2 de septiembre de 2017

Los Señores Burke y Hare, Asesinos, Marcel Schwob

LOS SEÑORES BURKE Y HARE

Asesinos

El señor William Burke ascendió de la condición más baja a una eterna celebridad. Nació en Irlanda y principió como zapatero. Practicó este oficio durante varios años en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia.
En la colaboración de los señores Burke y Rare, no cabe duda que el poder de inventiva y de síntesis perteneció al señor Burke. Pero sus nombres han permanecido inseparables en el arte como los de Beaumont y Fletcher. Vivieron juntos, trabajaron juntos y fueron apresados juntos. El señor Hare no protestó jamás contra la preferencia con que el público distinguió particularmente a la persona del señor Burke. Un desinterés tan completo no obtuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo burke vivirá aún mucho tiempo en los labios de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que cubre injustamente a los trabajadores oscuros.
El señor Burke parece haber aportado a su obra la fantasía mágica de la isla verde donde nació. Su alma debió haberse impregnado de los relatos del folklore. En lo que hizo hay como un lejano relente de las Mil y una noches. Semejante al califa que se paseaba por los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras, en su curiosidad por los relatos desconocidos y los forasteros. semejante al alto esclavo negro armado de una pesada cimatarra, no encontró conclusión más digna para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber logrado sacar el mayor provecho de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo negro, decidme, una vez alcanzado su gozo artístico, de aquellos a los que había cortado la cabeza? Con una barbarie típicamente árabe, los descuartizaba pata conservarlos, salados, en un sótano.
¿Cuál era su beneficio? Ninguno. El señor Burke era infinitamente superior.    
De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinarzada. Al parecer, el poder de invención del señor Burke recibía un estímulo especial con la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió servirse de un desván para alojar sus pomposas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa alta y muy poblada de Edimburgo. Un sofá, un gran arcón y algunos utensilios de tocador sin duda componían casi todo su mobiliario. Sobre una mesita, había una botella de whisky con tres vasos. Por lo general, el señor Burke no recibía más de una persona al mismo tiempo al la vez; jamás la misma. Acostumbraba, al caer la noche, a invitar a un transeúnte desconocido. Paseaba por las calles para examinar los rostros que le inspiraban curiosidad. A veces elegía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que podría haber mostrado Harún-al-Raschid. El extraño subía los seis pisos hasta llegar al desván del señor Hare. Le cedían el sofá y le ofrecían whisky escocés. El señor Burke le hacía preguntas sobre los hechos más sorprendentes de su existencia. El señor Burke era un oyente insaciable. El señor Hare siempre interrumpía el relato antes que despuntara el día. La forma de interrumpir del señor Hare era invariablemente la misma y era muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor Hare acostumbraba a pasar detrás del sofá y aplicaba sus manos sobre la boca del relator. En el mismo instante, el señor Burke se sentaba sobre el pecho de éste. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta manera, los señores Burke y Hare terminaron muchas historias que el mundo no conocerá.
Cuando el cuento se interrumpía. definitivamente, junto con la respiración del narrador; los señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero, leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían a enfriar el cuerpo en el gran arcón del señor Hare. y aquí el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su ingenio.
Era importante que el cadáver se mantuviera fresco, no tibio, a fin de que se pudiera utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.
En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero debido a los principios religiosos; tenían muchas dificultades para procurarse sujetos para disecarlos. El señor Burke, inteligente como era, advirtió esta laguna de la ciencia. No se sabe cómo se relacionó con un venerable y sabio facultativo, el doctor Knox, que enseñaba en la Facultad de Edimburgo. Quizá el señor Burke hubiera asistido a algunos cursos públicos, aunque su imaginación debió de haberlo inclinado más bien hacia a los gustos artísticos. Pero es seguro que prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su par-te, el doctor Knox se comprometió a pagarle por su trabajo. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de los ancianos. Estos poco interesaban al doctor Knox. Lo mismo pensaba el señor Burke, pues por lo general tenían menos imaginación. El doctor Knox llegó a destacarse entre todos sus colegas por su ciencia anatómica. Los seño-res Burke y Rare disfrutaron de la vida como aficionados.
Conviene sin duda ubicar en esta época el período clásico de su existencia. Pues el genio omnipotente del señor Burke pronto lo arrastró fuera de las normas y reglas de una tragedia donde había siempre un narrador y un confidente. El señor Burke evolucionó solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia una especie de romanticismo. El decorado del desván del señor Hare no le bastaba e inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los numerosos imitadores del señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. Pero he aquí la verdadera tradición del maestro.
La fecunda imaginación del señor Burke se había fatigado de los relatos eternamente pare-cidos, de la experiencia humana. Jamás el resultado había respondido a su esperanza. Llegó a no interesarse más que en el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. Ya no le importó la calidad de los actores. Los moldeó al azar. El único acceso-rio del teatro del señor Burke era una máscara de tela rellena de pez. El señor Burke salía en las noches de bruma, llevando esa máscara en la mano. Iba acompañado del señor Hare. El señor Burke esperaba al primer transeúnte, se le adelantaba, luego, volviéndose, le aplicaba sobre la cara la máscara de pez súbita y firmemente. Enseguida los señores Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de las brazos del actor. La máscara de tela rellena de pez ofrecía la síntesis genial de ahogar a la vez los gritos y el aliento. Además, era trágica. La máscara esfumaba los gestos del actor, si bien había algunos que parecían imitar a un borracho. Concluida la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cab y despojaban al personaje. El señor Hare se ocupaba de sus ropas, mientras el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.
Aquí es cuando, discrepando con la mayoría de los biógrafos, dejaré a los señores Burke y Hare en medio de su aureola gloriosa. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan bello llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus flaquezas y sus decepciones? Sólo hay que verlos con su máscara en la mano, vagando en las noches de niebla. 
Porque el final de su vida fue vulgar y semejante a tantas otras. Al parecer ahorcaron a uno de ellos y el doctor Knox tuvo que renunciar a la Facultad de Edimburgo. El señor Burke no dejó otras obras.


Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)

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