡Es imperdonable! -se lamenta-. ¡No consideras que estoy enferma!
     -¿Me perdonas?
     -Si me pongo peor, tú tendrás la culpa. ¡Qué malo eres!
     Lisa cierra los ojos y enmudece. Se pinta de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de su pecho dolorosos gemidos. Vasia se cambia la compresa y se sienta a su cabecera, de donde no se mueve en toda la noche.
     A las diez de la mañana vuelve el doctor.
     -Bueno; ¿cómo van esas fuerzas? -le pregunta a la enferma, tomándole el pulso-. ¿Ha dormido usted?
     -¡Se siente mal, muy mal! -susurra el marido.
     Ella abre los ojos y dice con voz débil:
     -Doctor, ¿podría tomar un poco de café?
     -No hay inconveniente.
     -¿Y me permite usted levantarme?
     -Sí; pero sería mejor que guardase usted cama hoy.
     -Los malditos nervios... -susurra el marido en un aparte con el médico-. La atormentan pensamientos tristes... Estoy con el alma en un hilo.
     El doctor se sienta ante una mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se despide hasta la noche.
     Al mediodía se presentan los adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le traen flores y novelas francesas. Lisa, interesantísima con su peinador blanco y su gorro de encaje, les dirige una mirada lánguida en que se lee su escepticismo respecto a una curación próxima. La mayoría de sus adoradores no han visto nunca a su marido, a quien tratan con cierta indulgencia. Soportan su presencia armados de cristiana resignación: su común desventura les ha reunido con él junto a la cabecera de la enferma adorable.
     A las seis de la tarde, Lisa torna a dormirse para no despertar hasta las dos de la mañana. Vasia, como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la compresa, le cuenta anécdotas regocijadas.
     -Pero ¿adónde vas, querida? -le pregunta Vasia, a la mañana siguiente, a su mujer, que está poniéndose el sombrero ante el espejo-. ¿Adónde vas?
     Y le dirige miradas suplicantes.
     -¿Cómo que adónde voy? -contesta ella, asombrada-. ¿No te he dicho que hoy se repite la función de teatro en casa de María Lvovna?
     Un cuarto de hora después toma el tole.
     El marido suspira, coge la cartera y se va a la oficina. Las dos noches de vigilia le han producido un fuerte dolor de cabeza y un gran desmadejamiento.
     -¿Qué le pasa a usted? -le pregunta su jefe.
     Vasia hace un gesto de desesperación y ocupa su sitio habitual.
     -¡Si supiera vuestra excelencia -contesta- lo que he sufrido estos dos días!... ¡Mi Lisa está enferma!
     -¡Dios mío! -exclama el jefe-. ¿Lisaveta Pavlovna? ¿Y qué tiene?
     El otro alza los ojos y las manos al cielo, como diciendo:
     -¡Dios lo quiere!
     -¿Es grave, pues, la cosa?
     -¡Creo que sí!
     -¡Amigo mío, yo sé lo que es eso! -suspira el alto funcionario, cerrando los ojos-. He perdido a mi esposa... ¡Es una pérdida terrible!... Pero estará mejor la señora, ¿verdad? ¿Qué médico la asiste?
     -Von Sterk.
     -¿Von Sterk? Yo que usted, amigo mío, llamaría a Magnus o a Semandritsky... Está usted muy pálido. Se diría que está usted enfermo también...
     -Sí, excelencia... Llevo dos noches sin dormir, y he sufrido tanto...
     -Pero ¿para qué ha venido usted? ¡Váyase a casa y cuídese! No hay que olvidar el proverbio latino: Mens sana in corpore sano...
     Vasia se deja convencer, coge la cartera, despide del jefe y se va a su casa a dormir.

Anton Chejov

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