13 de diciembre de 2021

Descubrimiento, José B. Adolph


 

Descubrimiento, José B. Adolph
 
Esto es cada vez peor: últimamente he estado despertándome, en las noches, con esta opresión que me hunde el pecho. Me he quedado muy quieto, de costado o de espaldas en la cama, con esa sensación aplastante recorriéndome el esternón y hundiéndose hasta casi no permitirme respirar.
No recuerdo exactamente cuándo comenzó. Súbitamente estuvo allí, acompañándome en la calle, apareciendo en cualquier momento. En esos casos tenía que detenerme, tratar de pensar en otra cosa, entrar a un café y pedir algo. Poco a poco la sensación se iba diluyendo, y minutos después yo respiraba aliviado y retornaba al mundo de los vivos. En las primeras ocasiones, yo estaba seguro que el terror no volvería. Pero no solo volvió, sino que era cada vez más frecuente y cada vez más profundo.
Podía ocurrir, como dije, en la calle. Pero luego el terror comenzó a asaltarme en el cine, durante las comidas, en el sueño, en la oficina (soy empleado público y escritor casi inédito).
¿Es así, entonces, como se anuncia la muerte?
Porque lo que yo sentía era el terror ante la muerte. Hasta los cuarenta años, mi vida se había desarrollado sin mayores preocupaciones acerca de su final. La idea de la muerte, como generalmente sucede, era una constatación científica, relegada —como la teoría atómica o los dogmas religiosos— a un archivo lleno de cosas reales, pero sin significación práctica. A esto se añadía una característica muy mía: la de una permanente sensación de irrealidad. Esta irrealidad de los fenómenos, de las personas, los hechos —hasta los más personales e íntimos— me había valido la acusación (que yo comparto) de ser un hombre frío, cuyo ocasional sentimentalismo era una especie de representación teatral para mi propio beneficio y el ajeno. Los grandes sucesos de mi vida —el amor, la muerte de seres queridos, las enfermedades, las injusticias de la vida cotidiana— aumentaban en mí una sensación de irrealidad. Apenas algo importante ocurrió a mi alrededor, un segmento de mi personalidad huía de mí, se colocaba al frente, y observaba con fría indiferencia lo síntomas de sufrimiento que mis irreales restos me mostraban.
A veces pienso que mi aspecto juvenil, del que estoy orgulloso, se debe en gran medida a que tanto las alegrías como los sufrimientos resbalan por mi piel y no dejan huella alguna ni en mi personalidad ni en mi rostro. Naturalmente, soy capaz de indignarme. Es más, suelo tener, muy raramente, verdaderos estallidos de furia acumulada que hace explosión por motivos nimios. También en casos verdaderamente extremos —un orgasmo perfecto, una obra de arte verdaderamente excelente, una muerte horrible ante mi— la sensación de irrealidad cede antes esta irrupción de la vida en mi permanente semisueño. Pero esto ocurre en muy pocas oportunidades.
Es extraño (quizás ahora no lo sea para quien lea estas líneas) que ahora, a los cuarenta y dos años, la vida ingrese en mí a través del terror a la muerte. Un ambiente especial, una canción melancólica, una mirada triste o simplemente un momento de reposo y de paz mental me provocan una sensación de súbito envejecimiento, como si mis células estuvieran perdiendo rápidamente, en cuestión de segundos, la flexibilidad juvenil y decayeran notoriamente. Entonces, se abre ante mí, el boquete de la muerte, la negrura infinita de la nada.
No soy un hombre religioso. No creo en la vida después de la muerte. Hasta hace poco había aceptado sin problema alguno, la brevedad de la vida física, la pertenencia a una larga cadena vital uno de cuyos eslabones era yo, cadena que hundía ambos extremos —pasado y futuro—en el magma gelatinoso del tiempo. Podía comer, dormir, amar, escribir y trabajar dentro de ese concepto. Podía odiar, protestar por la injustica y admirar el progreso ¿La muerte? Era el fin de mi persona ¿Y qué? Para algunos, esa idea era horrible. Para mí no era horrible ni encantadora. Era un hecho. Y los hechos son mortalmente neutros.
La mujer con quien vivo notó mi cambio. Preguntaba que me ocurría. Yo evadía las repuestas y, como siempre en estos casos, ella pensó que iba dejarla por otra mujer ¿Cómo decirle que, junto con la realidad, yo estaba descubriendo la inexistencia de todo lo que no fuera mi disolución?
Físicamente, durante estos ataques depresivos que me oprimían el pecho y me hacen doler las vísceras, yo caía en un remolino del cual surgía mareado e impotente. Y, pese a todo, había un sabor dulce en esa pasiva amargura que me iba invadiendo por todos los ángulos y a través de todos los poros. En esos momentos, el contacto con mis semejantes era imposible, y me hundía en mí mismo con una furiosa desesperación, incapaz de resistirme. Un año, diez, veinte ¿Qué importaba el plazo, si de todas maneras la muerte estaba a la espera, y de todas maneras iba ganar la batalla?
Mi mujer me sugirió ver a un médico, a un psiquiatra. Una vez lo intente: nunca escuche tantas tonterías juntas en una sola tarde (y tantas caras). Me sugirió buscar un motivo para la vida: Dios, el trabajo, la política, el amor. Hacer las paces con la muerte. Tomarla como un descanso. Construirme a mí mismo en este mundo. Y así durante casi una hora. Le agradecí cortésmente, pagué sus honorarios y no volví. Todo eso me lo podía haber dicho yo mismo. Es más, ya lo había hecho. Pero ahora comprendo porque los psiquiatras son locos. Nadie puede enfrentarse diariamente a la verdad y permanecer en su juicio.
Mientras tanto, el terror aumentaba en frecuencia e intensidad. Describirlo no es fácil. Habría que juntar varias experiencias y mezclarlas, y aun quedaría algo más: la amargura de un niño castigado injustamente; la humillación ante la mirada de desprecio dela mujer nada, que nos abandona sin mirar atrás; la tristeza de un adolescente que ha visto por primera vez, a su padre saliendo de un prostíbulo; el marco de una noche de verano, cuando, de espaldas sobre la yerba, los ojos se hunden el universo multicolor e inexplicable; la imposibilidad de la sin embargo evidente eternidad; el llanto de una niña violada; la angustia de todas las pérdidas del mundo. Algo de todo eso, y mucho más, cayendo como plomo, con lenta y ominosa presión, y quedándose dentro, instalándose en mí.
Pensé en terminar. Pero el suicidio es un acto vital: requiere una decisión, de una voluntad de cambio. Nunca me aproxime, siquiera, a la realización física de semejante acto. Por lo demás, mi fantasía, me dictaba, sucesivamente, absurdas soluciones que jamás tome en serio: asesinar a alguien, huir del país, incendiar una casa.
Poco a poco la muerte comenzó adquirir consistencia. A existir como entidad palpable, nombrable. A veces bromeaba con ella, la llamaba señora Kafka o Monsieur Proust. Mi mujer me muraba, silenciosa, cuando con un firulete versallesco invitaba a madame Kafka a tomar asiento en el sillón de la sala. Mis ojos se llenaban de lágrimas e inmediatamente sonreía a mi mujer, tranquilizándola. Esto parecía un juego, y lo era.
En la oficina, cubría a veces el papel que estaba escribiendo, para que la muerte no leyera sobre mi hombro. Nadie reparaba en mí; o, si lo hacía, yo no me daba cuenta de ello. En el ómnibus, varias veces estuve tentado de pedir dos pasajes. Sonreía a solas, hablaba con ella y trataba de entender las repuestas que me daba, pero solo veía sus labios que se movían silenciosamene y el relampaguear de sus ojos cargados de compasivo odio ¿Compasivo odio?
Llamemos a las cosas por su verdadero nombre: desprecio.
Mi mujer dice que estoy hablando en sueños. Y me hace escenas. Dice que exclamo: “¿Por qué me desprecias?” “¿Por qué no puedes amarme, o siquiera dejarme en paz?”. Mi mujer quiere saber el nombre de la otra. ¿Cómo decírselo? Y yo recuerdo algunos de mis sueños: una amplia falda que revolotea sobre mi cara yacente que me cosquillea y me cubre los ojos. Una mujer sin rostro me excita silenciosamente y me aplasta, que me golpea sin que yo sintiera dolor alguno. Una invitación negra que soy incapaz de aceptar. Un dolor perfumado que despliega increíbles alas en la niebla, mientras yo corro, desesperado, tras las vísceras que me han sido arrancadas dejándome vacío y con náuseas.
Mi mujer llora y mira a través de mí. No me escucha ni me habla. A veces sus labios se mueven, pero no puedo oírla. Pareciera que habla sola y descubro, con frecuencia cada vez mayor, que su mirada ya no se fija en mis ojos, sino que observa mis cejas, o mi nariz, o una de mis orejas. Es una mirada vacua, imprecisa bordeada de lágrimas. Coincidentemente, la gente de la calle tiende a tropezar conmigo, sin pedirme disculpas. Y solo los perros se acercan, con el pelo erizado, a olfatearme.
En la oficina, otra persona ocupa mi asiento. Cuando pregunto por mi nueva ubicación, apenas hay discretas toses y algún portazo. Mi mujer, a la que trato de relatarle todo —desesperado ahora, incapaz de ocultarle la verdad— escucha calladamente, vestida de negro y con las manos cruzadas sobre la falda.
Pienso en mi cumpleaños, que se aproxima. En tres días más debo cumplir cuarenta y tres años: no hay preparativo alguno para la fecha. Hoy he llorado, arrodillado ante mi mujer que, sentada en el sillón de la sala —el mismo que me servía para bromear— observa silenciosamente, a través de mi cráneo y la ventana, el paso lento de las nubes hacia el norte.
 
José Adolph, (1971).

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