Póngase usted en mi lugar
"Put Yourself in My Shoes"
Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el
teléfono. Había ido haciendo todo el apartamento y ahora estaba en la sale,
utilizando el accesorio de la boquilla para llegar a los pelos de gato que
había entre los cojines. Se detuvo y escuchó: luego apagó la aspiradora. Fue a
coger el teléfono.
—¿Sí? —dijo—. Myers al aparato.
—Myers —dijo ella—. ¿Cómo estás? ¿Qué
haces?
—Nada —dijo él—. Hola, Paula.
—Va a haber una fiesta en la oficina luego
—dijo ella—. Estás invitado. Te invitó Carl.
—No creo que pueda ir —dijo Myers.
—Carl me acaba de decir: llama a tu hombre
por teléfono. Haz que se venga a tomar una copa. Hazle salir de su torre de
marfil, que regrese al mundo real durante un rato. Carl es un tipo curioso
cuando bebe. ¿Myers?
—Te he oído —dijo Myers.
Myers había trabajado para Carl. Carl
siempre hablaba de irse a París a escribir una novela, y cuando Myers dejó el
trabajo para escribir una novela, Carl le dijo que estaría atento pare cuando
apareciera el nombre de Myers en las listas de best sellers.
—No puedo ir —dijo Myers.
—Nos hemos enterado de algo horrible esta
mañana —continuó Paula como si no le hubiera oído—. ¿Te acuerdas de Larry
Gudinas? Aún trabajaba aquí cuando tú venías por la oficina.
Estuvo echando una mano en los libros de
ciencia durante un tiempo. Luego lo pusieron en trabajo de campo, y luego lo
despidieron. Nos hemos enterado esta mañana de que se ha suicidado. Se ha
pegado un tiro en la boca. ¿Te imaginas? ¿Myers?
—Te he oído —dijo Myers. Trató de recordar
a Larry Gudinas y visualizó a un hombre alto y encorvado, con gafas de montura
metálica, llamativas corbatas y unas entradas imparables.
Imaginó la sacudida, el brinco de la cabeza
hacia atrás.
—Caramba —dijo Myers—. Lo siento.
—Vente a la oficina, ¿me oyes, cariño?
—dijo Paula—. Estamos todos charlando y tomando una copa; escuchamos canciones
navideñas. Venga, ven —dijo.
Myers, al otro lado de la línea, oía todo
lo que le decía Paula.
—No me apetece —dijo—. ¿Paula? —Vio unos
cuantos copos de nieve que se desplazaban de lado a lado de la ventana. Pasó
los dedos por el cristal, y luego, mientras esperaba, se puso a escribir su
nombre en él.
—¿Qué? Sí, te he oído —dijo ella—. Está
bien —dijo Paula—. ¿Por qué no nos vemos en Voyles y tomamos una copa,
entonces? ¿Myers?
—De acuerdo —dijo él—. En Voyles. De
acuerdo.
—Todo el mundo se va a sentir decepcionado
al ver que no vienes —dijo ella—. En especial Carl. Carl te admira, ¿sabes? Te
admira de veras. Me lo ha dicho. Admira tu valor. Me dijo que si tuviera tu
valor habría dejado todo esto hace años. Que hace falta valor para hacer lo que
hiciste. ¿Myers?
—Estoy aquí —dijo Myers—. Creo que podré
poner el coche en marcha. Si no consigo ponerlo en marcha, te doy un
telefonazo.
—De acuerdo —dijo ella—. Quedamos en
Voyles. Si no me llamas, salgo en cinco minutos.
—Saluda a Carl de mi parte —dijo Myers.
—Lo haré —dijo Paula—. Está hablando de ti.
Myers guardó la aspiradora. Bajó los dos
tramos de escaleras y fue hasta su coche, que ocupaba la plaza del fondo y
estaba cubierto de nieve. Se puso al volante, apretó unas cuantas veces el
pedal y dio a la llave de contacto. El motor arranco. Siguió pisando a fondo.
Durante el trayecto miró a la gente que se
apresuraba por las aceras cargadas de paquetes. Echó una ojeada al cielo gris,
lleno de copos de nieve, y a los altos edificios que tenían nieve en las
grietas y en los derrames de las ventanas. Trató de captarlo todo con los ojos,
de retenerlo pare más tarde. Acababa de terminar una historia y aun no había
dado comienzo a la siguiente, y se sentía despreciable. Llegó a Voyles, un
pequeño bar situado en una esquina, junto a una tienda de ropa de hombre.
Aparcó en la parte de atrás y entró en el bar. Se sentó un rato a la barra y
luego cogió su bebida y fue a sentarse a una mesita, al lado de la puerta.
Cuando Paula entro en el bar y dijo «Feliz
Navidad», él se levantó y le dio un beso en la mejilla. Y le ofreció una silla.
—¿Un escocés? —dijo.
—Un escocés —dijo ella. Y luego, a la chica
que vino a atenderles—: Un escocés con hielo.
Paula cogió y apuró el vaso de Myers.
—Tráigame otro a mí también —le dijo Myers
a la chica—. No me gusta este bar
—dijo luego, cuando la chica se hubo ido.
—¿Qué tiene de malo este bar? —dijo Paula—.
Siempre venimos aquí.
—No me gusta, eso es todo —dijo él—. Nos
tomamos la cope y nos vamos a otra parte.
—Como quieras —dijo ella.
La chica se acercó con las bebidas. Myers
pago. Brindaron. Myers la miraba
?jamente.
—Carl te manda saludos —dijo ella. Myers
asintió con la cabeza.
Paula bebió unos sorbos de whisky.
—¿Cómo te ha ido el día? Myers se encogió
de hombros.
—¿Qué has hecho? —dijo ella.
—Nada —dijo él—. He pasado la aspiradora.
Paula le tocó la mano.
—Todo el mundo me ha dicho que te salude de
su parte. Se terminaron el whisky.
—Tengo una idea —dijo ella—. ¿Por qué no
pasamos un rato a ver a los Morgan? Todavía no los conocemos, santo cielo, y ya
hace meses que han vuelto. Podríamos pasar por su casa a saludarles: «Hola,
somos los Myers.» Además nos mandaron una postal. Nos decían que pasáramos a
verlos en vacaciones. Nos invitaron. No quiero ir a casa —dijo por último, y
buscó un cigarrillo en su bolso.
Myers recordó haber encendido la estufa y
apagado las luces antes de salir. Y luego pensó en los copos de nieve que
cruzaban despacio por la ventana.
—¿Y que me dices de aquella carta
insultante diciéndonos que les habían contado que teníamos un gato en la case?
—dijo Myers.
—Se habrán olvidado ya del asunto —dijo
ella—. De todos modos, no era nada grave. ¡Oh, venga, Myers! Vamos a hacerles
una visita.
—Antes tendríamos que llamar… en caso de
que lo hiciéramos —dijo él.
—No —dijo ella—. Es parte del juego.
Vayamos sin llamar. Llegamos y llamamos a la puerta y decimos: «Hola, vivíamos
aquí.» ¿De acuerdo, Myers?
—Creo que antes deberíamos llamar.
—Son vacaciones —dijo ella, levantándose—,
Venga, querido.
Le cogió del brazo y salieron a la nieve.
Sugirió ir en su coche. El de Myers lo recogerían luego. Myers le abrió la
portezuela del conductor y dio la vuelta al coche pare ocupar el otro asiento.
Le invadió una suerte de turbación cuando
vio las ventanas iluminadas, la nieve en el tejado, y la rubia en el camino de
entrada. Las cortinas estaban descorridas, y un árbol de Navidad parpadeaba
hacia ellos desde la ventana.
Se apearon del coche. Myers cogió por el
codo a Paula al pasar por encima de un montón de nieve, y echaron a andar hacia
el porche delantero. Habían avanzado apenas unos pasos cuando un perro de
tupidas greñas salió como un rayo de la esquina del garaje y se echó encima de
Myers.
—Oh, Dios —dijo él, agachándose, reculando,
levantando las manos. Resbaló, con los faldones del abrigo ondeando al aire, y
cayó sobre el césped helado con la certeza aferradora de que el animal
arremetería contra su garganta. El perro gruñó una vez y se puso a olisquearle
el abrigo.
Paula cogió un puñado de nieve y lo lanzó
contra el perro. La luz del porche se encendió, se abrió la puerta y un hombre
gritó:
—¡Buzzy!
Myers se levantó del suelo y se sacudió la
nieve de la ropa.
—¿Qué pasa? —dijo el hombre desde el
umbral—. ¿Quien es? Buzzy, ven aquí, muchacho. ¡Ven aquí!
—Somos los Myers —dijo Paula—. Venimos a
desearles feliz Navidad.
—¿Los Myers? —dijo el hombre del umbral—.
¡Fuera de aquí, Buzzy! Vete al garaje. ¡Vamos, vamos! Son los Myers —le dijo
luego a la mujer que estaba a su espalda tratando de mirar por encima de su
hombro.
—Los Myers —dijo la mujer—. Bueno, diles
que pasen. Invítales a pasar, por el amor de Dios. Salió al porche y dijo—:
Entren, por favor. Hace un frío que pela. Soy Hilda Morgan, y éste es Edgar.
Mucho gusto en conocerles. Entren, por favor.
Se dieron un rápido apretón de manos en el
porche. Myers y Paula pasaron al interior y Morgan cerró la puerta.
—Déjenme los abrigos. Quítenselos, por
favor —dijo Edgar Morgan—. ¿Está usted bien? —le dijo a Myers, mirándole
atentamente. Myers asintió con la cabeza—. Sabía que ese perro estaba loco,
pero nunca había hecho nada parecido. Lo he visto todo. Estaba mirando por la
ventana en ese preciso instante.
El comentario le sonó extraño a Myers, y
miró al dueño de la casa. Edgar Morgan era un cuarentón casi calvo del todo;
llevaba unos pantalones y un suéter, y unas zapatillas de piel.
—Se llama Buzzy —declaró Hilda Morgan, e
hizo una mueca—. Es el perro de Edgar. Yo me niego a tener un perro en casa,
pero Edgar compró este animal y prometió tenerlo siempre fuera.
—Duerme en el garaje —dijo Edgar Morgan—.
No hace más que pedir que le dejen entrar, pero no podemos permitírselo, ya
entienden. —Morgan soltó una risita—. Pero siéntense, siéntense. Si es que
encuentran dónde en todo este desorden. Hilda, cariño, quita alguna cosa del
sofá pare que Mr. y Mrs. Myers puedan sentarse.
Hilda Morgan retiró del sofá paquetes,
papeles de envolver, unas tijeras, una caja de cintas, lazos… Lo puso todo en
el suelo.
Myers reparo en que Morgan le miraba de
nuevo ?jamente, y esta vez sin sonreír. Paula dijo:
—Myers, tienes algo en el pelo, cariño.
Myers se pasó la mano por detrás de la
cabeza y se quitó una ramita y se la metió en el bolsillo.
—Ese perro… —dijo Morgan, y volvió a reír—.
Estábamos tomándonos un ponche caliente y envolviendo unos regalos de última
hora. ¿Quieren que hagamos un brindis por las ?estas? ¿Qué quieren tomar?
Cualquier cosa —dijo Paula.
Cualquier cosa —dijo Myers—. No quisiéramos
molestar.
—Tonterías —dijo Morgan—. Sentíamos… mucha
curiosidad por ustedes, los Myers. ¿Tomará un ponche, Mr. Myers?
—Muy bien —dijo Myers.
—¿Y Mrs. Myers? —dijo Morgan. Paula asintió
con la cabeza.
—Dos porches, entonces —dijo Morgan—.
Cariño, nosotros también ¿verdad? —le dijo a su mujer—. La ocasión lo exige.
Cogió la taza de su esposa y fue a la cocina. Myers oyó cerrarse de golpe la
puerta de un armario y luego una palabra ahogada que sonó como un juramento.
Myers pestañeó. Miró a Hilda Morgan, que se estaba acomodando en una silla, a
un costado del sofá.
—Siéntense aquí, los dos —dijo Hilda
Morgan. Dio unos golpecitos en el brazo del sofá—. Aquí, junto al fuego. Mr.
Morgan lo atizará en cuanto vuelva—. Se sentaron. Hilda Morgan enlazó las manos
sobre el regazo y se inclinó un poco hacia adelante, estudiando la cara de
Myers.
La sala seguía como Myers la recordaba, con
excepción de tres pequeñas litografías enmarcadas que colgaban de la pared, a
espaldas de Mrs. Morgan. En una de ellas, un hombre con levita y chaleco se
tocaba ligeramente el sombrero delante de unas señoritas con sombrillas. Eso
ocurría en un lugar con gran afluencia de gente y caballos y carruajes.
—¿Qué les pareció Alemania? —dijo Paula.
Estaba sentada en el borde del sofá, con el bolso sobre las rodillas.
—Nos encantó Alemania —dijo Edgar Morgan,
que volvía en aquel momento de la cocina con una bandeja con cuatro grandes
tazas. Myers reconoció las tazas.
—¿Ha estado usted en Alemania, Mrs. Myers?
—preguntó Morgan.
—Queremos ir —dijo Paula—. ¿No es cierto,
Myers? Quizá el año que viene, el verano que viene. O el otro. En cuanto
vayamos algo más sobrados de dinero. Quizás en cuanto Myers venda algo. Myers
escribe.
—Pienso que un viaje a Europa le vendría
muy bien a un escritor —dijo Edgar Morgan. Puso las tazas sobre unos
posavasos—. Por favor, sírvanse. —Se sentó en una silla, enfrente de su esposa,
y miró a Myers—. Decía en la carta que había dejado su empleo pare escribir.
—Cierto —dijo Myers, y bebió un sorbo de
ponche.
—Escribe algo casi todos los días —dijo
Paula.
—¿De veras? —dijo Morgan—. Sorprendente. ¿Y
qué ha escrito hoy, si me permite la pregunta?
—Nada —dijo Myers.
—Estamos en fiestas —dijo Paula.
—Estará orgullosa de él, Mrs. Myers —dijo
Hilda Morgan.
—Lo estoy —dijo Paula.
—Me alegro por usted —dijo Hilda Morgan.
—El otro día oí algo que quizá pueda
interesarle —dijo Edgar Morgan. Sacó tabaco y empezó a llenar la pipa. Myers
encendió un cigarrillo y miró a su alrededor en busca de un cenicero; luego
dejó caer la cerilla detrás del sofá.
—Es una historia horrible, en realidad. Pero
tal vez le sirva, Mr. Myers. —Morgan encendió una cerilla y se dio fuego a la
pipa—. El granito de arena y todo eso, ya sabe
—dijo Morgan, y se echó a reír y sacudió la
cerilla—. El tipo era de mi edad, poco más o menos. Durante un par de años fue
colega mío. Nos conocíamos un poco, y teníamos buenos amigos comunes. Un día se
marchó, aceptó un puesto allá en la universidad del estado. Bien, ya sabe lo
que sucede a veces… El tipo tuvo un idilio con una de sus alumnas.
Mrs. Morgan emitió un ruido de desaprobación
con la lengua. Cogió un pequeño paquete envuelto en papel verde y se puso a
pegarle encima un lazo rojo.
—Según se cuenta, fue un idilio ardiente
que duró varios meses —siguió Morgan—
. Hasta hace muy poco, de hecho. Hasta la
semana pasada, para ser exactos. Esa noche le comunicó a su esposa, con la que
llevaba veinte años, que quería el divorcio. Imagine cómo se lo tuvo que tomar
la pobre mujer, al oír aquello de buenas a primeras, como quien dice. Se
organizó una buena trifulca. Metió baza toda la familia. La mujer le ordenó que
se fuera inmediatamente. Pero cuando el hombre estaba a punto de irse, su hijo
le tiró una lata de sopa de tomate que le alcanzó en la frente. El golpe le
produjo una conmoción cerebral, y le mandaron al hospital. Y su estado es
grave.
Morgan dio unas chupadas a su pipa y
observó a Myers.
—Jamás había oído nada parecido—dijo Mrs.
Morgan—. Edgar, es repugnante.
—Es horrible —dijo Paula. Myers se sonrió
burlonamente.
—Ahí tiene materia para un cuento, Mr.
Myers —dijo Morgan, captando su sonrisa y entrecerrando los ojos—. Piense en la
historia que podría usted urdir si lograra penetrar en la cabeza de ese hombre.
—O en la de ella —dijo Mrs. Morgan—. En la
de la mujer. Piense en su historia. Ser engañada de tal modo después de veinte
años de matrimonio. Piense en como se tuvo que sentir.
—Pero imaginen por lo que está pasando el
pobre chico —dijo Paula—.
Imagínenlo. Un hijo que por poco mata a su
padre.
—Sí, todo eso es cierto —dijo Morgan—. Pero
hay algo a lo que creo que ninguno ha prestado atención. Piensen un momento en
lo que voy a decir. ¿Me escucha, Mr. Myers? Dígame lo que opina de esto.
Póngase en el lugar de esa alumna de dieciocho años que se enamora de un hombre
casado. Piense en ella unos instantes, y verá las posibilidades que tiene esa
historia.
Morgan asintió con la cabeza y se echo
hacia atrás en la silla con expresión satisfecha.
—Me temo que no siento por ella la menor
simpatía —dijo Mrs. Morgan—. Imagino la clase de chica que es. Ya sabemos cómo
son, esas jovencitas que echan el anzuelo a hombres mayores. Y él tampoco me
inspira ninguna simpatía. El, el hombre, el don Juan; no, ninguna simpatía. Me
temo que mis simpatías, en este caso, son sodas pare la mujer y el hijo.
—Haría falta un Tolstoi para contar la
historia, para contarla bien —dijo Morgan—.
Un Tolstoi, ni más ni menos. El ponche aún
está caliente, Mr. Myers.
—Tenemos que irnos —dijo Myers. Se levantó
y tiró la colilla al fuego.
—No se vayan todavía —dijo Mrs. Morgan—.
Aún no hemos tenido tiempo de conocernos. No saben cuánto hemos… especulado
acerca de ustedes. Ahora nos hemos reunido al fin. Quédense un rato más Ha sido
una sorpresa agradable.
—Le agradecemos la postal y la nota —dijo
Paula.
—¿La postal? —dijo Mr. Morgan. Myers tomó
asiento.
—Nosotros decidimos no mandar ninguna
postal este año —dijo Paula—. No me puse cuando debía, y nos pareció que no
valía la pena hacerlo en el último momento.
—¿Tomará otro ponche, Mrs. Myers? —dijo
Morgan, de pie ante ella, con la mano en su taza—. Servirá de ejemplo para su
esposo.
—Estaba muy bueno —dijo Paula—. Hace entrar
en calor.
—Muy bien —dijo Morgan—. Te hace entrar en
calor. Exacto. Cariño, ¿has oído a Mrs. Myers? Te hace entrar en calor.
Estupendo. ¿Mr. Myers? —dijo Morgan, y aguardó—. ¿Nos acompañará también?
—De acuerdo —dijo Myers, y dejó que Morgan
recogiera su taza. El perro empezó a gimotear y a arañar la puerta.
—Ese perro… No sé qué mosca le ha picado
—dijo Morgan. Fue a la cocina, y esta vez Myers oyó claramente como Morgan
maldecía al dar con la olla de hervir el agua contra uno de los quemadores.
Mrs. Morgan se puso a tararear una melodía.
Cogió un paquete a medio envolver, cortó un trozo de cinta adhesiva y empezó a
pegar el envoltorio.
Myers encendió un cigarrillo. Dejo la
cerilla en su posavasos. Miró el reloj. Mrs. Morgan levantó la cabeza.
—Me parece que están cantando —dijo. Se
quedó quieta, escuchando. Se levantó de la silla y fue hasta la ventana de la
sala—. ¡están cantando! ¡Edgar! —llamó.
Myers y Paula se acercaron a la ventana.
—Llevo años sin ver a esos grupos que
cantan villancicos —dijo Mrs. Morgan.
—¿Qué pasa? —dijo Morgan. Traía la bandeja
con las tazas—. ¿Qué pasa? ¿Sucede algo?
—Nada, cariño. Que cantan villancicos. Allí
están, míralos. En la acera de enfrente
—dijo Mrs. Morgan.
—Mrs. Myers —dijo Morgan acercando la
bandeja—. Mr. Myers. Cariño…
—Gracias —dijo Paula.
—Muchas gracias□ —dijo Myers.
Morgan dejó la bandeja en la mesa y volvió
a la ventana con su taza. Unos chiquillos se habían agrupado en el paseo,
delante de la casa de enfrente. Eran chicos y chicas pequeños y un muchacho
algo mayor y más alto con bufanda y abrigo. Myers vio las caras en la ventana
de la casa de enfrente —la de los Ardrey—, y cuando terminaron de cantar sus
villancicos, Jack Ardrey salió a la puerta y le dio algo al chico mayor. El
grupo siguió por la acera, haciendo fluctuar las linternas en la oscuridad, y
se detuvo frente a otra casa.
—No van a pasar por aquí —dijo Mrs. Morgan
al rato.
—¿Que? ¿Por qué no van a venir a nuestra
casa? —dijo Morgan, y se volvió a su mujer—. ¡Qué tonterías dices! ¿Por qué no
van a pasar por aquí?
—Sé que no van a hacerlo —dijo Mrs. Morgan.
—Y yo digo que sí —dijo Morgan—. Mrs.
Myers, ¿van a pasar esos chicos por aquí o no? ¿Qué dice usted? ¿Volverán para
bendecir esta casa? Lo dejaremos en sus manos.
Paula se pegó al cristal de la ventana.
Pero el grupo se alejaba ya por la acera en dirección contraria. Y Paula guardó
silencio.
—Bien de nuevo los ánimos calmados —dijo
Morgan, y fue a sentarse en su silla.
Frunció el ceño y se puso a llenar la pipa.
Myers y Paula volvieron al sillón. Mrs.
Morgan se retiró al fi?n de la ventana. Se sentó. Sonrió y miró dentro de su
taza. Luego dejó la taza sobre la mesa y se echó a llorar.
Morgan le tendió un pañuelo. Miró a Myers.
Instantes después Morgan se puso a tamborilear con la mano en el brazo del
sillón. Myers movió los pies. Paula buscó en su bolso un cigarrillo.
—¿Ves lo que has hecho? —dijo Morgan,
fijando los ojos en algo que había sobre la alfombra, junto al pie de Myers.
Myers hizo acopio de ánimo para levantarse.
—Edgar, sírveles otra bebida —dijo Mrs.
Morgan mientras se pasaba la mano por los ojos. Utilizó el pañuelo para
sonarse—. Quiero que oigan lo de Mrs. Attenborough. Mr Myers es escritor. Creo
que la historia podría interesarle. Esperaremos a que vuelvas para contarla.
Morgan retiró las tazas. Las llevó a la
cocina. Myers oyó un estrépito de platos, de puertas de armario que se
cerraban. Mrs. Morgan miró a Myers y esbozó una leve sonrisa.
—Tenemos que irnos —dijo Myers—. Tenemos
que irnos. Paula, coge el abrigo.
—No, no. Insistimos, Mr. Myers —dijo Mrs.
Morgan—. Queremos que oiga lo de Mrs. Attenborough, la pobre Mrs. Attenborough.
También a usted le interesará, Mrs. Myers. Tendrá ocasión de ver cómo la mente
de su marido se pone a trabajar sobre un material en bruto.
Morgan volvió de la cocina y distribuyó las
tazas de ponche. Y se sentó en seguida.
—Cuéntales lo de Mrs. Attenborough, cariño
—dijo Mrs. Morgan.
—Ese perro por poco me arranca la pierna
—dijo Myers, y se asombró al instante de sus propias palabras. Dejó la taza
encima de la mesa.
—Oh, vamos, no fue para tanto —dijo
Morgan—. Lo vi todo.
—Los escritores, ya se sabe—le dijo a Paula
Mrs, Morgan—. Les encanta exagerar.
—El poder de la pluma y todo eso —dijo
Morgan.
—Eso es —dijo Mrs. Morgan—. Convierta su
pluma en reja de arado, Mr. Myers.
—Que sea Mrs. Morgan quien cuente lo de
Mrs. Attenborough —dijo Morgan, sin hacer el menor caso a Myers, que se ponía
en pie en aquel momento—. Mrs. Morgan tuvo que ver directamente en el asunto.
Yo ya he contado lo del tipo descalabrado por una lata de sopa. —Morgan soltó
una risita—. Dejaremos que esto lo cuente Mrs. Morgan.
—Cuéntalo tu, querido. Y usted, Mr. Myers,
escuche con atención —dijo Mrs.
Morgan.
—Nos tenemos que ir —dijo Myers—. Paula,
vámonos.
—Qué sinceridad la suya —dijo Mrs. Morgan.
—Sí, exacto —dijo Myers. Luego dijo—:
Paula, ¿vienes?
—Quiero que escuchen la historia —dijo
Morgan, alzando la voz—. Ofenderá usted a Mrs. Morgan, nos ofenderá a los dos
si no la escucha. —Morgan apretó la pipa entre los dedos.
—Myers, por favor —dijo, inquieta, Paula—.
Quiero oírla. Y luego nos vamos.
¿Myers? Por favor, cariño, siéntate un
minuto.
Myers la miró. Paula movió los dedos, como
haciéndole una seña. Myers vaciló, y al cabo se sentó a su lado.
Mrs. Morgan comenzó:
—Una tarde, en Munich, Edgar y yo fuimos al
Dortmunder Museum. Había una exposición sobre la Bauhaus aquel otoño, y Edgar
dijo que al diablo con todo, que nos tomáramos el día libre. Estaba con sus
trabajos de investigación, ya saben, y dijo que al diablo, que nos tomábamos el
día libre. Cogimos un tranvía y atravesamos Munich hasta llegar al museo.
Dedicamos varias horas a ver la exposición y a visitar de nuevo algunas de las
salas de pintura, en homenaje a algunos grandes maestros por los que Edgar y yo
sentimos una especial devoción. Justo antes de marcharnos, entré en el aseo de
señoras. Y me dejé el bolso. Dentro llevaba el cheque mensual de Edgar que nos
acababa de llegar de los Estados Unidos el día anterior, y ciento veinte
dólares en metálico que íbamos a ingresar junto con el cheque. También llevaba
mi carnet de identidad. No eché a faltar el bolso hasta llegar a casa. Edgar
llamó inmediatamente al museo. Hablaba con la dirección cuando vi que un taxi
se paraba ante nuestra casa. Se apeó una mujer bien vestida, de pelo blanco.
Era una mujer corpulenta, y llevaba dos bolsos. Avisé a Edgar y fui a la
puerta. La mujer se presentó como Mrs. Attenborough, me entregó el bolso y
explicó que también ella había estado en el museo aquella tarde, y que estando en
el aseo de señoras había visto el bolso en la papelera. Como es lógico, lo
había abierto para averiguar quién era la propietaria. Y encontró el carnet de
identidad y lo demás, donde figuraba nuestra dirección en Munich. Dejó
inmediatamente el museo y cogió un taxi para entregar el bolso personalmente.
El cheque de Edgar seguía allí, pero no el dinero, los ciento veinte dólares.
Me sentí, no obstante, muy agradecida por haber recuperado lo demás. Eran casi
las cuatro, y le pedimos a la mujer que se quedara a tomar el té. Se sentó, y
al poco empezó a contarnos cosas de su vida. Había nacido y se había criado en
Australia, se había casado joven, había tenido tres hijos —todos varones—,
había enviudado y seguía viviendo en Australia con dos de sus hijos. Criaban
ovejas y poseían mas de veinte mil acres de tierra para pastos, y en ciertas
épocas del año empleaban a multitud de pastores y esquiladores. Estaba de paso
en Munich camino de Australia, y venía de Inglaterra de visitar a su hijo
menor, que era abogado. Volvía a Australia cuando la conocimos —dijo Mrs.
Morgan—. Y aprovechaba la ocasión para ver algo de mundo. Le quedaban aún
muchos lugares por visitar.
—Ve al grano, querida —dijo Morgan.
—Sí. Y esto es lo que sucedió entonces, Mr.
Myers. Iré directamente al clímax, como dicen ustedes los escritores. De
pronto, después de una agradable charla como de una hora, después de que
aquella mujer nos hubiera hablado de su vida y de su existencia aventurera en
las antípodas, se levantó para irse. Estaba pasándome la taza cuando la boca se
le quedó completamente abierta, se le cayó la taza al suelo y se desplomó sobre
el sofá, muerta. Muerta. Allí, en nuestra sala de estar. Fue el momento más
terrible de toda nuestra vida.
Morgan asintió con gesto solemne.
—Dios —dijo Paula.
—El destino la envió a morir en el sofá de
nuestra sala, en Alemania —dijo Mrs.
Morgan.
Myers se echó a reír.
—¿El destino… la envió… a… morir… en su…
sala? —consiguió decir con voz entrecortada.
—¿Le parece gracioso, señor? —dijo Morgan—.
¿Lo encuentra divertido?
Myers asintió con la cabeza. Siguió riendo.
Se enjugó los ojos con la manga de la camisa.
—Lo siento de veras —dijo—. No puedo
evitarlo. Esa frase: El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en
Alemania… Lo siento. ¿Y que pasó después? — consiguió decir—. Me gustaría saber
lo que ocurrió después.
—No sabíamos qué hacer, Mr. Myers —dijo
Mrs. Morgan—. La conmoción fue terrible. Edgar le tomó el pulso, pero no
detectó señal alguna de vida. Incluso había empezado a cambiar de color. La
cara y las manos se le estaban volviendo grises. Edgar fue al teléfono a llamar
a alguien. Luego dijo: «Abre el bolso, a ver si averiguas dónde se hospeda.»
Evitando en todo momento mirar el cadáver de aquella desdichada, cogí el bolso.
Imaginen mi total sorpresa y desconcierto, mi absoluto desconcierto, cuando lo
primero que vi dentro del bolso fue mis ciento veinte dólares, aún sujetos por
el clip. Nunca en mi vida me había sentido tan perpleja.
—Y decepcionada —dijo Morgan—. No te
olvides de eso. Fue una profunda decepción.
Myers dejó escapar unas risitas.
—Si fuera usted un escritor de verdad, como
afirma, Mr. Myers, no se reiría —dijo Morgan, poniéndose en pie—. ¡No osaría
reírse! Trataría de entender. Sondearía en las profundidades del corazón de
aquella pobre mujer y trataría de entender. ¡Pero usted no tiene nada de
escritor, señor!
Myers siguió riendo.
Morgan dio un puñetazo en la mesita, y las
tazas se tambalearon sobre los posavasos.
—La historia que importa está aquí, en esta
casa, en esta misma sala, ¡y ya es hora de que se cuente! La historia que
importa esta aquí, Mr. Myers —dijo Morgan. Se paseó de un lado a otro sobre el
brillante papel de envolver, que se había desenrollado y extendido por la
alfombra. Se detuvo para mirar airadamente a Myers, que se agarraba la frente
sacudido por las carcajadas.
—¡Considere la hipótesis siguiente, Mr.
Myers! —gritó Morgan—. ¡Considérela! Un amigo, llamémosle Mr. X, tiene amistad
con… con Mr. Y y Mrs. Y, y también con Mr. y Mrs. Z. Los Y y los Z no se conocen,
por desgracia. Y digo por desgracia porque de haberse conocido, esta historia
no podría contarse porque jamás habría sucedido. Bien, Mr. X se entera de que
Mr. y Mrs. Y van a pasar un año en Alemania y necesitan a alguien que ocupe la
casa durante ese tiempo. Los Z están buscando alojamiento, y Mr. X les dice que
sabe del sitio adecuado. Pero antes de que Mr. X pueda poner en contacto a los
Z con los Y, los Y tienen que salir para Alemania antes de lo previsto. Mr. X,
debido a su amistad queda a cargo de alquilar la casa a quien estime conveniente, incluidos a los señores Y,
quiero decir Z. Pues bien, los… Z se mudan a la casa y se llevan con ellos a un
gato, del cual los Y tienen noticia mas tarde por el propio Mr. X. Los Z meten
el gato en la case pese a los términos del contrato de arrendamiento, que
prohíben expresamente que en la casa habiten gatos u otros animales a causa del
asma de Mrs. Y. La genuina historia, Mr. Myers, está en la situación que acabo
de describir Mr. y Mrs. Z… quiero decir Y se mudan a la case de los Z, invaden,
a decir verdad, la casa de los Z. Dormir en la cama de los Z es una cosa, pero
abrir el ropero particular de los Z y usar su ropa blanca, destrozando todo lo
que encontraron dentro, eso iba en contra del espíritu y la letra del contrato.
Y esta misma pareja, los Z, abrieron cajas de utensilios de cocina en los que
ponía «No abrir». Y rompieron piezas de la vajilla pese a que en el contrato
constaba expresamente, expresamente, que los inquilinos no debían utilizar las pertenencias
de los propietarios, las cosas personales, y hago hincapié en lo de
«personales», de los Z.
Morgan tenía los labios blancos. Siguió
paseándose de aquí para allá encima del papel de envolver, deteniéndose de
cuando en cuando para mirar a Myers y lanzar ligeros soplidos por la boca.
—Y las cosas del baño, querido. No olvides
las cosas del baño —dijo Mrs. Morgan—. Ya es falta de tacto utilizar las mantas
y sábanas de los Z, pero si encima entran a saco en el cuarto de Baño y siguen
con otras cosas privadas almacenadas en el desván, eso es pasarse de la raya.
—Ahí tiene la autentica historia, Mr. Myers
—dijo Morgan. Trató de llenar la pipa, pero le temblaban las manos, y el tabaco
cayó y se esparció por la alfombra—. Esa es la historia verídica aún por
escribir y que merece ser escrita.
—Y no necesita un Tolstoi pare escribirla
—dijo Mrs. Morgan.
—No, no se necesita un Tolstoi —dijo
Morgan.
Myers reía. El y Paula se levantaron del
sofá a un tiempo, y se dirigieron hacia la puerta.
—Buenas noches —dijo Myers con regocijo.
Morgan estaba a su espalda.
—Si usted fuera un escritor de verdad,
señor, convertiría esta historia en palabras y no se haría tanto el sueco al
respecto.
Myers se limitó a reír de nuevo. Tocó el
pomo de la puerta.
—Y otra cosa —dijo Morgan—. No tenía
intención de sacarlo a relucir, pero, a la vista de su comportamiento de esta
noche, quiero decirle que he echado en falta mis dos volúmenes de Jazz at the
Philharmonic. Eran unos discos de gran valor sentimental para mí. Los compré en
1955. ¡Y ahora insisto en que me diga qué ha sido de ellos!
—Para ser justos, Edgar —dijo Mrs. Morgan
mientras ayudaba a Paula a ponerse el abrigo, después de hacer inventario de
los discos, admitiste que no podías recordar cuándo habías visto por última vez
esos discos.
—Pero ahora estoy seguro —dijo Morgan—.
Tengo la certeza de que los vi antes de irnos a Alemania, y ahora, ahora quiero
que este escritor me diga exactamente cuál es su paradero. ¿Mr. Myers?
Pero Myers estaba ya fuera de la casa, y,
con Paula de la mano, se apresuraba hacia el coche. Sorprendieron a Buzzy. El
perro soltó un gañido, al parecer de miedo, y se apartó hacia un lado de un
brinco.
—¡Insisto en saberlo! —gritó Morgan a sus
espaldas. ¡Estoy esperando, señor! Myers dejó a Paula en su asiento, se puso al
volante y puso el coche en marcha.
Volvió a mirar a la pareja del porche. Mrs.
Morgan saludó con la mano, y luego ambos se volvieron y entraron en la casa y
cerraron la puerta.
Myers arrancó y se aparto del bordillo.
—Esta gente está loca —dijo Paula. Myers le
dio unas palmaditas en la mano.
—Daban miedo —dijo Paula.
Myers no contestó. Le dio la impresión de
que la voz de Paula le llegaba de muy lejos. Siguió conduciendo. La nieve
golpeaba contra el parabrisas. Siguió silencioso, mirando la carretera. Se
hallaba en el final mismo de una historia.
Raymond Carver
De ¿QUIERES HACER EL FAVOR DE CALLARTE, POR
FAVOR? (1976)
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