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15 de julio de 2015

El Molino, Antonio Esteban Agüero

EL MOLINO

Agua, ciénagas, sauces,
y un caserón casi en ruinas.
donde las muelas no muelen,
donde no zumba la vida.

Agua, ciénagas, sauces,
y al pie de un cerro: el molino
que supo de mis abuelos
haciendo harina su trigo.

Antonio Esteban Agüero

De Poemas Lugareños (1937) canto a la sierra de los Comechingones

14 de julio de 2015

Yo Presidente. Antonio Esteban Aguero



Yo Presidente. Antonio Esteban Aguero

Yo, Antonio Esteban Agüero,
capitán de pájaros,
general de livianas mariposas,
estoy en Buenos Aires,
la capital del Plata,
para ser presidente
y organizar la Patria.

Detrás he dejado
los pueblos que me siguen,
ejército de alondras,
la división blindada de los cóndores,
las águilas que saben del sabor de la piedra,
calandrias,
chalchaleros,
chiriguas mañaneras,
los secretos lechuzos que me pasan
la información del día y de la noche.

Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?
Que rodean la urbe por sus cuatro costados,
sus jinetes son muertos de Facundo,
son muertos de Ramírez,
montoneros del Chacho
sableadores de Pringles,
domadores,
remeseros,
rastreadores,
guitarreros,
espectrales jinetes que cabalgan
mi millón de caballos.

Les ruego que se rindan
que depongan las armas,
que guarden los tanques,
y encierren los cañones,
porque mañana a mediodía
quiero estar en la Plaza de Mayo
sobre viejos balcones del Cabildo
para ser presidente y
prestar juramento:
por los ríos de sangre derramada,
por los indios y los blancos muertos
por el sol y la luna,
por la tierra y el cielo,
por el padre Aconcagua,
y por el Mar oceánico,
y por todas las hierbas y los bosques,
y por todas las flores y los pájaros,
y por el hambre de los niños pobres,
y la tristeza de los niños ricos,
y el dolor de las jóvenes paridas,
y la agonía de los viejos ...
Juro
Yo juro.
Hacer de este país la Patria.
Ordeno que se rindan
porque mañana a mediodía
entraré en Buenos Aires.
Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?

Nadie podrá atajarme



Rodolfo Herrero recitando Yo Presidente de Antonio Esteban Agúero 

Video del 50 Encuentro Internacional de Poetas "Oscar Guiñazú Añlvarez" 6, 7, 8, 7 9 de Octubre de 2011. Organizado y llevado a cabo por el Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento,  Traslasierra, Córdoba, Argentina

13 de julio de 2015

Video de la Disertación Antonio Esteban Agüero, una poesía del arraigo del Poeta Alejandro Nicotra

Disertación Antonio Esteban Agüero, una poesía del arraigo del destacado Poeta Alejandro Nicotra (Video)

13 de abril de 2013. Video de la Disertación Antonio Esteban Agüero, una poesía del arraigo del destacado Poeta Alejandro Nicotra. Casa del poeta Antonio Esteban Agüero, Merlo, San Luis, Argentina. Palabras de bienvenida del Profesor Mario Ceretti, Presentación del disertante a cargo de la Profesora Beatriz Tombeur.

12 de julio de 2015

Juego de sombras, Herman Hesse

 JUEGO DE SOMBRAS, HERMAN HESSE

La amplia fachada principal del castillo era de piedra clara y sus grandes ventanales miraban al Rin y a los cañaverales, y más allá a un paisaje luminoso y abierto de agua, juncos y pasto donde, más lejos aún, las montañas arqueadas de bosques azulados formaban una suave curva que seguía el desplazamiento de las nubes; sólo cuando soplaba el Foehn, el viento del Sur, se veía brillar los castillos y los caseríos, diminutas y blancas edificaciones en la lontananza. La fachada del castillo se reflejaba en la corriente tranquila, alegre y frívola como una muchacha; los arbustos del parque dejaban que su verde ramaje colgara hasta el agua, y a lo largo de los muros unas góndolas suntuosas pintadas de blanco se mecían en la corriente. Esta parte risueña y soleada del castillo estaba deshabitada. Desde que la baronesa había desaparecido, todas las habitaciones permanecían vacías, salvo la más pequeña, en la que como antaño seguía viviendo el poeta Floriberto. La dueña de la casa era la culpable de la deshonra que había recaído sobre su esposo y sus dominios, y de la antigua corte y de los numerosos y vistosos cortesanos de antaño ya nada quedaba excepto las blancas y suntuosas góndolas y el versificador silencioso.
El señor del castillo vivía, desde que la desgracia se había abatido sobre él, en la parte trasera del edificio, donde una enorme torre aislada de la época de los romanos oscurecía el patio angosto, donde los muros eran siniestros y húmedos, y las ventanas estrechas y bajas, pegadas al parque sombrío de árboles centenarios, grupos de grandes arces, de álamos, de hayas.
El poeta vivía en total soledad en su ala soleada. Comía en la cocina y a menudo transcurrían muchos días sin que viera al barón.
-Vivimos en este castillo como sombras -le dijo un día a uno de sus amigos de la infancia que había acudido a visitarlo y que no resistió más de un día en las inhóspitas habitaciones del castillo muerto. Antaño, Floriberto se había dedicado a componer fábulas y rimas galantes para los invitados de la baronesa y, tras las disolución de la alegre compañía, había permanecido en el castillo sin que nadie le preguntara nada, sencillamente porque su ingenuo y modesto talante temía mucho más los vericuetos de la vida y la lucha por el sustento que la soledad del triste castillo. Hacía mucho tiempo que no componía ya poemas. Cuando, con viento de poniente, contemplaba más allá del río y de la mancha amarillenta de los cañaverales el círculo lejano de las montañas azuladas y el paso de las nubes, y cuando, en la oscuridad de la noche, oía el balanceo de los árboles inmensos en el viejo parque, componía extensos poemas, pero que carecían de palabras y que nunca podían ser escritos. Unos de estos poemas se titulaba «El aliento de Dios» y trataba del cálido viento del sur, y otro se llamaba «Consuelo del alma» y era una contemplación del esplendor de los prados primaverales. Floriberto era incapaz de recitar o de cantar estos poemas, porque no tenían palabras, pero los soñaba y también los sentía, en particular por las noches. Por lo demás solía pasar la mayor parte de su tiempo en el pueblo, jugando con los niños rubios y haciendo reír a las muchachas y a las mujeres jóvenes con las que se cruzaba, quitándose el sombrero a su paso como si fueran damas de la nobleza. Sus días de mayor felicidad eran aquellos en los que se topaba con doña Inés, la hermosa doña Inés, la famosa doña Inés de finos rasgos virginales. La saludaba con gesto amplio y profunda inclinación, y la hermosa mujer se inclinaba y reía a su vez y, clavando su mirada clara en los ojos turbados de Floriberto, proseguía sonriente su camino resplandeciente como un rayo de sol.
Doña Inés vivía en la única casa que había junto al parque asilvestrado del castillo y que antaño había sido un pabellón anexo de la baronesa. El padre de doña Inés, un antiguo guarda forestal, había recibido la casa en compensación por algún favor excepcional que le había hecho al padre del actual dueño del castillo. Doña Inés se había casado muy joven regresando al pueblo poco después convertida en una joven viuda, y vivia ahora, tras la muerte de su padre, en la casa solitaria, sola con una sirvienta, y una tía ciega.
Doña Inés siempre llevaba unos vestidos sencillos pero bonitos, y siempre nuevos y de suaves colores; seguía teniendo el rostro juvenil y fino, y su abundante y morena cabellera recogida en gruesas trenzas ceñía su hermosa cabeza. El barón había estado enamorado de ella, antes incluso de haber repudiado a su mujer de costumbres disolutas, y ahora volvía a estarlo. Se encontraba por las mañanas en el bosque con ella, y por las noches la llevaba en barca por el río a una cabaña de juncos en los cañaverales; allí, su sonriente rostro virginal descansaba contra la barba prematuramente encanecida del barón, y los dedos finos de ella jugaban con la dura y cruel mano de cazador de él.
Doña Inés iba todas las fiestas de guardar a la iglesia, rezaba y daba limosna para los pobres. Visitaba a las ancianas menesterosas del pueblo, les regalaba zapatos, peinaba a sus nietos, las ayudaba en las labores de costura y, al marchar, dejaba en sus humildes cabañas el suave resplandor de una joven santa. Todos los hombres la deseaban, y al que fuera de su agrado y llegara en buen momento le concedía, además del beso en la mano, un beso en los labios, y el que fuera afortunado y bien parecido podía atreverse, cuando llegara la noche, a escalar su ventana.
Todo el mundo lo sabía, incluso el barón, pese a lo cual la hermosa mujer proseguía en total inocencia y con mirada sonriente su camino, como una muchachita ajena a cualquier deseo de un hombre. De tanto en tanto, aparecía un amante nuevo, que la cortejaba discretamente como a una belleza inaccesible, henchido de orgullo y de felicidad por la valiosa conquista, asombrado de que los demás hombres no se la disputaran y le sonrieran. La casa de doña Inés se levantaba apacible junto al lindero del parque siniestro, rodeada de rosales trepadores y aislada como en un cuento de hadas, y allí vivía ella, entraba y salía, fresca y tierna como una rosa una mañana de verano, con un resplandor puro en su rostro de niña y las pesadas trenzas aureolando su cabeza de finas facciones. Las ancianas pobres del pueblo la bendecían y le besaban las manos, los hombres la saludaban con profunda inclinación y sonreían a su paso, y los niños corrían hacia ella tendiéndole las manitas y dejándose acariciar en las mejillas.
-¿Por qué eres así? -le preguntaba a veces el barón amenazándola con mirada severa.
-¿Acaso tienes algún derecho sobre mí? -respondía doña Inés con ojos asombrados y jugando con sus trenzas morenas.
Quien más enamorado estaba era Floriberto, el poeta. A él el corazón le daba brincos cuando la veía. Cuando oía algún comentario malévolo sobre ella, sufría, sacudía la cabeza y no le daba crédito. Si los niños se ponían a hablar de ella, se le iluminaba el rostro y prestaba el oído como si escuchara una canción. Y de todos sus sueños, el más hermoso consistía en soñar despierto con doña Inés. Entonces lo adornaba con todo, con lo que amaba y con lo que le parecía hermoso, con el viento de poniente y con el horizonte azulado, y con todos los luminosos prados primaverales, que disponía a su alrededor; y en ese cuadro introducía toda la nostalgia y el cariño inútil de su existencia de niño inútil. Una noche, a principios de verano, tras un largo período de silencio, un soplo de vida nueva sacudió la torpeza del castillo. El estruendo de un cuerno atronó en el patio donde penetró un coche que se detuvo entre chirridos. Se trataba del hermano del barón que venía de visita, un hombre alto y bien parecido, que lucía una perilla puntiaguda y una mirada enojada de soldado, acompañado por un único sirviente. Se entretenía bañándose en las aguas del Rin y disparando a las gaviotas plateadas para pasar el rato. Iba con frecuencia a caballo a la ciudad cercana de donde regresaba por las noches, borracho, y también hostigaba ocasionalmente al pobre poeta y se peleaba cada dos por tres con su hermano. No paraba de darle consejos, de proponerle arreglos y nuevas dependencias, de recomendarle transformaciones y mejoras, que nada representaban en su caso, ya que él nadaba en la abundancia gracias a su matrimonio, mientras que el barón era pobre y no había conocido más que desdichas y sinsabores durante la mayor parte de su vida.
Su visita al castillo se debía a un capricho que ya le empezó a pesar al cabo de la primera semana. No obstante se quedó y no dijo ni palabra de marcharse, pese a que a su hermano la idea no le habría disgustado en absoluto. Y es que había visto a doña Inés y había empezado a cortejarla.
No pasó mucho tiempo y, un día, la sirvienta de la hermosa mujer lució un vestido nuevo, regalo del barón forastero. Y al cabo de otro poco, ya recogía junto a muro del parque los mensajes y las flores que le entregaba el sirviente del mismo barón forastero. Y tras unos pocos días más, el barón forastero y doña Inés se encontraron un hermoso día de verano en una cabaña en medio del bosque y él le besó la mano, y la boquita menuda y el cuello tan blanco. Pero cuando doña Inés iba al pueblo y él se cruzaba con ella, entonces el barón forastero la saludaba con una profunda reverencia y ella le agradecía el saludo como una muchacha de diecisiete años
Volvieron a transcurrir unos días, y una noche que se había quedado solo, el barón forastero vio una nave con un remero y una mujer deslumbrante a bordo que descendía la corriente. Y lo que su curiosidad en la oscuridad no pudo saciar le quedó confirmado con creces al cabo de unos días: aquella a la que había estrechado contra su corazón a mediodía en la cabaña del bosque y a1 que había encandilado con sus besos surcaba las oscuras aguas del Rin por las noches en compañía de su hermano y desaparecía con él en los cañaverales.
El forastero se volvió taciturno y tuvo pesadillas. Su amor por doña Inés no era como el que se siente por un trofeo de caza apetecible sino como el que se siente por un valioso tesoro. Cada uno de sus besos lo colmaba de dicha y de asombro, asustado de que tanta pureza y tanta dulzura hubieran sucumbido a su reclamo. Con lo que a ella la había amado más que a otras mujeres, y junto a ella había recordado su juventud, y así la había abrazado con ternura, agradecimiento, y consideración a la vez. A ella que, cuando llegaba la noche, se perdía en la oscuridad con su hermano. Entonces se mordió los labios y sus ojos lanzaron destellos de ira.
Indiferente a todo lo que estaba sucediendo e insensible a la atmósfera de velada pesadumbre que se cernía sobre el castillo, el poeta Floriberto seguía llevando su apacible existencia. Le disgustaban las vejaciones y tormentos ocasionales del huésped del castillo, pero de antaño estaba acostumbrado a soportar escarnios de este tipo. Evitaba al forastero, se pasaba el día entero en el pueblo o con los pescadores a orillas del Rin, y se dedicaba a fantasear vaporosas ensoñaciones en el calor de la noche. Y una mañana tomó conciencia de que las primeras rosas de té junto al muro del patio del castillo empezaban a florecer. Hacía ya tres veranos que solía depositar las primicias de estas insólitas rosas en el umbral de la puerta de doña Inés y se alegraba de poder ofrecerle por cuarta vez consecutiva este modesto y anónimo regalo.
Aquel mismo día, a mediodía, el forastero se encontró con la hermosa doña Inés en el bosque de hayas. No le preguntó dónde había ido la víspera y la antevíspera a la caída de la noche. Clavó su mirada casi horrorizada en los ojos inocentes y apacibles y, antes de irse, le dijo:
-Vendré esta noche a tu casa cuando anochezca. ¡Deja la ventana abierta!
-Hoy no - respondió suavemente ella -, hoy no.
-Pues vendré.
-Mejor otro día. ¿Te parece? Hoy no, hoy no puedo.
-Vendré esta noche. Esta noche o nunca. Haz lo que quieras.
Ella se separó de su abrazo y se alejó.
Al anochecer, el forastero estuvo al acecho del río hasta que cayó la noche. Pero la barca no se presentó Entonces se encaminó hacia la casa de su amada y se ocultó detrás de un matorral con el fusil entre las piernas.
El aire era cálido y apacible. Los jazmines perfumaban la atmósfera y tras una hilera de nubecitas blancas el cielo se fue llenando de pequeñas estrellitas apagadas El canto profundo de un pájaro solitario se elevó en e parque.
Cuando ya casi era noche cerrada, giró con paso taimado un hombre junto a la casa, casi furtivo. Llevaba el sombrero profundamente hundido sobre los ojos, pero estaba todo tan oscuro que se trataba de una precaución inútil. En la mano derecha llevaba un ramo de rosas blancas que proyectaban una claridad apagada en la noche El que estaba al acecho agudizó la mirada y armó el fusil
El recién llegado alzó la mirada hacia las ventanas de las que no brillaba luz alguna. Entonces se acercó a 1a puerta, se agachó y estampó un beso en el picaporte metálico de la puerta.
En ese instante surgió la llama, se oyó un estampido seco que el eco repitió suavemente en las profundidades del parque. El portador de las rosas dobló las rodillas, después cayó hacia atrás y tras unos breves espasmos silenciosos quedó tumbado de espaldas en la gravilla.
El que estaba al acecho permaneció todavía un buen rato oculto, pero nadie apareció y tampoco nada se movió en la casa silenciosa. Entonces salió con prudencia de su escondite y se agachó sobre la víctima de su disparo, que yacía con la cabeza descubierta pues había perdido el sombrero en su caída. Compungido, reconoció con asombro al poeta Floriberto.
-¡Así que él también! -se lamentó alejándose
Las rosas quedaron esparcidas por el suelo, una de ellas en medio del charco de sangre del poeta. En el campanario del pueblo sonó la hora. El cielo se cubrió de nubes blancuzcas, hacia las que la inmensa torre del castillo se alzaba como un gigante que se hubiese dormido erguido. La corriente perezosa del Rin cantaba su dulce melodía y, en el interior del parque sombrío el pájaro solitario siguió cantando hasta pasada la medianoche.

Herman Hesse de Cuentos maravillosos

10 de julio de 2015

Fragmento del III Capítulo “El mal ladrón” del Libro Demian de Herman Hesse publicado en 1919

 Fragmento del III Capítulo “El mal ladrón” del Libro Demian de Herman Hesse publicado en 1919 y reeditado hasta nuestros días.


II. EL MAL LADRÓN, Herman Hesse

Mi fe religiosa había sufrido entretanto bastante deterioro; sin embargo, mis pensamientos, influenciados por Demian, se diferenciaban de aquellos de mis compañeros que habían llegado al escepticismo total. Había unos cuantos que ocasionalmente dejaban caer frases sobre lo ridículo e indigno que era creer aún en Dios y en historietas tales como la Santísima Trinidad y la Inmaculada Concepción, y que opinaban que era una vergüenza seguir contando todavía semejantes patrañas.
Yo no pensaba así en absoluto. Aun en los casos de duda, conocía a través de las experiencias de mi niñez la realidad de una vida piadosa como la que llevaban mis padres, y sabía que no era indigna ni falsa. Es más: seguía sintiendo el mayor respeto por lo religioso. Pero Demian me había acostumbrado a considerar e interpretar los relatos y dogmas religiosos con más libertad y personalidad, con más fantasía; por lo menos yo seguía siempre con agrado las interpretaciones que él me proponía, aunque muchas me parecieran demasiado extremistas, como la historia de Caín. Una vez, sin embargo, llegó a asustarme durante la clase de religión con una teoría aún más atrevida. El profesor había hablado del Gólgota. El relato bíblico de la Pasión y Muerte del Salvador me había impresionado mucho ya desde niño; cuando mi padre nos leía en Viernes Santo la historia de la Pasión, yo vivía profundamente emocionado en ese mundo dolorosamente hermoso de Getsemani y del Gólgota, pálido y fantasmal pero tremendamente vivo. Cuando escuchaba La Pasión según San Mateo, de Bach, el sombrío y poderoso fulgor del dolor que irradiaba aquel mundo misterioso me inundaba con estremecimientos místicos.
Aun hoy esta música y el Actus tragicus son para mí la quintaesencia de la poesía y la expresión artística.
Al final de aquella clase, Demian me dijo muy pensativo: —Hay algo, Sinclair, que no me gusta. Vuelve a leer la historia y analízala bien; verás que tiene un sabor falso.
Me refiero a los dos ladrones. ¡Es grandioso el cuadro de las tres cruces erguidas allá, sobre la colina! ¿Para qué nos vienen con la historia sentimental del buen ladrón?
Primero fue un criminal y cometió Dios sabe cuántos delitos; después se desmorona y celebra verdaderos festines de arrepentimiento y contrición. ¿Me puedes decir qué sentido tiene ese arrepentimiento a dos pasos de la tumba? No es más que la típica historia de curas, dulzona, falsa y sentimentalona con fondo muy edificante. Si hoy tuvieras que escoger de entre los dos hombres a uno como amigo, o tuvieras que decidirte por uno para darle tu confianza, seguro que no elegirías a ese converso llorón. No, elegirías al otro, que es todo un hombre y tiene carácter; le importa tres pitos la conversión, que, dada su situación, no puede ser más que palabrería, y sigue su camino hasta el final, sin renegar en el último momento cobardemente del demonio que le había ayudado hasta entonces. Es un carácter; y los hombres con carácter quedan siempre malparados en la Biblia. Quizá fuera un descendiente de Caín; ¿tú que crees?
Me quedé consternado. Había creído estar totalmente familiarizado con la historia de la Pasión y ahora descubría con qué poca personalidad, imaginación y fantasía la había escuchado y leído. Sin embargo, el nuevo pensamiento de Demian me sonaba muy mal y amenazaba conceptos cuya existencia me creía obligado a salvar.
No, no se podía jugar así con las cosas, incluso con las más sagradas. Él, como siempre, notó inmediatamente mi resistencia, antes de que yo dijera algo.
—Ya sé —dijo resignado—, es la eterna historia. ¡El caso es no ser consecuente! Pero te voy a decir una cosa: éste es uno de los puntos en los que aparecen con toda claridad los fallos de nuestra religión. El Dios del Antiguo y Nuevo Testamento es, en efecto, una figura extraordinaria; pero no es lo que debe representar. Él es lo bueno, lo noble, lo paternal, lo hermoso, y, también, lo elevado y lo sentimental. ¡De acuerdo! Sin embargo, el mundo se compone de otras cosas; y éstas se adjudican simplemente al diablo, escamoteando y silenciando toda una mitad del mundo. Se venera a Dios como padre de la vida, negando al mismo tiempo la vida sexual, sobre la que se basa la vida misma, declarándola diabólica y pecaminosa. No tengo nada en contra de que se venere
al Dios Jehová. ¡En absoluto! Pero opino que deberíamos santificar y venerar al mundo en su totalidad, no sólo a esa mitad oficial, separada artificialmente. Por lo tanto, deberíamos tener un culto al demonio junto al culto divino.
Sería lo justo. O si no, habría que crear un dios que integrara en sí al diablo y ante el que no tuviéramos que cerrar los ojos cuando suceden las cosas más naturales de la vida.
Demian —en contra de su costumbre— se había acalorado; mas en seguida volvió a sonreír y dejó de acosarme.
Sus palabras dieron en el misterio de mis años infantiles, misterio que sentía en cada momento y del que no había dicho ni una palabra a nadie. Lo que dijo Demian sobre Dios y el demonio, sobre el mundo oficial y divino frente al mundo demoníaco silenciado, correspondía a mi propio pensamiento, a mi mito, a mi idea de los dos mundos o mitades, la clara y la oscura. El descubrimiento de que mi problema era el de todos los seres humanos, un problema de toda vida y todo pensamiento, se cernió de pronto sobre mí como una sombra divina y me llenó de temor y respeto al ver y sentir que mi vida y mis pensamientos más íntimos y personales participaban de la eterna corriente del pensamiento humano. El descubrimiento no fue alegre, aunque sí alentador y reconfortante.
Era duro y áspero, porque encerraba en sí responsabilidad, soledad y despedida definitiva de la infancia.
Revelando por primera vez en mi vida un secreto tan íntimo, conté a mi amigo los conceptos, tan arraigados desde mi infancia, de los «dos mundos»; y él se dio cuenta en seguida de que, en lo más profundo, yo aceptaba sus razonamientos. Pero no era su estilo aprovecharse de ello. Me escuchó con más atención que nunca, mirándome fijamente a los ojos, hasta que tuve que apartar los míos porque volví a sorprender en su mirada aquella extraña intemporalidad casi animal, aquella inconcebible antigüedad.
—Ya hablaremos otro día —dijo con cuidado—. Veo que piensas más de lo que puedes expresar. Claro que si es así te darás cuenta también de que nunca has vivido completamente lo que piensas; y eso no es bueno. Sólo el pensamiento vivido tiene valor. Hasta ahora has sabido que tu «mundo permitido» sólo era la mitad del mundo y has intentado escamotear la otra mitad, como hacen los curas y los profesores. ¡Pero no lo conseguirás! No lo consigue nadie que haya empezado a pensar.
Sus palabras me llegaron al alma.
—Pero —exclamé casi gritando— hay cosas verdaderamente feas y prohibidas; ¡no puedes negarlo! Están prohibidas y tenemos que renunciar a ellas. Yo sé que
existen el crimen y los vicios; pero porque existan no voy yo a convertirme en un criminal.
—Hoy no agotaremos el tema —me tranquilizó Max—. Desde luego, no vas a asesinar o violar muchachas, no. Pero aún no has llegado al punto en que se ve con claridad lo que significa en el fondo «permitido» y «prohibido». Has descubierto sólo una parte de la verdad.
Ya vendrá el resto, no te preocupes. Por ejemplo: desde hace un año sientes en ti un instinto, que pasa por «prohibido», más fuerte que todos los demás. Los griegos y muchos otros pueblos, en cambio, han divinizado este instinto y lo han venerado en grandes fiestas. Lo «prohibido» no es algo eterno; puede variar. También hoy cualquiera puede acostarse con una mujer si antes ha ido al sacerdote y se ha casado con ella. En otros pueblos es de otra manera. Por eso cada uno tiene que descubrir por sí mismo lo que le está prohibido. Se puede ser un gran canalla y no hacer jamás algo prohibido.
Y viceversa. Probablemente es una cuestión de comodidad.
El que es demasiado cómodo para pensar por su cuenta y erigirse en su propio juez, se somete a las prohibiciones, tal como las encuentra. Eso es muy fácil. Pero otros sienten en sí su propia ley; a esos les están prohibidas cosas que los hombres de honor hacen diariamente y les están permitidas otras que normalmente están mal vistas. Cada cual tiene que responder de sí mismo.
De pronto, como si se arrepintiera de haber hablado tanto, enmudeció. Ya entonces intuía yo de forma aproximada lo que Demian sentía cuando actuaba así; pues aunque solía exponer sus ideas de una manera muy agradable y aparentemente ligera, detestaba «hablar por hablar», como me dijo un día. Notaba en mí que, junto al auténtico interés, había demasiado juego, demasiado placer en el parloteo intelectual; en una palabra, falta de absoluta seriedad.

Fragmento del III Capítulo “El mal ladrón” del Libro Demian de Herman Hesse publicado en 1919 y reeditado hasta nuestros días.

9 de julio de 2015

Fragmento del II Capítulo "Caín" del Libro Demian de Herman Hesse II. CAÍN Herman Hesse

 Fragmento del II Capítulo "Caín" del Libro Demian de Herman Hesse
II. CAÍN Herman Hesse

La salvación de mis penalidades vino de una manera totalmente inesperada y fue acompañada al mismo tiempo de algo nuevo que ha estado actuando hasta hoy en mi vida.
En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo alumno. Era hijo de una viuda rica, que había venido a vivir a nuestra ciudad, y llevaba un brazalete negro en la manga. Iba a una clase superior a la mía y tenía unos años más; pero a mí como a todos, me llamó en seguida la atención. Este alumno tan sorprendente parecía mucho mayor de lo que en realidad era. A nadie le daba la impresión de que fuera un chico. Entre nosotros se movía extraño y maduro, como un hombre, como un señor más bien. No era popular, no participaba en los juegos y menos en las peleas; únicamente su tono seguro y decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max Demian.
Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron a otra clase en nuestra espaciosa aula, por no sé qué motivos. Esta clase era la de Demian. Nosotros, los pequeños, teníamos Historia Sagrada, y los mayores debían hacer una redacción. Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel, yo miraba de reojo la cara de Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba aquel rostro seguro, inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter. No parecía en absoluto un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. En el fondo no me resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él: me resultaba superior y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la expresión de los adultos —que nunca gusta a los niños—, un poco triste y con destellos de ironía. Pero yo me sentía obligado a mirarle constantemente, me gustara o no; sin embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo apartaba los ojos asustado. Si hoy recuerdo el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir que era diferente de todos los demás en cualquier sentido y que tenía una personalidad muy definida; por eso mismo llamaba la atención, aunque él hacía todo lo posible por pasar inadvertido, comportándose como un príncipe disfrazado que se encuentra entre campesinos y se esfuerza en parecer uno de ellos.
Al terminar la clase, salió detrás de mí. Cuando los demás se dispersaron, me alcanzó y saludó. También este saludo resultaba muy adulto y cortés, aunque imitara nuestro tono de colegiales.
—¿Vamos un rato juntos? —me preguntó con amabilidad.
Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué dónde vivía.
—¡Ah! ¿Allí? —dijo sonriendo—. Conozco esa casa.
Sobre vuestra puerta hay una cosa muy curiosa que me ha interesado desde que la vi.
No supe al principio a lo que se refería y me asombró que conociera mi casa mejor que yo. Debía referirse al escudo que campeaba sobre el portón; con el paso del tiempo se había desgastado y había sido pintado varias veces; creo que no tenía nada que ver con nosotros y nuestra familia.
—No sé lo que es —dije tímidamente—. Me parece que es un pájaro o algo parecido. Debe de ser muy antiguo.
Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento.
—Puede ser —asintió él—. Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Creo que el pájaro es un gavilán.
Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se rió, como si se le hubiera ocurrido algo muy divertido.
—Hoy he asistido a vuestra clase —dijo—. Sobre la historia de Caín, el que llevaba un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?
No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor.
Contesté que la historia me gustaba.
Demian me dio unas palmaditas en el hombro.
—No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es verdaderamente muy rara, mucho más que la mayoría de las que se tratan en clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo habitual sobre Dios y el pecado, y todo eso.
Pero yo creo...
Se interrumpió sonriendo y me pregunto:
—Oye, ¿pero esto te interesa? Pues yo creo —continuó— que la historia de Caín se puede interpretar de manera muy distinta. La mayoría de las cosas que nos enseñan son seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde otro punto de vista que el de los profesores y generalmente se entienden entonces mucho mejor. Por ejemplo, no se puede estar satisfecho con la explicación que se nos da de Caín y la señal que lleva en su frente.
¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea, puede pasar; que luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero que precisamente por su cobardía le recompensen con una distinción que le proteja y que inspire miedo, eso me parece muy raro.
—Sí, es verdad —dije interesado. El asunto empezaba a intrigarme—. ¿Pero cómo vas a interpretar si no la historia?
Me dio una palmada en el hombro.
—¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en un principio y en él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los demás. No se
atrevían a tocarle; él y sus hijos les impresionaban. Quizás, o seguramente, no se trataba de una auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele ser tan tosca. Probablemente fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de inteligencia y audacia en la mirada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor. Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se prefiere lo que resulta cómodo y da razón. Se temía a los hijos de Caín, que llevaban una «señal». Esta no se explicaba como lo que era, es decir, como una distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la «señal » eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter siempre les han resultado siniestros a la gente. Que anduviera suelta una raza de hombres audaces e inquietantes resultaba incomodísimo; y les pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda
para vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo que les tenían. ¿Comprendes?
—Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Entonces, ¿toda la historia de la Biblia es mentira?
—Sí y no. Estas viejas historias son siempre verdad, pero no siempre han sido recogidas y explicadas como debiera ser. Yo pienso que Caín era un gran tipo y que le echaron toda esa historia encima sólo porque le tenían miedo. La historia era simplemente un bulo que la gente contaba; era verdad sólo lo referente al estigma que Caín y sus hijos llevaban y que les hacían diferentes a la demás gente.
Yo estaba asombrado.
—¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad?
—pregunté emocionado.
—¡Oh, sí! Seguramente es verdad. El más fuerte mató a uno más débil. Que fuera su hermano, eso ya se puede dudar. Además, no importa; a fin de cuentas, todos los hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un débil. Quizá fue un acto heroico, quizá no lo fue. En todo caso, los débiles tuvieron miedo y empezaron a lamentarse mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por qué no le matáis?», ellos no contestaban, «porque somos unos cobardes», sino que decían: «No se puede. Tiene una señal.
¡Dios le ha marcado!» Así nació la mentira. Bueno no te entretengo más. ¡Adiós!
Dobló por la Altgasse y me dejó solo, sorprendido como jamás en toda mi vida. Nada más desaparecer, todo lo que me había dicho me pareció increíble. ¡Caín un hombre noble y Abel un cobarde! ¡La señal que llevaba Caín en la frente era una distinción! Era absurdo, blasfemo e infame. Y Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No había aceptado el sacrificio de Abel? ¿No quería a Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que Demian me había tomado el pelo y quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué bien que hablaba! Pero no, no podía ser.
De todos modos, nunca había recapacitado tanto sobre una historia, fuera o no de la Biblia. Y hacía tiempo que no olvidaba tan por completo a Franz Kromer, durante horas, una tarde entera. En casa leí la historia otra vez, tal como estaba en la Biblia. Era breve y clara.
Resultaba una insensatez buscarle una interpretación especial y misteriosa. ¡Así cualquier asesino podría declararse elegido de Dios! No, era absurdo. Lo fascinante era la manera tan ligera y graciosa con que Demian sabía decir las cosas, como si todo fuera tan natural. Y además, ¡con qué mirada!
Sin embargo, algo había en mí mismo que no estaba en orden sino en franco desorden. Yo había vivido en un mundo claro y limpio, había sido una especie de Abel, y ahora me encontraba metido en el «otro» mundo. Había caído tan bajo y, sin embargo, no tenía en el fondo tanta culpa. ¿Qué había sucedido? En ese momento me vino un recuerdo que casi me cortó la respiración. En aquella tarde aciaga, que dio comienzo a mi actual desgracia, había ocurrido aquello mismo con mi padre; durante un momento fue como si le hubiera desenmascarado y despreciado a él, a su mundo y a su sabiduría. Sí, en aquel momento yo, que era Caín y llevaba una marca en la frente, pensé que esa marca no era una vergüenza sino una distinción y que yo era superior a mi padre, superior a los buenos y piadosos precisamente por mi maldad y mi desgracia.
Entonces no comprendí estas cosas con mente clara, pero las intuí en una llamarada de sentimientos, de extrañas emociones, que me dolían pero me llenaban de orgullo.
¡De qué manera tan extraña había hablado Demian de los valientes y de los cobardes! ¡Cómo había interpretado la señal en la frente de Caín! ¡Y cómo habían brillado sus ojos, sus extraños ojos de hombre! Se me ocurrió que Demian mismo era un Caín. ¿Por qué le defendía si no se sentía semejante a él? ¿Por qué tenía aquel poder en la mirada? ¿Por qué hablaba tan despectivamente de los «otros», los cobardes, que son en verdad los piadosos, los elegidos de Dios?
Con estos pensamientos no acababa de llegar a ninguna conclusión. Una piedra había caído en el pozo: el pozo era mi alma joven. Durante mucho tiempo esta historia de Caín, con el homicidio y la «señal», fue el punto de partida de mis intentos de conocimiento, duda y crítica.


Fragmento del II Capítulo del Libro Demian de Herman Hesse publicado en 1919 y reeditado hasta nuestros días.

8 de julio de 2015

Existencia Hindú, Hermann Hesse

 Existencia Hindú, Hermann Hesse


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943Existencia Hindú, Hermann Hesse

UNA de las partes de Vichnú, mejor dicho, una de las partes de Vichnú convertidas en ser humano y encarnadas en Rama, en una de sus fieras luchas demoníacas con el príncipe de los demonios exterminado con la flecha de la hoz lunar, volvió bajo formas humanas al movimiento circular de lo creado, se llamó Ravana y vivió como príncipe guerrero a orillas del amplio Ganges. Fue el padre de Dasa. La madre de Dasa murió joven y, apenas su sucesora dio un hijo al príncipe, se le cruzó a la mujer el pequeño Dasa en el camino; en su lugar, que era el del primogénito, deseó ver consagrado un día como señor a su hijo Nala y rapo enemistar a Dasa con su padre y resolvió quitar de en medio al muchacho en la primera ocasión favorable. Pero no se le escapó la intención a un brahmán de la corte de Ravana, Vasudeva, el experto en sacrificios, y el sabio supo impedir el propósito. Le daba pena el niño y también le parecía que el pequeño príncipe había heredado de su madre una disposición para la piedad y un sentido del derecho. Cuidó, pues, de Dasa, para que no le pasara nada, y esperó la oportunidad de sacarlo de manos de la madrastra.
El raja Ravana poseía un hato de vacas consagradas a Brahma, que se consideraban santas y con cuya leche y manteca se hacían numerosos sacrificios al dios. En el país se les reservaban los mejores sitios del pastaje. Ocurrió un día que uno de los cuidadores de estas vacas dedicadas a Brahma vino a entregar una carga de manteca y a anunciar que en la región donde habían pastado las vacas se preveía una gran sequía próxima, de manera que los pastores habían decidido de común acuerdo llevar ese ganado más adelante hacia las montañas, donde hasta en los periodos más áridos no faltaban nunca ni las fuentes ni el forraje fresco. El brahmán se confió con ese pastor que conocía desde años atrás; era un buen amigo fiel y, cuando al día siguiente el pequeño Dasa, hijo de Ravana, hubo desaparecido y no pudo ser hallado, Vasudeva y el pastor fueron los únicos que conocían el secreto de su desaparición. Pero el niño Dasa había sido llevado a las colinas por el pastor; allí encontraron al rebaño que marchaba lentamente y Dasa se unió con gusto a los pastores, creció como hijo de ellos, ayudó a cuidar y arrear, aprendió a ordeñar, jugó con los terneros y estuvo tirado debajo de los árboles, bebió leche endulzada y se cubrió de boñiga los pies desnudos. Eso le gustó mucho, conoció a los pastores y las vacas y su vida, conoció la selva y sus árboles y sus frutos, gustó del mango, de los higos silvestres y del varínga, pescó las dulces raíces de loto en los verdes estanques del bosque, los días de fiesta se adornó con una corona de rojas flores de la llama del soto, aprendió a guardarse de los animales salvajes, a huir del tigre, a hacer amistad con el mundo tan inteligente y con el erizo tan alegre, a resistir la época de la lluvia en la oscura choza protectora; allí hacían sus juegos los niños, cantaban versos o tejían canastas y esteras de junco. Dasa olvidó su patria anterior y su vida precedente, pero no del todo; le parecían apenas un sueño.

Y un día que el rebaño había pasado a otra región. Dasa fue al bosque porque quería buscar miel. Tenía un gran amor y una gran admiración por el bosque desde que lo conoció y éste, además, le pareció mucho más hermoso; a través de la fronda y las ramas, la luz del sol se descolgaba como serpiente de oro; le encantaba como los sonidos se entrelazaban y cruzaban en suave y muelle tejido brillante, el canto de los pájaros, el murmullo de las copas, las voces de los monos; y el tejido parecía el de la luz en las frondas: luz también. Así también llegaban, se fundían y se separaban otra vez los olores, los perfumes de flores, maderas, hojas, aguas, musgos, animales, frutos, tierra y podredumbre, todo agrio y dulce, silvestre e íntimo alegre y cohibido, despertando y adormeciendo. De vez en cuando rugía en invisibles precipicios boscosos una catarata, danzaba sobre blancos corimbos una mariposa verde y sedosa con manchas negras y amarillas, crujía una rama muy honda en el bosque sombreado de azul, y pesada caía una hoja sobre otra, o pasaba una fiera en la oscuridad o se peleaba una mona camorrera, con las otras. Dasa olvidó la búsqueda de la miel, y mientras espiaba unos diminutos pajarillos brillantes y de muchos colores, entre altos helechos que formaban un bosquecillo espeso en el gran bosque, vio perderse un rastro, casi una vereda, un delgado y pequeñísimo sendero y, penetrando callado y prudente a la zaga del sendero, descubrió debajo de un árbol de muchos troncos una pequeña choza, una suerte de tienda puntiaguda, construida con helechos, casi tejida, y cerca de la choza sentado en el suelo, pero erguido, un hombre inmóvil, con las manos en descanso entre los pies cruzados, y debajo de las canas y de la ancha frente miraban hacia el suelo ojos tranquilos sin mirada, abiertos, pero dirigidos hacia adentro. Dasa comprendió que sería un santo, un yoghi; no era el primero que veía; eran hombres muy respetables y muy queridos por los dioses, y era bueno ofrendarles dones y demostrarles veneración. Pero éste aquí, sentado tan noblemente delante de su choza hermosa y oculto y sumergido en la meditación, le gustó más al niño y le pareció el más extraño y digno de todos los que había visto hasta ese momento. Rodeaba al hombre, que parecía flotar y verlo todo y saberlo todo a pesar de su mirada lejana, un nimbo de santidad, un círculo sagrado de nobleza, una ola y una llama de ardor comprimido y de fuera yoghi, que el niño no se hubiera atrevido a atravesar o a infringir con un saludo o una llamada. La dignidad y grandeza de su figura, la luz interior que irradiaba su mirada, el recogimiento y la metálica inmovilidad de sus rasgos emitían ondas y rayos en cuyo centro estaba entronizado como una luna, y la fuerza espiritual acumulada y la voluntad tranquilamente recogida en su figura extendían alrededor de él un círculo mágico fácil de percibir: este hombre hubiera podido matar a uno y devolverlo otra vez a la vida con el solo deseo o el pensamiento, sin levantar siquiera los ojos.
Más inmóvil que un árbol que por lo menos se mueve respirando con las frondas y las ramas, inmóvil como un ídolo de piedra, el yoghi estaba sentado en su lugar y tan inmóvil permaneció también el niño desde que lo vio, como clavado en el suelo, encadenado y mágicamente atraído por la figura. Estuvo mirando fijo al hombre, vio una mancha de luz solar sobre su hombro, otra mancha sobre sus manos tranquilas, vio las manchas moverse lentamente y surgir otras y, estando así asombrado, comenzó a comprender que la luz del sol nada tenía que ver con el hombre, ni tampoco el canto de los pájaros y los gritos de los monos alrededor en el bosque, ni la oscura abeja silvestre que se posó en la cara del contemplador, olió su piel, trepó un breve trecho por la mejilla y se elevó y huyó volando, ni toda la múltiple vida de la selva. Todo esto sintió Dasa, todo lo que los ojos ven, los oídos oyen, lo que es bello o feo, grato o terrible; todo esto no tenía relación alguna con el santo varón; la lluvia no le daría frío ni molestia, el fuego no podría quemarlo; todo el mundo en su rededor se había convertido para él en algo superficial, sin importancia. Se podía intuir de todo eso que tal vez en realidad, el mundo entero no podía ser más que juego y superficie, soplo de viento y ruido de olas sobre profundidades desconocidas, no idea sino escalofrío físico y leve mareo sobre el expectante príncipe-pastor, sensación de horror y peligro y al mismo tiempo de atracción en nostálgico deseo. Porque, mí lo sentía, el yoghi se había hundido a través de la superficie del mundo, a través del mundo de superficies, hasta el fondo del ser, en el misterio de todas las cosas; había penetrado y limpiado de si la red de hechizo de los sentidos, los juegos de la luz, los ruidos, los colores, las sensaciones, y se quedaba firmemente arraigado en lo sustancial y sin mutaciones.
El niño, aunque educado un día por brahmanes y dotado de mucha luz espiritual, no comprendía esto con la razón y nada hubiera podido decir al respecto con palabras, pero lo sentía como en la hora bendita se siente la proximidad de lo divino, lo sentía como un estremecimiento de respeto y admiración por este ser, como amor por él y anhelo de una vida igual a la que parecía vivir en meditación el hombre allí sentado. Así se encontró Dasa, recordando de manera maravillosa, gracias al anciano, su origen principesco y real; tocado en el corazón, al borde del bosque de helechos, dejó que los pájaros volaran y los árboles conversaran con suave ruido; dejó que la selva fuera selva y la tierra tierra, se rindió al sortilegio y miró al ermitaño meditabundo, preso en la calma inconcebible y la absoluta inasibilidad de su figura, en la luminosa calma de su rostro, en la energía y el recogimiento de su estado, en la perfecta entrega a su servicio.
Mis tarde, no hubiera podido decir si pasó cerca de la choca dos o tres horas o si fueron días. Cuando salió del hechizo, cuando en silencio se retiró deslizándose entre los helechos, buscó el camino para salir del bosque y finalmente llegó a las amplias praderas y al rebaño, lo hizo sin saber lo que hacía, su alma estaba aún hechizada y sólo despertó cuando lo llamó uno de los pastores. Éste lo recibió con duras palabras de reproche por su larga ausencia, pero cuando Dasa lo miró sorprendido con grandes ojos como si no comprendiese palabra, el pastor calló en seguida, asombrado por la mirada extraña y rara del niño y su porte solemne. Pero al cabo de un rato le preguntó:
—¿Dónde estuviste, querido? ¿Viste tal vez a un dios o encontraste a un demonio?
—Estuve en la selva —contestó Dasa—, me sentí atraído, quería buscar miel. Pero luego me olvidé de eso, porque vi allí a un hombre, un ermitaño, sentado, hundido en la contemplación o en la oración y, cuando lo vi y observé su rostro luminoso, tuve que quedarme y mirarlo largo rato. Al anochecer quisiera volver allá y llevarle regalos: es un santo.
—Hazlo —dijo el pastor—, llévale leche y manteca dulce; hay que honrarlos y darles cosas a los santos.
—¿Pero cómo debo dirigirle la palabra?
—No hace falta que le hables, Dasa, inclínate ante él, nada más; coloca tus regalos delante de él, más no hace falta.
Y así lo hizo. Tardó un rato antes de volver a hallar el lugar. El sitio delante de la choza estaba desierto y no se atrevió a entrar en la cabaña; colocó, pues, sus regalos en la entrada, en el suelo, y se alejó.
Mientras los pastores estuvieron con las vacas en la cercanía del lugar, todas las noches llevó ofrendas al santo y acudió también una vez de día, encontró al venerable rezando en contemplación y no resistió tampoco esta vez la tentación de recibir como espectador afortunado un rayo de fuerza y de beatitud del santo varón. Y aun después que abandonaron esa región y Dasa ayudó a llevar el rebaño a otras praderas, no pudo por mucho tiempo olvidar la aventura en la selva, y como lo hacen los niños, a veces, cuando estaba solo, se abandonaba al sueño de ser él mismo un ermitaño, conocedor de las normas yoghis. Entre tanto, con el correr de los días, el recuerdo y el ensueño comenzaron a borrarse, tanto más que Dasa fue tornándose rápidamente grande y fuerte y se entregó con alegre interés a los juegos y luchas de sus coetáneos. Pero quedó en su alma un rescoldo, una ligera noticia, como si lo principesco que perdiera sólo pudiera serle devuelto o reemplazado con la dignidad y el poder del yoghismo.
Un día, como ellos se encontraran en la proximidad de la ciudad, uno de los pastores trajo de ella la noticia de que era inminente una gran fiesta: el anciano príncipe Ravana, perdidas sus fuerzas de antes y ya caduco, había fijado un día para que su hijo Nala le sucediera y fuera proclamado príncipe. Dasa quería asistir a esa fiesta, para ver la ciudad de la cual quedaba en su alma desde la niñez apenas un leve rastro de recuerdo, para oír la música, admirar el cortejo y los torneos de los nobles, y conocer una vez aquel mundo desconocido de los hombres de la ciudad y la aristocracia, tan a menudo descrito en las leyendas y los cuentos, que sabía —y esto también era solamente leyenda o cuento, o algo menos aún— haber sido el suyo propio en un lejano pasado. Los pastores habían recibido la orden de entregar en la corte una carga de manteca para los sacrificios de la festividad, y Dasa, muy satisfecho, fue uno de los tres que el jefe de los pastores designó para esa tarea.
Para entregar la mantequilla, se encontraron en la corte la tarde de la víspera, y recibió el envío el brahmán Vasudeva, que presidía los ritos de los sacrificios, y quien no reconoció al jovencito. Con mucho gozo, los tres pastores tomaron parte luego en la fiesta, vieron comenzar los sacrificios, con la dirección del brahmán, muy temprano por la mañana; vieron la dorada manteca, pasto abundante de las llamas, trasformada en incendio que elevaba sus ardientes lenguas al cielo; el fuego subía al infinito y con él el humo impregnado de grasa, grato a los treinta dioses. Vieron en el cortejo solemne a los elefantes con las plataformas de dorado techo y los guías sentados, vieron el coche real adornado con flores y en él el joven raja Nala y escucharon la música poderosamente armoniosa de los clarines. Y todo era grandioso y magnífico y un poro ridículo también, por lo menos así le pareció al joven Dasa: estaba ensordecido y embelesado y aun embriagado por el ruido, por el coche y los caballos enjaezados, por toda la pompa y el suntuoso despilfarro; quedó fascinado por las danzarinas que bailaban delante del coche principesco, mujeres de esbelta figura y delicadas como tallos de loto; quedó admirado por la grandeza y la belleza de la ciudad, pero lo consideró todo, sin embargo, aun en su embriaguez y alegría, con el sobrio sentir del pastor, que en el fondo desprecia al hombre de la ciudad. No pensó en que, en realidad, el primogénito era él; en que allí ante sus ojos era consagrado, ungido y festejado su hermanastro Nala, que no recordaba siquiera; en que él mismo, Dasa, hubiera debido ir en su lugar en el coche adornado con flores. En cambio no le agradó nada el joven Nala, le pareció tonto y malo en su mimada educación e insoportablemente vanidoso en su exagerada egolatría; con placer le hubiera hecho una jugarreta a este jovencito que se daba aires de príncipe y le hubiera dado una lección, pero no había oportunidad para ello y rápidamente se olvidó por lo mucho que había de ver y oír y reír y gustar. Las mujeres de la ciudad eran bellas y tenían miradas atrevidas y excitantes, movimientos y palabras de coquetas; los tres pastores pudieron escuchar frases que recordaron por largo tiempo. Las palabras, seguramente, se decían con una inflexión de burla, porque al hombre de la ciudad le pasa lo mismo con el pastor, como a éste con aquél. A pesar de esto, los jóvenes alimentados con leche y queso y casi todo el año vagantes al aires libre, estos jóvenes fuertes y hermosos gustaban mucho a las mujeres de la ciudad.
Cuando Dasa volvió de la fiesta, era un hombre, cortejaba a las muchachas y tuvo que librar muchos combates, con pesado puño y hábiles tretas, con otros jóvenes. Una vez llegaron a una región de pastos miserables y aguas estancadas, donde crecían juncos y bambúes. Allí vio a una muchacha, de nombre Pravati, y se prendó de la bella mujer con un amor insensato. Era hija de un arrendatario y el enamoramiento de Dasa fue tan vivo que lo olvidó y lo dio todo para conquistarla. Cuando los pastores, después de unos días, dejaron la región, desoyó sus advertencias y sus consejos, se despidió de ellos y de la vida pastoral que tanto amara, se avecindó allí y logró que Pravati fuera su esposa.
Cuidó para el suegro los campos de mijo y de arroz, prestó su labor en el molino y preparó leña, construyó para su mujer una choza de bambú y barro, y la mantuvo allí encerrada. Debió ser una fuerza poderosa la que movió al joven a renunciar a sus alegrías, sus costumbres y sus camaradas, a cambiar de vida y aceptar entre extraños el papel poco envidiable de yerno. Tan grande era la belleza de Pravati, tan grande y fascinadora la promesa del íntimo goce del amor que irradiaba de su rostro y de su figura, que Dasa no tuvo ojos para otras cosas y se entregó completamente a esta mujer y en realidad sintió en sus brazos una gran felicidad. Se cuentan historias de muchos dioses y santos; se narra que ellos, hechizados por una mujer encantadora, estuvieron abrazados con ella días, meses, años, y quedaron fundidos con ella, sumergidos totalmente en el goce, olvidados de todo lo demás. Parecidos hubiera deseado también Dasa su suerte y su amor. En cambio, distinto era su destino y su felicidad no duró mucho tiempo. Un año tal vez, y aun este período no estuvo colmado de mera felicidad, quedó lugar y tiempo para otras cosas, para molestas exigencias del suegro, para las pullas de los cuñados, para los caprichos de la joven mujer. Pero cuantas veces se reunía con ella en su choza, todo estaba olvidado, todo había pasado, tanto le atraía el sortilegio de su sonrisa, tan dulce era para él acariciar sus esbeltos miembros, con tantas flores, tantos perfumes y tantas sombras florecía el jardín del goce en el cuerpo juvenil de la mujer.
No había alcanzado aún a un año esa dicha, cuando hubo intranquilidad y ruido en la región. Aparecieron mensajeros a caballo y anunciaron al joven raja; apareció el raja mismo con hombres, corceles y porfías, el raja Nala, para cazar en esa región. Se plantaron allí tiendas, se oyeron piafar caballos y tocar cuernos. Dasa no se preocupó de ello, trabajaba en los campos, cuidaba el molino y evitaba a los cazadores y a los cortesanos. Pero cuando un día volvió a su choza y no halló en ella a su mujer, a quien prohibiera severamente salir en esos momentos, sintió una punzada en el corazón y presintió que se acumulaban las desgracias sobre su cabeza. Corrió a ver al suegro, allí tampoco estaba Pravati y nadie osaba decir que la había visto. Temerosa opresión creció en su alma. Buscó por la huerta, por los campos, estuvo un día y dos días corriendo de su choza a la del suegro, espió por la llanura, bajó al pozo, oró, gritó su nombre, maldijo, buscó rastros. El más joven de sus cuñados, un niño aún, le reveló finalmente que Pravati estaba con el raja, vivía en su tienda, la habían visto salir en su caballo. Dasa acechó la tienda de Nala, sin dejarse ver; llevaba consigo la honda que empleara un tiempo siendo pastor. Cada vez que la tienda del príncipe, de día o de noche, quedaba por un segundo sin custodia, se acercaba arrastrándose, pero siempre aparecían enseguida, guardianes y él debía huir. Desde un árbol, desde una de cuyas ramas espiaba oculto la tienda, vio al raja, de quien conocía la cara antipática desde la fiesta en la ciudad, lo vio montar a caballo y partir y cuando volvió horas más tarde, bajó del corcel y penetró en la tienda cerrándola detrás de sí, vio a una joven mujer moverse en la sombra y saludar al hombre que volvía, y poco faltó para que se cayera de la rama, al reconocer en esa joven a Pravati, su mujer. Tenía ahora la certeza, y la opresión en su alma aumentó. Si la dicha de su amor con Pravati había sido grande, no menor sino mayor aún fue ahora el dolor, la furia, la sensación de la pérdida y la ofensa. Así ocurre, si un hombre reúne todo su poder de amar en un único objeto; con su pérdida, todo se derrumba en él y el desdichado se encuentra como un pobre entre las ruinas.
Un día y una noche vagó Dasa por los bosques de la región; la miseria de su corazón impelían al cansado a abandonar el breve reposo, tenía que correr y moverse, le parecía que tendría que huir y vagar hasta el fin del mundo, hasta el fin de su vida, que había perdido todo su valor y su esplendor. Pero no huyó lejos, en lo desconocido, sino que se mantuvo siempre cerca de su desgracia, giró alrededor de su choza, del molino, de los campos, de la tienda de caza del príncipe. Al final volvió a ocultarse en los árboles al lado de la tienda, se quedó allí acurrucado, espiando amargado y ardido como una fiera hambrienta en su frondoso escondite, hasta que llegó el momento esperado con la tensión de sus últimas energías, hasta que el raja apareció delante de la tienda. Entonces se dejó caer despacio de la rama, se alejó un poco, revoleó la honda y golpeó con una piedra la frente del hombre odiado, que cayó al suelo y quedó tendido de espaldas, inmóvil. Nadie pareció acudir; a través de la tempestad de gozo por la venganza, que rugió en los sentidos de Dasa, penetró por un instante tremenda y magnifica una profunda calma. Y aun antes de que se advirtiera la caída del hombre y comenzaran a hormiguear los servidores. Dasa desapareció en el bosque, entre los bambúes que seguían valle abajo.
Cuando saltó del árbol y en la embriaguez de la acción revoleó la honda y lanzó la muerte, le pareció que con ello extinguía su vida también, que soltaba la última energía y que, volando con la piedra fatal, se lanzaba él mismo en el precipicio de la aniquilación, satisfecho de perecer, con tal de ver caer por un instante al odiado enemigo delante de él. Pero ahora que sucedía al acto el inesperado instante de calma, el deseo de vivir, ignorado un segando antes, lo hizo retroceder ante el abismo abierto, el instinto primitivo se adueñó de sus sentidos y de sus miembros, lo empujó por el bosque y a través de los bambúes espesos del valle y le impuso huir, tornarse invisible. Apenas cuando alcanzó un refugio y se sintió lejos del primer peligro, tuvo conciencia de lo ocurrido. Se derrumbó enteramente agotado, jadeando; la embriaguez del hecho se disipó en la debilidad física y dio lugar a la reflexión. Experimentó primeramente una desilusión y una contrariedad por verse con vida y a salvo. Pero apenas su respiración se normalizó y se calmó el mareo del agotamiento, esta sensación de flojedad desagradable cedió a la arrogancia y a la voluntad de vivir y volvió a su corazón una vez más la salvaje alegría de su venganza.
Muy pronto hirvió la vida cerca de él, habían comenzado la búsqueda y la caza del asesino y esto duró todo el día; escapó de ellas solamente manteniéndose callado en su escondite, que por miedo a los tigres nadie osaba examinar a fondo. Durmió un poco, volvió a acechar, siguió arrastrándose, descansó de nuevo, y al tercer día estuvo ya del otro lado de la cadena de colinas y siguió adelante sin detenerse, entre las altas montañas.
La vida del sin patria lo llevó aquí y allá, lo hizo más duro e indiferente, más prudente y resignado, pero de noche siguió soñando con Pravati y su dicha de un día, o soñó muchas veces con tu persecución y su fuga, sueños terribles que le aplastaban el corazón; soñó que huía por los bosques, teniendo a sus talones los perseguidores con tamboriles y cuernos de casa, y que llevaba a través de la selva y el pantano, a través de los espinosos matorrales, sobre puentes carcomidos, en ruina, algo, una carga, un atado, algo envuelto, oculto, desconocido, del que sabía solamente que era precioso y no debía soltarse de la mano en ningún caso, algo valioso y en peligro, un tesoro, algo robado tal vez, envuelto en un paño, una tela de color con un borde azul y rojo oscuro, como tuvo el vestido de fiesta de Pravati: soñó, pues, que cargado con ese envoltorio, cosa robada o tesoro, huía y se ocultaba entre peligros y fatigas, agachado debajo de las ramas colgantes y las rocas desmoronadas, al lado de serpientes y por pasarelas delgadas y mareantes sobre los ríos llenos de cocodrilos; que finalmente se detenía azuzado y agotado y se esforzaba para deshacer los nudos con que estaba atado su envoltorio y los soltaba, uno tras otro, y desplegaba la tela; y el tesoro que sacaba y tenía en las manos estremecidas era si propia cabeza.
Vivió escondido y vagando siempre, sin huir realmente de los hombres, pero sí evitándolos. Y un día su vagar lo llevó a través de una región de las colinas ricas en hierbas, que juzgó hermosa y alegre y pareció saludarle, como si debiera conocerla: ya era una pradera de floreciente pasto movido suavemente por el viento, ya un grupo de huertas que reconoció y le recordó la época gozosa y pura en la que nada sabía aún de amor y celos, de odio y venganza. Era la región de los prados, donde cuidara el rebaño con sus camaradas, el período más alegre de su juventud, que le contemplaba desde las lejanas profundidades de lo que no puede volver. Una dulce tristeza de su corazón respondió a las voces que lo saludaban, al viento que abanicaba los abedules plateados y ondulantes, a la alegre y rápida canción de marcha de los arroyuelos, al canto de los pájaros y al hondo dorado zumbar de los abejorros. Allí voces y perfumes eran refugio y patria; nunca había sentido pertenecerle y serle familiar de tal modo una región, acostumbrado a la vida errante de los pastores.
Acompañado y guiado por esas voces en su alma, con la sensación de quien retorna, vagó por la hermosa región, por vez primera desde tantos meses terribles ya no como un extraño, un perseguido, un fugitivo, un proscripto a muerte, sino con el corazón aliviado, sin pensar en nada, sin desear nada, rendido por entero al presente alegre y a la cercanía tranquila, receptivo, agradecido y sorprendido un poco de sí mismo y de este estado de ánimo nuevo, desusado, vivido por primera vez y con verdadero encanto, de esta libertad sin deseos, de esta alegría sin emociones, de este gozo eterno y grato. Por las verdes praderas llegó hasta el bosque, estuvo debajo de los árboles, en el crepúsculo salpicado de pequeñas manchas de sol, y allí se robusteció en él la sensación de retorno y de patria, y lo llevó por caminos que los pies parecían hallar por sí solos, hasta que alcanzó a través de la selva de helechos, la pequeña selva en la grande, una minúscula choza; delante de ella estaba sentado en el suelo el yoghi inmóvil, aquel al que espió una vez y a quien llevara leche.
Allí se detuvo Dasa, como si despertara. Allí estaba todo lo que hubo un día, no había pasado el tiempo, no había asesinado a nadie, no había padecido; allí estaba, al parecer, el tiempo, la vida, firme como cristalizada, aplacada y perpetuada. Observó al anciano y en su corazón renació aquella admiración, aquel amor, aquella nostalgia, que había sentido una vez, cuando llegó hasta allí. Observó la choza y pensó para su coleto que haría falta remedarla un poco antes de la próxima estación de las lluvias. Luego se atrevió a dar unos pasos, prudentemente, entró en la choza y espió lo que contenía; no era mucho, casi nada: una yacija de frondas, una calabaza ahuecada con un poco de agua y un bolso de corteza vacío. Tomó el bolso y se fue con él, buscó alimentos en el bosque, trajo frutas y dulce medula de árbol, luego tomó la calabaza y la llenó de agua fresca. Ya estaba hecho lo que se podía hacer allí. Tan poco hacía falta para vivir. Dasa se acuclilló en el suelo y se perdió en ensueños. Estaba contento de ese reposar y soñar silencioso, en pleno bosque, estaba contento consigo mismo, con la voz de su interior que lo había vuelto a traer hasta allí, donde ya jovencito sintiera un día algo como paz, dicha y patria.
Así se quedó, pues, al lado del hombre silencioso. Renovó su camastro de frondas, buscó alimentos para ambos, mejoró la vieja choza y comenzó a construir una segunda, que levantó a poca distancia para él. El anciano parecía tolerarlo pero era difícil saber siquiera si se había dado cuenta de su presencia. Cuando salía de su estado contemplativo, era solamente para acostarse a dormir en la choza, comer un bocado o dar un breve paseo por el bosque. Dasa vivió al lado del venerable como un sirviente cerca de un grande o más bien como un animalito doméstico, un pájaro manso o un mungo viven al lado del hombre, serviciales y apenas advertidos. Como por largo tiempo había vivido huyendo y ocultándose, inseguro, lleno de remordimientos y siempre atento a la persecución, la vida tranquila, el trabajo fácil y la vecindad de un hombre que parecía no verlo, le hicieron bien por un tiempo; durmió sin sueños angustiados y por horas o por días olvidó lo ocurrido. No pensaba en el porvenir, y si le invadía una nostalgia o un deseo, era el de quedarse allí y ser aceptado e iniciado por el yoghi en el misterio de la vida en soledad, de ser él mismo un yoghi y participar del yoghismo y de su orgullosa indiferencia. Comenzó a menudo a imitar el proceder del venerable, a sentarse como él con las piernas cruzadas, permaneciendo inmóvil, a mirar como él en un mundo desconocido e irreal o suprarreal y a tornarse insensible para aquello que lo rodeaba. Generalmente, se cansaba pronto al hacerlo, se le endurecían los miembros y le dolían las espaldas, lo molestaban los mosquitos y, afectado por raras sensaciones de la piel, cosquillas o picazón, se veía obligado a moverse, a rascarse y al final a levantarse. Pero algunas veces había experimentado otras cosas, es decir un vaciarse, un aligerarse y flotar, como le ocurre a ano a veces en ciertos sueños, en que toca apenas la tierra, de vez en cuando, y rebota suavemente en ella, para volver a flotar como un copo de lana. En estos instantes, presintió lo que sería flotar así constantemente, lo que sería si el cuerpo y el alma de uno perdieran su peso y volaran en el aliento de una existencia mayor, más pura, llena de sol, elevados y absorbidos por un más allá, por lo eterno e inmutable. Pero no pasó todo eso de instantes y presentimientos. Y pensó, cuando desilusionado volvía de esos instantes a lo de todos los días, que debería lograr que el anciano fuera su maestro, que lo iniciara en sus ejercicios y en sus artes ocultas y lo convirtiera en yoghi. Mas ¿cómo lograrlo? Parecía que el anciano nunca lo advertiría, que nunca cambiarían entre ellos una sola palabra. El anciano parecía estar más allá de las palabras, como lo estaba del día y la hora, del bosque y la cabaña.
Y, sin embargo, un día habló. Era un periodo en que Dasa soñaba noche tras noche, a menudo, cosas enloquecedoramente dulces, a veces terriblemente feas, ya de su mujer Pravati, ya de los sustos de su vida de prófugo. Y de día no hacía progreso alguno, no resistía mucho el estar sentado y ejercitarse, tenía que pensar en amores y mujeres y vagaba mucho por la selva. Podía tener la culpa el clima; eran días bochornosos con oleadas de vientos quemantes. Fue uno de estos días malos, los mosquitos zumbaban en enjambres, Dasa había tenido un mal sueño esa noche, uno de aquellos sueños que dejan una estela de angustia y opresión, cuyo contenido ya no recordaba, pero que ahora despierto le parecía casi una recaída miserable y realmente vedada y profundamente vergonzosa en los estados de ánimo anteriores, en las precedentes etapas de la vida. Todo el día se deslizó o se acurrucó sombrío e inquieto alrededor de la choza, se entretuvo en una y otra Urea, se sentó varias veces para hacer ejercicios de meditación, pero cada vez le asaltó en seguida una afiebrada intranquilidad, una desazón, su cuerpo tembló y sintió un hormigueo en los pies, le ardió la nuca, resistió pocos instantes apenas y observó tímida y vergonzosamente al anciano, que estaba en cuclillas en perfecta postura y cuyo rostro con los ojos vueltos hacia adentro flotaba como una flor en una inalcanzable tranquila alegría.
Cuando ese día el yoghi se levantó y se dirigió hacia la choza, Dasa, que había esperado mucho este momento, se le interpuso en el camino y con el valor del angustiado le habló:
—Venerable, perdona que haya penetrado en tu paz. También yo busco la paz, la calma; quisiera vivir como tú y ser como tú. Mira, soy joven aún, pero tuve que pasar por muchas tribulaciones, el destino jugó cruelmente conmigo. Nací en cuna de príncipe y fui relegado entre pastores, fui pastor y crecí, alegre y fuerte como un ternero, con el corazón puro. Luego se me fueron los ojos detrás de las mujeres y cuando vi a la más hermosa, puse a sus pies mi vida y me hubiera muerto si ella no me aceptaba. Abandoné a mis camaradas, los pastores, cortejé a Pravati, la conseguí, fui yerno y serví, duramente tuve que trabajar, pero Pravati fue mía, era mía y me amaba, o creí que me amaba, todas las noches volvía a sus brazos, yacía al lado de su corazón. Pero un día llega el raja a esa región, el mismo por quien cuando niño yo fui relegado; llegó y me quitó a Pravati y tuve que verla en sus brazos. Fue el dolor más grande que sentí y que me transformó a mí y a mi vida. Maté al raja, maté, y llevé la existencia del delincuente y del perseguido; todo me acosó y no estuve seguro de mi vida una sola hora, hasta que llegué por casualidad aquí. Soy un loco, Venerable, un asesino, tal vez me arrestarán todavía y me descuartizarán. No puedo soportar más esta horrenda vida, quisiera liberarme de ella.
El yoghi escuchó el estallido con los ojos cerrados. Los abrió y posó su mirada en la cara de Dasa, una mirada clara y recogida, luminosa, penetrante, casi insoportablemente firme. Y mientras observaba la cara de Dasa y pensaba en su angustiosa narración, su boca se contrajo lentamente en una sonrisa larga; el anciano meneó la cabeza sonriendo también y riéndose dijo:
—¡Maya! ¡Maya!
Confundido y avergonzado, Dasa se quedó de pie allí; el otro se alejó antes de la refección por el delgado sendero entre helechos, paseó medido con ritmo firme, después de dar un centenar de pasos volvió y entró en la choza y su cara fue como siempre, otra vez, vuelta a otra cosa que el mundo de la realidad. ¿Qué risa era ésa con la que había recibido una contestación el pobre Dasa desde ese rostro eternamente inmóvil? Mucho tuvo que pensar en ella. ¿Había sido benevolente o sarcástica esa risa terrible en el instante de la desesperada confesión, de la amarga súplica de Dasa, consoladora o condenatoria, divina o diabólica? ¿Fue solamente el balido cínico de la decrepitud que no puede tomar nada en serio, o la diversión del sabio por la locura ajena? ¿Fue rechazo, despedida o algo peor? ¿O sería un consejo, una incitación para que Dasa lo imitara y se riera con él? No lograba resolver el enigma. Todavía muy tarde en la noche pensó en aquella risa, a la cual parecía haberse reducido para el anciano su vida, su dicha y su miseria; sus pensamientos royeron en esa risa como en una dura raíz que tiene sin embargo, algún gusto y emana perfume. Y también pensó, meditó y trabajó alrededor de esa palabra que el anciano había pronunciado con tanta claridad, lanzándola alegremente con un inefable placer en la misma risa: “¡Maya! ¡Maya!” Lo que la palabra más o menos significaba, en parte lo sabía, en parte lo adivinaba, y hasta la forma en que el anciano la había gritado riéndose, parecía dejar adivinar un sentido. Maya... era la vida de Dasa, su juventud, su dulce felicidad y su amarga miseria; Maya era la bella Pravati, Maya era el amor y su goce, Maya era la vida toda. A los ojos del anciano yoghi, Maya era la vida de Dasa y de todos los hombres, lo era todo, algo como una niñería, un espectáculo, un teatro, una ocurrencia, una nada vestida de muchos colores, una pompa de jabón, algo de que se puede reír con cierta complacencia y que se puede también despreciar, pero nunca tomar en serio.
Pero si para el anciano yoghi la vida de Dasa estaba liquidada y satisfecha con esa risa y esa palabra Maya, no era lo mismo para Dasa, y por mucho que deseara ser él mismo un yoghi que ríe y no reconoce en su propia vida otra cosa que a Maya, en esas noches y esos días sin paz todo estaba en él despierto y vivo, todo aquello que concluido su período de fuga, parecía haber olvidado casi por entero en su refugio. Sumamente mezquina le pareció la esperanza de aprender alguna vez el arte yoghi realmente, o de poder hacer lo mismo que el anciano. Pero entonces ¿de qué serviría el quedarse todavía allí en la selva? Había sido un refugio; allí respiró un poco y reunió sus fuerzas, pudo meditar un poco, esto tenía valor, era ya mucho. Y tal vez afuera, en el país, se había renunciado a la caza del asesino del príncipe y él podría seguir vagando sin mucho peligro. Resolvió hacer esto último, partiría al día siguiente, el mundo era grande, él no podía quedarse eternamente allí en ese rincón escondido. La resolución le dio cierta tranquilidad.
Había decidido partir muy de mañana, pero cuando despertó después de largo sueño, ya estaba alto el sol en el cielo y el yoghi había comenzado ya su meditación y, sin despedirse, Dasa no podía partir, además tenía todavía algo que pedirle. Esperó, pues, horas y más horas, hasta que el hombre se levantó, estiró sus miembros y comenzó su breve paseo de siempre. Entonces se le puso en el camino, hizo muchas reverencias y no cejó hasta que el yoghi posó su mirada inquisitiva en él.
—Maestro —le dijo humildemente—, reanudo mi camino, no perturbaré más tu calma. Pero permíteme por una sola vez, Venerable, un pedido más. Cuando te conté mi vida, te reíste y exclamaste: “¡Maya!”. Te suplico, enséñame algo de Maya.
El yoghi se volvió hacia la choza; su mirada ordenó a Dasa que lo siguiera. El anciano tomó un cuenco con agua, lo tendió a Dasa y le hizo lavarse las manos. Después el maestro volcó el agua que quedaba entre los helechos, tendió al joven el cuenco vacío y le ordenó que fuera en busca de agua. Dasa obedeció y corrió y en su corazón temblaron sensaciones de despedida, puesto que por última vez recorría el breve sendero hasta la fuente, por última vez llevaba el liviano cuenco de borde liso por el uso al diminuto espejo de agua donde se habían reflejado lenguas de ciervo, bóvedas de copas arbóreas y en algunos puntos abiertos el dulce azul del cielo; donde ahora por última vez al inclinarse se reflejaba su rostro en el crepúsculo ya oscurecido. Hundió el cuenco en el agua, pensativo, lentamente, sintió cierta inseguridad y no pudo explicarse por qué sentía cosas tan extrañas y por qué, aunque estaba resuelto a marcharse, le había dolido un poco que el anciano no lo invitara a quedarse todavía, tal vez a quedarse para siempre. ó al borde de la fuente, bebió un sorbo de agua, se levantó cuidando de no volcar el cuenco y estaba ya por regresar, cuando su oído percibió un sonido que lo fascinó y lo horrorizó, el sonido de una voz que oyera en muchos sueños y en la que pensara con la más amarga nostalgia en muchas horas de vigilia. Dulce era, dulce e infantil, y enamorada atraía a través de la oscuridad del bosque, tanto que su corazón se estremeció de miedo y de gozo. Era la voz de Pravati, su mujer.
—Dasa —repitió la voz fascinante.
Sin creerlo, miró alrededor de sí, con el cuenco en la mano todavía y, ¡milagro!, entre los troncos surgió ella, esbelta y elástica sobre sus largas piernas, Pravati, la amada, la inolvidable, la infiel... Dejó caer el cuenco y corrió a su encuentro. Ella estaba allí delante de él, sonriendo y un poco avergonzada, mirándolo con sus grandes ojos de gacela y ahora, de cerca, él vio que ella llevaba sandalias de cuero rojo, y rico y bello vestido sobre el cuerpo, una pulsera de oro en la muñeca y piedras brillantes de colores en el negro cabello. Retrocedió temblando. ¿Seguía siendo la amante de un príncipe? ¿No había muerto Nala? ¿Corría ella aún de un lado a otro llevando encima sus regalos? ¿Cómo podía presentarse a él y llamarlo por su nombre, adornada con ese brazalete y esas joyas?
Pero ella estaba más linda que nunca y, antes de que pudiera interrogarla, tuvo que tomarla en sus brazos, hundir su frente en sus cabellos, acercar su rostro y besar su boca, y mientras lo hacía, sintió que todo había vuelto, y era nuevamente suyo lo que había poseído, la felicidad, el amor, el goce, el placer de vivir, la pasión. Ya estaba con todos sus pensamientos muy lejos de ese bosque y del anciano ermitaño; ya se había aniquilado y estaba olvidado el bosque, la ermita, la meditación y el yoghismo. No pensó tampoco en el cuenco del anciano que hubiera debido restituir. El cuenco se quedó allí en el suelo, cuando él con Pravati se dirigió hacia la salida de la selva. Y a toda prisa, ella comenzó a contarle cómo había llegado hasta allí y cómo había ocurrido todo.
Sorprendente fue lo que ella narró, sorprendente, fascinante y legendario; Dasa penetró en su nueva vida como en un cuento. No sólo Pravati era suya otra vez, no sólo estaba muerto el odiado Nala y suspendida hacía mucho tiempo la persecución del matador; Dasa, además, el hijo de príncipe convertido un día en pastor, había sido declarado en la ciudad heredero legal y príncipe; un viejo pastor y un viejo brahmán despertaron en todas las memorias y en todos los labios el recuerdo casi olvidado de su desaparición, y ese mismo hombre que hasta hacía poco habían buscado por dondequiera como asesino de Nala, para torturarlo y ejecutarlo, era buscado ahora aún más cuidadosamente en todo el país, para entronizarlo como raja y llevarlo solemnemente a la ciudad y al palacio de su padre. Era como un sueño, y lo que más le agradaba al asombrado joven, era la hermosa coincidencia de que entre lodos los mensajeros enviados, fue justamente Pravati quien lo encontró y lo saludó primero. Al borde del bosque encontró tiendas levantadas; allí olía a humo y a carne asada. Pravati fue saludada en voz alta por su séquito y comenzó en seguida una gran fiesta cuando dio a conocer a Dasa, su esposo. Estaba allí un hombre, que fue camarada de Dasa entre los pastores y llevó a esa región a Pravati y su séquito, a ese lugar de su vida anterior. El hombre rió de gozo cuando hubo reconocido a Dasa, corrió hacia él y casi le habría abrazado o golpeado amigablemente en el hombro, pero ahora su camarada se había convertido en raja y se detuvo en la mitad de su corrida, paralizado casi, luego caminó lentamente y lo saludó respetuosamente con una profunda reverencia. Dasa lo levantó, lo abrazó, lo llamó afectuosamente por su nombre y le preguntó qué podía regalarle. El pastor pidió un ternero y le concedieron tres, de la mejor cría del raja. Y siguieron presentándole al nuevo príncipe funcionarios, maestros de caza, brahmanes de la corte y otra gente, y él recibió sus salutaciones. Se sirvió un banquete, hubo sonar de tambores, guitarras y flautas, y toda esta fiesta le pareció a Dasa un sueño; no podía creerla real; real fue para él, ante todo, solamente Pravati, su mujercita, que tenía en sus brazos.
En pequeñas etapas se acercaron con el cortejo a la ciudad, habíanse anticipado mensajeros que difundieron la gozosa noticia de que el joven raja había sido hallado y estaba llegando; y cuando se vio de lejos la ciudad, ella retumbaba ya de tambores y gongs, y el grupo de los brahmanes, solemnes en sus vestiduras blancas, fue a su encuentro, llevando a la cabeza el sucesor de aquel Vasudeva que un día, casi veinte años antes, entregó a Dasa a los pastores y murió hacía poco tiempo. Lo saludaron, cantaron himnos y encendieron un gran fuego para los sacrificios delante del palacio adonde le llevaron. Dasa entró en su casa, y recibió allí también nuevos saludos y homenajes, bienvenidas y bendiciones. Afuera, la ciudad celebró hasta entrada la noche una gran fiesta de alegría.
Instruido todos los días por dos brahmanes, aprendió en poco tiempo lo que pareció indispensable de las ciencias, asistió a los sacrificios, hizo justicia y se ejercitó en las artes caballerescas y bélicas. El brahmán Cópala le enseñó ciencia política; le explicó lo que se refería a él, a su casa, a sus derechos y a los de sus futuros hijos, y quiénes eran sus enemigos. Ante todo había que citar a la madre de Nala que una vez quitó al príncipe Dasa sus derechos y trató de matarle, y que ahora debía odiar en Dasa al matador de su hijo. Había huido, se había entregado a la protección de Govinda, un príncipe vecino y vivía en su palacio, y este Govinda y su casa eran enemigos peligrosos, ya habían estado en guerra con los antepasados de Dasa y pretendían ciertas partes de su territorio. En cambio, el vecino del sur, el príncipe de Gaipali, había sido amigo del padre de Dasa y no había podido simpatizar con el desaparecido Nala; sería una obligación importante visitarlo, llevarle regalos e invitarlo a la próxima excursión de caza.
La señora Pravati se había ya acomodado por entero en su clase noble, sabía presentarse como princesa y parecía maravillosa con sus hermosos vestidos y sus adornos, como si no fuera inferior en nada por nacimiento a su señor y esposo. En buen amor vivieron años y años y su dicha les otorgó cierto brillo y cierta dignidad como la de quienes son preferidos por los dioses, y el pueblo los honraba y quería. Y cuando ella, después de larga espera, le dio un hermoso hijo que llamó como su padre, Ravana, su dicha fue completa, y lo que él tenía en tierras y poder, en casas y establos, en lecherías, ganado y caballerías, adquirió a sus ojos ahora doble valor y doble importancia, más brillo y sentido. Todos esos bienes eran hermosos y útiles, para rodear de lujo a Pravati, vestirla, adornarla, obsequiarla, y eran aún más bellos y útiles e importantes como herencia y fortuna futura de su hijo Ravana.
Mientras Pravati se complacía principalmente de las fiestas, los cortejos, la magnificencia y belleza de los vestidos, los adornos y la numerosa servidumbre, los placeres preferidos de Dasa eran los de su parque, donde había hecho plantar árboles raros y flores valiosas, instalar papagayos y otros pájaros de muchos colores, y era una parte de sus hábitos cotidianos darles de comer y entretenerse con ellos. Además le atraía la cultura; alumno agradecido de los brahmanes, aprendió muchos versos y sentencias, aprendió a leer y escribir y tuvo su propio secretario que conocía la preparación de la hoja de palmera en rollos para escribir y de cuyas delicadas y hábiles manos comenzó a surgir una pequeña biblioteca. Allí, entre los libros, en una salita reducida, con las paredes de valiosas maderas, en las que estaban talladas y, en parte, doradas, historias de la vida de los dioses, invitaba a menudo a brahmanes elegidos como sabios y pensadores entre los sacerdotes, para disputar sobre temas sagrados, sobre la creación del mundo, la Maya del gran Vichnú, sobre los santos Vedas, el poder del sacrificio y el poder aún mayor de la penitencia, por la cual un mortal podía llegar a hacer temblar de miedo ante él a los dioses. Aquellos brahmanes que mejor hablaran, discutieran y razonaran, recibían magníficos presentes; algunos, como premio por una discusión victoriosa se llevaban una vaca y a veces hubo también ocasiones emotivas y al mismo tiempo cómicas, cuando los grandes sabios que acababan de citar y explicar las sentencias de los Vedas y de exponer todos los conocimientos de entonces acerca de los cielos y los mares, se retiraban orgullosos y ufanos con sus dones o premios de honor o por ello también llegaban a reñir celosos.
Al príncipe Dasa, con sus riquezas, su dicha, su jardín y sus libros, en muchos momentos todo aquello que pertenece a la vida y a la esencia del hombre le parecía maravilloso y dudoso, conmovedor y ridículo al mismo tiempo, como esos brahmanes vanidosamente sabios, luminoso y oscuro, deseable y despreciable simultáneamente. Si su mirada se posaba en las flores de loto en los estanques de su jardín, en el brillante juego de colores de las plumas de sus pavos reales, sus faisanes y tucanes, en las doradas tallas del palacio, estas cosas podían parecerle a veces casi divinas, como llenas del fuego de la vida eterna, y otras veces sentía en ellas al mismo tiempo algo irreal, inseguro, problemático, una tendencia a perecer y disolverse, una inclinación a hundirse de nuevo en lo informe, en el caos. Como él mismo, el príncipe Dasa, convertido en pastor y en asesino y decaído a prófugo, había vuelto a subir hasta ser príncipe, sin saber qué fuerzas lo llevaran y manejaran, inseguro del mañana, del mismo modo, el juego de Maya, de la vida, contenía al mismo tiempo, por dondequiera, lo elevado y lo vulgar, la eternidad y la muerte, la grandeza y lo ridículo. Hasta ella, la amada, hasta la bella Pravati era para él algunas veces algo sin hechizo, algo ridículo por momentos; tenía demasiadas pulseras en sus brazos, demasiado orgullo y ufanía en los ojos, demasiada preocupación por la dignidad en su porte.
Más querido que su jardín y sus libros, era para él Ravana, el hijito, plenitud de su amor y su vida, meta de su cariño y cuidado, un hermoso y delicado niño, un verdadero príncipe, con los ojos de gacela de la madre y la tendencia a la reflexión y al ensueño del padre. Muchas veces le parecía que este hijo se le asemejaba mucho, cuando veía al pequeño detenido largo rato delante de una planta de adorno en el jardín o acurrucado sobre una alfombra, observando una piedra, un juguete tallado o una pluma de pájaro, con las cejas levemente levantadas y los ojos calmos un poco ausentes. Y cuánto lo amaba, lo supo Dasa una vez que tuvo que separarse de él por un período indeterminado.
Un día, en efecto, llegó un mensajero desde aquella región en la que su país lindaba con el principado de Govinda, su vecino, y trajo la noticia de que gente de Govinda había invadido allí las tierras, robado el ganado y prendido y arrastrado lejos cierto número de habitantes. Sin demora, Dasa se preparó, llevó consigo el jefe de su guardia de corps, una docena de caballos y alguna gente, y comenzó la persecución de los invasores. Y en esa ocasión, cuando en el momento de partir levantó sus brazos y besó a su hijito, llameó en su corazón el amor como un dolor hecho fuego. Y de ese ardiente sufrimiento, cuya violencia lo sorprendía y lo conmovía como un mensaje de lo desconocido, quedó un conocimiento, una sensación, una comprensión también durante el largo cabalgar. Mientras galopaba, reflexionó sobre la causa por la cual había montado a caballo y volaba ahora serio y apresurado a través del país; sobre qué poder sería realmente el que le impulsaba a ese acto, a ese esfuerzo. Pensó mucho y llegó a la conclusión de que en verdad no tenía importancia para su corazón y no lamentaba precisamente, si en algún lugar en los confines le robaban el ganado y nombres, y que el robo y el quebrantamiento de sus derechos de príncipe no eran ofensas suficientes para encenderle de ira y moverle a la acción, y que hubiera sido más adecuado liquidar la noticia del robo de ganado con una compasiva sonrisa. Pero con esto hubiera cometido una amarga injusticia para con el mensajero que había corrido hasta agotarse para traer la noticia, y no menos para con muchos de los hombres perjudicados con el robo y los otros que habían sido apresados, llevados y arrastrados desde su patria y su existencia pacífica en esclavitud a tierra extraña. Ciertamente, y hubiera cometido injusticia también para con todos sus súbditos, a quienes no había sido torcido un cabello, si hubiese procedido a la renuncia de una venganza guerrera: ellos hubieran tolerado mal y comprendido menos que su príncipe no protegiese mejor su país, de modo que ninguno de ellos pudiese contar con la venganza y la ayuda, si le tocara sufrir violencia. Comprendió que era su deber realizar esa expedición vindicativa. Pero ¿qué es deber? ¡Cuántos deberes existen que descuidamos a menudo sin el menor remordimiento! ¿En qué consistía que este deber de vengar no era cosa indiferente, no se podía desatender, no se podía cumplir sin amor, cansinamente, sino que debía realizarse celosa y apasionadamente? Apenas apareció la pregunta en su pensamiento y el corazón ya le contestó, al sentirse de nuevo atravesado por aquel dolor que sintió al despedirse de Ravana, el pequeño príncipe. Si el príncipe —ya lo comprendía— se dejara robar ganado y gente sin oponer resistencia, el robo y la violencia se acercarían cada vez más desde los confines de su país y al final el enemigo estaría allí sobre él y podía herirle en lo que más amargamente debía dolerle: en su hijo... Le robarían al hijo, al sucesor, se lo robarían y lo matarían, quizá después de torturarlo, y éste sería el supremo sufrimiento que podría tocarle, algo peor, mucho peor que la muerte de la misma Pravati. Por eso avanzó a caballo con tanto apremio y el príncipe cumplió fielmente sus deberes.
Y no fue por la pena de haber perdido ganados y tierras, ni por amor de sus súbditos, ni por ambición de su título de príncipe heredado del padre; fue por violento, doloroso y alocado amor por su hijo, y por violento e insensato miedo al dolor que le causaría ú pérdida del niño.
A tal conclusión llegó en sus reflexiones durante la cabalgata. Por lo demás no pudo alcanzar a la gente de Govinda y castigarla; habían logrado escapar junto con el producto del robo, y para mostrar su firme voluntad y su valor, tuvo que pasar a su vez el confín y saquear un pueblo del enemigo, llevándose algunas vacas y unos cuantos esclavos. Estuvo ausente muchos días, pero mientras regresaba victorioso se entregó otra vez a profundas reflexiones y llegó a su ciudad muy tranquilo y casi triste, porque meditando había visto con qué fuerza, totalmente sin esperanza de poder evitarlo, estaba preso y atado con todo su ser y su actuar en una tremenda red. Mientras crecía y crecía su tendencia a pensar, su necesidad de tranquila contemplación y de existencia inocente e inerte, crecían también por otra parte, el amor por Ravana y la preocupación por el niño, por su vida y su porvenir, la Coerción a la actividad y a los enredos; de la delicadeza nacía la lucha, del amor la guerra; para ser justo y castigar, había robado él también un rebaño, hundido en mortal angustia un villorrio y esclavizado violentamente a pobres seres inocentes; de esto surgiría nueva venganza y nueva violencia, y así sucesivamente, hasta que toda su vida y todo su país no fuesen más que guerra y violencia y ruido de armas. Fue esta visión o esta idea la que le hizo parecer tan tranquilo y tan triste a su regreso a la ciudad.
En efecto, el hostil vecino no concedió tregua. Repitió sus invasiones, sus asaltos, sus robos; Dasa tuvo que salir a campaña para castigar y rechazar al invasor y tuvo que tolerar también que sus soldados y sus cazadores causaran nuevos daños al vecino, cuando éste se le escapaba de las manos. En la capital se veían cada vez más hombres a caballo, hombres armados; en muchos pueblos de la frontera había ahora guardia militar permanente, los consejos de guerra y los preparativos colmaban los días de inquietud. Dasa no podía comprender qué sentido, qué utilidad tendría la eterna guerrilla, le apenaban el sufrimiento de las víctimas, la muerte de muchos, su jardín y sus libros que debía descuidar cada vez más, la paz de sus días y de su alma ahora perdida. Habló a menudo de ello con Cópala, el brahmán y, a veces, también con Pravati, su esposa. Era necesario —decía— nombrar arbitro a uno de los más estimados príncipes de la vecindad; por su parte, aceptaría gustoso poder conseguir la paz cediendo algunas praderas y algunos villorrios. Se quedó desilusionado y un poco contrariado, al ver que ni el brahmán ni Pravati querían oír nada de todo eso.
La disputa sobre esta cuestión llevó a una muy violenta explicación con Pravati, que degeneró en ruptura. Con insistencia, conjurándola, le expuso sus ideas y sus razones, pero ella consideró cada palabra como dirigida contra su persona y no contra la guerra y las muertes inútiles. En un ardiente discurso, inundándole de palabrería, le dijo que era justamente intención del enemigo explotar la bondad y el amor de Dasa por la paz (para no decir en realidad, su miedo a la guerra) en su propio provecho; con eso llegaría a concertar una paz tras otra, pagándolas cada vez con una pequeña pérdida de territorio y de pueblo; al final el mal vecino no estaría satisfecho y, apenas Dasa estuviera debilitado lo suficiente, pasaría a la guerra abierta y todavía lo despojaría del resto. En este caso no se trataba de rebaños y aldeas, de ventajas y desventajas, sino de todo, de subsistir o perecer. Y si Dasa no sabía lo que debía a su dignidad, a su hijo y a su mujer, ella se lo enseñaría. Sus ojos echaban llamas, su voz temblaba; desde hacía mucho tiempo no la veía tan hermosa y apasionada, pero sintió solamente tristeza.
Entre tanto, los ataques en la frontera y las infracciones de la paz aumentaron; sólo la gran estación de las lluvias les puso término por el momento. Pero ahora en la corte de Dasa había dos partidos. Uno, el de la paz, era muy pequeño; además de Dasa, pertenecían a él algunos de los brahmanes más antiguos, un grupo de hombres cultos y otros dedicados a la meditación. El partido de la guerra, en cambio, que era el partido de Pravati y de Gopala, tenía de su parte la mayoría de los sacerdotes y todos los oficiales. Se preparaban armamentos con gran apremio y se sabía que el hostil vecino hacía lo mismo. El niño Ravana aprendía a tirar con el arco con la dirección del cazador mayor y su madre lo llevaba consigo cuando pasaba revista a las tropas.En esos días, Dasa recordaba a veces la selva en que había vivido una vez como un pobre fugitivo, recordaba al anciano canoso que vivía dedicado a la contemplación como ermitaño. Lo recordaba y sentía el deseo de visitarlo, de volverlo a ver y escuchar su consejo. Pero ignoraba si el viejo viviría aún, si lo escucharía y le aconsejaría, y aunque viviera y lo asesorara, todo seguiría su curso lo mismo y nada cambiaría, nada podría cambiarse. La contemplación y la sabiduría eran cosas buenas y nobles, pero al parecer sólo prosperaban al margen de la vida, y aquel que nadaba en la corriente de la vida y luchaba con las olas, nada tenía que ver con la sabiduría para sus actos y sus sufrimientos; éstos eran realidad, eran fatalidad, debían verificarse y soportarse... Ni los mismos dioses vivían en paz y sabiduría eterna, ellos también conocían el peligro y el miedo, la guerra y la batalla; lo sabía a través de muchas historias. Dasa se rindió, pues, no discutió más con Pravati, pasó revista a las tropas montando en su corcel, previo la guerra, la presintió en muchos sueños excitantes y, mientras veía enflaquecer su figura y ensombrecerse su cara, sintió que se marchitaban y palidecían su felicidad y su deseo de vivir. Le quedaba solamente el amor por su hijito, que creció con la preocupación, con los armamentos y los ejercicios militares; ese amor era la flor ardiente y roja de su jardín asoleado. Se asomaba del vacío y la indiferencia que es posible soportar, de la facilidad con que es posible acostumbrarse a la preocupación y a los pesares, y se sorprendía también de cómo podía florecer un amor tan ansioso y delicado, cálido y dominador, en un corazón aparentemente insensible ya. Si su existencia carecía tal vez de sentido, no carecía sin embargo, de centro, de germen, y giraba alrededor del amor por el hijo.
Por este amor, se levantaba por la mañana y pasaba el día ocupado trabajando en cosas cuya meta era la guerra, todas y cada una antipáticas para él. Por este amor, dirigía pacientemente las asambleas de los jefes y se oponía a las resoluciones de la mayoría apenas en lo que fuera necesario para que se meditara y no se precipitara irreflexivamente en la aventura. Del mismo modo que su amor de vivir, su jardín y sus libros se le tornaron paulatinamente ajenos e infieles, o quizá él para ellos; le resultó ajena e infiel también aquella que fuera durante muchos años la dicha y el gozo de su existencia. Había comenzado por la política, cuando Pravati le hizo aquel apasionado discurso en el cual le enrostrara casi abiertamente su miedo al pecado y su amor por la paz como cobardía, y con las mejillas arreboladas, con quemantes palabras le hablara de honor de príncipe, de heroísmo y de infamia tolerada; aquella vez se había sorprendido también y había sentido y visto con una improvisa sensación de mareo cuánto se había alejado su mujer de él, o él de ella. Y desde entonces, el abismo entre ambos se volvió cada vez más hondo y siguió creciendo, sin que ninguno de los dos hiciera algo para impedirlo. Más aún: le correspondía a Dasa hacer algo en ese sentido, porque en realidad era el único que veía el abismo, y éste en su mente fue convirtiéndose en el abismo de los abismos, en el precipicio entre hombre y mujer, entre el sí y el no, entre alma y cuerpo. Haciendo memoria, creyó verlo todo muy claro: un día Pravati, la encantadoramente hermosa, lo había enamorado y había jugado con él, hasta que se separó de sus camaradas y amigos, los pastores, y de su existencia pastoral hasta entonces tan alegre, y por ella vivió en país extraño, en servidumbre, yerno en la casa de gente mala que explotaron su amor para hacerlo trabajar para ellos. Luego había aparecido Nala y así comenzó su desdicha. Nala se había adueñado de su mujer, el rico y elegante raja con sus bellos trajes y sus tiendas, sus caballos y sirvientes había seducido a la pobre mujer no acostumbrada al lujo; no debió costarle mucho... Pero ¿la hubiera podido seducir realmente en forma tan rápida y fácil, si hubiera sido fiel y honesta en su alma? Sí, el raja la sedujo o simplemente la tomó y le causó así el dolor más tremendo que nunca conociera. Pero él se había vengado: mató al ladrón de su dicha y eso fue un instante de supremo triunfo. Mas, apenas realizado ese acto, tuvo que darse a la fuga; días, semanas, meses, vivió entre matorrales y juncos libre como un pájaro, pero sin confiar en los hombres. ¿Y qué hizo Pravati en ese período? Entre ellos nunca hablaron mucho al respecto, pero de todas maneras, no había corrido tras él, no lo había buscado, y lo encontró apenas cuando por su cuna fue llamado a ser príncipe y ella lo necesitaba, para subir al trono y entrar en el palacio. Allí había aparecido ella, se lo llevó de la selva y de la proximidad del venerable ermitaño; lo vistieron con bellos trajes, lo hicieron raja y todo fue brillo y dicha... Pero, en verdad de verdad: ¿qué era lo que había dejado y qué recibió por ello? Recibió el esplendor y los deberes del príncipe, deberes que al comienzo fueron leves y se volvieron luego cada vez más pesados; recibió en devolución a la hermosa mujer, las horas de amor con ella, luego el hijo, y el amor por él y la creciente preocupación por su vida y su felicidad amenazadas, de manera que ahora la guerra era inminente. Esto era lo que Pravati le trajo cuando lo descubrió aquel día en la selva cerca de la fuente. Había dejado la paz del bosque, una soledad piadosa; había entregado la proximidad y el ejemplo de un santo yoghi, la esperanza de su instrucción y sucesión, de la profunda, radiosa e inmutable tranquilidad anímica del sabio, de la liberación de las luchas y las pasiones de la vida. Seducido por la belleza de Pravati, embobado por la mujer y contagiado por su orgullo, había abandonado el camino por el cual se llega a la conquista de la libertad y de la paz. Tal era hoy para él la historia de su vida y, realmente, era posible interpretarla así muy fácilmente; apenas se necesitaban algunas correcciones leves y pocas omisiones, para verla de esa manera. Entre otras cosas hubiera omitido la circunstancia de que no había sido aún alumno de un ermitaño y estuvo decidido a abandonarle deliberadamente. Así se desplazaban ligeramente las cosas, al remontarse hacia atrás en el pasado.
De manera totalmente distinta veía Pravati esas mismas cosas, aunque se dedicara mucho menos que su esposo a estos pensamientos. No recordaba a Nala. En cambio, si la memoria no la traicionaba había sido ella sola quien creó y procuró la dicha de Dasa, lo convirtió en raja y le dio un hijo; lo colmó de dicha y de amor, para hallarlo al final inferior a su grandeza, a la grandeza de ella, indigno de los proyectos que ella acariciaba. Porque para ella era evidente que la próxima guerra no llevaría a otra situación que al aniquilamiento de Govinda y a la duplicación de su poder y de su territorio. En lugar de alegrarse por eso y colaborar enérgicamente con ella, Dasa se oponía, poco principescamente le parecía, a la guerra y a la conquista y hubiera preferido envejecer inerte entre sus flores, sus plantas, sus papagayos y sus libros. Allí estaba Vishwamitra, muy distinto, jefe supremo de la caballería y, después de ella, el más ardiente adepto y el mejor campeón de la guerra y la victoria esperadas. Toda comparación entre ambos favorecía necesariamente a este último.
Dasa vio perfectamente qué amistad dispensaba su mujer al tal Vishwamitra, cuánto ella lo admiraba y cuánto también se dejaba admirar por él, por este oficial de risa ruidosa, bellos y fuertes dientes y barba cuidada, alegre y valiente, tal vez un poco superficial, tal vez no muy inteligente. Lo vio con amargura y desprecio, al mismo tiempo, con una irónica indiferencia, con la que él mismo se engañaba. No espió, no deseó saber si la amistad entre ambos se mantenía en los límites de lo permitido y decente. Vio esta simpatía de Pravati por el hermoso jinete, el ademán con que lo prefería al poco heroico esposo, con la misma indolencia exteriormente pasiva, pero en lo íntimo amarga, con que se había acostumbrado a considerar todos los sucedidos. Era indiferente si fuese infidelidad y traición lo que la esposa parecía resuelta a cometer, o sólo expresión del desprecio de las opiniones de Dasa; eso existía y se desarrollaba y crecía, crecía contra él, como la guerra y la fatalidad; no había remedio y no correspondía frente a los hechos otra conducta que la de la aceptación, de la simple tolerancia, porque ésta era la forma de hombría y heroísmo de Dasa, en lugar del ataque y la conquista.
La admiración de Pravati por el jefe de la caballería, o la de éste por aquélla, podía mantenerse o no dentro de lo moral y lo permitido; en todo caso —él lo comprendía— Pravati era menos culpable que él. Ciertamente, él, Dasa, el hombre del pensar y del dudar, tendía demasiado a buscar en ella la culpa de la pérdida de su felicidad, o a compartir con ella la responsabilidad de haber caído y haberse enredado en todo eso, en el amor, la ambición, los actos de venganza y los robos; achacaba a la mujer, al amor, al placer la responsabilidad por todo sobre la tierra, por el ajetreo, la caza de las pasiones y los deseos, el adulterio, la muerte, el asesinato, la guerra.
Pero sabía perfectamente que Pravati no era culpable ni actora, sino víctima; que ella no era responsable ni de su belleza ni de su egoísmo; que era un grano de polvo en un rayo de sol, una ola en la corriente, y que a él le correspondía o le hubiera correspondido sustraerse a la mujer y al amor, al hambre de felicidad y a la ambición, y permanecer pastor satisfecho entre pastores o superar lo insuficiente de sí por el secreto camino del yoghi. Había descuidado eso, lo había rechazado, no estaba llamado a grandes cosas o no había sido fiel a su vocación, y su mujer estaba en realidad en su derecho si lo consideraba cobarde. En cambio, había recibido de ella al hijo, al niño hermoso y delicado, por el cual temía tanto y cuya existencia seguía prestando valor y sentido a su propia vida, y aun era una gran felicidad, dolorosa y llena de temores, pero felicidad, su felicidad. Y ahora la pagaba con el dolor y la amargura de su alma, con la disposición a la guerra y a la muerte, con la conciencia de afrontar la fatalidad. Allende las fronteras, en su país, estaba el raja Govinda, aconsejado y azuzado por la madre del muerto Nala, el seductor de mala memoria; los ataques y los desafíos de Covinda eran cada vez más frecuentes y atrevidos; solamente una alianza con el poderoso raja de Gaipali hubiera podido robustecer a Dasa lo suficiente como para imponer paz y convenios de buena vecindad. Pero este raja, aunque amigo de Dasa, era pariente de Govinda y se había excusado muy correcta y cortésmente a toda tentativa de concertar tal alianza. No había posibilidad de escapar, esperanza de razón y humanidad; lo fatal se acercaba y era necesario padecerlo. Dasa mismo deseaba casi la guerra, el estallido de la tormenta acumulada y el precipitar de los hechos, imposible de evitar. Visitó una vez más al príncipe de Gaipali, tuvo con él cortesías inútiles, insistió en el Consejo, en la moderación y la paciencia, pero lo hizo sin la menor esperanza; por lo demás se armó. La lucha de opiniones, en el Consejo se desarrolló únicamente acerca de si había que contestar a la primera invasión del enemigo con la penetración en su territorio o si debía esperar el principal ataque enemigo, para que aquél fuera considerado como culpable y como enemigo de la paz por su pueblo y por todo el mundo.
El enemigo, nada preocupado por esos problemas, puso fin a las discusiones, los proyectos y las vacilaciones, y un día acometió. Preparó un ataque por sorpresa a cargo de simples bandidos, y Dasa con el jefe de la caballería y sus mejores hombres fue atraído rápidamente hasta la frontera, y mientras éstos se hallaban en camino, aquél cerró con el grueso de sus fuerzas sobre el país y, directamente, sobre la capital de Dasa, tomó las puertas y sitió el palacio. Cuando Dasa lo supo regresó apresuradamente, tuvo noticia de que su mujer y su hijo estaban encerrados en el palacio amenazado, pero en las calles se desarrollaba una lucha sangrienta, y se le oprimió el corazón en cruel dolor pensando en los suyos y en los peligros que los acechaban. Y ya no fue un jefe de guerreros prudente y cauto, se encendió de dolor y de furia, se lanzó con su gente a salvaje pelea, vio la lucha hervir en todas las calles, se abrió paso hasta el palacio, atacó al enemigo y combatió como enloquecido, hasta que cayó al suelo agotado, al crepúsculo de la sangrienta jornada; estaba muy herido.
Cuando recobró el sentido, se encontró prisionero, la batalla estaba perdida, la ciudad y el palacio en manos del enemigo. Fue llevado en cadenas ante Covinda; éste lo saludó sarcásticamente y lo llevó a una habitación; era el cuarto de paredes talladas y doradas, lleno de libros. Allí estaba sentada sobre una alfombra, erguida y con la cara pétrea su mujer, Pravati, con guardias armados detrás de ella y en su seno yacía el niño; la delicada personita yacía muerta, como una flor quebrada, gris el rostro, bañado en sangre el traje ... La mujer no se volvió cuando fue introducido el esposo, no lo miró; tenía los ojos rígidos y duros, fijos en el pequeño cadáver; le pareció a Dasa asombrosamente cambiada, sólo después de un rato vio que su cabello, negro aún pocos días antes, brillaba copiosamente encanecido. Mucho tiempo se quedó así sentada, con el niño en su halda, rígida, con el rostro de una máscara.
—¡Ravana! —gritó Dasa—; ¡Ravana, hijo mío, florecilla mía!
Se arrodilló y su cara cayó sobre la cabeza del muerto; se arrodilló como si orara delante de la mujer muda y del niño, quejándose por ambos, humilde ante ellos. Notó el olor de la sangre y de la muerte, mezclado con el perfume de la esencia de flores con que había sido untado el cabello del pequeño. Con mirada de hielo, Pravati contempló a los dos, bajando hasta ellos sus ojos.
Alguien le tocó el hombro; era un capitán de Govinda, que le hizo levantarse y se lo llevó. No había dicho una palabra a Pravati, ella nada le dijo tampoco.
Encadenado, le colocaron en un carro y le llevaron a la cárcel de la ciudad de Govinda; le quitaron parte de las cadenas, un soldado le trajo un jarro con agua y lo colocó en el suelo de piedra; le dejó solo, cerró la puerta y corrió los cerrojos. En su hombro, una herida ardía como fuego. Tanteando buscó el jarro y se humedeció las manos y la cara. Hubiera podido beber, no lo hizo; pensó que así moriría más pronto. Mas, ¡cuánto tardaría aún, cuánto! Deseó ardientemente la muerte, del mismo modo que su garganta reseca deseaba el agua. Sólo con la muerte terminaría el tormento en su corazón, sólo con la muerte se borraría en él el cuadro de la madre con el hijo muerto. Mas a pesar de tanta tortura, el cansancio y la debilidad se apiadaron de él: cayó y se durmió.
Cuando se despertó a medias de este breve sueño, quiso frotarse los ojos, pero no pudo; sus dos manos estaban ocupadas ya, tenían algo firmemente y cuando despertó del todo y abrió los ojos, ya no había muros de cárcel alrededor de él sino una luz verde que fluyó clara y violenta sobre las hojas y el musgo; parpadeó un rato, la luz lo golpeó como ramalazo silencioso pero violento; un estremecimiento, un miedo tembloroso le corrió por la nuca y la espalda, volvió a parpadear, contrajo la cara como lloriqueando y abrió los ojos desmesuradamente. Se hallaba en la selva y en ambas manos tenía el cuenca lleno de agua, a sus pies se tendía oscuro y verde el espejo de una fuente; supo que detrás de la espesura de los helechos estaba la choza y esperaba el yoghi que le enviara en busca de agua, aquel que había reído tan asombrosamente y a quien pidiera que le explicara algo acerca de Maya. No había perdido ni la batalla ni el hijo, no había sido ni príncipe ni padre; pero el yoghi había satisfecho su pedido y le había instruido acerca de Maya: palacio y jardín, biblioteca y pájaros, cuitas de príncipe y amor de padre, guerra y celos, amor por Pravati y honda desconfianza de ella, todo fue nada... ¡No, nada no, había sido Maya! Dasa se sintió estremecido; le corrieron lágrimas por las mejillas, en sus manos tembló y osciló el cuenco que acababa de llenar para el ermitaño, corrió enagua por encima del borde y le mojó los pies. Le parecía como si le hubieran amputado un miembro, como si hubiesen quitado algo de su cabeza, estaba vacío; de repente le habían sido arrancados, extinguidos, vueltos a la nada los largos años vividos, los tesoros guardados, las alegrías gozadas, los dolores sufridos, la angustia experimentada, la desesperación saboreada hasta las heces, hasta la proximidad de la muerte... Y a pesar de todo, vueltos a la nada no... Porque estaba el recuerdo, quedaban las imágenes, veía aún a Pravati sentada, grande y dura, con el cabello cano de pronto; en su seno yacía el hijo, como si ella misma le hubiese aplastado, como una presa, y sus miembros caían flojos, marchitos, de las rodillas de la madre. ¡Ay, qué pronto, qué horrendamente, con que crueldad y plenitud había sido instruido acerca de Maya! Todo había sido desplazado ante él, muchos años henchidos de hechos se concentraron en un instante, todo en sueño precisamente lo que pareciera impetuosa realidad; tal vez fue sueño en cambio todo lo demás, lo ocurrido antes, la historia de Dasa, vástago de príncipes, su vida de pastor, su casamiento, su venganza sobre Nala, su fuga hasta el ermitaño... Eran imágenes como las que pueden admirarse en una pared esculpida de un palacio, donde se podían ver flores, estrellas, pájaros, monos y dioses entre las frondas. ¿Y no era lo que ahora revivía y tenia ante los ojos, este despertar de un sueño de príncipe, de guerra y de cárcel, este hallarse cerca de la fuente, este cuenco con agua, de la que acababa de volcar un poco justamente, junto con los pensamientos que pasaban allí por su mente, no era todo esto en el fondo la misma sustancia, no era sueño, trampantojo, Maya? ¿Y lo que experimentaría aún en el porvenir y vería con los ojos y tocaría con sus manos, hasta el día de su muerte, sería de otra sustancia, de otra clave? Juego y apariencia era, espuma y ensueño, Maya era todo el hermoso y horrendo juego de imágenes de la vida, seductor y desesperado, con sus goces ardientes y sus ardientes dolores...
Atontado, inhibido, siguió de pie Dasa. Volvió a temblar el cuenco en sus manos y el agua se volcó, chocó fresca en los dedos de sus pies y se perdió. ¿Qué debía hacer? ¿Llenar de nuevo el cuenco, devolverlo al yoghi, dejar que éste se riese por todo lo que él padeciera en sueños? No, esto no lo seducía. Dejó caer el cuenco que se vació; lo empujó en el musgo. Se sentó en la hierba y comenzó a pensar seriamente. Estaba más que harto de tanto soñar, de ese diabólico tejido de sucedidos, alegrías y dolores, que oprimían el corazón y detenían la sangre en las venas y de pronto eran Maya y lo dejaban enloquecido; estaba harto de todo y no deseaba ya ni mujer ni hijo, ni trono ni victoria ni venganza, no ansiaba ni dicha ni sabiduría, ni poder ni virtud. Sólo ambicionaba paz, sólo un fin; anhelaba únicamente detener y aniquilar la rueda en eterno movimiento, la infinita sucesión de imágenes. Quería llegar él mismo a la paz y apagarse como lo quiso aquella vez, cuando en la última batalla se lanzó sobre los enemigos, se batió y fue batido, hirió y fue herido, hasta que cayó desmayado. Mas ¿y después? Después habría la pausa de una impotencia o de un sueño o de una muerte. Y en seguida se despertaría, y habría que dejar penetrar en el corazón las corrientes de la vida y pasar ante los ojos la tremenda, hermosa y real sucesión de imágenes, sin fin, inevitablemente, hasta la próxima impotencia, hasta la próxima muerte. Ésta era, tal vez, una pausa, un breve, mínimo descanso, un alivio, pero la rueda continuaría y él volvería a ser una de las mil figuras en la danza salvaje, ebria y desesperada de la vida. ¡Ay, no había extinción, no había fin! ...
La inquietud le hizo mover otra vez los pies. Si en esta maldita danza en círculo no había reposo, si ni un solo deseo ardiente podía realizarse, no quedaba más que volver a llenar el cuenco del agua y llevarlo al anciano que se lo había ordenado, aunque nada le correspondía ordenar. Era un servicio que se le había pedido, un encargo; se podía obedecer y realizarlo, sería mejor que estar sentado y pensar en métodos de autodisolución, de suicidio; obedecer y servir era mucho más fácil, más inocente y cómodo que reinar y tener responsabilidades; él lo sabía. Bien, Dasa, ¡toma el cuenco, llénalo de agua y llévalo a tu señor!
Cuando llegó a la choza, el maestro lo recibió con una mirada extraña, una mirada casi inquisitiva, compasiva a medias, divertida a medias, una mirada como por ejemplo suele tener un niño mayor para otro más pequeño, que ve retornar de una aventura esforzada y un poco avergonzante, de una prueba de valor que se le ha impuesto. Este príncipe pastor, este pobre diablo que había acudido a él, venía en realidad del manantial solamente, había ido en busca del agua y habría estado ausente un cuarto de hora quizá; pero venía también de una cárcel, acababa de perder a una mujer, a un hijo, todo un principado, de vivir una vida humana entera, de echar una mirada a la rueda que gira. Probablemente, este joven había sido despertado ya una vez antes o muchas veces, y supo respirar una bocanada de realidad; de otra manera no hubiera llegado hasta allí pero ahora parecía haber sido despertado correctamente y se revelaba maduro, para iniciar el largo camino. Necesitaría muchos años este joven, sólo para aprender a conducirse y respirar en forma correcta.
Únicamente con esta mirada, que contenía un adarme de bondadosa simpatía y la indicación de un acuerdo surgido entre ambos, el acuerdo entre maestro y alumno, únicamente con esta mirada realizó el yoghi la recepción del discípulo. Porque ella echó de la mente del alumno los pensamientos inútiles y lo tomó a su servicio, para educarlo.
Nada más queda por referir acerca de la vida de Dasa; el resto se cumplió más allá de las imágenes visibles y de las historias narrables. Dasa no abandonó nunca más la selva ...



Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
Hermann Hesse De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943

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