"Voy a tomar un Fernet, y ya vuelvo”
(Palabras de Rafael a su nieta ante la inminencia
de su viaje final)
Rafael Horacio López vivió sonriéndole a la vida.
El sentido del humor refrescaba sus labios y su
corazón con una pócima aladinesca. Su humor no era gratuito.
Reclamaba de los otros resonancia y retribución. Y
porque su actitud resultaba balsámica, todos -cualesquiera fueran sus
condiciones sociales, intelectuales o etarias- se sentían tocado por ella, ya
que la intensificaban y profundizaban sus atributos de poeta y docente,
entrañablemente fusionados en su criollo gracejo comunicativo.
El contexto transerrano de montaña y cursos de agua
- apacibles estos y a veces no tanto – confería familiaridad lugareña a sus
devociones de "escuelero" (tomo el vocablo de Bartolomé Hidalgo,
iniciador de nuestra poesía gauchesca) y a su fértil mester literario, merecedor
de galardones reiterados.
Sus enseñanzas y sus versos y prosas se contagiaban,
en buena parte de su vida y obra, de amor preferencial por los más vulnerables,
por los menos favorecidos para la obtención de recursos materiales y que a
pesar de sus carencias también sonreían sin esfuerzo.´
En su libro "La inteligencia emocional"
el escritor Daniel Goleman evoca un episodio del que fue testigo: el conductor
de un autobús neoyorquino saludaba a cada persona que saludaba con un cordial
"¡Hola! ¿Cómo le va?" y además atrapaba a sus siempre taciturnos pasajeros
con un monólogo acerca de las ventajas que ofrecía la agobiante ciudad,
logrando finalmente que le sonrieran al bajarse.
Estimo no arbitraria la anécdota: Rafael Horacio López
sabía que el sonreírle puede construir una terapia reductora de los agobios que
invasoramente oscurecen nuestro rostro de cada día. Por eso, su jovialmente octogenario
corazón continuará latiendo entre nosotros.
Osvaldo Guevara
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