12 de diciembre de 2021

Armageddón en la Internet (2000), José B. Adolph


 

Armageddón en la Internet (2000)
 
 
Una vez, y sólo una, encontré en mi vida a una persona que había realizado todas sus fantasías y cumplido todos sus deseos. Fue en un asilo mental. Visitando a un viejo amigo, éste —deslumbrado— me la había presentado.
—Mucho gusto-me dijo ella, extendiéndome una mano pequeña, blanca y firme.
—Me Llamo Isabel.
El deslumbramiento era explicable: su blancura entre pálida y olivácea, mediterránea, cremosa y mate, recordaba a una perla. La cara ovalada, enmarcada por un cabello negroazulado, invitaba a concentrarse, primero, en unos ojos verde oscuro y luego en unos labios gruesos, ligeramente pintados de un rosado muy tenue. Pero tras mirarla a los ojos, su boca daba esa impresión de maquillaje indiferente, casi despectivo, con el que se le dice al mundo —o el mundo cree escuchar— que, en fin, hay que pintarse. La sonrisa que me brindó, sin embargo, era sensualmente afectuosa; una sonrisa que hablaba su propio idioma, y la impresión general era que tenías al frente a dos mujeres: una cotidiana, decidida, profesional y distante, al estilo de una azafata de línea aérea; la otra como uno se imagina a una hurí, incitante en su retorcido y mentiroso recato. La primera, concentrada en sus ojos, prometía decisiones tajantes y utilitarias; la segunda, juguetones placeres y muy serias frivolidades. La combinación era perturbadora y te sometía a la inquietante pregunta de si eras un hombre capaz de abarcar a ambas. Mi primera idea, al verla y al escuchar su voz —fuerte, casi dura en las afirmaciones; dulce y dubitativa en las preguntas— fue: «¡Qué mala suerte
encontrar a una mujer así en un lugar como éste». La idea murió pronto: la reemplazó, cuando profundizamos nuestras conversaciones, una sensación de alivio precisamente por haberla encontrado allí. Afuera, normal entre normales, no sé hasta qué punto hubiera sido dañina. Aún en el sanatorio, llegué a pensar y lo reafirmo, habrían debido aislarla. Mi ansiedad me ha conducido a adelantarme. No puedo impedir que me sacuda el temblor que imagino típico de una sesión de exorcismo.
El sanatorio era un lugar tranquilo y agradable, muy diferente al deprimente sanatorio habitual. El amigo al que visitaba estaba allí para reponerse de otra institución, en la que había combatido su adicción al alcohol; esto de usar un sanatorio para curarse de otro nos provocó obvias sonrisas. Mi amigo inmediatamente notó el impacto que Isabel me causaba; me advirtió, cuando nuevamente estuvimos solos, que era una persona «peligrosa». Le pregunté por qué le parecía tal cosa y él, sonriendo para disculparse de hablar tonterías respondió que era una bruja. Nos reímos, hombres occidentales del siglo veintiuno que han leído libros y visto películas. Recuerdo haber exclamado que eso era maravilloso. Y entonces mi amigo agregó:
—Isabel afirma haber nacido en Karakorum, durante el exilio mongol de sus padres, en el siglo trece después de Cristo; sospecha que ése es sólo el último de muchos nacimientos. Dice que es el que recuerda.
«Bueno», comenté ante tal información, «será mi primera bruja» y que yo, tras haber leido a tantos autores y visto decenas de películas sobre el tema —terroríficas o humorísticas— merecía encontrarme por una vez dentro de la
literatura.
—No lo tomes tan a la ligera-respondió, aunque sin perder su sonrisa.
Cuando mi amigo, dos semanas después, abandonó el sanatorio, Isabel y yo ya éramos amigos y continué yendo a verla. «Estoy aquí para siempre» dijo sin tristeza: después supe por qué «siempre» era, para ella, un término sin sentido. La única otra persona que la visitaba era o decía ser el hermano, muy mayor, que la habla recluido: un hombre canoso, de piel oscura y actitudes frías pero corteses, que en nada se parecía a Isabel. La saludaba con un beso en la frente; hablaban poco y nunca en privado. Preguntaba por su bienestar y ella respondía formalmente que estaba bien. Él sólo mostró un tono inusualmente preocupado en una oportunidad, cuando le preguntó si tenía problemas (todo esto delante de mí). Ella, indiferente, le aseguró que ninguno y él retornó a su propia indiferencia.
Pero se volvió hacia mí y, con una sonrisa evidentemente forzada, trató de explicarme que su hermana era una persona buenísima. «Estoy seguro de que así es», respondí.
—Es que usted no sabe cuán buena.
Murmuré algo.
—Tan buena que asusta a algunos-añadió—. La bondad extrema, se dice por ahí, se parece terriblemente a una maldad extrema.
Esto me pareció curioso. Sólo dije que Isabel no me asustaba. Ella emitió una carcajada que sólo puedo describir como cristalina. El hermano también sonrió. «La respuesta de siempre», dijo mostrando unos dientes amarillentos e irregulares.
Recuerdo haber pensado que le convendría un buen dentista.
—¿De siempre?
No respondió. Se despidió de ella besando su frente y me estrechó la mano con un «cúidese» que me pareció la despedida habitual en estos tiempos. Había muchas preguntas que yo quería hacerle, pero no delante de ella. Por ejemplo y para comenzar, por qué una persona tan simpática, hasta dulce, tenía que estar recluida (y de por vida) por una simple e inocente chifladura; afuera hay millones de excéntricos, con teorías, opiniones y acciones tanto o más irrazonables y hasta antipáticas. Fue imposible; el extraño hermano y yo nunca estuvimos solos. Días después, con más confianza entre nosotros y seguro de que la pregunta no la incomodaría, se lo pregunté a ella.
—Dicen que soy mala, que hago daño-respondió, y la sonrisa de sus labios contrastaba con la frialdad de su mirada—. No me molesta. No tiene sentido molestarse con la Oscuridad y sus emisarios o víctimas: hacen lo que les corresponde.
—¿Quiénes lo dicen?
—Todos: mi hermano, la gente que he ido conociendo, los amantes que he tenido, mis súbditos…
—¿Súbditos?
—¿No te dije que desciendo del Santo Grial?
—Espera. Espera un momento. Ya me perdiste. ¿Estamos en la corte del Rey Arturo? Isabel sonrió, condescendiente.
—El Santo Grial no es, como se creía, un cáliz u otro objeto sino una deformación de las palabras francesas «sang réal». Ya no es un secreto desde que lo revelara, en la década de 1990, el historiador místico Peter Berling. Yo desciendo de la estirpe del rey David a través de Jesús y su compañera María de Magdala, de Mahoma, y de los príncipes cátaros Roç y Yeza, mis padres. Y antes de David, de profetas olvidados como Zoroastro. Mucho, mucho antes, desciendo de aquellos que hubieron de refugiarse en las profundidades. La misión del «Santo Grial», de la sangre real, es unificar a la humanidad e instaurar el reino de la paz: lo llamamos el «gran proyecto».
—Un proyecto muy largo.
—Muy largo, sí, y recurrentemente fracasado… hasta hoy. Ahora, finalmente, con el nuevo milenio (algunos hablan de la era de Acuario; las etiquetas no importan) todas las condiciones coinciden: el nombre que le dan ahora es «globalización».
—¿Y todos somos, entonces, tus súbditos?
—Sí. El Gran Programador y unos cuantos Elegidos lo saben. Y ahora tú estás entre los Elegidos.
—¿Eso es bueno o malo?
Otra carcajada de la boca y otra mirada helada.
—Y tu hermano, ¿quién o qué es?
—Uno de los Inquisidores.
—¿Inquisidores?
—La Oscuridad tiene muchos nombres y soldados.
—Eso significa que tu hermano…
—Eso significa que tu hermano…
—Prefiero no hablar de eso. Digamos que cumple con la misión que la Oscuridad le ha encargado. La Oscuridad considera que la humanidad no merece ser salvada. Que, en verdad, fue desde el comienzo un error o una malevolencia.
Como dije, este diálogo se produjo cuando ya llevábamos varios días de conversaciones, al principio más bien superficiales, sobre nuestras vidas —la de una niña extraña e introvertida, la de un niño extrovertido y ambicioso— y sobre el mundo. Para ella, la «vida» no sólo era una ilusión sino que además era una ilusión imperfecta, absurda y peligrosa. Para mí, un campo inmenso pero real y conquistable. En su adolescencia, Isabel, tras las excursiones habituales entre personas como ella por las tentadoras vías de los budismos, había decidido que la verdad —si la había— tenía que estar más allá, por debajo o por detrás de esos incompletos ensayos orientales. Pero ambos nos reencontrábamos ahora en lo «occidental»: el judeo-islamo-cristianismo y la tecnología. Ella había privilegiado un camino de retorno espiritual, y yo la cotidianidad y con ella, la más occidental de las ideas: la de la conquista y subordinación del mundo. Con Isabel descubrí esa otra ruta.
La describió así:
—Zambullirse en el pasado y encontrarse a sí mismo para extraer el futuro.
Intento reproducir algo de su explicación, a la vez confusa, seductora y alienada:
—Hay una rama del budismo que propone la superación de todo deseo por medio de su satisfacción-dijo—. Fue un instrumento útil para mí. He realizado todas mis fantasías y satisfecho todos mis deseos antes de perder toda fantasía y todo deseo. Como aquel adepto nuestro dentro del cristianismo, el llamado San Agustín: relee sus Confesiones con los nuevos ojos que ahora posees. Y a Dostoyevski. Y a Nietzsche. Y a muchos otros, partícipes y agentes del «gran proyecto». Y ese gran proyecto consiste en utilizar a las religiones (las occidentales: judaísmo, cristianismo, islamismo; las orientales: hinduismo, budismo, shinto) manejando las nuevas herramientas que ahora están a nuestra disposición, como la Internet. Al fin la era de Acuario tiene los medios unificadores de que carecía: el Gran Programador ha dicho que es la hora de la batalla final del perpetuo Armageddón.
Yo la escuchaba oscilando entre el horror, la compasión y la tentación de dejarme arrastrar a su locura. Ahora sé que me estaba enamorando de Isabel, aunque mi razón se resistía con garras y dientes a ser arrastrada a esa vorágine.
Mi mundo era el de la realidad: agente en la Bolsa de Lima («yupi con Proust», me llamaba Isabel), acceso a la web, negocios violentos y rápidos acompañados por diversiones violentas y rápidas; el de ella era el de otra clase de globalización, una que había estado con nosotros, me decía, desde hacía milenios, trabajando en el inconsciente individual pero también colectivamente en el espacio y en el tiempo. Sus soldados —los haschishin, o «asesinos», del Viejo de la Montaña, los fida’i del Islam ismaelita, los apóstoles del Kristos (menos Saulo, el de Tarso y Damasco,
que era un Oscuro) y los Templarios, masacrados, como los cátaros, los nestorianos y tantos otros por la Iglesia de Roma, los treintiséis Justos de los judíos, ciertos chaskis del Tahuantinsuyo (que transportaban algo más que noticias
y estadísticas)— eran las tropas de Mazda, de la Luz, que combatían por todo el planeta contra los Oscuros.
—¡Y ahora-agregó, triunfante-por primera vez, gracias a las redes mundiales de la informática y a las conexiones satelitales, tenemos acceso, por un lado, a todos los rincones y, por el otro, al corazón mismo del Dominio del Mal!
—¿Y dónde está ese corazón? —pregunté.
—No dónde, sino cuándo-respondió—. Armageddón, el gran combate, no está en el espacio sino en el tiempo.
Armageddón se combate en el tiempo.
—¿Cómo?
—La Oscuridad es el tiempo; el tiempo como manifestación del Mal. Una derivación de lo luminoso, que nació y vivió un nanosegundo sin sombra; el tiempo es una atribución del espacio, que nació puro, es decir intemporal, y fue desafiado por una dimensión nueva: lo que la física denomina tiempo y las religiones Satanás. Luzbel era la «bella luz» hasta que, harto del error divino, se lanzó a su rebeldía correctora. La Oscuridad es la sombra, por lo demás inevitable, que proyecta la Luz y que, como, ésta, adquirió autoconciencia. Más cómodo era antropomorfizarla y llamarla «diablo». Pero ahora existen la nueva física y las comunicaciones totales: ya no necesitamos parábolas.
Hemos llegado a la madurez y tenemos las herramientas. Los libros sagrados— —las Biblias (judía y cristiana), las Gathas y el Avesta, los Evangelios Apócrifos de la gnosis, el Quran, el Canon Pali del Buda y la Tripitaka, el Popol Vuh y todos los demás— eran hermosas parábolas con las que la Luz nos fue preparando para el «gran proyecto».
Nosotros apostamos a que Satanás está equivocado y que la humanidad, la Creación entera, son rescatables. Me sería imposible reproducir todas nuestras conversaciones, no porque no las recuerde en su totalidad —tengo excelente imposible reproducir todas nuestras conversaciones, no porque no las recuerde en su totalidad —tengo excelente memoria— sino porque serían tediosas y repetitivas para el no iniciado. Eran historias de personas y de viajes, de supervivencias y crímenes.
—¿Cómo es eso de todas las fantasías realizadas y todos los deseos satisfechos?
Esta vez hasta sus ojos participaron de una pícara sonrisa:
—En ocho siglos se puede hacer muchas cosas ¿no crees? Pero además he contado y cuento con la ayuda de mis padres.
—¿También viven?
—Ningún luminoso deja de vivir. También viven Abraham, cuya supuesta tumba veneran en vano judíos y musulmanes, Jesús —para evadir la persecución le provocaron con una pócima, que dijeron era vinagre, una catalepsia o falsa muerte en la cruz—, Siddharta el Buda, Spinoza, Einstein…
—El cerebro de Einstein se conserva en una universidad, creo que la de Princeton.
—Bernardo, Bernardo… Me hablas de átomos y moléculas ¡y yo te hablo de fuerzas que los dominan, transforman y reproducen! ¿Por qué tantas religiones te hablan de la resurrección de toda carne a sabiendas de que los cadáveres se pudren y desaparecen? Todo tiene una copia en el Gran Archivo. Y todos esos amigos y muchos más viven, se comunican entre sí y ejercen su influencia; son nuestros asesores y tropas de reserva. Así como hay un genoma humano, hay un genoma universal o gran archivo que Jung denominó «inconsciente colectivo». Por ahora sólo nosotros los luminosos somos la parte autoconsciente de ese archivo. Y sus viajes: Roma, Grecia, Galia, Palestina, Persia, los territorios del único imperio nómade de la historia, el de los mongoles, Catay y, por supuesto, lo que ahora llamamos India. Pero también por Africa —sobre todo el Sahara, que alguna vez contuvo un mar y dio lugar al imperio fenicio de Cartago— y la futura América en los recios pero esbeltos barcos vikingos.
—Ah, Bernardo-me decía, con los labios dulces y la mirada hierática—, ningún lugar, ningún comportamiento, ningún dolor o placer me es ajeno. Guerrera con los hititas (a quienes enseñé el uso del hierro), diosa para los tutsis, esclava en Baltimore, prostituta sagrada entre los adoradores de Baal, no tan sagrada en Marsella, ñusta en Machu Picchu, tú nómbralo: estuve allí y lo fui todo. Borges no llegó a saber que yo, Isabel Trencavel, soy el aleph.
—¿Trencavel?
—Mi apellido cátaro, del Languedoc. Mis padres descienden de Perceval o Parsifal, nuestro gran héroe. Fuimos víctimas de una cruzada de cristianos contra cristianos, de la Oscuridad de la prepotente Roma, esa nueva Babilonia.
El tiempo combate en el espacio para destruir la luz. Hemos sufrido terribles derrotas, como en la bravía Atlántida, en Creta —imperio femenino dedicado al amor y a las artes— y en la dulce Avalon de los Pictos, la actual Inglaterra.
Los huaris eran regidos por gente nuestra: los quechuas los destruyeron; los cultos mayas sucumbieron ante los demoníacos aztecas que, como Roma, exclamaron su versión de delenda est Cartago. Tampoco quisieron dejar rastros, pero el Popol Vuh y los templos escondidos permanecieron y los sacerdotes huyeron a tiempo al Asia Central. Qué historia, ¿verdad?
—Increíble.
—No estás obligado a creerla; casi nadie lo hace. Y cuando lo creen, la Oscuridad a menudo transforma la Gran Verdad en locura de grupitos chiflados o estafadores. O los luminosos somos encerrados en sanatorios mentales.
Algunos se suicidan, otros simulan «volver a la razón» —es decir, a la mentira— pero algunos continuamos este combate de la eternidad contra el tiempo.
—¿Y cómo va a terminar todo esto?
—¿Quién sabe? Las fuerzas son parejas. A veces dudamos, no creas. Como preguntan ciertos gnósticos, ¿quién sabe si Dios no es una falsificación?
—¿Y Dios qué pito toca?
—Te perdono la vulgaridad porque es tu mecanismo de defensa: tal como los individuos neuróticos defienden su mal, el colectivo defiende su oscuridad. Si tenemos razón, y tenemos que tenerla, Dios es el Gran Programador.
—Entonces, ¿por qué no nos ha programado para ganar? ¿Y para qué esta absurda y sangrienta lucha en una Creación que pudo ser perfecta?
—La Oscuridad es el gran virus.
—Los virus se fabrican.
—Sí, hay un Gran Hacker.
—¿Y quién creó al programador y al hacker?
—Ése es el misterio final, que sólo sabremos, para bien o para mal, cuando se decida Armageddón.
—El Dios de Dios. El Rey de Reyes.
Se encogió de hombros.
—Ni idea. Einstein sigue diciendo que Dios no juega a los dados, pero ahora añade, sonriendo, «si hay tal cosa
y si hay dados».
—Tal como yo lo veo, nosotros somos los dados.
—No, todos los dados son iguales. Nosotros somos piezas de ajedrez. Sólo que ahora, en el tercer milenio, vamos a jugar en un tablero universal, y vamos a conocer el juego.
Por supuesto, nunca llegué a creer en lo que decía Isabel, registrada en el sanatorio no como Trencavel sino con el apellido Valmel. Pero desde que la conozco vivo amándola, aterrado, preguntándome: ¿Y si fuera cierto? La alternativa es que se trata de una loquita. Una loquita que, como me insinuó ayer con suficiente claridad, sólo podrá amarme si ingreso con plena consciencia al ejército de la luz. Por eso y para horror de familiares, amigos y colegas,
vivo aquí, con ella y con la computadora con la que continúo mi trabajo en la Bolsa y navego, con Isabel, por las zonas más demoníacas de la Internet.
 
 
José B. Adolph

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