7 de julio de 2015

El confesor, Hermann Hesse

 El confesor, Hermann Hesse


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943


EL CONFESOR

FUE en la época en que san Hilarión vivía aún, muy proyecto en años; vivía en la ciudad de Gaza un tal Josephus Famulus, que hasta su trigésimo año de edad o algo más llevó vida mundana y estudió los libros paganos: luego fue convertido, por una mujer por él perseguida, a la doctrina de Dios y a la dulzura de las virtudes cristianas; se sometió al santo bautismo, renegó de sus pecados y se sentó muchos años a los pies del presbítero de su ciudad, escuchando principalmente la tan anhelada relación de la vida de los piadosos ermitaños en el desierto, con creciente curiosidad, hasta que un día, a los sesenta y tres años, se encaminó por la senda en que le precedieran san Pablo y san Antonio y, después de aquellos, muchos otros seres piadosos. Entregó el resto de sus bienes a los ancianos, para que los distribuyeran a los pobres de la comunidad, se despidió de sus amigos en las puertas de la ciudad, y emigró al desierto, pasando del mundo fútil a la mísera vida de los penitentes.
Por muchos años le quemó y secó el sol; él se limó, orando, las rodillas en la roca y en la arena; esperó ayunando la puesta del sol para masticar su par de dátiles; los demonios le atormentaron con ataques, burlas y tentaciones, que venció con la oración, la penitencia, la entrega de sí mismo, como lo leemos descrito todo en las biografías de los santos padres. Muchas noches, sin dormir, contempló las estrellas, y también las estrellas le causaron tentaciones y perplejidades: leía en las constelaciones porque aprendió un día a desentrañar las historias de lo dioses y los símbolos de la naturaleza humana, una ciencia rechazada absolutamente por los presbíteros, que lo persiguió por mucho tiempo con fantasías y pensamientos de la época pagana.
En todas partes donde por aquella región el desierto estéril y desnudo ostentaba una fuente, un puñado de verde, un oasis pequeño o grande, vivían entonces los ermitaños, algunos completamente solos, otros en pequeñas hermandades, como los representa una pintura en el camposanto de Pisa, ejerciendo la pobreza y el amor del prójimo, adeptos de un nostálgico ars moriendi, un arte de morir, de perecer para el mundo y para el propio. Yo, de perecer en el Redentor, en la claridad y lo inmarcesible. Eran visitados por ángeles y demonios, componían himnos, exorcizaban a los malos espíritus, curaban y bendecían y se habían adjudicado la tarea de reparar la lujuria del mundo, la brutalidad y la codicia sensual de muchas épocas pasadas y otras por venir, mediante una poderosa oleada de entusiasmo y entrega, mediante un extático exceso de renuncia al mundo. Muchos de ellos poseían ciertamente viejas prácticas paganas de iluminación, métodos y ejercicios de un proceso de espiritualización perfeccionado en Asia a través de siglos, pero no se decía palabra al respecto, y estos métodos y ejercicios yoghis ya no se enseñaban en realidad, porque caían bajo la prohibición con la que el cristianismo eliminaba cada vez más lo pagano. En muchos de estos penitentes, el ardor de aquella vida llegaba a formar dones especiales, de la oración, de la curación mediante la imposición de las manos, de la profecía, del exorcismo de los demonios; dones del juicio y el castigo, de la consolación y la bendición. También en Josephus dormitaba un don, que con los años, cuando su cabello comenzó a ralear, alcanzó lentamente su florecimiento. Fue el don de escuchar. Cuando un hermano de una de las colonias o un hijo del mundo, impulsado por su intranquila conciencia, acudía a Josephus y le daba cuenta de sus acciones, sufrimientos, tentaciones y pecados, le contaba su vida, su lucha por el bien y sus derrotas en esa lucha, o una pérdida, un dolor, un luto, Josephus sabia escucharlo, abrirle su oído y su corazón, y acercarse, compartir su padecer y sus cuitas, salvarle y dejarle irse aliviado y aquietado. Lentamente, con el correr de muchos años, esta función se había apoderado de él y le había convertido en instrumento, en oído en el cual se confiaba. Sus virtudes eran mucha paciencia, cierta pasividad absorbente y una gran reserva. Cada vez más acudía la gente a él, para confiarse, para liberarse de cuitas acumuladas, y muchos, aunque hubiesen tenido que recorrer largo camino para acudir a su choza de cañas, apenas llegaban y saludaban, no traían la disposición y el valor de confesarse, sino que vacilaban y se avergonzaban, titubeaban con sus pecados, suspiraban y se callaban, largas horas, y él se conducía con todos en la misma forma, ya sea que hablaran con gusto o a la fuerza, libremente o con reticencias, ya sea que volcaran de sí sus secretos furiosamente o estuvieran ufanos de ellos. Todos eran iguales para él, ya fuera que acusaran a Dios o se acusaran a sí mismos, exageraran sus pecados y sus penas o las empequeñecieran, confesaran un asesinato o una impudicia, acusaran a una amante infiel o la pérdida de la salvación. No se asustaba si alguien le hablaba de familiar trato con los demonios y pareciera tutearse con el diablo, ni se enfadaba si uno contaba muchas cosas y callaba lo principal, ni perdía la paciencia si alguien se acusaba de pecados fantásticos y exagerados. Parecía que todo, lo que se le traía, quejas, confesiones, acusaciones y angustias de la conciencia, entrara en su oído como el agua en la arena del desierto; parecía no emitir juicio sobre todo eso y no tener compasión ni desprecio por los que se confesaban, y, sin embargo, o tal vez por eso mismo, parecía que lo que se le confesaba no se perdía en el vacío, sino que al ser dicho y escuchado, se aliviaba y era perdonado. Sólo rara vez emitía una advertencia o un consejo, más raramente aún un cargo o una orden; era como si esto no perteneciera a sus funciones, y los que hablaban sentían tal vez que eso no le correspondía. Su deber, su oficio casi, era despertar y recibir confianza, escuchar paciente y amablemente, facilitar así, para completarla, la confesión todavía inacabada, invitar al fluir y correr lo acumulado o incrustado en las almas, tomarlo y envolverlo en el silencio. Sólo que al final de cada confesión, las terribles y las ingenuas, las apenadas y las vanidosas, hacía arrodillarse al interesado cerca de él, retaba el Padrenuestro y lo besaba en la frente, antes de dejarlo marchar. No le incumbía imponer penitencias y castigos, tampoco se sentía autorizado para expresar una verdadera absolución sacerdotal, no era cosa suya ni juzgar ni perdonar una culpa. Escuchando y comprendiendo, parecía asumir una parte de esa culpa y ayudar a sobrellevarla. Callando, parecía que lo escuchado desaparecía y se perdía en el pasado. Orando con el confesado después del acto, parecía aceptarlo y reconocerlo como hermano, como igual. Besándole, era como si le bendijera en una forma más fraternal que sacerdotal, más delicada que solemne. Su fama se difundió por todos los alrededores de Gaza; se le conocía muy lejos y a veces se le citaba junto con el gran confesor y ermitaño Dion Púgil, cuya renombre sin embargo, era anterior en más de diez años y se fundaba en facultades y hábitos del todo distintos, porque el padre Dion era célebre justamente porque sabía leer en las almas que confiaban en él con más penetración y rapidez de lo que hiciera en las palabras expresadas, de modo que muchas veces sorprendía a uno que se confesara titubeando, lanzándole a la cara los pecados aún no confesados. Este conocedor de almas, de quien Josephus había oído contar cien historias maravillosas y con quien nunca se hubiera atrevido a compararse, era también un privilegiado consejero de almas equivocadas, un gran juez, que castigaba y ponía orden; asignaba penitencias, mortificaciones y peregrinaciones, realizaba matrimonios, obligaba a los enemistados a reconciliarse, y su autoridad era igual a la de un obispo. Vivía cerca de Ascalón, pero le visitaban suplicantes desde la misma Jerusalén y aun de lugares más alejados.
Josephus Famulus, como la mayoría de los ermitaños y penitentes, había sostenido durante muchos años una lucha apasionada y desgastadora. Aunque abandonara la vida mundana, distribuyera sus bienes y su casa en limosnas y huyera de la ciudad y de sus innumerables incitaciones al goce sensual, tuvo sin embargo, que llevarse consigo a sí mismo, y en su Yo estaban todos los instintos del cuerpo y del alma, que pueden conducir a un ser humano al aprieto y a la tentación. Ante todo luchó contra el cuerpo, fue severo y duro con él, lo acostumbró al calor y al hielo, al hambre y la sed, a las cicatrices y las callosidades, hasta marchitarlo y secarlo lentamente, pero aun en la magra envoltura del asceta, el viejo Adán podía sorprenderlo y agriarlo vergonzosamente con los deseos y los anhelos, los sueños y las fantasías más insensatos; ya sabemos que a los que huyen del mundo y quieren hacer penitencia, el demonio dedica una atención especialísima. Cuando luego comenzaron a visitarle en ocasiones gentes en busca de consuelo y necesitadas de confesión, agradecido vio en esto un llamamiento de la gracia y sintió al mismo tiempo un alivio de su propia penitencia: había recibido un sentido y una esencia que trascendían de él, le estaba deparado un cargo, un oficio, podía servir a otros o ser instrumento de Dios, para atraer almas. Fue una sensación maravillosa y verdaderamente elevadora. Pero andando el tiempo, resultó evidente que también los bienes del alma pertenecen todavía a lo terrenal y pueden convertirse en tentaciones y trampas. Pues a menudo, cuando llegaba a pie o a caballo un peregrino de aquellos, se detenía delante de su caverna cavada en la roca, para beber un sorbo de agua, y luego pedía que se le oyera en confesión, Josephus experimentaba una sensación de conformidad y placer, un placer de sí mismo, una vanidad y un egoísmo del que se asustaba profundamente, apenas lo reconocía. A menudo pidió perdón a Dios de rodillas, suplicó a Dios que no le enviara a él, indigno, otros pecadores, ni desde las chozas de los hermanos penitentes en las cercanías, ni de los pueblos y ciudades del mundo. Entretanto, sin embargo, no se sintió mucho mejor cuando en ciertos períodos los confesandos faltaron de verdad, y si reaparecían luego en gran número, se sorprendía una vez más en pecado: ahora le ocurría que mientras escuchaba éstas o aquellas confesiones, experimentaba reacciones de frialdad o desamor, y aun de desprecio por los que se confesaban. Suspirando, aceptó también estas luchas y hubo épocas en que tuvo que someterse a ejercicios de humillación y expiación, después de cada confesión escuchada. Además se volvió norma para él tratar a todos los confesandos no solamente como hermanos, sino con cierto respeto especial y esto tanto más cuanto menos le gustaba la persona que se presentaba. Recibía a todos como mensajeros de Dios, enviados para ponerlo a prueba. Con el correr de los años, bastante tarde, cuando ya estaba envejeciendo, encontró cierta uniformidad en su modo de vivir, y fue para los que vivían en la vecindad, un hombre intachable, que había encontrado la paz en Dios.
Pero también la paz es algo vivo y ella también, como todo lo que vive, debe crecer y disminuir, debe adaptarse, superar pruebas y experimentar cambios; eso ocurrió con la paz de Josephus Famulus; era inestable, a menudo visible, luego inhallable, por momentos como una vela que se lleva en la mano, por momentos como una estrella en un cielo invernal. Y con el tiempo, fue una suerte nueva y especial de pecado y de tentación, la que cada vez más a menudo le tornó pesada y dura la vida. No se trataba de una reacción viva y apasionada, de una rebelión o un estallido de los instintos; parecía casi lo contrario. Fue una sensación que en sus primeras fases resultó fácil de soportar, casi insensible, un estado sin dolores verdaderos o faltas, un estado de alma aburrido, débil, tibio, que sólo podía definirse negativamente, un mareo, una disminución y, finalmente, una ausencia de alegría. Como hay días en que el cielo se hunde quedamente en sí mismo y se revuelve, gris, pero no negro, abochornado, pero no amenazando tormenta, así fueron paulatinamente los días de Josephus al envejecer. Cada vez menos podían distinguirse las alboradas de los atardeceres, los días festivos de los comunes, las horas de elevación de las de depresión; todo pasaba inerte en cansancio entumecido, en desgano invencible. En la senectud, pensó tristemente. Y estaba triste porque del envejecer y del paulatino apagarse de los instintos y las pasiones había esperado una iluminación y un alivio de su existencia, un paso adelante en la armonía anhelada, y ahora la edad caduca parecía desilusionarlo y engañarlo, porque no le traía más que esa oquedad cansina, gris, sin alegrías, esa sensación de incurable hartazgo. De todo se sentía saturado, de la mera existencia, de la respiración, del sueño en la noche, de la vida en su gruta al borde de un pequeño oasis, del eterno anochecer y del romper el día, del paso de caminantes y peregrinos, de viajeros en camellos y borricos, y sobre todo de la gente que acudía a visitarle, de esos hombres tontos, angustiados y tan infantilmente ingenuos, que necesitaban contarle a él su vida, sus pecados, sus ansiedades, sus tentaciones y acusaciones. A veces le parecía que cono en el oasis la pequeña surgente se juntaba en la cuenca de piedra, corría entre la hierba y formaba un arroyuelo, luego fluía por el desierto de arena y a poco allí se secaba y moría, también todas esas confesiones, esos registros de pecados, esas biografías, esas torturas de conciencia, pequeñas y grandes, serias o vanas, llegaban a fluir en su oído, por docenas, por centenares, constantemente renovadas. Pero el oído no estaba muerto como la arena del desierto, era algo vivo y no podía beber y tragar y absorber eternamente; se sentía cansado, gastado, saturado; anhelaba que el fluir y chapotear de las palabras, las confesiones, las cuitas, las acusaciones, las mortificaciones cesaran de una vez, que por fin hubiera paz, muerte y silencio en lugar de este infinito fluir. Sí, deseaba un fin, estaba cansado, harto y más que harto; su vida se había vuelto insípida y sin valor, y llegó tan lejos que a veces se sintió tentado a poner fin a su existencia, a castigarse y apagarse, como lo hizo Judas, el traidor, cuando se colgó. Como en los primeros grados de su vida de penitente el demonio le metía en el alma los deseos, las ideas y los ensueños del placer sensual y mundano, ahora lo tentaba con ideas de autodestrucción, tanto que tuvo que examinar cada rama de un árbol, para ver si servía para ahorcarse, cada roca de la región por si era alta y a plomo lo suficiente, para Untarse desde ella y morir. Resistió a la tentación, luchó, no cedió, pero pasó días y noches en un fuego de odio contra si mismo y de deseo de muerte; la vida se le había vuelto intolerable y odiosa.
A esto había llegado, pues, Josephus. Un día en que se encontró una vez más sobre una de aquellas alturas rocosas, vio lejos, entre la tierra y el cielo, dos, tres diminutas figuras tal vez viajeros o peregrinos o gente que acudía a él, para confesarse con él, y de pronto lo invadió un irresistible deseo de irse en seguida, de prisa, lejos de ese lugar, lejos de esa existencia. El deseo lo impregnó tan poderosamente e instintivamente que superó todo pensamiento, toda objeción, toda reflexión, y los barrió, porque naturalmente no faltaban; ¿cómo podía un penitente seguir un instinto sin remordimientos de conciencia? Y ya corrió, ya estuvo de vuelta en su gruta, su refugio de tantos años de lucha, el sitio de tantas elevaciones y derrotas. Con irreflexivo apremio preparó un par de puñados de dátiles y un recipiente con agua, una calabaza seca y vaciada, colocó todo en su vieja bolsa de viaje, se la echó al hombro, tomó su báculo y abandonó la verde paz de su pequeña patria, huyendo sin paz, huyendo de Dios y de los hombres, y sobre todo de lo que fue lo mejor para él, lo que tuvo por función y misión. Caminó al comienzo como un perseguido, como si las figuras que viera aparecer en el horizonte allá lejos, fueran realmente perseguidores y enemigos, soslayados desde la alta roca. Pero en el curso de la primera hora de viaje perdió la prisa angustiosa, el movimiento lo cansó en forma bienhechora, y durante el primer descanso, en que se concedió un bocado restaurador —era costumbre sagrada para él no tomar alimento alguno antes de la puesta del sol—, su razón, ejercitada ya a pensar en soledad, comenzó a excitarse y a juzgar su proceder instintivo. Y la razón no desaprobó ese proceder, por cuanto podía parecer poco prudente, sino que lo consideró con benevolencia, porque por primera vez desde hacía mucho tiempo, encontraba su obra inocente y pura. Había sido una fuga la suya, una fuga repentina e irreflexiva, pero no vergonzosa. Había abandonado un puesto para el cual ya no tenía aptitudes; había confesado con su partida su fracaso a sí mismo y a quien pudo verlo; había abandonado una lucha inútil repetida todos los días, reconociéndose vencido, derrotado. Esto —determinó su razón— no era nada grande ni heroico ni santo, pero sincero sí, e inevitable también; se asombró ahora por haber realizado esta fuga tan tarde, por haber resistido tanto, tanto. Comprendió ahora que la lucha y la terquedad con que se mantuvo tanto tiempo en el puesto abandonado, eran errores, lucha y terquedad de su egoísmo, de su viejo Adán, y creyó también comprender por qué esa terquedad le llevó a consecuencias tan malas y aun demoníacas, a tanta perversidad e inconsciencia, hasta la posesión diabólica del deseo de morir y aniquilarse por su mano. Ciertamente, un cristiano no debía ser enemigo de la muerte; un penitente, un santo, tenía que considerar su vida solamente como un sacrificio. Pero el pensamiento del suicidio era absolutamente diabólico y sólo podía nacer en un alma cuyos maestros y defensores no eran ya los ángeles de Dios, sino los perversos demonios. Se quedó sentado un rato, perdido y perplejo, y luego contrito y estremecido, contemplando desde la distancia de las pocas millas de su trayecto, su vida reciente, logrando conciencia de la vida desesperada y azuzada de un anciano que ha equivocado su meta y es atormentado continuamente por la horrible tentación de colgarse de la rama de un árbol, como el traidor de Cristo. Si tenía tanto horror por el suicidio, quedaba seguramente en esta sensación un resto de un saber primitivo —antecristiano y pagano— de la antiquísima costumbre del sacrificio humano, para el cual estaban destinados el rey, los santos y los elegidos de la tribu, que muchas veces debían ejecutarlo con sus propias manos. Y no sólo le horrorizaba tanto el que la prohibida costumbre procediera de antiguas edades paganas, sino aún más la idea de que, en el fondo, la muerte sufrida en la cruz por el Redentor no era otra cosa que un sacrificio humano voluntariamente realizado. En efecto, si recordaba bien, una intuición de tal conciencia existió ya en aquellas reacciones al deseo de suicidio, un impulso salvaje y tercamente perverso de sacrificarse a sí mismo y con ello imitar realmente en forma prohibida al Salvador, o en manera vedada indicar que la obra redentora no había resultado completa para Aquél. Al pensarlo se asustó en el alma, pero también sintió que había escapado a ese peligro.
Largo tiempo contempló al penitente Josephus que era ahora y que en lugar de seguir a Judas o al Crucificado, huyera y se colocara así de nuevo en las manos de Dios. Crecieron en él la vergüenza y el dolor, cuanto más claramente percibió el infierno evitado y, al final, la miseria se le metió en la garganta como un bocado que ahoga, creció con insoportable presión y de pronto halló salida y liberación en un estallido de lágrimas que le hizo maravillosamente bien. ¡Cuánto tiempo hacía que no lloraba! Las lágrimas corrieron, cegándole los ojos, pero el ahogo mortal estaba eliminado y, cuando se recobró y sintió un gusto salobre en sus labios y advirtió que lloraba, por un instante le pareció que había vuelto a ser niño y nada sabía del Maligno. Sonrió, se avergonzó un poco de su llanto, se puso de pie finalmente y prosiguió su camino. Estaba inseguro, no sabía adonde dirigirse y lo que sería de él; se imaginó niño, pero ya no había en él lucha o deseo, se sentía más liviano y casi guiado, llamado por una buena estrella lejana y atraído, como si su viaje no fuera una fuga, sino un retorno. Se cansó, y la razón también: ella callaba o descansaba o ya no se creía necesaria.
En el abrevadero donde Josephus pasó la noche, reposaban algunos camellos. Como al pequeño grupo de viajeros pertenecían también dos mujeres, se limitó a un ademán de saludo y evitó toda conversación. En cambio, después de comer algunos dátiles al oscurecer, después de rezar y acostarse, pudo escuchar la conversación en voz baja de dos hombres, un anciano y un joven, acostados muy cerca de él. Fue sólo un trocito de diálogo lo que pudo oír, el resto pasó de murmullo apenas. Pero también ese poco llamó su atención y le interesó y le dio en qué pensar gran parte de la noche.
Esta bien —oyó que decía la voz del anciano—, está bien que acudas a un hombre piadoso y quieras confesarte. Esta gente lo comprende todo, te lo digo yo, sabe más que comer pan, y muchos de ellos conocen hechizos. Si el santo grita una palabrilla a un león que está por saltarle encima, la fiera se agacha, mete la cola entre las piernas y se escabulle. Puede domesticar un león, te lo digo yo; a uno de ellos, todo un beato, los leones mansos le cavaron la fosa cuando murió, volvieron a echar parejita la tierra encima del muerto y por mucho tiempo dos de ellos hicieron guardia día y noche sobre el sepulcro. Y no sólo los leones sabe domesticar esta gente. Uno de ellos rezó una vez por un centurión romano, una bestia cruel de soldado, el peor mujeriego de Ascalón, y le ablandó el corazón de tal manera que el tipo se redujo a flojo y tímido como un ratoncito y buscó un agujero para esconderse. Más tarde casi no le reconocían, tan humilde y bueno llegó a ser. Por cierto, esto da que pensar: poco después el hombre murió.
—¿El santo?
—¡Oh, no, el centurión! Varrón se llamaba. Desde que el penitente lo dominó y despertó su conciencia, fue decayendo en salud muy rápidamente, tuvo la fiebre dos veces y murió a los tres meses. ¡Bah, no se perdió nada! Pero de todas maneras muchas veces pensé: el penitente no sólo echó de él al demonio, sino que debió pronunciar también alguna palabrita que se llevó al otro bajo tierra.
—¿Un hombre tan religioso? No puedo creerlo.
—Puedes creer o no creer, querido. Pero desde aquel día el hombre estaba como cambiado, para no decir embrujado, y tres meses después...
Hubo un breve rato de silencio, luego comenzó de nuevo el joven:
—Aquí hay un penitente, debe estar por ahí cerca; vive sólito cerca de una fuentecilla, en el camino de Gaza. Se llama Josephus, Josephus Famulus. Oí hablar mucho de él.
—¿Sí? ¿Y qué se decía?
—Debe ser tremendamente piadoso y, además nunca miró a una mujer. Cuando alguna vez pasan un par de camellos por su alejado lugar y en uno va una mujer, aunque esté cubierta por densos velos, él se vuelve y desaparece en seguida por un precipicio. Mucha gente, pero mucha, ha ido a confesarse con él.
—No será tanta, de otra manera ya hubiera yo oído hablar de él. ¿Y qué puede hacer, pues, tu Famulus?
—Justamente, la gente va a confesarse con él, y si no fuera tan bueno y no entendiera de su oficio, la gente no iría corriendo. Además se dice de él que apenas si habla una palabra; no reprocha ni grita, no impone castigos ni cosas parecidas; dicen que es un hombre dulce y sobrio.
—Bien, pero ¿qué hace, pues, si no regaña y no castiga y no abre la boca
—Dicen que sólo escucha y suspira extrañamente y se hace la cruz.
—¡Bah, bonito santo clandestino te traes entre manos! Pero tú no serás tan tonto como para correr detrás de este silencioso tío...
—Sin embargo, lo deseo. Ya lo encontré, no puede estar lejos de aquí. Estuvo esta tarde como un pobretón cerca de la fuente, mañana temprano le hablo, tiene todo el aspecto de un penitente
El anciano se acaloró.
—¡Deja de una vez a tu penitente de pozo agachado en su caverna! ¡Un hombre que sólo escucha y suspira y tiene miedo de las mujeres y nada sabe y comprende! No, yo te diré a quien debes acudir. Realmente está lejos de aquí, más lejos que Ascalón, pero en cambio es también el mejor penitente y confesor que haya existido jamás. Se llama Dion y su nombre es Dion Púgil, es decir, el que lucha con los puños, porque pelea con todos los demonios, y si uno le confiesa sus culpas, Púgil, mi querido amigo, no suspira, ni cierra la boca, sino que estalla y le quita al hombre la herrumbre a toda prisa. Debe de haber apaleado a muchos, hizo arrodillar a uno toda una noche sobre una piedra y todavía le obligó luego a dar cuarenta talentos a los pobres. Éste es el hombre, hermanito, que debes ver y admirar; cuando te mira bien, te sacude los huesos y te ve adentro y aun a través. Allí no se suspira, el hombre sabe lo que hace, y cuando uno no puede dormir o tiene malos sueños y ve caras malas y cosas parecidas, Púgil te calafatea de nuevo, te lo digo yo. Y no te lo digo porque oí a mujeres charlar de él. Sino porque yo mismo estuve con él. Sí, yo mismo, por pobre que sea. Una vez busqué al penitente Dion, que lucha con los puños y es hombre de Dios. Miserable acudí a él y con mucha vergüenza e inquietud en la conciencia, y retorné claro y puro como la estrella del amanecer, te lo digo como que me llamo David. Recuérdalo: se llama Dion, de apodo le dicen Púgil. Buscarás a ése apenas puedas, te ocurrirá un milagro. Prefectos, ancianos y obispos le pidieron consejo.
—Sí —resolvió el otro—, si algún día llego a esa región lo recordaré. Pero hoy es hoy y aquí es aquí, y como hoy me hallo aquí y aquí cerca debe estar ese Josephus, de quien oí contar tantas cosas buenas...
—¡Cosas buenas! Te has vuelto loco con este Famulus.
—Me gustó porque no insulta ni hace bulla. Esto me gusta, debo decirlo. Yo no soy ni centurión ni obispo; soy un hombrecito y más bien débil, no podría soportar mucho fuego y azufre; Dios sabe, no me opongo si me toman a las buenas, así soy yo.
—Todo el mundo lo quisiera. ¡Tomar a las buenas! Cuando hayas confesado y hecho la penitencia y cumplido el castigo y limpiado tu alma, para mi todo está arreglado y es fácil tomarte a las buenas, pero si estás delante de tu confesor y juez, impuro y apestando como un chacal...
—Bueno, bueno... no debemos hablar tan fuerte, la gente quiere dormir.
De pronto, murmuró complacido:
—Además, también me contaron algo curioso de él.
—¿De quién?
—De él, del penitente Josephus. Acostumbra hacer algo raro; cuando uno le ha confesado sus cosas y sus pecados, le saluda para despedirlo y le da un beso en la mejilla o en la frente.
—¿Eso hace? Costumbres extravagantes gasta el hombre...
—¡Sin embargo es tan tímido delante de las mujeres! Dicen que una vez una ramera de la región fue a verle vestida de hombre, y él no notó nada y le escuchó sus mentiras y cuando ella terminó de confesarse, él se inclinó ante ella y le dio todo un beso...
El anciano estalló en una gran carcajada, el otro le siseó en seguida y Josephus no pudo oír más que la risa sofocada durante un rato.
Josephus miró al cielo; la hoz de la luna estaba detrás de las copas de las palmeras, clara y delgada; se estremeció por el frío de la noche. Asombrosamente, como un espejo de distorsión, pero claro, el diálogo nocturno de los camelleros había puesto ante sus ojos su persona y el papel que había traicionado. Y una ramera, pues, le había hecho esa jugarreta. Pero esto no era lo peor, aun siendo malo. Tuvo mucho que meditar acerca de la conversación de los dos hombres. Y cuando por fin, muy tarde, pudo dormirse, logró hacerlo solamente porque su meditación no había sido inútil. Le llevó a un resultado, a una resolución, y con esta nueva decisión en el alma, durmió profunda y tranquilamente, hasta el rayar del día.
Pero su resolución resultó justamente aquella que el más joven de los dos camelleros no hubiera podido imaginar. Y fue la de seguir el consejo del más anciano y visitar a Dion, llamado Púgil, de quien conocía la existencia desde hacía mucho tiempo y cuyas loas acababa de oír cantar hoy tan vivamente. Este famoso confesor, juez de almas y consejero, tendría también para él un consejo, un castigo, un juicio, un rumbo; se le presentaría como a un representante de Dios y aceptaría complacido lo que ordenara.
Al día siguiente abandonó el lugar de reposo antes de que despertaran los dos hombres y ese mismo día alcanzó en duro viaje un lugar habitado por hermanos piadosos, desde donde esperaba llegar al camino usual para Ascalón.
A su llegada, al atardecer, le sonrió amablemente un diminuto paisaje verde de oasis; vio elevarse en el cielo los árboles y sintió balar cabras, creyó descubrir en la sombra verdosa los contornos de los techos de las chozas y sentir la proximidad de seres humanos y, cuando se acercó vacilando, creyó también advertir una mirada que se posaba en él. Se detuvo y espió alrededor y vio debajo de los primeros árboles, apoyada en un tronco, una figura sentada, un anciano de erguido porte y rostro digno pero severo y duro, que lo miraba y tal vez estaría mirándole ya un buen rato. Los ojos del anciano eran firmes y agudos, pero sin expresión, como los de un hombre que está acostumbrado a observar, pero no es curioso ni interesado, que deja acercársele hombres y cosas y trata de reconocerlos, pero ni los atrae ni los invita.
—Alabado sea Jesucristo —dijo Josephus.
El anciano contestó con un murmullo.
—Con vuestro permiso —dijo Josephus—, ¿sois extranjero como yo o un habitante de esta hermosa colonia?
—Extranjero —contestó el hombre de barba blanca.
—Venerable, tal vez podáis decirme si es posible llegar desde aquí al camino que lleva a Ascalón.
—Es posible —contestó el anciano.
Y se puso de pie lentamente, con los miembros un poco duros; era un gigante flaco. De pie, se quedó mirando la hueca lejanía. Josephus advirtió que el anciano gigante tenía poco deseo de conversar, pero quería hacerle otra pregunta.
—¿Me permitís una sola pregunta más, Venerable? —le dijo gentilmente y vio los ojos del hombre regresar de la lejanía, para observarle fría y atentamente.
—¿Conocéis tal vez el lugar donde se puede encontrar a Dion, el padre Dion, llamado Dion Púgil?
El extranjero contrajo un poco las cejas y su mirada resultó aún más fría.
—Lo conozco —dijo apenas.
—¿Lo conocéis? —exclamó Josephus—. Decídmelo entonces, porque hacia allá voy, a ver al padre Dion.
El anciano bajó su mirada examinadora sobre él. Mucho le hizo esperar su contestación. Luego se retiró hasta su lugar de antes, volvió a dejarse caer al suelo y se sentó apoyado en el tronco, como había estado. Con un breve además indicó a Josephus que se sentara también. Éste obedeció al ademán, sintió por un segundo al sentarse el gran cansancio de sus miembros, pero lo olvidó en seguida, para prestar toda su atención al anciano. Éste parecía hundido en la meditación; un rasgo de rechazante severidad apareció en su aspecto lleno de dignidad y sobre este estuvo todavía extendida otra expresión, otro rostro, como una máscara transparente, una expresión de viejo y solitario dolor, al cual el orgullo y la dignidad no permitían la menor manifestación.
Pasó mucho tiempo antes de que la mirada del venerable tornara a posarse en él. Y esa mirada volvió ahora también a examinarlo con suma agudeza; de repente, el anciano formuló en tono imperativo la pregunta:
—¿Quién sois, pues?
—Un penitente —contestó Josephus—, por muchos años hice vida retirada.
—Eso se ve. Pregunto quién sois.
—Me llamo Josephus y llevo el apodo de Famulus.
Cuando Josephus dijo su nombre, el anciano, que por lo demás se mantuvo inmóvil, contrajo las cejas tan fuertemente que sus ojos por un momento se tornaron casi invisibles; pareció sorprendido, asustado o desilusionado por la respuesta de Josephus; o tal fuera solamente un cansancio de la vista, un debilitamiento de la atención, quizá un pequeño acceso de flaqueza, como suelen tener los ancianos. Pero siguió perfectamente inmóvil, mantuvo los ojos un rato apretados y, cuando los volvió a abrir, la mirada pareció trasformada o lo estaba, porque semejaba más vieja, más solitaria, petrificada y expectante. Lentamente abrió los labios para decir:
—Oí hablar de vos. ¿Sois aquel a quien la gente acude para confesarse?
Josephus afirmó perplejo, sintiendo el reconocimiento como una desagradable desnudación, avergonzado ya por segunda vez al encontrarse con su fama.
Otra vez preguntó al anciano con su manera imperativa:
—¿Y ahora queréis visitar a Dion Púgil? ¿Qué queréis de él?
—Confesarme.
—¿Y qué esperáis?
—No lo sé. Tengo confianza en él; hasta me parece que es una voz de arriba, una guía, la que me lleva a él.
—¿Y después que hayáis confesado, qué?
—Haré lo que él me ordene.
—¿Y si os aconseja o manda algo falso?
—No averiguaré si es falso o no, obedeceré solamente.
El anciano no dejó oír más un sola palabra.
El sol estaba muy bajo ya, un pájaro cantada en la rama de un árbol. El anciano se quedó callado, Josephus se puso de pie. Ingenuamente volvió al tema que le preocupaba.
—Habéis dicho que conocéis el lugar donde puede hallarse al padre Dion. ¿Puedo pediros que me nombréis el lugar y me indiquéis el camino para llegar hasta él?
El anciano contrajo los labios en una especie de sonrisa.
—¿Creéis —preguntó dulcemente— que le agradará vuestra visita?
Sorprendido y asustado por la pregunta, Josephus no contestó. Estaba perplejo. Luego dijo:
—Por lo menos, ¿puedo esperar que os volveré a ver?
El anciano hizo un ademán de saludo y contestó:
—Dormiré aquí y me quedaré hasta poco después de levantarse el sol. Podéis marchar ahora, estaréis cansado y hambriento.
Josephus se fue, después de un respetuoso saludo, y llegó a la pequeña colonia al caer de la oscuridad. Vivían allí, como en un monasterio, los que se llamaban “retraídos”, cristianos de diversas ciudades y pueblos, que se habían construido un techo en la soledad, para dedicarse sin molestias a una vida simple, pura, de paz y contemplación. Le dieron agua, alimento y un lugar para pasar la noche y le ahorraron preguntas y contestaciones, viéndole tan cansado. Alguien dijo la oración nocturna, en la que participaban de rodillas los demás; todos juntos decían el “amén”. En otros tiempos, la compañía de estos religiosos hubiera sido para él un acontecimiento y una alegría, pero ahora él tenía un solo propósito y muy de mañana volvió de prisa adonde había dejado al anciano el día anterior. Lo halló tendido en el suelo durmiendo, envuelto en una delgada manta, y se sentó aparte, debajo de los árboles, para esperar que despertara. Pronto el durmiente se inquietó, despertó, salió de la manta, se puso de pie pesadamente y estiró los miembros entumecidos; luego se arrodilló en el suelo y pronunció su oración. Cuando volvió a ponerse de pie, Josephus se le acercó y se inclinó ante él en silencio.
—¿Has tomado ya el desayuno? —preguntó el extranjero.
No. Acostumbro comer una sola vez en el día y únicamente después de la puesta del sol. ¿Tenéis hambre, venerable?
—Estamos de viaje —contestó el otro— y ya no somos jóvenes. Es mejor que comamos un bocado, antes de seguir adelante.
Josephus abrió su bolsa y le ofreció sus dátiles; de aquella buena gente había recibido un pan de mijo, que compartió con el anciano.
—Podemos marchar —dijo el anciano, después de comer.
—¿Iremos juntos? —exclamó Josephus complacido.
—Ciertamente. Me pediste que te llevara a ver a Dion. Vamos, pues.
Sorprendido y feliz, Joseph le miró.
—¡Qué bueno sois! —exclamó y quiso decir palabras de agradecimiento. Pero el extranjero lo hizo callar con un ademán rudo.
—Bueno es solamente Dios —dijo—. Y ahora, en marcha. Y háblame como yo te hablo. ¿Qué cuentan las fórmulas y los cumplidos entre dos viejos penitentes?
El gigante partió y Josephus lo acompañó. La jornada había comenzado. El guía parecía estar seguro de la dirección y del camino, y anunció que para el mediodía llegarían a un lugar de sombra, donde podrían descansar durante las horas de mayor bochorno.. Más no se habló por el camino.
Sólo cuando llegaron al lugar de descanso después de las horas de más calor y se concedieron descanso a la sombra de rocas resquebrajadas, volvió Josephus a dirigir la palabra a su guía. Le preguntó cuántos días de camino necesitarían para llegar a Dion Púgil.
—Sólo depende de ti —contestó el anciano.
—¿De mí? —exclamó Josephus—. ¡Oh, si dependiera solamente de mí, estaría hoy mismo a su lado!
El anciano no pareció tampoco ahora muy dispuesto a conversar.
—Veremos —dijo apenas, se colocó de costado y cerró los ojos.
Era desagradable para Josephus verle dormitar; se retiró un poco más lejos y se acostó y, sin darse cuenta, se durmió él también, porque había pasado la noche anterior casi en vela. Su guía le despertó, cuando le pareció el momento de reanudar la marcha.
Muy tarde ¡legaron a un lugar de descanso con agua, árboles y hierba; bebieron, se lavaron y el anciano resolvió que se quedarían allí. Josephus no estaba de acuerdo y se permitió tímidas objeciones.
—Dijiste hoy —insistió— que sólo dependía de mí llegar más pronto o más tarde a ver al padre Dion. Estoy dispuesto a caminar muchas horas más, si realmente puedo llegar hoy o mañana.
—¡Oh, no —dijo el otro—, por hoy hemos ido bastante lejos!
—Perdona —dijo Josephus—, ¿pero no puedes comprender mi impaciencia?
—La comprendo. Pero de nada te servirá.
—¿Por qué me dijiste, pues, que dependía de mí?
—Es así como dije. Apenas tengas la seguridad de que quieres confesarte y sepas que estás preparado y maduro para hacer tu confesión, podrás hacerla.
—¿Hoy mismo?
—También hoy mismo.
Asombrado, Josephus miró el rostro envejecido y tranquilo.
—¿Es posible? —exclamó vencido—. ¿Eres tú el padre Dion?
El anciano asintió con la cabeza.
—Descansa bajo estos árboles—le dijo amablemente—, pero no duermas; recógete en ti mismo; yo también quiero descansar y abstraerme. Luego puedes decirme lo que desees decir.
Así de pronto Josephus se vio llegado a la meta y apenas podía concebir que no hubiese reconocido y comprendido antes al digno penitente, después de caminar un día entero a su lado. Se retiró, se arrodilló y oró, y luego concentró por entero sus pensamientos en lo que debía decir al confesor. Una hora después, volvió y preguntó si Dion estaba preparado.
Y pudo confesarse. Y corrió así de sus labios todo lo que desde años atrás había vivido y lo que parecía haber ido perdiendo siempre más su valor y su sentido; fluyó como narración, acusación, pregunta, queja, toda la historia de su vida de cristiano y penitente, que se imaginó como iluminación y salvación y como tal emprendió y al fin vio convertida en tanta confusión, oscuridad y desesperación. No se calló tampoco los sucedidos más recientes, su fuga y la sensación de libertad y esperanza que le trajo esta fuga, la forma en que nació su decisión de visitar a Dion, su encuentro con él y el hecho también de que puso en él, más anciano, su confianza y su afecto en seguida, aunque estos días lo juzgó a menudo frío, raro y hasta caprichoso.
El sol estaba ya muy bajo, cuando Josephus concluyó de hablar. El anciano Dion había escuchado con incansable solicitud, evitando toda interrupción y pregunta. Y también ahora, terminada la confesión, no salió de sus labios una sola palabra. Se levantó pesadamente, miró a Josephus con gran afecto, se inclinó hacia él, lo besó en la frente y trazó sobre él el signo de la cruz. Sólo más tarde, Josephus advirtió que éste era el mismo ademán mudo, fraternal y deliberadamente falto de condenación, con el cuál solía despedir él mismo a quien se confesaba ante él.
Casi en seguida, rezaron la oración de la noche y se acostaron. Josephus meditó y caviló un rato más; en realidad, había estado aguardando una condena y un sermón lleno de reproches, pero no estaba ni desengañado ni inquieto; le habían bastado la mirada y el beso de Dion; había paz en él y muy pronto cayó en sueño bienhechor.
Sin perderse en palabras, el anciano lo llevó consigo por la mañana; realizaron una etapa bastante larga y luego cuatro o cinco más, y llegaron al claustro de Dion. Y allí vivieron; Josephus ayudaba a Dion en las pequeñas tareas diarias; conoció y compartió también su vida de todos los días, que no era muy distinta de aquella que él mismo ¡levara durante muchos años. Ya no estaba solo, vivía protegido a la sombra de otro y ésa era una existencia enteramente distinta. Y de las colonias de los alrededores siguieron llegando siempre hombres necesitados de consejos o confesión. Al comienzo, Josephus se retiraba de prisa cuando llegaban estos visitantes, y volvía a dejarse ver ciando se habían ido. Pero cada vez más a menudo lo llamaba Dion, como se llama a un sirviente, le hacía traer agua o cumplir cualquier otro menester y, después de proceder por un tiempo así, acostumbró a Josephus a asistir a las confesiones, escuchándolas como él, si el confesando no se oponía. Mas para muchos, para la mayoría, era agradable no estar solos frente al temido Púgil, sentados o arrodillados, y tener cerca en cambio aquel ayudante tranquilo, de amable mirar y siempre dispuesto a servir. De este modo aprendió paulatinamente la forma en que Dion recibía la confesión, el tipo de su consolador acercamiento, la modalidad de su intervención y de su resolución, de su castigo y de su consejo. Raramente se permitía una pregunta, como una vez, por ejemplo, cuando se anunció de paso un sabio hombre de letras.
El hombre, como se desprendía de lo que decía, tenía amigos entre los magos y los astrólogos; descansando, estuvo sentado con los dos penitentes una hora o dos, huésped cortés y hablador; conversó mucho, suelta y bellamente, de los astros y del largo viaje que el ser humano junto con sus dioses debe realizar a través de todas las casas del zodíaco, desde el comienzo hasta el fin de los tiempos. Habló de Adán, el primer hombre, que era una sola persona con Jesús el Crucificado y definió la redención por Él como el viaje de Adán desde el árbol del conocimiento hasta el de la vida; pero denominaba a la serpiente del paraíso la guardadora de la primera fuente sagrada de la oscura profundidad de cuyas aguas nocturnas procedían todas las formas, todos los hombres y los dioses. Dion escuchó atentamente a este hombre que hablaba el sirio con fuerte mezcla de griego, y Josephus se asombró y aun le chocó que no rebatiera airadamente con su conocida valentía todos estos errores paganos y que por el contrario el culto monólogo del sabihondo peregrino pareciera divertirlo y merecer su interés, porque no sólo escuchaba con abandono, sino que sonreía y a menudo aun asentía con la cabeza a ciertas palabras del verboso sabio, como si le gustaran.
Cuando este hombre se fue, Josephus preguntó con voz brusca y casi en tono de reproche:
—¿Cómo pudo ser que hayas escuchado con tanta paciencia las equivocadas doctrinas de este descreído pagano? Y las escuchaste, me pareció, no sólo con paciencia, sino también con interés y aun con cierto deleite. ¿Por qué no te enfrentaste con él? ¿Por qué no intentaste rebatir a este hombre, por qué no lo castigaste, convirtiéndolo además a la fe de nuestro Señor?
Dion acuñó la cabeza sobre su delgado y arrugado cuello y contestó:
—No lo confuté, porque de nada hubiera servido; más aún: porque no me hubiera hallado en condiciones de hacerlo siquiera. En hablar y combinar reglas y conocer mitología y estrellas este hombre me es sin duda muy superior; nada hubiera logrado. Además, hijo mío, no me compete a mí, ni a ti, oponerse a la fe de un ser humano, afirmando que lo que cree es mentira y error. Lo confieso, escuché a este inteligente hablador con cierto placer, como bien notaste. Me causó placer, porque habló en forma excelente y mucho sabe, pero sobre todo porque me recordaba los días de mi juventud, porque entonces me ocupé mucho con esos estudios y conocimientos. Las cosas de la mitología, acerca de las cuales el extranjero dijo tan bellamente, no son en absoluto errores. Son ideas y símbolo de una fe que nosotros ya no necesitamos porque hemos logrado la fe en Jesús, el único Salvador. Mas para aquellos que no han encontrado aún nuestra fe y tal vez no pueden ya encontrarla siquiera, sus creencias, procedentes de la antigua sabiduría de los antepasados, son justamente respetables. Es cierto, mi querido; nuestra fe es otra, muy otra. Pero no porque esta fe nuestra no necesite de la doctrina de los astros y los eones, las primeras aguas y las madres del mundo y todos esos símbolos, aquellas doctrinas en sí son error, mentira o engaño.
—Pero nuestra fe —exclamó Josephus— es la mejor, sin embargo, y Jesús murió por todos los seres humanos; por eso aquellos que lo conocen deben combatir esas doctrinas anticuadas y poner en su lugar las nuevas y correctas ...
—Ya lo hicimos hace mucho, tú y yo y muchos más —contestó Dion suavemente—. Somos creyentes, porque hemos llegado a la fe, llevados por el poder del Redentor y su muerte salvadora. Aquellos otros, en cambio, mitológicos y teólogos del zodiaco y las viejas doctrinas, no han sido dominados por ese poder y no nos está concedido obligarlos a sentirse dominados. ¿No advertiste, Josephus, qué bien, con qué habilidad suma supo hablar este mitólogo y combinar su juego de imágenes y, al mismo tiempo, qué bien se sentía con eso, en qué forma tranquila y armoniosa vive en su sabiduría de fantaseos y símbolos? Bien, esto es una prueba de que ningún gran dolor oprime a este ser, de que está contento y le va bien. A seres de esta clase, uno de nosotros nada tiene que decir. Para que un hombre necesite la redención y la fe en ella, para que pierda la alegría del saber y la armonía de sus pensamientos y acepte la gran aventura de la fe en el milagro de la redención, debe irle muy mal, pero muy mal, debe haber pasado por el dolor y el desengaño, la amargura y la desesperación; el agua debe llegarle al cuello. No, Josephus, ¡dejemos a estos paganos cultos en su bienestar, dejémoslos en la felicidad de su saber, su pensar y su discurrir! Tal vez mañana, dentro de un año, de diez, uno de ellos sufrirá el dolor que hace trizas de su arte y su sabiduría, tal vez le matará la mujer que él ama o su único hijo, tal vez caerá enfermo o en la miseria; cuando lo encontremos entonces, nos preocuparemos por él y le diremos de qué manera hemos tratado de domine el dolor. Y si nos pregunta: “¿Por qué no me lo habéis dicho ayer o hace diez años?”, le contestaremos: “Entonces no te iba aún bastante mal”.
Se puso serio y calló un rato. Luego, como saliendo de un ensueño de recuerdos, agregó:
—También yo jugué mucho un tiempo con la sabiduría de los antepasados y con ella me divertí, y cuando ya estaba en el camino de la cruz, muchas veces me agradó teologizar y aun me proporcionó afanes, por cierto. Mis pensamientos se ocupaban mucho de la creación del mundo y con ello me convencí de que al final de la misma todo tendría que haber estado realmente bien, porque está escrito: “Dios miró todo lo que hizo y, en verdad, todo estaba muy bien”. Pero, en realidad, sólo por un instante estuvo bien y fue perfecto, el instante del paraíso, y ya enseguida cayó sobre la perfección la culpa, la maldición, porque Adán comió de aquel árbol de que le había sido vedado comer. Hubo, pues, maestros que dijeron: el dios que hizo la creación, a Adán y al árbol del conocimiento, no es el Dios único y supremo, sino sólo una parte o un subdiós, un demiurgo, y la creación no es perfecta, le fracasó, y por una larga era de mundos lo creado está maldecido y expuesto al mal, hasta que Él mismo, el Único Dios Espíritu, resolvió poner fin mediante su hijo a la era maldita. Desde ese momento, ellos enseñaron y lo pensé yo también, comenzó la agonía del demiurgo y de su creación y el mundo va muriéndose y se marchita, hasta que en una nueva era no habrá creación, mundo, carne, codicia, pecado, generación física, nacimiento y muerte, sino que nacerá un mundo perfecto, espiritual, redimido, libre de la maldición de Adán, libre de la maldición eterna y del eterno impulso del deseo, la generación, el nacer y el morir. Atribuimos la culpa de los males aquellos más al demiurgo que al primer hombre; creíamos que para el demiurgo, si hubiera sido realmente dios, hubiera sido fácil crear a Adán diverso, diferente, o evitarle la tentación. Y así tuvimos al final de nuestras deducciones dos dioses, el dios de la creación y Dios Padre. Y no vacilamos en condenar al primero como jueces. Hasta hubo aquellos que se adelantaron un paso más y afirmaron que la creación no fue obra de Dios sino del diablo. Creímos ayudar con nuestra sabiduría al Redentor y a la era inminente del espíritu, y arreglamos a los dioses, los mundos y los planes universales, y disputamos e hicimos teología, hasta que un día yo tuve fiebre y enfermé de muerte, y en los sueños de la fiebre tuve que vérmelas con el demiurgo, tuve que hacer la guerra y derramar sangre, y los rostros y las angustias se tornaron cada vez más horribles, hasta que durante la noche de fiebre más alta creí que tenía que matar a mi madre para poder borrar mi nacimiento carnal. El demonio me azuzó con todos sus perros durante aquellos delirios febricientes. Pero sané y, para desengaño de mis amigos de antes, volví a la vida como un tonto, callado y falto de espíritu que por cierto recobró pronto las fuerzas del cuerpo, pero no el gusto de filosofar. Porque en los días y las noches de la convalecencia, cuando aquellos horribles sueños de la fiebre se disiparon y yo dormía casi constantemente, sentí a mi lado al Redentor en cada instante despierto y sentí su fuerza pasar en mí y cuando estuve sano otra vez, sentí tristeza porque no advertía ya más su proximidad. Pero en su lugar noté una gran nostalgia por aquella proximidad y lo vi claro: apenas volví a escuchar aquellas disputas, percibí que esta nostalgia —lo mejor que tenía entonces— corría peligro de perderse, de diluirse en ideas y palabras como el agua en la arena. Y bien, amigo, tuvo fin mi saber y mi teología. Desde entonces yo pertenezco a los simples. Pero no impediré ni estimaré menos a quien sepa hablar de filosofía y mitología, a quien sepa entretenerse con los juegos con que yo también me entretuve una vez. Si una vez tuve que conformarme con que el demiurgo y el dios espíritu, la creación y la redención, en su inconcebible combinación e igualdad, siguiesen siendo enigmas insolubles para mí, también debo conformarme con que no debo convertir en creyentes a los filósofos. No es mi oficio.
Una vez, después que alguien confesara un asesinato y un adulterio, Dion dijo a su ayudante:
—Asesinato y adulterio son palabras tremendas y grandes; son feas, ciertamente. Pero te diré, Josephus; en realidad, esta gente del mundo no son siquiera verdaderos pecadores. Toda vez que trato de colocarme en su caso, me parecen apenas niños. No son valientes, buenos, nobles, sino egoístas, libidinosos, altaneros, coléricos, es cierto; pero en el fondo son inocentes, a la manera precisamente de los niños.
—Pero a menudo —observó Josephus— los regañas violentamente y pintas el infierno ante sus ojos.
—Por eso mismo. Son niños, y cuando tienen remordimientos de conciencia y vienen a confesarse, quieren ser tomados en serio y amonestados severamente. Por lo menos así opino yo. Tú lo hiciste de otra manera, en tus tiempos, no has regañado ni castigado ni impuesto penitencias, sino que fuiste amable y generoso y despediste a la gente con un beso de hermano. No puedo censurarte, no, pero no podría imitarte.
—Está bien —dijo Josephus, titubeando—; pero dime por qué, pues, cuando me confesé contigo, no me trataste como a los demás, sino que me besaste en silencio y no pronunciaste una sola palabra de condenación.
Dion Púgil posó su penetrante mirada en él.
—¿No estuvo bien lo que hice? —preguntó.
—Yo no digo que no haya estado bien. Seguramente lo estuvo, de otra manera la confesión no me hubiera aliviado tanto.
—Déjalo todo así, pues. También te impuse una penitencia severa y larga, aunque sin palabras. Te llevé conmigo y te traté como a un sirviente y te llevé de nuevo a la fuerza al oficio del que querías huir.
Se volvió. No le gustaban las largas conversaciones. Pero Josephus fue terco esta vez.
—Tú sabías entonces de antemano que yo te obedecería, lo había prometido antes de la confesión, y aun antes de conocerte. No, dime: ¿fue realmente por este solo motivo por lo que procediste conmigo de esa manera?
El otro dio unos pasos a uno y otro lado, se detuvo delante de él, le puso una mano en el hombro y dijo:
—La gente del mundo son niños, hijo mío. Y los santos ..., bien, los santos no vienen a confesarse. Pero nosotros, tú y yo y los que son como nosotros, los penitentes huidos del mundo, no somos niños, no somos inocentes y no podemos ser puestos en razón con sermones. Nosotros somos los verdaderos pecadores, aquellos que sabemos y pensamos, que hemos comido del árbol del conocimiento y no debemos tratarnos como niños que se castigan con una vara y luego se dejan ir. Después de la confesión y la penitencia, nosotros no nos escapamos de nuevo al mundo infantil, donde se celebran fiestas, se hacen negocios y, ocasionalmente, uno mata a otro; no pasamos por el pecado como por un mal sueño breve, que se lava con la confesión y el sacrificio: nos quedamos en él, nunca somos inocentes, siempre somos pecadores, permanecemos en el pecado y en el incendio de nuestra conciencia y sabemos que nunca podremos pagar nuestra culpa grande, a menos que Dios, después de nuestra muerte, nos mire magnánimo y nos acepte en su gracia. Ésta es la razón, Josephus, por la que no puedo endilgar sermones ni a ti ni a mí, ni imponeros penitencias. Nada tenemos que ver con esta o aquella desviación o falta, sino siempre con la falta original. Por eso nosotros no podemos tranquilizarnos mutuamente más que con estar enterados y amarnos fraternalmente, pero no podemos curarnos mediante el castigo. ¿No lo sabías?
En voz baja contestó Josephus:
—Es así. Yo lo sabía.
—No hablemos, pues, inútilmente —dijo con brusquedad el anciano y fue hasta la piedra delante de su cabaña, sobre la cual solía estar.
Pasaron algunos años y el padre Dion se fue debilitando más y más, tanto que Josephus tenía que ayudarle por la mañana, porque no se podía levantar por sí solo. Después iba a rezar y tampoco en la oración podía desempeñarse por sí mismo, Josephus debía ayudarle. Luego estaba sentado todo el día y miraba lejos. Esto ocurría muchas veces; otros días el anciano se bastaba a sí mismo para levantarse. Tampoco podía, recibir confesiones todos los días, y cuando algún hombre acababa de confesarse con Josephus, Dion lo llamaba y le decía:
—Estoy llegando al fin, hijo mío, estoy llegando al fin. Di a la gente: este Josephus que ves aquí es mi sucesor.
Y si Josephus trataba de esquivarse y quería intervenir con alguna palabra, el anciano lo miraba con aquellos ojos terribles que penetraban en uno como un rayo de acero.
Un día que se levantó sin ayuda y parecía tener más fuerza, llamó a Josephus y lo llevó a un lugar en el extremo de su jardincillo.
—Aquí —le dijo— está el lugar donde me sepultarás. Cavaremos juntos la fosa; tenemos un poco de tiempo todavía. Búscame la pala.
Todos los días, muy temprano por la mañana, cavaron un poco. Si Dion se sentía fuerte, sacaba él mismo algunas paladas de tierra, con gran esfuerzo, pero con cierta alegría, como si esa tarea le complaciera. Y esta alegría no desaparecía en él tampoco en el resto de la jornada; desde que estuvieron cavando, estuvo siempre de buen humor.
—Plantarás una palmera sobre mi tumba —le dijo una vez durante la labor—. Tal vez puedas comer de sus frutos todavía. Si no lo haces tú, lo hará otro. Ya planté de vez en cuando un árbol, pero pocos, demasiado pocos. Muchos dicen que un hombre no tiene que morir sin haber plantado un árbol y tenido un hijo. Bien, pues, yo dejo un árbol y te dejo a ti, tú eres mi hijo.
Estaba sosegado y más alegre que cuando lo conoció Josephus, y lo fue cada vez mas. Una noche —ya estaba oscuro y ello habían comido y orado—, llamó a Josephus desde su lecho y le pidió que se sentara un rato más a su vera.
—Quiero contarte algo —le dijo amablemente; no parecía cansado ni tenia sueño—. ¿Recuerdas todavía, Josephus, qué malos tiempos pasaste en tu claustro allá cerca de Gaza y cómo estabas harto de tu vida? ¿Y cómo te diste a la fuga y resolviste visitar al viejo Dion y contarle tu historia? ¿Y cómo encontraste al anciano en la colonia de los hermanos, y le preguntaste dónde vivía Dion Púgil? Bien... ¿No fue casi un milagro que ese anciano fuera el mismo Dion? Te diré cómo ocurrió; también para mi fue cosa notable, casi un milagro.
Tú sabes cómo es eso, cuando un penitente y confesor envejece y ha escuchado Untas confesiones de pecadores que lo consideran santo y sin pecados y no saben que es más pecador que ellos. Entonces, todo su trajín le parece inútil y vano, y lo que un día le pareció santo y muy importante, es decir, que Dios le colocara en ese lugar y lo considerara digno de escuchar la suciedad y los delitos de las almas humanas y pudiera aliviarlos, ya le resulta ahora carga pesada, demasiado pesada, una maldición casi, y al final se horroriza por todo pobre que llega a él con sus pecados infantiles, y desea que se vaya y desea irse él mismo, aunque sea con una soga de la rama de un árbol. Así te ocurrió. Y ahora ha llegado para mí también la hora de la confesión y me confieso: a mí también me pasó como a ti, yo también creí estar de más y agotado espiritualmente y ya incapaz de soportar que la gente viniera continuamente, llena de confianza, a verme y me trajeran todo el mal y el hedor de la vida humana, que los torturaban y que me torturaban también a mí.
“A menudo oí hablar de un penitente de nombre Josephus Famulus. También a él acudían con gusto los hombres para confesarse y muchos acudían a él prefiriéndolo a mí, porque decían que era un hombre dulce y amable, que nada quería de la gente y no la regañaba, la trataba como si fueran hermanos; los escuchaba y los dejaba ir con un beso. Ésta no era mi manera, tú lo sabes, y cuando oí hablar de este Josephus por primera vez, su forma de proceder me pareció casi tonta y demasiado infantil. Pero cuando comenzó a resultarme problemático si mi modo servía para algo, tuve mis razones para abstenerme de juzgar y menospreciar la forma del tal Josephus. ¿Qué fuerzas tendría este hombre? Sabía que era más joven que yo, pero también cerca de la edad provecta; esto me gustó, en un joven no hubiera confiado muy fácilmente. En cambio, me sentía atraído por él. Resolví, pues, peregrinar hasta él, confesarle mi miseria y pedirle consejo, o si él no me daba consejo, lograr por lo menos consuelo y fuerzas, tal vez. La misma resolución me aprovechó por sí sola y me alivió.
“Comencé el viaje y me dirigí en peregrinación hacia el lugar donde me decían que tenia su claustro. Entre tanto, sin embargo, el hermano Josephus había pasado por idéntico trance y hecho lo mismo; ambos nos habíamos dado a la fuga, para encontrar consejo uno en el otro. Cuando luego, sin haber alcanzado su choza todavía, le vi, lo reconocí ya en la primera conversación; tenía el aspecto que había imaginado. Pero estaba huyendo, le había ido mal, tan mal como a mí o peor aún, y no deseaba oír confesiones, sino que deseaba confesarse él mismo y colocar en ajenas manos su miseria. En ese momento, esto me sorprendió y desilusionó, me entristecí. Porque si también Josephus, que no me conocía, se había cansado de su tarea y había dudado del sentido de la vida, ¿no significaría esto que nada había que hacer con nosotros, que ambos habíamos vivido en vano y habíamos fracasado?
“Te cuento lo que ya sabes, permite que abrevie. Aquella noche me quedé solo cerca de la colonia, mientras tú hallaste hospedaje de los hermanos; medité y me coloqué en lugar de Josephus y pensé: ¿qué hará cuando mañana sepa que huyó inútilmente y puso también inútilmente su confianza en Dion Púgil, cuando sepa que también Púgil es un fugitivo, un azuzado? Cuanto más me colocaba en su lugar, más pena me daba Josephus y me pareció que Dios me lo enviaba, para reconocernos y sanarnos mutuamente. Entonces pude dormir, ya era más de medianoche. Al día siguiente peregrinaste conmigo y fuiste mi hijo.
“Quise contarte esta historia. Oigo que lloras. Llora, te hace bien. Y puesto que ya me volví tan indebidamente conversador, hazme el favor y escucha esto aún y guárdalo en tu corazón. El hombre es sorprendente, poco se puede fiar en él, no es imposible por lo tanto que alguna vez te asalten nuevamente aquellos dolores y aquellas tentaciones y traten de vencerte. ¡Que nuestro Señor te envíe entonces un hijo y un cuidador tan amable, paciente y consolador como Él me otorgó uno en ti! Pero por lo que se refiere a la rama del árbol en la que te hizo soñar el Maldito, y a la muerte del pobre Judas Iscariote, puedo decirte esto: no es solamente pecado y locura prepararse semejante muerte, aunque para nuestro Redentor sea fácil perdonar también este pecado. Pero es, además, una desgracia si un hombre muere en la desesperación. Dios nos manda la desesperación no para que nos matemos, sino para despertar una nueva vida en nosotros. Más, cuando nos envía la muerte, Josephus, cuando nos libera de la tierra y del cuerpo y nos llama hacia El, en el más allá, es una gran alegría. Poder dormir cuando estamos cansados; poder dejar caer la carga, si la hemos llevado mucho tiempo al hombro, es una cosa preciosa y admirable. Desde que cavamos la fosa —no olvides la palmera que debes plantar en ella—, desde que comenzamos a cavar la fosa, me he vuelto más alegre y más contento, de lo que estuve por muchos años.
“Charlé mucho, hijo mío, estarás cansado. Vete a dormir, ve a tu choza. ¡Que Dios sea contigo!”
Al día siguiente, Dion no apareció para la oración de la mañana, ni llamó a Josephus. Cuando éste asustado entró despacio en la cabaña de Dion y se acercó a su lecho, lo halló dormido en Dios, y su rostro estaba iluminado por una sonrisa de niño, levemente luminosa.
Lo sepultó, plantó la palmera sobre la tumba y vivió todavía hasta el año en que la planta dio sus primeros frutos.


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
Hermann Hesse  De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943

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