11 de diciembre de 2021

Carta a un elegido del Señor (2001), José B. Adolph

 

Carta a un elegido del Señor (2001)
 
Estimado señor:
Acabo de leer la entrevista que le hace la revista «Caretas» de esta ciudad y me he detenido, reflexivo, en aquella frase suya que sin duda resume con precisión y cierto encanto los sentimientos de gratitud y renovada religiosidad que le embargan.
«Siento que he vuelto a nacer», afirma usted. «Durante todo lo que me quede de vida agradeceré al Señor, que me hizo el milagro de mi supervivencia.» No es una sentencia demasiado original pero estoy seguro de que sintetiza a la perfección el mensaje que usted le envía, a través de la revista, a su Creador. El reportaje es acompañado de varias fotografías, en una de las cuales usted aparece de rodillas en una iglesia con la mirada fija en el altar, presumo que rezando. Sin duda es lo menos que usted puede hacer, visto el extraordinario favor recibido y la relación especial que usted tiene con Dios. Lejos de mi intención perturbar tal relación o minimizar la gracia obtenida. Es evidente que usted debe merecerla, porque quienes, como usted, creen en el plan divino y en la Divinidad que lo ha elaborado
—quizás en noches de insomne y metódico esfuerzo—, han de haber acumulado méritos enormes en este valle cuyas lágrimas no siempre están bien distribuidas. ¿Y quién sería yo para cuestionar la existencia de tales métodos o para valorarlos?
Los hechos mismos son fácilmente descriptibles: un avión despega del Aeropuerto Jorge Chávez de Lima rumbo a Madrid, vuela desapasionadamente durante un par de horas y luego inocentemente cae a tierra víctima de lo que los expertos y los no expertos denominan una «falla técnica». Utilizo el adverbio «inocentemente» porque no hay forma de culpabilizar a alguien (los metales pueden fatigarse, las tuercas aflojarse, la electrónica enloquecer en su inestabilidad) y usted, con sus declaraciones, ha puesto en su lugar a quienes, descreídos, hubiésemos podido hablar de azares, casualidades o matemáticas caóticas. O de injusticia. No, no. Dios estuvo allí, haciendo su trabajo al menos con usted, señor. Fue Él, asegura usted, quien le hizo retrasarse y perder el avión, adjetivado como «fatídico» en un ataque de huachafería inusual en «Caretas». El vuelo o el avión fue fatídico para 118 personas entre pasajeros y tripulantes, incluyendo a Elsa, mi Elsa, pero no para usted, gracias a Dios. Usted volvió a nacer. Elsa y los otros 117 se quedaron definitivamente muertos. El Señor no dispuso para ellos, como lo hizo para usted, un ligero accidente de tránsito rumbo al aeropuerto, cuyo único efecto práctico fue hacerle perder el «fatídico» avión y revelarnos que usted es un Elegido, categoría que no alcanzó, entre tantos otros, mi Elsa.
Sí, pues: fatídico para unos, maravilloso avatar para usted, como solitaria demostración de la infinita bondad de Dios para con sus Elegidos. Eso, en cierta forma, tiene algo de reconfortante en el sentido de que si bien Dios puede no existir para algunos o muchos, definitivamente existe, vive y colea para seres benditos como usted.
Un creyente muy amigo mío, que me acompañó generosamente en las primeras horas después de conocerse la desgracia, me aseguró que el plan del Señor está más allá de nuestra escasa comprensión humana y que Elsa, en estos precisos instantes en que le escribo esto, debe estar gozando de la placentera inmortalidad del espíritu. Esa es una buena noticia, sin duda. No muy verificable, es verdad, y mi amigo —como los periodistas— guarda sus fuentes de información en secreto. Pero como diría el filósofo Pascal, ¿por qué no apostar a que es verdad? Pero usted, Elegido del Señor y por lo tanto un hombre bueno y comprensivo, tendrá la tolerancia de entender y posiblemente hasta de justificar que yo hubiera preferido que Elsa, como usted, fuese una Elegida y que también perdiera el avión, en vez de convertirse en un montón de carne chamuscada. Me atrevo a blasfemar: no me hubiera molestado que se postergara su goce de la siguiente vida, para, en mi egoísmo, tenerla unos años más en ésta. Son pensamientos bajos, postergara su goce de la siguiente vida, para, en mi egoísmo, tenerla unos años más en ésta. Son pensamientos bajos, me imagino, rayanos en la herejía.
En definitiva, respetado señor, quisiera pedirle una intermediación. Aprovechando de sus excelentes relaciones con Dios, ¿no podría usted preguntarle, en uno de los sublimes diálogos que indudablemente sostienen, qué fue del espíritu de mi Elsa? ¿Goza realmente allí donde esté?
Sería un consuelo saberlo y no les costaría nada, ni a usted ni a Dios, soltar esa mínima información.
Agradeciéndole el favor que le merezcan estas líneas y felicitándole por su alto cargo como Elegido del Señor, le saluda
 
Francisco Pereda,

 
José B. Adolph (2001)

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