6 de julio de 2015

El Hacedor De La Lluvia, Hermann Hesse

 El Hacedor De La Lluvia, Hermann Hesse
Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943


El Hacedor De La Lluvia, Hermann Hesse

Fue hace muchos miles de años, y las mujeres estaban en el poder: en la tribu y en la familia se rendía respeto y obediencia a la madre y a la abuela; en los nacimientos valía mucho más una niña que un varoncito.
En el pueblo había una mujer de abolengo, de ciento y más años de edad, reverenciada y temida por todos como una reina, aunque desde que se recordaba, sólo rara vez movía un dedo o pronunciaba una palabra. Muchos días estaba sentada a la entrada de su chota, con un séquito de parientes serviciales alrededor, y llegaban las mujeres del villorrio a rendirle pleitesía, a contarle sus cuitas, a mostrarle sus hijos y pedirle la bendición; venían las embarazadas y le pedían que les tocara el cuerpo y les diera los nombres para el esperado. La gran abuela imponía a veces la mano, a veces asentía con la cabeza o la meneaba o permanecía inmóvil. Rara vez decía una palabra; estaba allí, sentada, y reinaba; estaba sentada y tenía el cabello blanco amarillento en delgadas crenchas alrededor de la noble cara correosa, de lejano mirar; estaba sentada y recibía homenajes, regalos, pedidos, noticias, informes, denuncias; estaba sentada y todos la conocían como madre de siete hijas, como abuela y tatarabuela de muchos nietos y tataranietos; estaba sentada y tenía en los rasgos profundamente arrugados y detrás de la frente morena la sabiduría, la tradición, el derecho, la moral y el honor de la aldea.
Fue una tarde de la primavera, un día nublado y tempranamente anochecido. Ante la choza de barro de la gran abuela no estaba ella sentada, estaba su hija, que era apenas un poco menos canosa y digna y tampoco mucho más joven que la primera. Estaba sentada, descansando; su asiento era el umbral de la choza, una piedra chata, cubierta con una piel cuando hacía frío, y afuera, en amplio semicírculo se revolvían en el suelo, en la hierba o en la arena un par de niños y estaban acurrucados unos jovencitos y algunas mujeres; estaban allí todas las tardes que no lloviera o helara, porque querían oír a la hija de la gran abuela contar historias o cantar sentencias. Antes, lo hacia la misma gran abuela, pero ahora era demasiado vieja y muy poco comunicativa, y en su lugar estaba allí acuclillada la hija y contaba, y como había recibido las historias y las sentencias de la tatarabuela, tenia de ella también la voz, la figura de ella, su calma dignidad en el porte, los gestos y la palabra, y los oyentes más jóvenes la conocían más a ella que a su madre y casi ya no sabían que ella estaba allí sentada en lugar de la otra y trasmitía las historias y la sabiduría de la tribu. De sus labios fluía por las tardes la linfa del saber, ella guardaba bajo sus canas el tesoro de la raza, detrás de su alta frente suavemente arrugada conservaba los recuerdos y el espíritu de la colonia. Si alguien sabía algo y conocía proverbios e historias, era por ella. Fuera de ella y de la gran anciana, había solamente una persona en la tribu que sabía, pero que permanecía más oculto, un hombre misterioso y muy callado, el que hacía la lluvia y el buen tiempo.
Entre los oyentes se acomodaba también el niño Knecht y a su lado una niñita que se llamaba Ada. Él quería a esta niña y la acompañaba a menudo y la defendía, no por amor realmente, porque nada sabía de amor aún, sino porque era la hija del hacedor de la lluvia. Knecht veneraba y admiraba mucho al hacedor de la lluvia; después de la abuela y su hija, a nadie como a él. Pero las otras eran mujeres. Se podía venerarlas y temerlas, pero no se podía tener una idea ni acariciar el deseo de ser lo que ellas eran. El hacedor de la lluvia era un hombre poco accesible; no era fácil que un niño pudiera estar cerca de él; había que dar rodeos y uno de estos rodeos para llegar a él era el cuidado que Knecht tenía por su hija. La iba a buscar cuantas veces podía a la choza, algo alejada, del hacedor de la lluvia, para sentarse por la tarde delante de la cabaña de la anciana y escucharla contar cosas; y ahora estaba allí acurrucado entre la oscura multitud y escuchaba.
La anciana contaba hoy cosas del pueblo de las brujas. Decía: —A veces, en un pueblo hay una mujer de mala clase y tiene mala espina a todo el mundo. Casi siempre, estas mujeres no tienen hijos. A veces, una de esas mujeres es tan mala que el pueblo no la quiere en su ruedo. Entonces se busca la mujer de noche, se encadena a su marido, se castiga a la mujer con varas y luego se la lleva lejos en el bosque, entre pantanos, se la maldice y allí se la deja. Se quitan luego las cadenas al hombre que, si no es muy viejo, puede unirse con otra mujer. Pero la desterrada, si no muere, vaga por los bosques y los pantanos, aprende la lengua de los animales, y cuando ha vagado mucho, encuentra un día un pequeño pueblo, que se llama el pueblo de las brujas. Allí están todas las mujeres malas que han sido echadas de sus pueblos, se han reunido y formado un pueblo propio. Allí viven, hacen maldades y hechizos y, como no tienen hijos, seducen preferentemente a niños de los pueblos buenos y cuando un pequeño se pierde en el bosque y no regresa más, tal vez no se ha ahogado en el pantano o no ha sido despedazado por el lobo, sino que ha sido atraído por una bruja y llevado por ella al pueblo de las brujas. En la época en que yo era pequeña y mi abuela la mujer más vieja de la villa, una muchachita fue con las otras a un gramal y recogiendo frutillas se cansó y se durmió; era muy pequeña y los helechos la cubrían. Los otros niños siguieron su camino y no la vieron y, sólo cuando regresaron al pueblo y ya era de noche, advirtieron que la chiquilla no estaba más con ellos. Enviaron a unos jóvenes, que la buscaron y la llamaron a gritos en el bosque, hasta que anocheció; entonces volvieron: no la habían encontrado. Pero la chiquilla, después de dormir bastante siguió caminando y caminando por el bosque. Y cuanto más se asustaba, más corría, pero ya hacía mucho que no sabía dónde estaba y sólo siguió corriendo hacia adelante, lejos de la aldea, hasta donde nadie estuvo nunca. Al cuello llevaba colgado de un cordón un colmillo de jabalí, su padre se lo había regalado; lo trajo de una excursión de caza y a través del diente con un guijarro puntiagudo hizo un agujero, para poder pasar el cordón, y antes coció tres veces en sangre de jabalí ese diente, cantando buenas palabras, y aquel que llevara ese colmillo estaba protegido contra muchos maleficios. Entonces salió de entre los árboles una mujer: era la bruja; puso una cara dulce y dijo: “Te saludo, bella niñita; ¿te has extraviado? Ven conmigo, te llevaré a casa”. La niña se fue con ella. Pero recordó lo que le habían dicho sus padres: que no debía mostrar nunca a un extraño el diente de jabalí, por eso mientras caminaba, lo sacó del cordón y lo metió en la cintura. La extraña mujer corrió con la niña muchas horas; era ya de noche, cuando llegaron a un pueblo, pero no era nuestro pueblo, sino el de las brujas. La chiquilla fue encerrada en un oscuro establo, pero la bruja se fue a dormir en su choza. A la mañana la bruja dijo: “¿No tienes contigo un colmillo de jabalí?” La niñita dijo que no, que había tenido uno, pero lo había perdido en el bosque y mostró su cordón de cuero, sin el diente. Entonces la bruja tomó una vasija de piedra que contenía tierra y en la tierra crecieron tres hierbas. La niña miró la hierba y preguntó qué era eso. La bruja indicó la primera hierba y dijo: “Ésta es la vida de tu madre”. Luego señaló la segunda y dijo: “Ésta es la vida de tu padre”. Después indicó la tercera y dijo: “Y ésta es tu propia vida. Mientras estas hierbas sean verdes y crezcan, estaréis con vida y salud. Si una se marchita, enferma aquel a quien corresponde. Si es arrancada, como ahora arrancaré una yo, morirá aquel a quien la planta se refiere”. Ella tomó con los dedos la planta que representaba la vida de su padre y comenzó a tirar de ella, y cuando hubo tirado un poco apareció un trozo de la blanca raíz, la planta lanzó un profundo suspiro...
Cuando oyó estas palabras la niñita acuclillada al lado de Knecht, se puso de pie de un salto, como mordida por una serpiente, lanzó un grito y huyó corriendo todo lo que podía. Había luchado mucho con la angustia que le causaba esa historia, pero ya no pudo resistir. Una anciana sé rió. Otras oyentes tenían tanto miedo como la pequeña, pero resistieron y se quedaron sentadas. Mas Knecht, apenas despertó del sueño del oír y de la ansiedad, salió corriendo detrás de la niña. La abuela siguió contando.
El hacedor de la lluvia tenía su choza cerca del estanque del pueblo; en esa dirección buscó Knecht a la fugitiva. Trató de atraerla con un murmullo cautivante y tranquilizador, cantando y silbando, con una voz parecida a la de las mujeres cuando tratan de atraer a los pollos, dulce, estirada, calculada para hechizar. “Ada”, llamaba y cantaba: “Ada, Adita ven, Ada, no temas, soy yo, yo, Knecht”. Y así cantaba y cantaba y antes de oír o ver nada de ella, sintió de repente la manita de la niña suave apretar la suya. Se había quedado en el camino, con las espaldas apoyadas en la pared de su choza, y lo había esperado hasta que le llegó su llamada. Respirando aliviada se junto con él que le parecía grande y fuerte, ya todo un hombre.
—¿Tuviste miedo, verdad? —le preguntó—. No hay razón, nadie te hace daño, todos quieren a Ada. Ven, iremos a casa.
Ella siguió temblando todavía y sollozó un poco, pero ya estaba más tranquila y luego lo acompañó agradecida y llena de confianza.
De la puerta de la cabaña salía el parpadeo de una débil luz rojiza; el hacedor de la lluvia estaba dentro inclinado sobre el hogar; en sus cabellos sueltos había un resplandor claro y rojizo; tenía encendido el fuego y cocinaba algo en dos pequeñas vasijas. Antes de entrar con Ada, Knecht miró desde afuera curioso unos instantes; vio en seguida que no era comida lo que se cocía, eso se hacía utilizando otras vasijas y además era muy tarde ya. Pero el hacedor de la lluvia ya lo había oído.
—¿Quién está en la puerta? —preguntó—. ¡Adelante, adelante! ¿Eres tú, Ada?
Colocó la tapadera sobre sus vasijas, las rodeó de brasas y ceniza y se volvió.
Knecht seguía atisbando los misteriosos recipientes; se sentía curioso, temeroso y confundido, como todas las veces que entraba en la choza. Lo hacía cuantas veces le era posible, inventaba oportunidades y pretextos para ello, pero siempre sentía la sensación de cosquilleo y advertencia de la ligera cohibición, en la que se mezclaba el miedo luchando con una gozosa curiosidad y una extraña alegría. El anciano debió haber notado que Knecht lo seguía desde hacía mucho tiempo y se le aparecía cerca en todas partes donde éste creía encontrarlo: el niño seguía su huella como un cazador y le ofrecía calladamente su ayuda y su compañía.
Turu, el hacedor de la lluvia, lo miró con los claros ojos de ave de rapiña.
—¿Qué quieres aquí? —le preguntó fríamente—. No es ésta hora para visitas en las cabañas ajenas, jovencito.
—Acompañé a Ada, maestro Turu. Ella fue a ver a la gran abuela, oímos contar historias de las brujas y de pronto se asustó y gritó; por eso la acompañé.
El padre se volvió hacia la pequeña.
—Eres una coneja miedosa, Ada. Las niñas inteligentes no deben temer a las brujas. Y tú eres una chiquilla inteligente, ¿verdad?
—Ciertamente. Pero las brujas tienen sus malas artes y si no se lleva un colmillo de jabalí...
—¡Oh! ¿Quisieras tener un diente de jabalí? Veremos... Pero yo sé algo mejor aún. Conozco una raíz que te traeré; hay que buscarla en otoño y arrancarla; protege a las muchachitas inteligentes contra todo sortilegio y aun las hace más hermosas.
Ada sonrió y se alegró, ya estaba tranquila desde que tuvo a su alrededor el olor de la choza y un poco de resplandor del fuego. Ingenuamente, Knecht preguntó:
—¿No podría ir yo en busca de la raíz? Tú me ladescribes...
Turu entrecerró los ojos.
—Eso quisiera saberlo más de un joven —dijo, pero su voz no era rechazante, sino apenas burlona—. Hay tiempo para ello. Tal vez en otoño ...
Knecht se retiró, desapareciendo en dirección a la casa de los niños donde dormía. No tenía padres, era un huérfano, por eso sentía el hechizo de Ada y de su cabaña.
El hacedor de la lluvia no gustaba de hablar mucho; tampoco oía con placer que otros hablaran. Muchos le tenían por milagrero, muchos por hosco. No lo era. Sabia siempre de lo que ocurría a su alrededor más de lo que se creía, dada su distracción de sabio y ermitaño. Entre otras cosas, sabía exactamente que este Knecht, un poco molesto, pero hermoso y además muy inteligente, corría siempre tras él y le observaba; lo había notado desde el principio y ya hacía un año o más. Sabía también exactamente lo que eso significaba. Mucho para el joven y mucho también para él, ya anciano. Significaba que este mozuelo estaba enamorado del arte del tiempo y las lluvias y deseaba ardientemente aprenderlo. Siempre había en la colonia un niño así. Algunos se asustaban y descorazonaban fácilmente, otros no, y él ya había tenido a dos de ellos un año como alumnos y aprendices; se habían casado luego en otros pueblos alejados y allí se habían convertido en hacedores de lluvia o recolectores de hierbas; desde entonces, Turu se había quedado solo y si volvía a aceptar alguna vez a un aprendiz, lo haría solamente para tener un sucesor. Había sido siempre así, y así era correcto y no podía ser diversamente: siempre aparecía un niño inteligente y se acercaría al hombre y correría detrás de él, viendo que dominaba magistralmente su oficio. Knecht estaba bien dotado, tenía lo que se necesita y poseía algunos rasgos que lo recomendaban: ante todo la mirada inquisitiva, aguda y al mismo tiempo ensoñadora, la reserva y el silencio en su modo de ser, y en la expresión de la cara y en la cabeza algo de olfateador, de adivino, de despierto, atento a los ruidos y a los olores, algo de pájaro y de cazador. Ciertamente, de este niño podía surgir un anunciador del tiempo, tal vez hasta un mago; servía. Pero no había prisa para eso, era muy joven todavía y no era necesario en absoluto mostrarle que se le reconocía, no se debía hacerle nada demasiado fácil, no debía ahorrársele camino. No sería malo para él asustarle, sacudirle, desanimarle, intimidarle. Podía esperar y servir, debía deslizarse en torno de él y conquistarle.
Knecht caminaba lentamente hacia el pueblo, mientras caía la noche, bajo un cielo nublado con dos o tres estrellas apenas; estaba satisfecho y agradablemente excitado. La colonia no conocía nada de los goces, las bellezas y finuras que hoy son tan naturales e indispensables y se dan también a los más pobres; no conocía la cultura ni las artes, no sabía de otras cosas que las torcidas chozas de barro, nada de instrumentos de hierro y acero, de cosas como el trigo o el vino; inventos como la vela o la lámpara hubieran sido para los hombres de entonces milagros luminosos. Pero la vida de Knecht y su concepción del mundo no eran por eso menos ricas; el mundo lo rodeaba como misterio infinito y libro de imágenes; de él cada nuevo día conquistaba otro pequeño trozo, desde la vida animal y la de las plantas hasta el firmamento, y entre la naturaleza muda y misteriosa y su alma aislada, viva en su temeroso pecho de niño, existía todo el parentesco, la tensión, la angustia, la curiosidad y el deseo de posesión de que es capaz el alma humana. Si en su mundo no había saber escrito, ni historia, ni libros, ni alfabeto, si era para él desconocido e inalcanzable todo aquello que estuviera a más de tres o cuatro horas de su villorrio, en cambio convivía total y perfectamente con lo suyo, con su pueblo. El villorrio, la patria, la comunidad de la tribu con la dirección de las madres, le daba todo lo que puede dar a un ser humano su pueblo, su Estado; un suelo lleno de mil raíces, en cuyo tejido él mismo era una fibra y participaba de todas.
Caminaba lentamente, satisfecho; el viento nocturno susurraba entre los árboles y crujía ligeramente; había olor a tierra mojada, a juncos y barro, a humo de leña verde aún, un olor grasoso y dulzón que más que otro significaba la patria, y al final, cuando se fue acercando a la cabaña de los niños, olía a ella, a niños, a cuerpos humanos jóvenes. Callado se arrastró debajo de la cortina de juncos en la oscuridad cálida y llena de respiración, se tiró en la paja y pensó en la historia de las brujas, en el colmillo de jabalí, en Ada, en el hacedor de la lluvia y sus pequeñas vasijas en el hogar, hasta que se durmió.
Turu ayudó muy lentamente al niño, no le allanó el camino. Pero el jovencito estaba siempre a su vera, seguía al anciano y él mismo no sabía cómo. A veces, cuando Turu colocaba una trampa en algún lugar en lo más oculto del bosque, del pantano o del matorral, olía el rastro de un animal, arrancaba una raíz o recogía semillas, podía sentir de pronto la mirada del muchacho que lo seguía, callado e invisible, horas enteras y le acechaba. A veces hacía como si no lo advirtiera, a veces refunfuñaba y echaba descortés al perseguidor, pero a veces también le hacía señas de que se acercara y lo dejaba todo el día a su lado, le encomendaba algún servicio, le mostraba esto y aquello, lo hacía pensar, lo ponía a prueba, le decía los nombres de las hierbas, le hacía traer agua o encender el fuego, y para cada labor conocía maneras, ventajas, secretos y fórmulas, que enseñaba al muchacho, imponiéndole el secreto más cuidadoso. Y finalmente, cuando Knecht fue más grandecito, lo tomó consigo, lo reconoció como aprendiz, llevándole del dormitorio de los niños a su choza. Con eso el joven Knecht estaba señalado ante todo el pueblo; no era más niño, sino aprendiz del hacedor de la lluvia y esto quería decir que si perseveraba y servía, sería su sucesor.
Desde el momento en que Knecht fue llevado por el anciano a su choza, cayeron entre ellos todas las barreras, no ciertamente la de la obediencia y del respeto, pero sí la de la desconfianza y la reserva. Turu se había rendido, se había dejado conquistar por la corte constante de Knecht; ahora sólo quería hacer de él un buen hacedor de lluvia y sucesor en todo. No dio para esta instrucción ni ideas, ni doctrinas, ni métodos, ni escritos o números, sólo muy pocas palabras; fueron más los sentidos de Knecht que su inteligencia los que educó el maestro. Se trataba no sólo de administrar y ejercer un gran tesoro de tradición y experiencia, todo el saber del hombre de entonces acerca de la naturaleza, sino también de trasmitirlo. Ante el joven se fue abriendo lentamente, en claridad creciente, un intrincado sistema de experiencias, observaciones, instintos y hábitos de investigación; casi todo esa no podía expresarse con palabras, casi todo debía ser sentido, aprendido y examinado por los sentidos. Base y centro de esta ciencia era la noción de la luna, sus fases y sus influjos, de cómo crecía periódicamente y periódicamente desaparecía, poblada por las almas de los muertos, dispuesta siempre a enviarlas a un nuevo nacimiento, para dejar lugar a otros muertos.
En forma parecida a la de aquella tarde con su ida desde la recitadora de fábulas a las vasijas en el hogar del anciano, se grabó en la memoria de Knecht una hora entre la noche y la mañana, cuando el maestro le despertó un rato después de la medianoche y salió con él en la profunda oscuridad, para mostrarle la última salida de la luna menguante. Se quedaron —el maestro en callada inmovilidad, el joven un poco asustado y con frío por la falta de sueño— largo tiempo sobre la colina boscosa en la saliente de una roca, hasta el momento preanunciado por el maestro, cuando la delgada luna, apenas una curva delicadamente trazada, apareció en la forma e inclinación por él descritas. Knecht miró temeroso y hechizado el astro que subía lentamente; se elevaba suavemente, nadando entre tinieblas de nubes hacia una clara isla del cielo.
—Muy pronto, su figura cambiará y volverá a crecer: será entonces el momento de sembrar el alforfón —dijo el hacedor de la lluvia, mientras contaba con los dedos los días que faltaban. Luego se hundió otra vez en el silencio de antes; como si hubiera quedado solo, Knecht se quedó acuclillado sobre la briosa piedra; temblaba de frío; desde lo más hondo del bosque llegaba el grito largo de un mochuelo. Mucho meditó el anciano, luego se puso de pie, posó su mano en el cabello de Knecht y dijo en voz queda, como si hablara en un ensueño:
—Cuando muera, mi espíritu volará a la luna. Serás un hombre y tendrás mujer; mi hija Ada será tu esposa. Si tiene un hijo tuyo, mi espíritu volverá y habitará en vuestro hijo y lo llamarás Turu, como yo me llamo Turu.
El aprendiz escuchó asombrado, no se atrevió a decir palabra; la delgada hoz de plata subía y estaba ya cubierta en parte por las nubes.
Milagrosamente, el jovencito tuvo una intuición de muchas relaciones y enlaces, repeticiones y cruzas entre las cosas y los sucedidos; milagrosamente, se encontró como espectador y aun colaborador delante de este extraño cielo nocturno, en el cual, por encima del bosque sin fin y las colinas, había aparecido netamente delineada la delgada hoz, exactamente anunciada por el maestro; el maestro se le apareció maravilloso, envuelto en mil misterios, al pensar en su muerte, al pensar que su espíritu viviría en la luna y volvería de ella para reencarnar en un ser humano, que seria hijo de Knecht y debía llevar el nombre del que fue su maestro ... El futuro y el destino parecían maravillosamente abiertos y por trechos transparentes como el cielo nublado, allí ante él, y supo que era posible saber de ellos y nombrarlos y hablar a su respecto; le pareció gozar de una vista en infinitos espacios, llenos de maravillas y, al mismo tiempo, de orden. Por un instante todo le pareció accesible al espíritu, todo cognoscible y acechable, el ligero y seguro paso de los astros allá arriba, la vida de los hombrea y los animales, sus asociaciones y sus enemistades, sus movimientos y sus luchas, todo lo grande y todo lo pequeño, junto con la muerte oculta en cada ser viviente; todo esto vio o sintió en un primer terror de presentimientos, como un conjunto, y él mismo encuadrado y absorto en él, como en un mundo de orden, regido por leyes, accesible a la inteligencia. Era el primer presentimiento de grandes secretos, de su dignidad y profundidad, como también de la posibilidad de conocerlos, y esto conmovió al jovencito en esa frescura de la selva nocturna y casi matinal, sobre la roca asomada a las mil cimas murmurantes como manos espectrales. No pudo hablar de aquello, ni entonces ni en toda su vida, pero debió pensar en aquello muchas veces; esa hora y su vivencia estarían siempre presentes en su largo aprender y experimentar: “Piensa —le advertía—, piensa que existe todo eso, que entre la luna y tú y Turu y Ada pasan rayos y corrientes, que hay la muerte, y el país de las almas, y el retorno de él, y que para todas las imágenes y los fenómenos del mundo hay en el fondo de tu corazón una respuesta, y que todo te concierne y de todo debes saber cuanto es posible que sepa un ser humano”. Así, más o menos, habló aquella voz. Era la primera vez que Knecht percibía tan clara la voz del espíritu, su seducción, su incitación y su mágica influencia cautivante. Había visto vagar por el cielo muchas lunas ya y oído a menudo el grito nocturno del mochuelo, y de labios del maestro, aunque fuera tan parco en palabras, había escuchado muchos relatos de antiguo saber o solitaria reflexión; pero hoy eso era nuevo y diverso, era la intuición del todo que surgía en él, el sentido de las conexiones y relaciones, del orden, en fin, que lo implicaba también a él y lo hacía corresponsable. Aquel que tuviera la llave para ello, no debía solamente reconocer un animal por su rastro, una planta por sus raíces y sus semillas; debía abarcar el conjunto del universo, las estrellas, los espíritus, los hombrea, los animales, las medicinas y los venenos, todo, y por cada parte y cada signo saber de lo restante. Había buenos cazadores que conocían mejor que otros lo que decían una huella, una ligadura, un pelo o un residuo; sabían por un par de pelillos no sólo de qué clase de animal procedían, sino también si ese animal era viejo o joven, macho o hembra. Otros adivinaban el tiempo que haría al día siguiente por la forma de una nube, un olor en el viento, la manera de conducirse y de ser de los animales y las plantas; su maestro era insuperable en esto y casi infalible. Otros a su vez poseían una innata habilidad: había chiquillos que podían voltear con una piedra un pájaro a treinta pasos de distancia; no habían aprendido a hacerlo, sabían hacerlo simplemente, eso ocurría sin esfuerzo, por magia o gracia; de sus manos la piedra volaba por sí misma, la piedra debía dar en el blanco y el pájaro quería ser alcanzado. Y había quienes podían predecir el futuro: si un enfermo debía morirse o no, si una embarazada tendría niño a niña; la hija de la gran abuela era famosa por eso y también el hacedor de la lluvia —se decía— dominaba esa ciencia. En la gigantesca red de las conexiones, debía existir —le pareció en ese momento a Knecht— un centro en el cual se podía ver y casi leer como en un libro todo lo pasado y lo futuro, todo. El saber debía fluir hacia quien se hallara en ese centro, como corre el agua al valle, la liebre a la berza; su palabra debía golpear aguda e indefectiblemente, como la piedra lanzada por la mano del buen tirador; gracias al espíritu, él debía reunir en si y dejar actuar cada uno de estos admirables dones, cada una de estas nobles facultades: ¡entonces sería el hombre perfecto, sabio, insuperable! Ser como el maestro, acercársele, ir hacia él: tal era el camino de los caminos, la meta; eso prestaba consagración y sentido a una existencia. Algo así debió sentir, y todo lo que tratemos de decir de él en nuestra lengua que él no comprendería ni conocería, nada puede explicarnos acerca del estremecimiento y el ardor de sus vivencias. El levantarse en la noche, el ser guiado a través del bosque oscuro y silencioso, lleno de peligro y misterio, el aguardar allá arriba sobre la roca en la fría madrugada, el aparecer del delgado espectro lunar, las parcas palabras del sabio, el estar solo con el maestro en una hora extraordinaria, todo eso fue vivido y guardado por Knecht como una gloría, como un misterio, como fiesta de la iniciación, como aceptación en una liga, en un culto, en una relación de servidumbre honrosa con lo innombrable, con el misterio del universo. Esta vivencia y muchas cosas parecidas no podían convertirse en palabras ni en ideas siquiera, y más ajeno e imposible que cualquier otro pensamiento hubiera sido tal vez éste: “¿Soy yo quien crea esta aventura anímica o se trata de realidad objetiva? ¿Siente el maestro lo mismo que yo o se ríe de mi? ¿Son mis pensamientos en esta vivencia algo nuevo, propio, unívoco, o vivió y pensó exactamente lo mismo alguna vez el maestro o alguien antes que él?” No, no había estas lagunas ni estas diferenciaciones, todo era realidad, todo estaba impregnado y colmado de realidad como la masa del pan se colma de levadura. Nubes, luna y cambiante escenario celeste, suelo de piedra caliza húmedo y frío bajo los pies desnudos, aguanoso helado rocío fluyente en la pálida atmósfera nocturna, reconfortante olor de patria, olor a humo de hogar y a paja, conservado por la piel con que se cubría el maestro, tono de dignidad y eco leve de vejez y aceptación de la muerte en su voz ruda, todo era más que real y penetraba casi violentamente en los sentidos del jovencito. Y para los recuerdos las impresiones sensorias son una honda capa de tierra más fértil que los mejores sistemas, los más complicados métodos del pensar.
El hacedor de la lluvia era uno de los pocos que ejercían una profesión y habían elaborado por sí mismos un arte o una capacidad especial, pero su vida de cada día, exteriormente, no era muy diferente de la de los demás. Era un alto funcionario y gozaba de aprecio, recibía regalos y honorarios de la tribu, cuantas veces obrara para la comunidad, pero esto ocurría solamente en ocasiones especiales. Su función más importante, cabalmente, y más solemne, que se consideraba sagrada, era la de fijar el día de la siembra en la primavera para toda clase de fruto o hierba; lo hacía teniendo en cuenta exactamente el estado de la luna, en parte de acuerdo con reglas heredadas, en parte según su propia experiencia. Pero el acto solemne de la iniciación de la siembra, la suelta del primer puñado de grano o semilla en la tierra colectiva, ya no correspondía a sus funciones; ningún varón tenía rango tan elevado; esa ceremonia se realizaba todos los años por la gran abuela o sus parientes más viejas. El maestro era la persona más importante del pueblo en los casos en que actuaba realmente como hacedor de lluvia. Esto ocurría cuando una larga sequía, la humedad y las heladas caían sobre los campos, amenazando a la tribu con el hambre. Entonces Turu debía emplear los recursos contra la aridez y la esterilidad: sacrificios, conjuros, rogativas. Según la tradición eso se realizaba cuando, por una sequía persistente o por lluvias interminables, fracasaban los otros medios y no se lograba aplacar a los espíritus con fórmulas, imploraciones o amenazas; existía un último extremo recurso, infalible, que en las épocas de las madres y las abuelas parece haber sido empleado a menudo: el sacrificio del mismo hacedor de la lluvia a manos de la comunidad. La gran abuela, se decía, contempló eso con sus propios ojos.
Además del cuidado del tiempo, el maestro tenía una suerte de práctica privada, como conjurador de los espíritus, fabricante de amuletos y objetos mágicos y, en ciertos casos, como médico, si esa función no estaba reservada a la gran abuela. Por lo demás, sin embargo, el maestro Turu vivía la vida de cualquier otro varón. Cuando le correspondía el turno, cultivaba con su grupo la tierra colectiva y cerca de la choza tenía su pequeña huerta propia. Cosechaba frutas, hongos y leña y los almacenaba. Pescaba y cazaba y tenía una o dos cabras. Como agricultor era igual a los demás, pero no como cazador, pescador y herbolario; en eso era único y genial y tenía fama de conocer una infinidad de tretas, habilidades, ventajas y recursos naturales y mágicos. Ningún animal, se decía, caído en una trampa de mimbre tejida por él podía escaparse; sabía tornar olorosos y gustosos con una preparación especial cebos o carnadas para la pesca; conocía el arte de atraer a los cangrejos y había gente que creía que entendía también la lengua de los animales. Pero su campo particular de acción era el de su ciencia mágica: la observación de la luna y las estrellas, el conocimiento de los signos meteorológicos, la presciencia del tiempo y el momento de las cosechas, la realización de todo aquello que sirviera como recurso de influencias mágicas. Sobresalía, pues, como conocedor y recolector de cosas del mundo vegetal y animal que podían servir como remedios o venenos, como objetos de hechizo, bendición y protección contra el hado. Conocía y encontraba cualquier hierba, aun la más rara, sabía dónde y cuándo florecía y maduraba en semillas, cuándo era el momento de arrancar sus raíces. Conocía y encontraba toda clase de serpientes y escuerzos; averiguaba cosas empleando cuernos, pezuñas, uñas y pelos; sabía valerse de rarezas, deformidades, formas espectrales y aterrorizantes, de nudos, excrecencias y verrugas de la madera, de las hojas, los granos, las nueces o la cornamenta y las uñas.
Knecht debió aprender más con los sentidos, el pie y la mano, los ojos, el tacto, el oído y el olfato que con la mente, y Turu le enseñó más con el ejemplo y la labor que con palabras y doctrinas. Muy rara vez el maestro hablaba siquiera razonando, y aun en ese caso las palabras eran un intento para explicar sus ademanes tan impresionantes. El saber de Knecht era muy poco diferente de aquel que adquiere un joven cazador o pescador con un buen maestro y le daba gran satisfacción porque aprendía solamente lo que ya había en él. Aprendió a espiar, a acechar, a acercarse arrastrando, a observar, a estar alerta, despierto, a oliscar y rastrear; pero los animales que acechaban él y su maestro, no eran solamente el zorro y el tejón, la nutria, y el sapo, el pájaro y el pez, tino también el espíritu, el todo, el sentido, la relación. Ellos se ocupaban en determinar el tiempo huidizo y caprichoso, en reconocerlo, adivinarlo y predecirlo; en conocer la muerte escondida en las bayas y en la mordedura de las serpientes, en sorprender el misterio por el cual nubes y tormentas dependían del estado de la luna y aun influían en la simiente y el crecimiento, cómo actuaban determinando la prosperidad y la ruina en la vida humana. En ello aspiraban exactamente a la misma meta a que tendió la ciencia o la técnica de milenios posteriores: a dominar la naturaleza y jugar con sus leyes, pero lo hacían marchando por caminos totalmente distintos. No se separaban de la naturaleza y no trataban de penetrar violentamente en sus secretos; nunca se oponían hostilmente al cosmos, eran siempre parte de él y se rendían respetuosos a su poder. Es muy posible que conociesen mejor la naturaleza y la trataran más inteligentemente. Pero algo era para ellos absolutamente imposible, aun en su pensamiento más atrevido: el adherir y someterse al mundo natural y de los espíritus sin miedo, el sentirse superiores. No podían imaginar siquiera esta tragedia, esta fatalidad, y consideraban imposible enfrentar las potencias de la naturaleza, la muerte, los demonios en otra relación que de angustia. La angustia dominaba la vida de los humanos; vencerla les parecía algo irrealizable y sacrílego. Pero para calmarla, desterrarla en otros seres, burlarla y disfrazarla, para encuadrarla en el conjunto- existencial, servían los diversos sistemas de sacrificios. La angustia era la opresión bajo la cual se hallaba la vida de estos humanos, y sin esta fuerte opresión, su existencia hubiera carecido de miedo, pero también de intensidad. Aquel que lograba trasformar una parte de la angustia en veneración, había ganado mucho; hombres de esta clase, hombres que convirtieran su angustia en piedad, eran los buenos, los avanzados de esa época. Se hacían muchos sacrificios y de muchas maneras, y una parte de ellos y sus ritos correspondían a las funciones oficiales del hacedor de la lluvia.
Junto con Knecht creció en la choza la pequeña Ada, una hermosa criatura, muy querida por el anciano. Cuando le pareció llegado el momento, el maestro la dio en esposa a su alumno. Knecht fue desde entonces reconocido como ayudante del hacedor de la lluvia; Turu lo presentó a la madre del pueblo como su yerno y sucesor y se hizo sustituir por él desde ese momento en muchas tareas y funciones del cargo. Poco a poco, con el pasar dé las estaciones y de los años, el anciano hacedor de la lluvia fue hundiéndose en la solitaria contemplación propia de los caducos y le traspasó al ayudante todos sus deberes, y cuando murió —lo encontraron muerto, acurrucado ante el hogar, inclinado sobre algunas vasijas con menjunjes mágicos, el cabello cano chamuscado por el fuego—, el pueblo ya conocía desde hacía mucho al joven, al alumno Knecht, como hacedor de la lluvia. Knecht pidió al Consejo del pueblo un honroso funeral para su maestro y quemó sobre su tumba como sacrificio toda una carga de hierbas y raíces nobles y valiosas para el arte de curar. Esto había ocurrido hacía mucho tiempo ya y entre los hijos de Knecht, cuyo número tornaba estrecha la choza de Ada, había uno con el nombre de Turu: en su persona, el anciano había vuelto de su viaje de muerto a la luna.
Le pasó a Knecht lo mismo que en otra época a su maestro. Una parte de su angustia se convirtió en piedad y espíritu. Una parte de sus aspiraciones juveniles y de su profunda nostalgia siguió subsistiendo, una parte murió y se perdió, mientras envejecía en el trabajo, el amor y el cuidado de Ada y de los hijos. Su mayor interés se dirigió siempre a la luna, junto con la oportuna observación, para distinguir la influencia de aquélla en las estaciones y los fenómenos meteorológicos; en esto alcanzó a su maestro Turu y aun lo superó al final. Y como el crecer y desaparecer de la luna se relacionaba tan estrechamente con el morir y el nacer de los hombres, y como entre todas las angustias de la vida humana la máxima y más profunda es aquella de la fatalidad de la muerte, el venerador y conocedor de la luna que era Knecht logró poseer una sacra e iluminada relación con la muerte, por su misma relación con el astro, tan vivo y cercano; en sus años maduros sintió menos que otros el miedo a la muerte. Podía hablar respetuosamente con la luna o aun implorándola o cortejándola, se sabía ligado a ella en delicadas relaciones espirituales, conocía muy exactamente la vida lunar y tomaba íntima participación en sus procesos y destinos, vivía su desaparecer y su reaparecer como un misterio en sí, y con ella sufría y se asustaba, cuando sucedía lo monstruoso y la luna parecía expuesta a enfermedades, peligros, mutaciones y daños, cuando perdía el brillo, cambiaba de color y se oscurecía casi apagándose. En esas ocasiones, ciertamente, todos se interesaban por la luna, temblaban por ella, reconocían una amenaza y una desgracia próxima en su oscurecimiento, y contemplaban ansiosamente su rostro viejo y enfermo. Mas, justamente entonces, se demostraba que el hacedor de la lluvia Knecht estaba más íntimamente ligado a la luna y más sabía de ella que otro cualquiera; sí, compartía su hado, se le apretaba de miedo el corazón, pero su recuerdo de vivencias parecidas era más agudo y docto, su confianza más fundada, su fe en la eternidad y el renacimiento, en la corrección y la superación de la muerte, más grande. Y más grande era también el grado de su entrega devota: sentíase vivir en esas horas el destino del astro, hasta perecer y volver a nacer; sentía a veces algo como atrevimiento, como temeraria resolución de afrontar la muerte y oponérsele por el espíritu, de robustecer su Yo con el abandono de sí mismo a destinos sobrehumanos. Algo de eso pasó en su ser y fue perceptible para los demás; los consideraron sabio y piadoso, un ser de noble calma y escaso miedo de la muerte, un ser que estaba en buenas relaciones con las ocultas potencias.
Tuvo que demostrar estos dones y estas virtudes en muchas duras pruebas. Una vez debió vencer un período de esterilidad y tiempo adverso que duró más de dos años; fue la prueba más grande de su vida. Las contrariedades y los signos malos habían comenzado ya con la siembra varias veces aplazada, luego todas las dificultades imaginables y todos los perjuicios posibles cayeron sobre los sembrados, para dejarlos al fin totalmente destruidos; la comunidad sufrió cruelmente el hambre y Knecht con ella, y había sido algo insólito que como hacedor de la lluvia no perdiera toda la confianza y la influencia, y pudo ayudar a la tribu a soportar la desgracia con humildad y fortaleza. Cuando luego al año siguiente, después de un invierno duro y abundante en fallecimientos, se repitió todo el mal, toda la miseria del anterior; cuando la tierra común durante el verano se secó y se resquebrajó por una persistente sequía, las ratas se multiplicaron horrorosamente, los conjuros y sacrificios solitarios del hacedor de la lluvia no produjeron ningún resultado lo mismo que las acciones públicas, los coros de tamboriles, las rogativas de todo el pueblo; cuando apareció tremendamente claro que el hacedor de la lluvia esta vez no podía hacer llover, la situación se tornó grave y se necesito algo más que un hombre común para cargar con la responsabilidad y mantenerse erguido delante del pueblo asustado y amotinado. Hubo entonces dos o tres semanas en las que Knecht se encontró totalmente solo y contra él estuvo todo el pueblo, el hambre y la desesperación, y se apeló a la vieja tradición popular según la cual solamente el sacrificio del hacedor de la lluvia podía reconciliar a los humanos con las potencias. Venció cediendo. No había opuesto resistencia a la idea de su sacrificio, se había ofrecido espontáneamente. Además colaboró con incansable esfuerzo y absoluta dedicación a mitigar la miseria, supo descubrir agua, encontrar una fuente, una acequia, impidió que en el momento de mayor apremio fuera destruido todo el ganado y sobre todo evitó con el ejemplo y la persuasión que la gran abuela de la villa, aplastada por una fatal desesperación y una extraña debilidad moral en esa época terrible, desfalleciera y lo echara todo a perder irracionalmente, a pesar de su resistencia, su consejo, las amenazas, los sortilegios y los rezos. En esa ocasión había resultado evidente que en momentos de intranquilidad y calamidad un hombre es tanto más útil cuanto más su vida y su pensamiento tienden a lo espiritual, a lo impersonal, cuanto más aprendió a respetar, observar, rezar, servir y sacrificar. Esos dos años terribles, que casi lo llevaron al sacrificio y lo aniquilaron, le dejaron un saldo final de mayor estimación y confianza, no ciertamente entre la multitud de irresponsables, pero sí entre los pocos que tenían responsabilidad y podían juzgar a un hombre de su categoría.
Su vida había pasado por ésta y muchas otras pruebas, cuando alcanzó la edad madura y se halló en la cumbre de la existencia. Había ayudado a sepultar a dos grandes abuelas de la tribu, perdido un hermoso hijo de seis años, víctima de un lobo, y superado una grave enfermedad sin ayuda ajena, siendo su propio médico. Padeció hambre y frío. Todo esto dejó señales en su rostro y, no menos, en su alma. Hizo la experiencia de que los hombres espirituales causan en los demás cierta extraña forma de resistencia y antipatía, se los aprecia de lejos y se los llama en caso de necesidad, pero no se les ama ni se los considera iguales, y hasta se los evita. Aprendió por experiencia también que las fórmulas mágicas tradicionales o libremente inventadas y los anatemas rituales son aceptados por los enfermos o los desdichados con más gusto que el consejo razonable; que el hombre soporta más fácilmente la incomodidad y la expiación exterior que la transformación interior o el examen de si mismo; que cree más en el sortilegio que en la razón, en las fórmulas que en la experiencia: cosas éstas que en dos milenios desde entonces, probablemente, no han variado gran cosa, como afirman muchos libros de historia. Aprendió también que un hombre escudriñador y espiritual no debe perder el amor; que puede aceptar los deseos y las tonterías de los hombres sin altanería, pero no debe dejarse dominar por ellos; que del sabio al charlatán, del sacerdote al milagrero, del hermano que ayuda al parásito aprovechado, no hay más que un paso, y que la gente en el fondo prefiere pagar a un bribón, dejarse explotar por un charlatán, que aceptar la ayuda desinteresada del generoso. No querían pagar con amor y confianza, sino con dinero o cosas. Se engañaban mutuamente y esperaban ser engañados a su vez. Había que aprender a considerar al hombre como un ser débil, egoísta, cobarde, a comprender cuánta parte le cabía a uno en todas estas malas cualidades, en todos estos malos instintos, pero creyendo y alimentando el alma con la creencia de que el hombre es también espíritu y amor, que algo vive o habita en él que resiste a los instintos y ambiciona su ennoblecimiento. Pero estas ideas son ya demasiado netas y formuladas, para que Knecht las acariciara. Digamos más bien que se hallaba en camino hacia ellas, que ese camino lo llevaría a ellas y a través de ellas, algún día.
Mientras caminaba con ese rumbo, anhelando ideas, pero viviendo mucho más en lo sensible, en el hechizo de la luna, en la maravilla del perfume de una hierba, de las sales de una raíz, en el gusto de una corteza, el cultivo de plantas curativas, la cocción de pomadas, la atención del tiempo y la atmósfera, fue elaborando par sí muchas facultades, algunas de las cuales nosotros, lejana posteridad, ya no poseemos y sólo entendemos a medias. La más importante de ellas era, naturalmente, hacer la lluvia. Aunque el cielo muchas veces permanecía sordo y parecía desdeñar cruelmente sus esfuerzos. Knecht hizo la lluvia, sin embargo, centenares de veces y cada vez casi en forma un poco diversa. Ciertamente, nunca se hubiera atrevido a alterar o a omitir algo en los sacrificios, en el rito de las rogativas, los conjuros, el sonar de los tamboriles. Pero ésta era solamente la parte oficial, pública, de su actividad, su lado visible, legal y sacerdotal; y era seguramente muy hermoso e infundía una magnífica sensación de grandeza, cuando a la tarde de un día iniciado con el sacrificio y la procesión, el cielo se rendía, el horizonte se nublaba, el aire comenzaba a oler a humedad y caían las primeras gotas. Sólo que también aquí el arte del hacedor de la lluvia tuvo que elegir bien el día, para no esperar ciegamente lo imposible; se podían implorar las potencias, hasta importunarlas, pero con sentido y medida, con resignación a su voluntad. Y más caras que esas bellas vivencias de triunfo y victoria eran para él otras determinadas, de las que nadie sabía fuera de él y él mismo conocía solamente con temor y más con los sentidos que con el intelecto. Había situaciones del tiempo, tensiones del aire y del calor, nubes y vientos, clases de olores del agua, de la tierra, del polvo, amenazas o promesas, estados de ánimos y caprichos de los demonios del tiempo, que Knecht presentía y seguía sintiendo en su piel, en su cabello, en todos sus sentidos, de modo que no podía ser sorprendido ni desilusionado por nada: sabía concentrar en sí el tiempo como si volara con él, y lo llevaba en sí de una manera que lo capacitaba para mandar a las nubes y a los vientos: no por cierto a capricho, a gusto, sino por el vínculo y la relación que eliminaban la diferencia entre él y el mundo, entre lo interior y lo exterior. Entonces podía estar arrobado y acechar, agacharse en éxtasis y tener todos los poros abiertos y no sólo sentir en su interior la vida de los aires y las nubes, sino dirigirla y crearla, algo así como nosotros despertamos íntimamente y reproducimos un movimiento musical que conocemos con exactitud. Entonces debía solamente contener la respiración, y el viento o el trueno callaban; bastaba que moviera la cabeza y el granizo caía o se disolvía; era suficiente que expresara para sí en una sonrisa el equilibrio de las fuerzas en lucha, y arriba en el cielo las cortinas de nubes se abrían y dejaban libre el claro azul sutil. En muchas épocas de especial pureza anímica y normalidad espiritual, sentía dentro de sí con exactitud, sin errores, el tiempo del día siguiente, como si en su sangre estuviera escrita toda la partitura que debía ser ejecutada fuera de él, en la naturaleza. Éstos eran sus días mejores, su recompensa, su deleite.
Pero cuando esta íntima unión con el exterior estaba interrumpida y el tiempo y el universo resultaban infieles, incomprensibles e incalculables, también en su interior estaban interrumpidos el orden y las corrientes, y él sentía que no era un buen hacedor de la lluvia y consideraba su carga y su responsabilidad por el tiempo y las cosechas pesados e injustos. En esos periodos se consideraba hombre de su casa, obedecía y ayudaba a Ada, se ocupaba cuidadosamente de tareas mínimas, fabricaba juguetes y utensilios para los niños, cocía medicinas, necesitaba cariño y experimentaba el impulso de ser lo menos posible distinto de los demás varones, de adaptarse completamente a las costumbres y los usos y aun de escuchar los cuentos para él generalmente antipáticos de su mujer y de las vecinas, acerca de la vida, la salud y los actos de otra gente. Pero en los buenos tiempos se le veía poco en su casa; huía ocultamente y se quedaba lejos, pescaba, cazaba, buscaba raíces, se tendía en la hierba o se acurrucaba sobre un árbol, olisqueaba, espiaba, imitaba las voces de los animales, encendía pequeñas fogatas y comparaba la formas de las nubes de humo con las de las nubes en el cielo, saturaba su piel y su cabello de niebla, lluvia, aire, sol y luz lunar, y coleccionaba además, como lo había hecho en vida su maestro y predecesor Turu, los objetos en que el ser y las formas externas parecían pertenecer a distintos reinos, en que la sabiduría o el capricho de la naturaleza dejaba revelarse una partícula de sus reglas y de sus misterios generativos; objetos que reunían en sí, en el parecido, cosas muy separadas, como nudos de ramas con caras de hombres o animales, piedras limadas por el agua con vetas parecidas a las de la madera, formas petrificadas de animales del mundo primitivo, carozos de frutas deformados o mellizos, piedras con la forma de un riñón o de un corazón. Leía los dibujos en la hoja de bambú, las líneas en forma de red en el sombrerito de las setas y deducía cosas misteriosas, espirituales, futuras, posibles; la magia de los signos, una intuición o presciencia de números y escritura, condensación de lo infinito y multiforme en lo simple, en el sistema, en el concepto. Porque todas esas posibilidades estaban en la concepción del mundo alcanzada por él, por su espíritu; carecían de nombre, eran desconocidas, pero no imposibles, no ajenas a un presentir, germen y yema todavía, pero esenciales, propias y orgánicas en él y en constante crecimiento. Y aun si pudiéramos remontarnos varios milenios atrás, más allá de este hacedor de lluvia y de su época infantil y casi primitiva, encontraríamos —creemos— al mismo tiempo en todas partes el espíritu también, que es sin principio y siempre contuvo todo aquello que más tarde realiza.
El hacedor de la lluvia no estaba destinado a perpetuar sus intuiciones y llevarlas más cerca de su comprobación: él no la necesitaba siquiera. No debía ser ninguno de los muchos inventores de la escritura, la geometría, la medicina o la astronomía. Siguió siendo miembro o eslabón desconocido de la cadena, pero tan indispensable como los otros; cada uno transmitía lo recibido y agregaba lo logrado y conquistado por él. Porque él también tuvo alumnos. Al correr de los años formó a dos aprendices de hacedores de lluvia y uno de ellos fue luego su sucesor.
Por muchos años cumplió su oficio y vivió su vida solo, sin ser espiado, y cuando por primera vez —fue poco después del período de gran esterilidad y hambre— un jovencito comenzó a visitarlo, observarlo, acecharlo, venerarlo y perseguirlo, un jovencito que se sentía impulsado a ser hacedor del tiempo y maestro, sintió en un melancólico sobresalto del corazón el retorno, la repetición del gran acontecimiento de su juventud y, al mismo tiempo, una sensación por primera vez cotidiana, severa, cohibidora y excitadora al mismo tiempo: que la juventud se había ido, que había pasado el mediodía, que la flor se había convertido en fruto. Y, lo que nunca hubiera imaginado, se portó con el niño en la misma forma como con él se había portado el anciano Turu, y esta conducta ruda, rechazante, expectante y postergadora nacía por sí misma, por mero instinto; ni era imitación del maestro fallecido, ni surgía de las reflexiones de esencia moral y educativa, como por ejemplo, que antes hay que probar acabadamente a un joven, para ver si es bastante serio, que no se debe facilitarle el acceso a la iniciación en los secretos, sino ponerle muchos obstáculos, y cosas parecidas. No, Knecht se condujo con sus aprendices simplemente como lo hace con los admiradores y discípulos cualquier aislado que envejece o cualquier solitario rebosante de sabiduría: perplejo, temeroso, recusador, huidizo, Heno de miedo por su hermosa soledad y su libertad, por su posibilidad de deslizarse por la selva virgen, su caza libre, su recolección, sus sueños y observaciones, lleno de celoso amor por todas sus costumbres y preferencias, sus secretos y ocultamientos. De ninguna manera abrió los brazos al joven titubeante que se le acercó con respetuosa curiosidad, de ningún modo mitigó su vacilación ni lo incitó; consideró alegría y premio y reconocimiento y excelente resultado el que finalmente el mundo de los otros le enviara un mensajero, una declaración de amor, el que alguien tratara de conquistarle, se sintiera sumiso y paciente y llamado como él al servicio de los misterios. No, al principio eso le pareció molestia pesada, intervención abusiva en sus derechos y hábitos, un robo de su independencia y apenas ahora veía cuánto la amaba; se puso a la defensiva, y encontró modos de ganar de mano y ocultarse, de borrar sus huellas, de desviarse y escaparse. Mas también en eso le ocurrió como le había ocurrido a Turu; la larga y muda insistencia cautivante del joven ablandó lentamente su corazón, cansó poco a poco su resistencia y cuanto más terreno ganaba el muchacho, más aprendió a inclinarte hacia él y a abrirse para él un lento progreso, a aprobar su deseo, a aceptar su corte, y a ver en el nuevo deber, a menudo tan pesado de enseñar y tener discípulos, lo ineludible, lo resuelto por el destino, lo exigido por el espíritu. Cada vez más tuvo que despedirse del sueño, de la sensación y el goce de las infinitas posibilidades del futuro multiforme. En lugar del ensueño de infinito progreso, de la suma de toda sabiduría, estaba ahora el alumno, una realidad pequeña, cercana, que fomentar, un invasor y destructor de la paz, pero irrechazable e inevitable, el único camino en el futuro verdadero, el deber único y más importante, la única senda estrecha por la cual pudieran guardarse y sobrevivir en un brote nuevo y diminuto la vida del hacedor de la lluvia, sus actos, sus opiniones, sus ideas. Suspirando, rechinando los dientes y sonriendo al mismo tiempo, aceptó su deber.
Y también en este terreno importante y tal vez el más colmado de responsabilidad, en esta función de trasmitir lo heredado y educar al sucesor, no le quedó ahorrada al hacedor del tiempo la experiencia más amarga, la desilusión más cruel. El primer aprendiz que se esforzó para ganar su favor y después de larga espera y muchos rechazos se allegó al maestro, se llamaba Maro y le proporcionó un desengaño nunca aplacado totalmente. Era sumiso y adulador y representó por mucho tiempo la comedia de la obediencia incondicional, pero le faltaban condiciones y sobre todo valor, porque temía la noche y la oscuridad, cosa que trataba de ocultar y que Knecht, aun advertido de ello, consideró por mucho tiempo como un residuo de niñee, de infantilidad, que desaparecería. Pero no fue así. Le faltaba al discípulo también por completo el don de entregarse sin egoísmo y sin intenciones a la observación, a las disposiciones y al proceso del oficio, a ideas y presentimientos. Era inteligente, poseía una percepción clara y rápida y aprendía fácil y seguramente lo que puede ser aprendido sin completa entrega. Pero cada vez resultó más evidente que tenía intenciones egoístas y metas propias, para las cuales quería aprender el arte de hacer la lluvia. Ante todo quería ser alguien, representar un papel y causar impresión, tenía la vanidad del nombre dotado, pero no la de la vocación. Aspiraba a ser aplaudido, se ufanaba ante sus coetáneos de sus primeros conocimientos y artes; esto también podía ser infantil y tal vez corregirse. Pero no buscaba solamente el aplauso, sino que deseaba poder y ventajas sobre los demás; cuando el maestro comenzó a notarlo, se asustó y cerró poco a poco su corazón para el joven. Éste se dejó tentar dos y tres veces a cometer grave falta, después de haber estado al lado de Knecht varios años. Se dejó llevar caprichosamente, sin que su maestro lo supiera y se lo permitiera, a tratar por un regalo con remedios algún niño enfermo, a realizar conjuros contra la plaga de las ratas en una cabaña y, cuando a pesar de todas las amenazas y las promesas fue sorprendido una vez más en semejantes prácticas, el maestro lo echó de su lado, denunció el hecho a la gran abuela y trató de borrar de su memoria al jovencito ingrato e inservible.
Le resarcieron luego sus dos discípulos posteriores y, sobre todo, el segundo de ellos que fue su propio hijo Turu. Knecht quería mucho a este aprendiz joven, el último que tuvo, y creyó que podía llegar a ser algo más que él; visiblemente habíase reencarnado en él el alma de su abuelo. Knecht conoció la satisfacción bienhechora para el espíritu de poder trasmitir la totalidad de su saber y de su fe al porvenir, y conocer a un hombre, doblemente hijo suyo, a quien iría transfiriendo todos los días una parte de su cargo, mientras iba sintiéndose envejecer. Pero aquel primer alumno fracasado no podía ser borrado de su vida y de sus pensamientos; no alcanzó ciertamente gran predicamento en el pueblo, pero era para muchos un hombre muy querido e influyente, se había casado, se le conocía como juglar y bromista, era tambor mayor del coro de tamboriles y siguió siendo enemigo oculto y envidioso del hacedor de la lluvia, a quien hizo toda suerte de daños. Knecht no había sido nunca un hombre de amistades y reuniones, necesitaba soledad y libertad, nunca buscó el aprecio o el amor, exceptuando el lapso infantil durante el cual trató de acercarse al maestro Turu. Pero ahora le tocó sentir lo que significa tener un enemigo, alguien que nos odia. Y esto le amargó muchos días de su vida.
Maro perteneció a aquella clase de alumnos, muy dotada, que a pesar de sus facultades resulta antipática y molesta en todo momento para los maestros, porque en ellos el talento no es una robustez orgánica crecida y afirmada en profundidad e intimidad, el delicado linaje nobiliario de un buen carácter, de una sangre activa y un temperamento amable, sino algo casual, encontrado, hasta usurpado o robado. Un discípulo de carácter débil e inteligencia elevada o fantasía brillante pondrá en apremios inevitables a su maestro: éste tiene que infundir en el alumno lo heredado en ciencia y método y capacitarlo para colaborar en la vida espiritual, y siente en cambio que su verdadero y más noble deber sería proteger ciencias y artes justamente contra el acercamiento de quien sólo posee inteligencia; porque el maestro no debe servir al discípulo, sino que ambos están al servicio del espíritu. Ésta es la razón por la cual los maestros tienen miedo y horror de ciertos talentos que ciegan; todos los alumnos de esta clase corrompen y falsifican todo el sentido, toda la utilidad de la enseñanza. Cualquier promoción de un discípulo capaz de brillar pero no de servir, representa en realidad un perjuicio para el bien común, una suerte de traición al espíritu. Conocemos en la historia de algunos pueblos, períodos en los que —por un profundo trastrueque del orden espiritual— se verificó casi el asalto de aquellos que son solamente inteligencia a la dirección de las comunidades, escuelas y academias y aun del mismo Estado, y en todos los cargos hubo gente de sumo talento, que quería gobernar pero no servir. Ciertamente, es muy difícil conocer en el momento oportuno esta clase de inteligencias, antes de que hayan asimilado las bases de una profesión espiritual, y devolverlos con la necesaria severidad a oficios materiales, manuales. Knecht también se había equivocado, tuvo demasiada paciencia con el aprendiz Maro; confió al ambicioso y superficial mucha sabiduría para adeptos, que fue echada a perder. Las consecuencias fueron para él mismo más graves de lo que se imaginara.
Hubo un año —la barba de Knecht se había tornado bastante gris— en el cual pareció que las relaciones entre cielo y tierra hubieran enloquecido, trastornadas por demonios de insólito poder y extraña obstinación. Estos fenómenos comenzaron en forma visible e impresionante en el otoño, aterrorizando profundamente todas las almas y pasmándolas de angustia; tuvieron principio con un espectáculo celeste nunca visto, poco después de anochecer, espectáculo que Knecht observó siempre con cierta solemnidad y respetuosa devoción, con interés siempre mayor. Una tarde, fresca y ligeramente ventosa, el cielo se tornó trasparente como vidrio, salpicado de escasas nubéculas que flotaban muy altas y conservaron por un lapso insólito la rosada luz del sol poniente: haces de luz sueltos, movidos y espumosos en un espacio frío y pálido. Knecht había sentido ya desde unos días algo más fuerte y notable de lo que todos los años podía advertirse en esa época en que los días se acortan, la influencia de extraños poderes en el firmamento, el temor de la tierra, las plantas y los animales, la inquietud en el aire, algo raro, expectante, miedoso, Heno de presentimientos en toda la naturaleza; hasta las nubéculas, largo rato temblorosamente encendidas en ese atardecer avanzado, encuadraban en la situación con sus oscilantes movimientos y aleteos, que no correspondían al viento que soplaba en la tierra, con su luz rojiza implorante, que se resistía tristemente por largo rato a apagarse; apenas enfriadas y perdida su luminosidad se tornaban invisibles, muy de repente. En el pueblo todo estaba tranquilo, los visitantes y los niños sé habían retirado hacía mucho de la puerta de la gran abuela, apenas un par de chiquillos se perseguían aún, pero todos se habían recogido y ya habían cenado. Muchos dormían, apenas si alguien, fuera del hacedor de la lluvia, contemplaba las nubes rosadas de la tarde. Knecht se paseaba, de un lado a otro, por la pequeña huerta detrás de su choza, cavilando sobre el tiempo, tenso e inquieto; por momentos se sentaba, para descansar, un instante en un tronco dé árbol entre las ortigas, que servía para partir leña. Al apagarse las últimas luces en las nubes, las estrellas se volvieron de pronto claramente visibles en el cielo todavía límpido y verdosamente brillante y aumentaron pronto en número y luminosidad; donde un segundo antes había dos o tres, ya se apiñaban diez y veinte. Muchas entre ellas y sus grupos y familias eran bien conocidas por Knecht, las había visto centenares de veces; su inmutable reaparecer tenía algo tranquilizador, las estrellas reconfortaban, estaban allá arriba, sí, lejanas y frías, sin irradiar calor, pero seguras, firmemente ordenadas, anunciando normalidad, prometiendo perduración. Aunque aparentemente ajenas y alejadas y aun opuestas a la vida de la tierra, a la vida de los seres humanos, aun inalcanzables por el dolor, el éxtasis, las reacciones y el calor de la tierra, aun tan superiores por su majestad y eternidad fría y elegante, casi una burla para el hombre, las estrellas estaban sin embargo, en relación con los hombres, tal vez los gobernaban, y cuando un ser humano lograba y conservaba un bien espiritual, una seguridad y superioridad del espíritu sobre lo transitorio, se asemejaba a las estrellas, irradiaba como ellas en fría quietud, reconfortaba con su visión tranquila, miraba eternamente con un guiño de burla. Así le pareció muchas veces al hacedor de las lluvias, y aunque con las estrellas no tenía por cierto la relación cercana, incitante, comprobada en la constante variación y el continuo regreso que tenía con la luna, lo grande, lo próximo, lo húmedo, lo semejante a un gordo pez de hechito en el mar celeste, las veneraba sin embargo, profundamente y se vinculaba a ellas por muchas creencias. A menudo fue para el baño y bebida saludable mirarlas largo rato, dejarlas influir sobre él, ofrecer su pequeñez, su calor, su temor a su frió y calmo mirar.
Esa noche miraban como siempre, sólo que más claras y como netamente recortadas en el aire inmóvil y sutil, pero Knecht no encontró en sí la paz para entregarse a ellas; desde espacios desconocidos le llegaba una fuerza extraña, le dolía en los poros, sorbía en sus ojos, actuaba queda y continua como una corriente, como un temblor que alarma. Además, en la choza, la cálida y débil luz de las brasas del hogar resplandecía en un color rojo sombrío, fluía caliente la vida mínima, resonaba un llamado, una risa, un bostezo, respiraba olor humano, calor de piel, maternidad, sueño de niños, y parecía prestar aún mayor hondura a la noche sorprendida por su vecindad inocente, y empujar las estrellas más lejos todavía, atrás, en una lejanía, en una altura inconcebible.
Y de pronto, mientras Knecht oía zumbar y murmurar en la choza la voz de Ada profundamente melodiosa, acunando a un niño, comenzó en el cielo la catástrofe que el villorrio recordará por muchos años aún. Surgió allí y allá en la calma y blanca red de las estrellas un llamear y relampaguear, como si temblaran en llamas los hilos de la red generalmente invisibles; cayeron como piedras despedidas, incendiándose y apagándose en seguida, muchas estrellas precipitadas por el espacio, una aquí allá dos, más allá muchas, y aún no había perdido el ojo la visión de la primera que caía, aún no había recomenzado a latir el corazón alelado por la visión, y se persiguieron oblicuamente, trazando una ligera curva, en grupos de docenas y centenares, los astros lanzados desde el cielo; se precipitaron en series infinitas como llevados por muda tempestad gigantesca, cruzando oblicuamente en la noche silenciosa, como si un otoño de los mundos hubiese arrancado todas las estrellas como hojas marchitas del árbol del cielo y las lanzara sin ruido en la nada. Como hojas secas, como aleteantes copos de nieve, volaron por millares en una calma horrorosa, desapareciendo detrás de los montes del sur y del oeste cubiertos de selva, en lo infinito, donde nunca, a memoria de humanos, había caído una estrella.
Con el corazón detenido y los ojos alucinados, Knecht estuvo mirando el cielo revuelto y encantado, con la cabeza apretada en la nuca, los ojos llenos de horror pero no saciados; desconfiaba de su vista y, sin embargo, estaba más que seguro de lo terrible y tremendo. Como todos aquellos que pudieron observar este fenómeno nocturno, creyó ver vacilar hasta las estrellas más familiares, estremecerse y precipitarse, y esperó contemplar negra y vacía muy pronto la bóveda celeste, si antes no le tragara la tierra. Por cierto, después de un rato, advirtió lo que otros no verían, es decir, que las estrellas conocidas seguían estando aquí y allá y en todas partes, que la muerte no alcanzaba con su horror a las estrellas antiguas y familiares, sino que pasaba por una zona intermedia entre el cielo y la tierra, y que las que caía no eran arrojadas, estas nuevas que aparecían tan de repente y tan de pronto desaparecían, brillaban con una luz de otro color que las antiguas y verdaderas. Esto le reconfortó y le ayudó a recobrarse, pero aunque podían ser otras estrellas, nuevas y perecederas las que llenaban el aire de polvo, eso era cruel y malo, desdicha y desorden. Profundos suspiros escaparon de la garganta reseca de Knecht. Bajó su mirada a la tierra y escuchó para saber si el fenómeno espectral le había aparecido a él solo o si otros más lo habían visto. Pronto oyó llegar de otras chozas gemidos, chillidos y exclamaciones de terror; otros también acababan de ver, de gritar, alarmando a los desprevenidos y a los durmientes. En un segundo, la angustia y el terror pánico invadieron la aldea. Profundamente trastornado, Knecht se hizo cargo de la situación. Esta desgracia caía ante todo sobre él, sobre el hacedor del tiempo; sobre él que en cierta manera era responsable del orden en el cielo y en el aire. Knecht supo reconocer o sentir siempre anticipadamente las grandes catástrofes: inundaciones, granizo, fuertes tormentas; siempre supo preparar a las madres y a los más ancianos y ponerlos en guardia; siempre supo evitar lo peor, interponiendo su saber, su valor y su confianza entre las fuerzas supremas y el pueblo y la desesperación. ¿Por qué no lo supo y nada dispuso esta vez con antelación? ¿Por qué no dijo una palabra a nadie del oscuro y alarmante presentimiento que siempre tuvo?
Levantó la estera que servía de puerta a su choza y llamó por su nombre a su mujer, en voz baja. Ella acudió, con el hijo más pequeño en brazos; él le quitó el niño y lo colocó sobre la paja, tomó la mano de Ada, puso un dedo en sus labios imponiéndole silencio, la llevó un poco lejos de la choza y observó que su cara tranquila y paciente se desfiguró de pronto angustiada y horrorizada.
—Los niños seguirán durmiendo, no deben ver esto, ¿entiendes?
—le dijo con violencia en un susurro—. No debes dejar salir a ninguno de ellos, ni a Turu. Tú misma te quedarás adentro.
Titubeó, incierto de lo que debía decir, de cuánta parte de sus pensamientos debía revelar, y luego agregó con firmeza:
—Nada te pasará a ti, nada a los niños.
Ella le creyó en seguida, aunque su cara y su ánimo no se hubiesen recobrado del miedo que sentía.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, mirando el cielo fijamente, mientras se retiraba—. ¿Algo muy malo?
—Muy malo —dijo él suavemente—. Creo que algo muy malo. Pero no para ti ni para los pequeños. Permaneced en la choza. Cuida que la estera lo oculte todo. Tengo que ir al pueblo, hablar a la gente. Entra, Ada.
La empujó por la entrada de la choza, estiró cuidadosamente la estera, estuvo mirando unos segundos más la lluvia constante de estrellas, luego bajó la cabeza, suspiró una vez más con el corazón oprimido y luego se alejó de prisa por el pueblo, por la noche, hacia la cabaña de la gran abuela.
Allí estaba reunida ya la mitad de la gente, con rumor apagado, en la vacilación entre el terror y la desesperación suscitada por la angustia, y a medias reprimida por respeto a la anciana. Había mujeres y hombres que se entregaban a la sensación de horror y ruina inminente con una suerte de furia y de gozo, que estaban rígidos como hechizados y se movían sin poder dominar sus miembros; una mujer tenía espuma en los labios, bailaba para sí misma una danza desesperada y al mismo tiempo obscena y, bailando, se arrancaba los largos cabellos a mechones. Knecht comprendió: la locura se había desatado, todos estaban como perdidos por una borrachera, embrujados por la caída de las estrellas, enloquecidos. Sería tal vez una orgía de demencia, furia y placer de autodestrucción. Era urgente reunir a los pocos valientes y reflexivos y darles ánimo. La viejísima gran abuela estaba tranquila; creía que había llegado el fin de todas las cosas, pero no se defendía siquiera y mostraba al destino una cara adusta, firme, burlona casi en sus agrias muecas. La convenció para que lo escuchara. Trató de explicarle que las viejas estrellas, las de siempre, seguían estando en su lugar, pero ella no podía admitirlo, ya porque sus ojos no tenían más la fuerza necesaria para verlas, ya porque su idea de las estrellas y su propia relación con ellas eran cosa demasiado diferente de las del hacedor de la lluvia, para que ambos pudieran entenderse. Meneó la cabeza y conservó su valerosa mueca, y cuando Knecht la conjuró a no abandonar a su gente a sí misma y a los demonios, en su embriaguez de angustia, ella estuvo completamente conforme. Alrededor de ella y del hacedor del tiempo se formó un pequeño grupo de hombres ansiosos pero no enloquecidos, prontos a dejarse guiar.
Todavía en el instante de su llegada, Knecht esperó poder dominar el pánico con su ejemplo, la razón, la palabra, la explicación y la persuasión. Pero ya el breve coloquio con la gran abuela le demostró que era demasiado tarde. Creyó que podía hacer compartir a los demás su propia vivencia, ofrecérsela en regalo y trasladarla a ellos; creyó que con su arte de persuasión ellos comprenderían que no caían las estrellas, por lo menos no todas, y que no se las llevaba esa tempestad universal; creyó que pasando del miedo desamparado y del asombro a la observación activa, resistirían su estremecimiento. Pero vio muy pronto que en todo el pueblo había muy pocos individuos accesibles a esa influencia y que mientras se los ganaba a la calma, los demás estarían totalmente enloquecidos. No, en este caso, como otras veces, nada se lograría con la razón y las palabras de la sabiduría. Si era imposible disipar la mortal angustia venciéndola con la razón, era dable, sin embargo, guiarla, organizaría, darle forma y rostro y hacer del desesperado desorden de los dementes una firme unidad, de las voces individuales indomeñables y salvajes, un coro. Knecht puso en seguida manos a la obra, en seguida halló los medios. Se adelantó hacia la gente, gritó las conocidas palabras del rezo con que se iniciaban los públicos ejercicios de piedad y expiación, el llanto por una gran abuela o la fiesta de sacrificio y penitencia en caso de peligros públicos, como la peste y la inundación. Gritó las palabras en compás y reforzó ese compás golpeando las manos, y a ese ritmo, aullando y palmoteando, se inclinó casi hasta el suelo, volvió a levantarse, siguió inclinándose y levantándose, y ya diez y veinte le acompañaron en esos movimientos, mientras la anciana madre del pueblo permanecía erguida, murmurando rítmicamente y dando la señal de los ademanes del rito con leves inclinaciones. Todos aquellos que acudían desde las chozas se encuadraban en seguida en el compás y el espíritu de la ceremonia; los pocos posesos cayeron pronto al suelo agotados y se quedaron inmóviles o fueron dominados y arrastrados por el murmullo del coro y el ritmo de las reverencias del acto religioso. El procedimiento no falló. En lugar de una horda de locos desesperados estaba allí un pueblo de devotos prontos al sacrificio y a la expiación, en quienes eso calmaba y robustecía el corazón, para aplacar su miedo a la muerte y su horror, en un coro ordenado de todos, en un ritmo, en una ceremonia de conjuro, en lugar de encerrar ese horror en sí mismos o expresarlo individualmente en rugidos. Muchas fuerzas ocultan actúan en esos ejercicios; su mayor confortación estriba en la uniformidad que redobla el sentimiento de comunidad, y su medicina más segura son la medida, el orden, el ritmo, la música.
Mientras todo el cielo de la noche se cubría aún con el abundoso caer de esas chispas estelares como por una catarata silenciosa de gotas de luz, que siguió dos largas horas más dilapidando sus grandes rezumos de fuego rojizo, el horror del pueblo se convirtió en rendida devoción, en invocación y sentimiento expiatorio, y a los cielos caídos fuera de su orden se opuso la angustia y la debilidad de los hombres como orden y armonía de un culto. Antes aún que la lluvia de estrellas comenzara a cansarse y a fluir menos densa, el milagro estaba realizado e irradiaba salud espiritual, y cuando el cielo pareció lentamente tranquilizarse y sanar, todos esos penitentes casi agotados por el cansancio tuvieron la redentora sensación de haber calmado con su ejercicio a las potencias y devuelto la normalidad al cielo.
La noche de terror no fue olvidada; se habló de ella durante todo el otoño y el invierno, pero pronto ya no se hizo murmurando y conjurando, sino en tono ordinario y con la satisfacción que subsiste después de una desgracia superada valerosamente, de un peligro vencido con buen resultado. Cada uno gozó en dar detalles, cada uno había sido sorprendido a su manera por lo increíble, cada uno quería haber sido el primero en descubrirlo; se atrevieron a reírse de algunos más temerosos y asustados, y por mucho tiempo perduró en el pueblo cierta excitación. ¡Algo se había vivido, algo grande había ocurrido y pasado!
En este estado de ánimo y en el lento olvido del gran acontecimiento, Knecht no tuvo parte. Para él, ese fatal fenómeno fue una advertencia inolvidable, una espuela nunca eliminada; para él no quedaba ni borrado ni desviado aquello por el hecho de que cesara y hubiera sido aplacado con la procesión, el rezo y los ejercicios expiatorios. Cuanto más tiempo pasó, tanta mayor importancia fue cobrando para él, porque le fue buscando el sentido y se dedicó a él totalmente, cavilando e interpretando. Para Knecht ya el acontecimiento en sí, el maravilloso espectáculo de la naturaleza, fue un problema difícil e infinitamente grande con muchas perspectivas; quien lo hubiera visto, podía muy bien meditar sobre él toda la vida. Una sola persona en el pueblo hubiera observado la lluvia de estrellas con las mismas disposiciones y ojos idénticos, su propio hijo y discípulo Turu; solamente las confirmaciones o las correcciones de este único testigo hubieran tenido valor para Knecht. Pero él había dejado dormir a su hijo y cuanto más reflexionaba al respecto, preguntándose por qué en realidad había procedido así, por qué había renunciado en tan inefable sucedido al único testigo y observador serio, Unto más se robustecía en él la opinión de que había obrado bien y correctamente y obedecido a una sabia intuición. Quiso proteger a los suyos de esa visión, también a su aprendiz y colega, y a éste sobre todo, porque a nadie quería tanto como a Turu. Por eso le había ocultado y escamoteado la caída de las estrellas, porque además creía en los buenos espíritus del sueño, sobre todo en los de los jóvenes, y además, si la memoria no lo engañaba, en ese instante, en realidad, en seguida después del comienzo del fenómeno celeste, había pensando menos en un inmediato peligro de vida para todos que en una señal profética y una desgracia anunciada para el futuro, y precisamente en algo que a nadie se referiría más que a él, el hacedor del tiempo. Algo estaba adurando, un peligro y una amenaza de aquella esfera con la que se vinculaba su cargo, y le atañía a él, ante todo y expresamente, cualquiera fuese su forma. Oponerse a ese peligro despierto y decidido, prepararse para, el mismo en el alma, aceptarlo, pero sin empequeñecerse ni perder la dignidad: tal fue la admonición y la resolución que él dedujo del gran signo premonitorio. Este futuro destino exigía un hombre maduro y valiente, por eso no hubiera sido conveniente, incluir al hijo, tenerlo como compañero de sufrimiento o aun sólo de conocimiento, porque, aunque le apreciaba tanto, no sabía a ciencia cierta si un hombre joven y no fogueado tendría fuerza para ello.
Su hijo Turu, naturalmente, no estaba nada satisfecho por haber perdido el gran espectáculo y dormido tranquilamente. De cualquier manera que se lo interpretara, fue en todo caso algo grande, y tal va nunca ya ocurriría algo parecido en toda su vida; se le habían escapado una vivencia y un milagro universal; por mucho tiempo, pues, estuvo enfurruñado con el padre. Luego, el murmullo de la queja te perdió, porque el anciano le compensó con más delicadas atenciones y lo empleó cada vez más en todas las funciones de su cargo y, visiblemente, en previsión de lo futuro, trató con más esfuerzo de educar plenamente a Turu como el sucesor más perfecto posible, el mejor iniciado. Aunque le habló muy rara vez acerca de aquella lluvia de estrellas, cada vez con menos reserva lo inició en sus secretos, sus prácticas, su saber y su indagar, y aun se hizo acompañar por él en salidas, intentos e investigaciones de la naturaleza, que hasta entonces no había compartido con nadie.
Vino y pasó el invierno, un invierno húmedo y casi suave. No cayeron más estrellas, no sucedieron cosas grandes o insólitas; el villorrio estaba tranquilo, los cazadores salían puntualmente de caza; en las varas encima de las chozas chacoloteaban en todas parte al soplo del cierzo helado los haces de pieles colgadas, endurecidas por el frío; en largas sendas alisadas se traía por la nieve la leña del bosque. Justamente durante un breve período de heladas murió una anciana en el pueblo y no se pudo sepultarla en seguida; por muchos días, hasta que la tierra estuvo más blanda, el cadáver helado quedó, acurrucado cerca de la puerta de la choza.
La primavera confirmó en seguida las malas previsiones del hacedor de la lluvia. Fue una primavera verdaderamente mala, traicionada por la luna, sin celos ni savia, desabrida; la luna estuvo siempre atrasada, nunca coincidieron los distintos signos que se necesitaban para fijar el día de la siembra; las flores silvestres florecieron pobremente, en las ramas colgaron muertas las yemas apenas abiertas. Knecht estaba muy preocupado, sin dejarlo entrever; sólo Ada y, especialmente, Turu vieron cómo se roía. No sólo realizó los conjuros usuales, sino que hizo también sacrificios privados, personales; coció para los demonios papillas e infusiones olorosas y gustosas, se acortó la barba y quemó los pelos en una noche de luna nueva junto con resina y corteza húmeda, provocando un humo denso. Hasta que pudo, evitó las ceremonias públicas, los sacrificios colectivos, las rogativas, los coros de tamboriles; hasta que pudo, dejó que el mal tiempo de esta mala primavera fuera asunto suyo, privado. De todos modos, cuando el plazo habitual de la siembra resultó notablemente excedido, tuvo que informar a la gran abuela; cosa curiosa, también en este caso chocó con la desdicha y la contrariedad. La anciana madre del pueblo, buena amiga de él y maternalmente dispuesta siempre para Knecht, no lo recibió; estaba indispuesta, estaba en cama y había traspasado todas sus obligaciones y preocupaciones a su hermana, y esta hermana trataba al hacedor de la lluvia muy fríamente, no tenía el carácter justo y severo de la mayor, se inclinaba a las distracciones y diversiones, y esta tendencia la había cultivado en ella el tambor mayor, el haragán Maro, que sabía prepararle horas agradables y adularla. Y Maro era enemigo de Knecht. Ya en la primera entrevista, el hacedor del tiempo sintió la frialdad y la antipatía, aunque no se le contradijera una sola palabra. Sus explicaciones y sus proyectos, de esperar, por ejemplo, todavía para la siembra y realizar eventuales sacrificios y recursos, fueron aprobados y aceptados, pero la anciana lo recibo y trató fríamente, como a un subordinado, y rechazó también su deseo de ver a la enferma y de prepararle una medicina. Entristecido, como si se hubiera vuelto más pobre, con desabrido gusto en la boca, regresó de esta conversación y durante quince días se esforzó en crear a su manera un tiempo que permitiese la siembra. Pero el tiempo, a menudo tan acorde con las corrientes de su interior, se portó tercamente despectivo y adverso, no sirvieron los sacrificios ni los hechizos. Y el hacedor de la lluvia tuvo que acudir por segunda vez a la hermana de la gran abuela; esta segunda visita fue ya como un pedido de paciencia, de aplazamiento; y notó en seguida que ella debió haber hablado de él y del asunto con Maro, el gracioso, porque al hablarse de la necesidad de fijar el día de la siembra o de ordenar rogativas públicas, la anciana se hizo demasiado la sabihonda y empleó algunas expresiones que sólo podía haber aprendido de Maro, el ex aprendiz del hacedor del tiempo. Knecht pidió todavía tres días para sí, volvió a calcular toda la constelación exacta y favorable y fijó la siembra para el primer día del tercer cuarto de la luna. La anciana aceptó y pronunció la frase ritual para ello; la resolución fue anunciada al pueblo, todos se prepararon para la fiesta de la siembra. Y ahora que por un tiempo todo parecía estar de nuevo en orden, los demonios volvieron a mostrar su hostilidad. Justamente el día antes de la fiesta anhelada y preparada, murió la gran abuela, la fiesta fue prorrogada y en el lugar se anunció y se preparó su entierro. Fue una solemnidad de gran magnitud; detrás de la nueva madre del pueblo sus hermanas e hijas, tenía su lugar el hacedor de la lluvia, con los paramentos de las grandes rogativas y el alto y puntiagudo bonete de piel de zorro, asistido por su hijo Turu que tocaba la matraca de madera dura de dos tonos. Se tributaron muchas honras a la muerta y a su hermana, la nueva madre; Maro, con los tamboriles dirigidos por él, se abrió camino y se adelantó y encontró respeto y aplauso. El pueblo lloró y además se divirtió: gozó del duelo y de la fiesta. Entre redobles de tamboriles y sacrificios, fue para todos un hermoso día, pero la siembra fue postergada una vez más. Knecht estuvo dignamente compuesto, en realidad se sentía muy preocupado. Le pareció que con la gran abuela enterraba también todos los buenos tiempos de su vida.
Pocos días más tarde, por deseo de la nueva gran abuela, se realizó, también con mucha solemnidad, la fiesta de la siembra. La procesión giró jubilosamente alrededor de los campos, la anciana lanzó alegremente los primeros puñados de simiente en los campos colectivos; a ambos lados de ella marchaban sus hermanas, llevando cada una sacos de grano de donde la anciana tomaba la semilla. Knecht respiró ligeramente aliviado, cuando terminó el recorrido.
Pero la simiente sembrada en forma tan solemne no debía dar ni alegría ni cosecha; fue un año desdichado. Recayendo en el invierno y las heladas, el tiempo trajo todas las cosas desagradables y adversas que se podían imaginar en esa primavera y en el verano; cuando cubría los campos una vegetación delgada, flaca y poco levantada del suelo, llegó lo último, lo peor: una sequía sin igual, como nadie recordaba. Semana tras semana el sol calcinó los sembrados con un vaho caliente y blancuzco, los arroyuelos se secaron, del estanque de la aldea no quedó más que un sucio pantano. Paraíso de las libélulas y de un enorme enjambre de mosquitos, en la tierra reseca se abrían las grietas profundas; se podía ver enfermarse el grano y secarse. De vez en cuando se reunían nubes en el cielo, pero no llovía y cuando un día cayó un simulacro de lluvia, le siguió por muchos días un tórrido viento de oriente y a menudo se abatió el rayo en altos árboles, encendiendo rápidamente las cimas casi secas.
—Turu —dijo un día Knecht a su hijo—, esto termina, mal, tenemos a todos los demonios contra nosotros. Comentó con la lluvia de estrellas. Me costará la vida, creo. Escucha; si debo ser sacrificado, ocuparás en el mismo momento mi lugar y ante todo exigirás que mi cuerpo sea quemado y que la ceniza se esparza por los campos. Tendréis un invierno de gran hambruna. Pero luego la desgracia pasará. Deberás cuidar de que nadie toque la semilla de la comunidad, so pena de muerte. El año venidero será mejor y se dirá; “Es bueno que tengamos un nuevo hacedor de la lluvia, uno joven”.
En el pueblo reinaba la desesperación. Maro azuzaba a todo el mundo; a menudo se le gritaban al hacedor del tiempo amenazas y maldiciones. Ada se enfermó y estuvo en cama con vómitos y fiebres. Los ritos, los sacrificios, los largos coros de tamboriles, que estremecían los corazones, nada remediaban. Knecht los dirigía, era tu oficio, pero cuando la gente volvía a dispersarse, se quedaba solo, como un apestado que se evita. Sabía lo que era necesario y no ignoraba que Maro había pedido su sacrificio a la gran abuela. Por su honor y por su hijo dio el último paso: vistió a Turu con los grandes paramentos, lo llevó con él a casa de la gran abuela, lo presentó como su sucesor, y renunció por sí mismo a su cargo, ofreciéndose en sacrificio. Ella lo miró un rato inquisitiva y curiosa, luego hizo una señal con la cabeza y dijo que sí.
El sacrificio se realizó el mismo día. Todo el pueblo se reunió, pero mucha gente yacía en cama por la disentería y también Ada estaba gravemente enferma. Turu, en su traje de ceremonias con el alto gorro de piel de zorro, casi se murió de insolación. Todos los hombres respetables y los dignatarios, que no estaban enfermos, acudieron, la gran abuela con dos hermanas, los ancianos y Maro, el caudillo del coro de tamboriles. Detrás seguía en desorden el pueblo. Nadie insultó al anciano hacedor de la lluvia, todos marchaban silenciosos y cohibidos. Penetraron en la selva y buscaron allí un gran claro circular; el mismo Knecht lo había señalado como lugar de la ejecución. La mayoría de los hombres llevaban consigo sus hachas de piedra, para colaborar en la preparación de la leña para la hoguera. Llegados al claro, colocaron al hacedor de la lluvia en el centro y formaron círculo alrededor de él; más afuera, también en un gran círculo, estaba la multitud. Como todos callaban, indecisos y perplejos, el mismo hacedor de la lluvia tomó la palabra:
—He sido vuestro hacedor de la lluvia —dijo—, cumplí con mi deber durante muchos años tan bien como pude. Ahora, los demonios están contra mi, nada me sale bien. Por eso me ofrecí en sacrificio. Esto reconciliará a los demonios. Mi hijo Turu será vuestro nuevo hacedor del tiempo. Y ahora matadme y, cuando yo esté muerto, obedeced fielmente a lo que prescriba mi hijo. ¡Adiós! ¿Quién me matará? Propongo al tambor mayor Maro; será el hombre adecuado para ello.
Calló y nadie se movió. Turu, sombríamente enrojecido debajo del pesado gorro de piel, miró apenado alrededor de él; la boca del padre se contrajo sarcásticamente. Finalmente, la gran abuela golpeó furiosa el pie en el suelo, hizo una seña a Maro y le gritó:
—¡Adelante, pues! ¡Toma el hacha y mátalo!
Maro, con el hacha en la mano se colocó delante de su ex maestro, lo odiaba ahora más que nunca; la mueca de ironía en aquella vieja boca silenciosa le hacía amargamente daño. Levantó el hacha, la revoleó sobre su cabeza, la mantuvo alta tomando puntería, fijó su mirada en el rostro de la víctima, aguardando a que cerrara los ojos. Pero Knecht no hizo eso, mantuvo los ojos constantemente abiertos y miró al hombre del hacha casi sin expresión, pero lo que podía leerse en su cara fluctuaba entre la compasión y la burla.
Furioso, Maro tiró el hacha.
—Yo no lo hago —murmuró. Se unió al grupo de los dignatarios y se perdió entre la muchedumbre.
La gran abuela estaba pálida de rabia, tanto por el cobarde e inservible Maro como por el altanero hacedor de la lluvia. Hizo seña a uno de los ancianos, un hombre respetable y tranquilo, apoyado en su hacha, que parecía avergonzado por la desagradable escena. Éste se adelantó, hizo con la cabeza una señal breve y amiga a la víctima; se conocían desde niños. Ahora, la víctima cerró voluntariamente los ojos, los apretó y bajó un poco la cabeza. El anciano lo golpeó con el hacha y Knecht cayó. Turu, el nuevo hacedor de la lluvia no pudo decir una palabra, sólo con ademanes ordenó lo necesario, y muy pronto estuvo lista la hoguera con el cadáver acostado encima. La primera función oficial de Turu fue el rito solemne de encender la hoguera frotando dos maderos consagrados ...


Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943


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