Existencia Hindú, Hermann Hesse
LOS TRES “CURRICULA VITAE”
Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA
VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943Existencia
Hindú, Hermann Hesse
UNA de las partes de Vichnú, mejor dicho, una de las
partes de Vichnú convertidas en ser humano y encarnadas en Rama, en una de sus
fieras luchas demoníacas con el príncipe de los demonios exterminado con la
flecha de la hoz lunar, volvió bajo formas humanas al movimiento circular de lo
creado, se llamó Ravana y vivió como príncipe guerrero a orillas del amplio Ganges.
Fue el padre de Dasa. La madre de Dasa murió joven y, apenas su sucesora dio un
hijo al príncipe, se le cruzó a la mujer el pequeño Dasa en el camino; en su
lugar, que era el del primogénito, deseó ver consagrado un día como señor a su
hijo Nala y rapo enemistar a Dasa con su padre y resolvió quitar de en medio al
muchacho en la primera ocasión favorable. Pero no se le escapó la intención a
un brahmán de la corte de Ravana, Vasudeva, el experto en sacrificios, y el
sabio supo impedir el propósito. Le daba pena el niño y también le parecía que
el pequeño príncipe había heredado de su madre una disposición para la piedad y
un sentido del derecho. Cuidó, pues, de Dasa, para que no le pasara nada, y
esperó la oportunidad de sacarlo de manos de la madrastra.
El raja Ravana poseía un hato de vacas consagradas a
Brahma, que se consideraban santas y con cuya leche y manteca se hacían
numerosos sacrificios al dios. En el país se les reservaban los mejores sitios
del pastaje. Ocurrió un día que uno de los cuidadores de estas vacas dedicadas
a Brahma vino a entregar una carga de manteca y a anunciar que en la región
donde habían pastado las vacas se preveía una gran sequía próxima, de manera
que los pastores habían decidido de común acuerdo llevar ese ganado más adelante
hacia las montañas, donde hasta en los periodos más áridos no faltaban nunca ni
las fuentes ni el forraje fresco. El brahmán se confió con ese pastor que
conocía desde años atrás; era un buen amigo fiel y, cuando al día siguiente el
pequeño Dasa, hijo de Ravana, hubo desaparecido y no pudo ser hallado, Vasudeva
y el pastor fueron los únicos que conocían el secreto de su desaparición. Pero
el niño Dasa había sido llevado a las colinas por el pastor; allí encontraron
al rebaño que marchaba lentamente y Dasa se unió con gusto a los pastores,
creció como hijo de ellos, ayudó a cuidar y arrear, aprendió a ordeñar, jugó
con los terneros y estuvo tirado debajo de los árboles, bebió leche endulzada y
se cubrió de boñiga los pies desnudos. Eso le gustó mucho, conoció a los
pastores y las vacas y su vida, conoció la selva y sus árboles y sus frutos,
gustó del mango, de los higos silvestres y del varínga, pescó las dulces raíces
de loto en los verdes estanques del bosque, los días de fiesta se adornó con
una corona de rojas flores de la llama del soto, aprendió a guardarse de los
animales salvajes, a huir del tigre, a hacer amistad con el mundo tan
inteligente y con el erizo tan alegre, a resistir la época de la lluvia en la
oscura choza protectora; allí hacían sus juegos los niños, cantaban versos o
tejían canastas y esteras de junco. Dasa olvidó su patria anterior y su vida
precedente, pero no del todo; le parecían apenas un sueño.
Y un día que el rebaño había pasado a otra región. Dasa
fue al bosque porque quería buscar miel. Tenía un gran amor y una gran
admiración por el bosque desde que lo conoció y éste, además, le pareció mucho
más hermoso; a través de la fronda y las ramas, la luz del sol se descolgaba
como serpiente de oro; le encantaba como los sonidos se entrelazaban y cruzaban
en suave y muelle tejido brillante, el canto de los pájaros, el murmullo de las
copas, las voces de los monos; y el tejido parecía el de la luz en las frondas:
luz también. Así también llegaban, se fundían y se separaban otra vez los
olores, los perfumes de flores, maderas, hojas, aguas, musgos, animales,
frutos, tierra y podredumbre, todo agrio y dulce, silvestre e íntimo alegre y
cohibido, despertando y adormeciendo. De vez en cuando rugía en invisibles
precipicios boscosos una catarata, danzaba sobre blancos corimbos una mariposa
verde y sedosa con manchas negras y amarillas, crujía una rama muy honda en el
bosque sombreado de azul, y pesada caía una hoja sobre otra, o pasaba una fiera
en la oscuridad o se peleaba una mona camorrera, con las otras. Dasa olvidó la
búsqueda de la miel, y mientras espiaba unos diminutos pajarillos brillantes y
de muchos colores, entre altos helechos que formaban un bosquecillo espeso en
el gran bosque, vio perderse un rastro, casi una vereda, un delgado y
pequeñísimo sendero y, penetrando callado y prudente a la zaga del sendero,
descubrió debajo de un árbol de muchos troncos una pequeña choza, una suerte de
tienda puntiaguda, construida con helechos, casi tejida, y cerca de la choza
sentado en el suelo, pero erguido, un hombre inmóvil, con las manos en descanso
entre los pies cruzados, y debajo de las canas y de la ancha frente miraban
hacia el suelo ojos tranquilos sin mirada, abiertos, pero dirigidos hacia
adentro. Dasa comprendió que sería un santo, un yoghi; no era el primero que
veía; eran hombres muy respetables y muy queridos por los dioses, y era bueno
ofrendarles dones y demostrarles veneración. Pero éste aquí, sentado tan
noblemente delante de su choza hermosa y oculto y sumergido en la meditación,
le gustó más al niño y le pareció el más extraño y digno de todos los que había
visto hasta ese momento. Rodeaba al hombre, que parecía flotar y verlo todo y
saberlo todo a pesar de su mirada lejana, un nimbo de santidad, un círculo
sagrado de nobleza, una ola y una llama de ardor comprimido y de fuera yoghi,
que el niño no se hubiera atrevido a atravesar o a infringir con un saludo o
una llamada. La dignidad y grandeza de su figura, la luz interior que irradiaba
su mirada, el recogimiento y la metálica inmovilidad de sus rasgos emitían
ondas y rayos en cuyo centro estaba entronizado como una luna, y la fuerza
espiritual acumulada y la voluntad tranquilamente recogida en su figura
extendían alrededor de él un círculo mágico fácil de percibir: este hombre
hubiera podido matar a uno y devolverlo otra vez a la vida con el solo deseo o
el pensamiento, sin levantar siquiera los ojos.
Más inmóvil que un árbol que por lo menos se mueve
respirando con las frondas y las ramas, inmóvil como un ídolo de piedra, el
yoghi estaba sentado en su lugar y tan inmóvil permaneció también el niño desde
que lo vio, como clavado en el suelo, encadenado y mágicamente atraído por la
figura. Estuvo mirando fijo al hombre, vio una mancha de luz solar sobre su
hombro, otra mancha sobre sus manos tranquilas, vio las manchas moverse
lentamente y surgir otras y, estando así asombrado, comenzó a comprender que la
luz del sol nada tenía que ver con el hombre, ni tampoco el canto de los
pájaros y los gritos de los monos alrededor en el bosque, ni la oscura abeja
silvestre que se posó en la cara del contemplador, olió su piel, trepó un breve
trecho por la mejilla y se elevó y huyó volando, ni toda la múltiple vida de la
selva. Todo esto sintió Dasa, todo lo que los ojos ven, los oídos oyen, lo que
es bello o feo, grato o terrible; todo esto no tenía relación alguna con el
santo varón; la lluvia no le daría frío ni molestia, el fuego no podría
quemarlo; todo el mundo en su rededor se había convertido para él en algo
superficial, sin importancia. Se podía intuir de todo eso que tal vez en
realidad, el mundo entero no podía ser más que juego y superficie, soplo de
viento y ruido de olas sobre profundidades desconocidas, no idea sino
escalofrío físico y leve mareo sobre el expectante príncipe-pastor, sensación
de horror y peligro y al mismo tiempo de atracción en nostálgico deseo. Porque,
mí lo sentía, el yoghi se había hundido a través de la superficie del mundo, a
través del mundo de superficies, hasta el fondo del ser, en el misterio de
todas las cosas; había penetrado y limpiado de si la red de hechizo de los
sentidos, los juegos de la luz, los ruidos, los colores, las sensaciones, y se
quedaba firmemente arraigado en lo sustancial y sin mutaciones.
El niño, aunque educado un día por brahmanes y dotado de
mucha luz espiritual, no comprendía esto con la razón y nada hubiera podido
decir al respecto con palabras, pero lo sentía como en la hora bendita se
siente la proximidad de lo divino, lo sentía como un estremecimiento de respeto
y admiración por este ser, como amor por él y anhelo de una vida igual a la que
parecía vivir en meditación el hombre allí sentado. Así se encontró Dasa,
recordando de manera maravillosa, gracias al anciano, su origen principesco y
real; tocado en el corazón, al borde del bosque de helechos, dejó que los
pájaros volaran y los árboles conversaran con suave ruido; dejó que la selva
fuera selva y la tierra tierra, se rindió al sortilegio y miró al ermitaño
meditabundo, preso en la calma inconcebible y la absoluta inasibilidad de su
figura, en la luminosa calma de su rostro, en la energía y el recogimiento de
su estado, en la perfecta entrega a su servicio.
Mis tarde, no hubiera podido decir si pasó cerca de la
choca dos o tres horas o si fueron días. Cuando salió del hechizo, cuando en
silencio se retiró deslizándose entre los helechos, buscó el camino para salir
del bosque y finalmente llegó a las amplias praderas y al rebaño, lo hizo sin
saber lo que hacía, su alma estaba aún hechizada y sólo despertó cuando lo
llamó uno de los pastores. Éste lo recibió con duras palabras de reproche por
su larga ausencia, pero cuando Dasa lo miró sorprendido con grandes ojos como
si no comprendiese palabra, el pastor calló en seguida, asombrado por la mirada
extraña y rara del niño y su porte solemne. Pero al cabo de un rato le
preguntó:
—¿Dónde estuviste, querido? ¿Viste tal vez a un dios o
encontraste a un demonio?
—Estuve en la selva —contestó Dasa—, me sentí atraído,
quería buscar miel. Pero luego me olvidé de eso, porque vi allí a un hombre, un
ermitaño, sentado, hundido en la contemplación o en la oración y, cuando lo vi
y observé su rostro luminoso, tuve que quedarme y mirarlo largo rato. Al
anochecer quisiera volver allá y llevarle regalos: es un santo.
—Hazlo —dijo el pastor—, llévale leche y manteca dulce;
hay que honrarlos y darles cosas a los santos.
—¿Pero cómo debo dirigirle la palabra?
—No hace falta que le hables, Dasa, inclínate ante él,
nada más; coloca tus regalos delante de él, más no hace falta.
Y así lo hizo. Tardó un rato antes de volver a hallar el
lugar. El sitio delante de la choza estaba desierto y no se atrevió a entrar en
la cabaña; colocó, pues, sus regalos en la entrada, en el suelo, y se alejó.
Mientras los pastores estuvieron con las vacas en la
cercanía del lugar, todas las noches llevó ofrendas al santo y acudió también
una vez de día, encontró al venerable rezando en contemplación y no resistió
tampoco esta vez la tentación de recibir como espectador afortunado un rayo de
fuerza y de beatitud del santo varón. Y aun después que abandonaron esa región
y Dasa ayudó a llevar el rebaño a otras praderas, no pudo por mucho tiempo
olvidar la aventura en la selva, y como lo hacen los niños, a veces, cuando
estaba solo, se abandonaba al sueño de ser él mismo un ermitaño, conocedor de
las normas yoghis. Entre tanto, con el correr de los días, el recuerdo y el
ensueño comenzaron a borrarse, tanto más que Dasa fue tornándose rápidamente
grande y fuerte y se entregó con alegre interés a los juegos y luchas de sus
coetáneos. Pero quedó en su alma un rescoldo, una ligera noticia, como si lo
principesco que perdiera sólo pudiera serle devuelto o reemplazado con la
dignidad y el poder del yoghismo.
Un día, como ellos se encontraran en la proximidad de la
ciudad, uno de los pastores trajo de ella la noticia de que era inminente una
gran fiesta: el anciano príncipe Ravana, perdidas sus fuerzas de antes y ya
caduco, había fijado un día para que su hijo Nala le sucediera y fuera
proclamado príncipe. Dasa quería asistir a esa fiesta, para ver la ciudad de la
cual quedaba en su alma desde la niñez apenas un leve rastro de recuerdo, para
oír la música, admirar el cortejo y los torneos de los nobles, y conocer una
vez aquel mundo desconocido de los hombres de la ciudad y la aristocracia, tan
a menudo descrito en las leyendas y los cuentos, que sabía —y esto también era
solamente leyenda o cuento, o algo menos aún— haber sido el suyo propio en un
lejano pasado. Los pastores habían recibido la orden de entregar en la corte
una carga de manteca para los sacrificios de la festividad, y Dasa, muy
satisfecho, fue uno de los tres que el jefe de los pastores designó para esa
tarea.
Para entregar la mantequilla, se encontraron en la corte
la tarde de la víspera, y recibió el envío el brahmán Vasudeva, que presidía
los ritos de los sacrificios, y quien no reconoció al jovencito. Con mucho
gozo, los tres pastores tomaron parte luego en la fiesta, vieron comenzar los
sacrificios, con la dirección del brahmán, muy temprano por la mañana; vieron
la dorada manteca, pasto abundante de las llamas, trasformada en incendio que
elevaba sus ardientes lenguas al cielo; el fuego subía al infinito y con él el
humo impregnado de grasa, grato a los treinta dioses. Vieron en el cortejo
solemne a los elefantes con las plataformas de dorado techo y los guías
sentados, vieron el coche real adornado con flores y en él el joven raja Nala y
escucharon la música poderosamente armoniosa de los clarines. Y todo era
grandioso y magnífico y un poro ridículo también, por lo menos así le pareció
al joven Dasa: estaba ensordecido y embelesado y aun embriagado por el ruido,
por el coche y los caballos enjaezados, por toda la pompa y el suntuoso
despilfarro; quedó fascinado por las danzarinas que bailaban delante del coche
principesco, mujeres de esbelta figura y delicadas como tallos de loto; quedó
admirado por la grandeza y la belleza de la ciudad, pero lo consideró todo, sin
embargo, aun en su embriaguez y alegría, con el sobrio sentir del pastor, que
en el fondo desprecia al hombre de la ciudad. No pensó en que, en realidad, el
primogénito era él; en que allí ante sus ojos era consagrado, ungido y
festejado su hermanastro Nala, que no recordaba siquiera; en que él mismo,
Dasa, hubiera debido ir en su lugar en el coche adornado con flores. En cambio
no le agradó nada el joven Nala, le pareció tonto y malo en su mimada educación
e insoportablemente vanidoso en su exagerada egolatría; con placer le hubiera
hecho una jugarreta a este jovencito que se daba aires de príncipe y le hubiera
dado una lección, pero no había oportunidad para ello y rápidamente se olvidó
por lo mucho que había de ver y oír y reír y gustar. Las mujeres de la ciudad
eran bellas y tenían miradas atrevidas y excitantes, movimientos y palabras de
coquetas; los tres pastores pudieron escuchar frases que recordaron por largo
tiempo. Las palabras, seguramente, se decían con una inflexión de burla, porque
al hombre de la ciudad le pasa lo mismo con el pastor, como a éste con aquél. A
pesar de esto, los jóvenes alimentados con leche y queso y casi todo el año
vagantes al aires libre, estos jóvenes fuertes y hermosos gustaban mucho a las
mujeres de la ciudad.
Cuando Dasa volvió de la fiesta, era un hombre, cortejaba
a las muchachas y tuvo que librar muchos combates, con pesado puño y hábiles
tretas, con otros jóvenes. Una vez llegaron a una región de pastos miserables y
aguas estancadas, donde crecían juncos y bambúes. Allí vio a una muchacha, de
nombre Pravati, y se prendó de la bella mujer con un amor insensato. Era hija
de un arrendatario y el enamoramiento de Dasa fue tan vivo que lo olvidó y lo
dio todo para conquistarla. Cuando los pastores, después de unos días, dejaron
la región, desoyó sus advertencias y sus consejos, se despidió de ellos y de la
vida pastoral que tanto amara, se avecindó allí y logró que Pravati fuera su
esposa.
Cuidó para el suegro los campos de mijo y de arroz,
prestó su labor en el molino y preparó leña, construyó para su mujer una choza
de bambú y barro, y la mantuvo allí encerrada. Debió ser una fuerza poderosa la
que movió al joven a renunciar a sus alegrías, sus costumbres y sus camaradas,
a cambiar de vida y aceptar entre extraños el papel poco envidiable de yerno.
Tan grande era la belleza de Pravati, tan grande y fascinadora la promesa del
íntimo goce del amor que irradiaba de su rostro y de su figura, que Dasa no
tuvo ojos para otras cosas y se entregó completamente a esta mujer y en
realidad sintió en sus brazos una gran felicidad. Se cuentan historias de
muchos dioses y santos; se narra que ellos, hechizados por una mujer
encantadora, estuvieron abrazados con ella días, meses, años, y quedaron
fundidos con ella, sumergidos totalmente en el goce, olvidados de todo lo
demás. Parecidos hubiera deseado también Dasa su suerte y su amor. En cambio, distinto
era su destino y su felicidad no duró mucho tiempo. Un año tal vez, y aun este
período no estuvo colmado de mera felicidad, quedó lugar y tiempo para otras
cosas, para molestas exigencias del suegro, para las pullas de los cuñados,
para los caprichos de la joven mujer. Pero cuantas veces se reunía con ella en
su choza, todo estaba olvidado, todo había pasado, tanto le atraía el
sortilegio de su sonrisa, tan dulce era para él acariciar sus esbeltos
miembros, con tantas flores, tantos perfumes y tantas sombras florecía el
jardín del goce en el cuerpo juvenil de la mujer.
No había alcanzado aún a un año esa dicha, cuando hubo
intranquilidad y ruido en la región. Aparecieron mensajeros a caballo y
anunciaron al joven raja; apareció el raja mismo con hombres, corceles y
porfías, el raja Nala, para cazar en esa región. Se plantaron allí tiendas, se
oyeron piafar caballos y tocar cuernos. Dasa no se preocupó de ello, trabajaba
en los campos, cuidaba el molino y evitaba a los cazadores y a los cortesanos.
Pero cuando un día volvió a su choza y no halló en ella a su mujer, a quien
prohibiera severamente salir en esos momentos, sintió una punzada en el corazón
y presintió que se acumulaban las desgracias sobre su cabeza. Corrió a ver al
suegro, allí tampoco estaba Pravati y nadie osaba decir que la había visto.
Temerosa opresión creció en su alma. Buscó por la huerta, por los campos,
estuvo un día y dos días corriendo de su choza a la del suegro, espió por la
llanura, bajó al pozo, oró, gritó su nombre, maldijo, buscó rastros. El más
joven de sus cuñados, un niño aún, le reveló finalmente que Pravati estaba con
el raja, vivía en su tienda, la habían visto salir en su caballo. Dasa acechó
la tienda de Nala, sin dejarse ver; llevaba consigo la honda que empleara un tiempo
siendo pastor. Cada vez que la tienda del príncipe, de día o de noche, quedaba
por un segundo sin custodia, se acercaba arrastrándose, pero siempre aparecían
enseguida, guardianes y él debía huir. Desde un árbol, desde una de cuyas ramas
espiaba oculto la tienda, vio al raja, de quien conocía la cara antipática
desde la fiesta en la ciudad, lo vio montar a caballo y partir y cuando volvió
horas más tarde, bajó del corcel y penetró en la tienda cerrándola detrás de
sí, vio a una joven mujer moverse en la sombra y saludar al hombre que volvía,
y poco faltó para que se cayera de la rama, al reconocer en esa joven a
Pravati, su mujer. Tenía ahora la certeza, y la opresión en su alma aumentó. Si
la dicha de su amor con Pravati había sido grande, no menor sino mayor aún fue
ahora el dolor, la furia, la sensación de la pérdida y la ofensa. Así ocurre,
si un hombre reúne todo su poder de amar en un único objeto; con su pérdida,
todo se derrumba en él y el desdichado se encuentra como un pobre entre las
ruinas.
Un día y una noche vagó Dasa por los bosques de la
región; la miseria de su corazón impelían al cansado a abandonar el breve
reposo, tenía que correr y moverse, le parecía que tendría que huir y vagar
hasta el fin del mundo, hasta el fin de su vida, que había perdido todo su
valor y su esplendor. Pero no huyó lejos, en lo desconocido, sino que se
mantuvo siempre cerca de su desgracia, giró alrededor de su choza, del molino,
de los campos, de la tienda de caza del príncipe. Al final volvió a ocultarse
en los árboles al lado de la tienda, se quedó allí acurrucado, espiando
amargado y ardido como una fiera hambrienta en su frondoso escondite, hasta que
llegó el momento esperado con la tensión de sus últimas energías, hasta que el
raja apareció delante de la tienda. Entonces se dejó caer despacio de la rama,
se alejó un poco, revoleó la honda y golpeó con una piedra la frente del hombre
odiado, que cayó al suelo y quedó tendido de espaldas, inmóvil. Nadie pareció
acudir; a través de la tempestad de gozo por la venganza, que rugió en los
sentidos de Dasa, penetró por un instante tremenda y magnifica una profunda
calma. Y aun antes de que se advirtiera la caída del hombre y comenzaran a
hormiguear los servidores. Dasa desapareció en el bosque, entre los bambúes que
seguían valle abajo.
Cuando saltó del árbol y en la embriaguez de la acción
revoleó la honda y lanzó la muerte, le pareció que con ello extinguía su vida
también, que soltaba la última energía y que, volando con la piedra fatal, se
lanzaba él mismo en el precipicio de la aniquilación, satisfecho de perecer,
con tal de ver caer por un instante al odiado enemigo delante de él. Pero ahora
que sucedía al acto el inesperado instante de calma, el deseo de vivir,
ignorado un segando antes, lo hizo retroceder ante el abismo abierto, el
instinto primitivo se adueñó de sus sentidos y de sus miembros, lo empujó por
el bosque y a través de los bambúes espesos del valle y le impuso huir,
tornarse invisible. Apenas cuando alcanzó un refugio y se sintió lejos del
primer peligro, tuvo conciencia de lo ocurrido. Se derrumbó enteramente
agotado, jadeando; la embriaguez del hecho se disipó en la debilidad física y
dio lugar a la reflexión. Experimentó primeramente una desilusión y una
contrariedad por verse con vida y a salvo. Pero apenas su respiración se
normalizó y se calmó el mareo del agotamiento, esta sensación de flojedad
desagradable cedió a la arrogancia y a la voluntad de vivir y volvió a su
corazón una vez más la salvaje alegría de su venganza.
Muy pronto hirvió la vida cerca de él, habían comenzado
la búsqueda y la caza del asesino y esto duró todo el día; escapó de ellas
solamente manteniéndose callado en su escondite, que por miedo a los tigres
nadie osaba examinar a fondo. Durmió un poco, volvió a acechar, siguió arrastrándose,
descansó de nuevo, y al tercer día estuvo ya del otro lado de la cadena de
colinas y siguió adelante sin detenerse, entre las altas montañas.
La vida del sin patria lo llevó aquí y allá, lo hizo más
duro e indiferente, más prudente y resignado, pero de noche siguió soñando con
Pravati y su dicha de un día, o soñó muchas veces con tu persecución y su fuga,
sueños terribles que le aplastaban el corazón; soñó que huía por los bosques,
teniendo a sus talones los perseguidores con tamboriles y cuernos de casa, y
que llevaba a través de la selva y el pantano, a través de los espinosos
matorrales, sobre puentes carcomidos, en ruina, algo, una carga, un atado, algo
envuelto, oculto, desconocido, del que sabía solamente que era precioso y no
debía soltarse de la mano en ningún caso, algo valioso y en peligro, un tesoro,
algo robado tal vez, envuelto en un paño, una tela de color con un borde azul y
rojo oscuro, como tuvo el vestido de fiesta de Pravati: soñó, pues, que cargado
con ese envoltorio, cosa robada o tesoro, huía y se ocultaba entre peligros y
fatigas, agachado debajo de las ramas colgantes y las rocas desmoronadas, al
lado de serpientes y por pasarelas delgadas y mareantes sobre los ríos llenos
de cocodrilos; que finalmente se detenía azuzado y agotado y se esforzaba para
deshacer los nudos con que estaba atado su envoltorio y los soltaba, uno tras
otro, y desplegaba la tela; y el tesoro que sacaba y tenía en las manos
estremecidas era si propia cabeza.
Vivió escondido y vagando siempre, sin huir realmente de
los hombres, pero sí evitándolos. Y un día su vagar lo llevó a través de una
región de las colinas ricas en hierbas, que juzgó hermosa y alegre y pareció
saludarle, como si debiera conocerla: ya era una pradera de floreciente pasto
movido suavemente por el viento, ya un grupo de huertas que reconoció y le
recordó la época gozosa y pura en la que nada sabía aún de amor y celos, de
odio y venganza. Era la región de los prados, donde cuidara el rebaño con sus
camaradas, el período más alegre de su juventud, que le contemplaba desde las
lejanas profundidades de lo que no puede volver. Una dulce tristeza de su
corazón respondió a las voces que lo saludaban, al viento que abanicaba los
abedules plateados y ondulantes, a la alegre y rápida canción de marcha de los
arroyuelos, al canto de los pájaros y al hondo dorado zumbar de los abejorros.
Allí voces y perfumes eran refugio y patria; nunca había sentido pertenecerle y
serle familiar de tal modo una región, acostumbrado a la vida errante de los pastores.
Acompañado y guiado por esas voces en su alma, con la
sensación de quien retorna, vagó por la hermosa región, por vez primera desde
tantos meses terribles ya no como un extraño, un perseguido, un fugitivo, un
proscripto a muerte, sino con el corazón aliviado, sin pensar en nada, sin
desear nada, rendido por entero al presente alegre y a la cercanía tranquila,
receptivo, agradecido y sorprendido un poco de sí mismo y de este estado de
ánimo nuevo, desusado, vivido por primera vez y con verdadero encanto, de esta
libertad sin deseos, de esta alegría sin emociones, de este gozo eterno y
grato. Por las verdes praderas llegó hasta el bosque, estuvo debajo de los
árboles, en el crepúsculo salpicado de pequeñas manchas de sol, y allí se
robusteció en él la sensación de retorno y de patria, y lo llevó por caminos
que los pies parecían hallar por sí solos, hasta que alcanzó a través de la
selva de helechos, la pequeña selva en la grande, una minúscula choza; delante
de ella estaba sentado en el suelo el yoghi inmóvil, aquel al que espió una vez
y a quien llevara leche.
Allí se detuvo Dasa, como si despertara. Allí estaba todo
lo que hubo un día, no había pasado el tiempo, no había asesinado a nadie, no
había padecido; allí estaba, al parecer, el tiempo, la vida, firme como
cristalizada, aplacada y perpetuada. Observó al anciano y en su corazón renació
aquella admiración, aquel amor, aquella nostalgia, que había sentido una vez,
cuando llegó hasta allí. Observó la choza y pensó para su coleto que haría
falta remedarla un poco antes de la próxima estación de las lluvias. Luego se
atrevió a dar unos pasos, prudentemente, entró en la choza y espió lo que
contenía; no era mucho, casi nada: una yacija de frondas, una calabaza ahuecada
con un poco de agua y un bolso de corteza vacío. Tomó el bolso y se fue con él,
buscó alimentos en el bosque, trajo frutas y dulce medula de árbol, luego tomó
la calabaza y la llenó de agua fresca. Ya estaba hecho lo que se podía hacer
allí. Tan poco hacía falta para vivir. Dasa se acuclilló en el suelo y se
perdió en ensueños. Estaba contento de ese reposar y soñar silencioso, en pleno
bosque, estaba contento consigo mismo, con la voz de su interior que lo había
vuelto a traer hasta allí, donde ya jovencito sintiera un día algo como paz, dicha
y patria.
Así se quedó, pues, al lado del hombre silencioso. Renovó
su camastro de frondas, buscó alimentos para ambos, mejoró la vieja choza y
comenzó a construir una segunda, que levantó a poca distancia para él. El
anciano parecía tolerarlo pero era difícil saber siquiera si se había dado
cuenta de su presencia. Cuando salía de su estado contemplativo, era solamente
para acostarse a dormir en la choza, comer un bocado o dar un breve paseo por
el bosque. Dasa vivió al lado del venerable como un sirviente cerca de un
grande o más bien como un animalito doméstico, un pájaro manso o un mungo viven
al lado del hombre, serviciales y apenas advertidos. Como por largo tiempo
había vivido huyendo y ocultándose, inseguro, lleno de remordimientos y siempre
atento a la persecución, la vida tranquila, el trabajo fácil y la vecindad de
un hombre que parecía no verlo, le hicieron bien por un tiempo; durmió sin
sueños angustiados y por horas o por días olvidó lo ocurrido. No pensaba en el
porvenir, y si le invadía una nostalgia o un deseo, era el de quedarse allí y
ser aceptado e iniciado por el yoghi en el misterio de la vida en soledad, de
ser él mismo un yoghi y participar del yoghismo y de su orgullosa indiferencia.
Comenzó a menudo a imitar el proceder del venerable, a sentarse como él con las
piernas cruzadas, permaneciendo inmóvil, a mirar como él en un mundo
desconocido e irreal o suprarreal y a tornarse insensible para aquello que lo
rodeaba. Generalmente, se cansaba pronto al hacerlo, se le endurecían los miembros
y le dolían las espaldas, lo molestaban los mosquitos y, afectado por raras
sensaciones de la piel, cosquillas o picazón, se veía obligado a moverse, a
rascarse y al final a levantarse. Pero algunas veces había experimentado otras
cosas, es decir un vaciarse, un aligerarse y flotar, como le ocurre a ano a
veces en ciertos sueños, en que toca apenas la tierra, de vez en cuando, y
rebota suavemente en ella, para volver a flotar como un copo de lana. En estos
instantes, presintió lo que sería flotar así constantemente, lo que sería si el
cuerpo y el alma de uno perdieran su peso y volaran en el aliento de una
existencia mayor, más pura, llena de sol, elevados y absorbidos por un más
allá, por lo eterno e inmutable. Pero no pasó todo eso de instantes y presentimientos.
Y pensó, cuando desilusionado volvía de esos instantes a lo de todos los días,
que debería lograr que el anciano fuera su maestro, que lo iniciara en sus
ejercicios y en sus artes ocultas y lo convirtiera en yoghi. Mas ¿cómo
lograrlo? Parecía que el anciano nunca lo advertiría, que nunca cambiarían
entre ellos una sola palabra. El anciano parecía estar más allá de las
palabras, como lo estaba del día y la hora, del bosque y la cabaña.
Y, sin embargo, un día habló. Era un periodo en que Dasa
soñaba noche tras noche, a menudo, cosas enloquecedoramente dulces, a veces
terriblemente feas, ya de su mujer Pravati, ya de los sustos de su vida de
prófugo. Y de día no hacía progreso alguno, no resistía mucho el estar sentado
y ejercitarse, tenía que pensar en amores y mujeres y vagaba mucho por la
selva. Podía tener la culpa el clima; eran días bochornosos con oleadas de
vientos quemantes. Fue uno de estos días malos, los mosquitos zumbaban en
enjambres, Dasa había tenido un mal sueño esa noche, uno de aquellos sueños que
dejan una estela de angustia y opresión, cuyo contenido ya no recordaba, pero
que ahora despierto le parecía casi una recaída miserable y realmente vedada y
profundamente vergonzosa en los estados de ánimo anteriores, en las precedentes
etapas de la vida. Todo el día se deslizó o se acurrucó sombrío e inquieto
alrededor de la choza, se entretuvo en una y otra Urea, se sentó varias veces
para hacer ejercicios de meditación, pero cada vez le asaltó en seguida una
afiebrada intranquilidad, una desazón, su cuerpo tembló y sintió un hormigueo
en los pies, le ardió la nuca, resistió pocos instantes apenas y observó tímida
y vergonzosamente al anciano, que estaba en cuclillas en perfecta postura y
cuyo rostro con los ojos vueltos hacia adentro flotaba como una flor en una
inalcanzable tranquila alegría.
Cuando ese día el yoghi se levantó y se dirigió hacia la
choza, Dasa, que había esperado mucho este momento, se le interpuso en el
camino y con el valor del angustiado le habló:
—Venerable, perdona que haya penetrado en tu paz. También
yo busco la paz, la calma; quisiera vivir como tú y ser como tú. Mira, soy
joven aún, pero tuve que pasar por muchas tribulaciones, el destino jugó
cruelmente conmigo. Nací en cuna de príncipe y fui relegado entre pastores, fui
pastor y crecí, alegre y fuerte como un ternero, con el corazón puro. Luego se
me fueron los ojos detrás de las mujeres y cuando vi a la más hermosa, puse a
sus pies mi vida y me hubiera muerto si ella no me aceptaba. Abandoné a mis
camaradas, los pastores, cortejé a Pravati, la conseguí, fui yerno y serví,
duramente tuve que trabajar, pero Pravati fue mía, era mía y me amaba, o creí
que me amaba, todas las noches volvía a sus brazos, yacía al lado de su
corazón. Pero un día llega el raja a esa región, el mismo por quien cuando niño
yo fui relegado; llegó y me quitó a Pravati y tuve que verla en sus brazos. Fue
el dolor más grande que sentí y que me transformó a mí y a mi vida. Maté al
raja, maté, y llevé la existencia del delincuente y del perseguido; todo me
acosó y no estuve seguro de mi vida una sola hora, hasta que llegué por
casualidad aquí. Soy un loco, Venerable, un asesino, tal vez me arrestarán
todavía y me descuartizarán. No puedo soportar más esta horrenda vida, quisiera
liberarme de ella.
El yoghi escuchó el estallido con los ojos cerrados. Los
abrió y posó su mirada en la cara de Dasa, una mirada clara y recogida,
luminosa, penetrante, casi insoportablemente firme. Y mientras observaba la
cara de Dasa y pensaba en su angustiosa narración, su boca se contrajo
lentamente en una sonrisa larga; el anciano meneó la cabeza sonriendo también y
riéndose dijo:
—¡Maya! ¡Maya!
Confundido y avergonzado, Dasa se quedó de pie allí; el
otro se alejó antes de la refección por el delgado sendero entre helechos,
paseó medido con ritmo firme, después de dar un centenar de pasos volvió y
entró en la choza y su cara fue como siempre, otra vez, vuelta a otra cosa que
el mundo de la realidad. ¿Qué risa era ésa con la que había recibido una
contestación el pobre Dasa desde ese rostro eternamente inmóvil? Mucho tuvo que
pensar en ella. ¿Había sido benevolente o sarcástica esa risa terrible en el
instante de la desesperada confesión, de la amarga súplica de Dasa, consoladora
o condenatoria, divina o diabólica? ¿Fue solamente el balido cínico de la
decrepitud que no puede tomar nada en serio, o la diversión del sabio por la
locura ajena? ¿Fue rechazo, despedida o algo peor? ¿O sería un consejo, una
incitación para que Dasa lo imitara y se riera con él? No lograba resolver el
enigma. Todavía muy tarde en la noche pensó en aquella risa, a la cual parecía
haberse reducido para el anciano su vida, su dicha y su miseria; sus
pensamientos royeron en esa risa como en una dura raíz que tiene sin embargo,
algún gusto y emana perfume. Y también pensó, meditó y trabajó alrededor de esa
palabra que el anciano había pronunciado con tanta claridad, lanzándola
alegremente con un inefable placer en la misma risa: “¡Maya! ¡Maya!” Lo que la
palabra más o menos significaba, en parte lo sabía, en parte lo adivinaba, y
hasta la forma en que el anciano la había gritado riéndose, parecía dejar
adivinar un sentido. Maya... era la vida de Dasa, su juventud, su dulce
felicidad y su amarga miseria; Maya era la bella Pravati, Maya era el amor y su
goce, Maya era la vida toda. A los ojos del anciano yoghi, Maya era la vida de
Dasa y de todos los hombres, lo era todo, algo como una niñería, un
espectáculo, un teatro, una ocurrencia, una nada vestida de muchos colores, una
pompa de jabón, algo de que se puede reír con cierta complacencia y que se
puede también despreciar, pero nunca tomar en serio.
Pero si para el anciano yoghi la vida de Dasa estaba
liquidada y satisfecha con esa risa y esa palabra Maya, no era lo mismo para
Dasa, y por mucho que deseara ser él mismo un yoghi que ríe y no reconoce en su
propia vida otra cosa que a Maya, en esas noches y esos días sin paz todo
estaba en él despierto y vivo, todo aquello que concluido su período de fuga,
parecía haber olvidado casi por entero en su refugio. Sumamente mezquina le
pareció la esperanza de aprender alguna vez el arte yoghi realmente, o de poder
hacer lo mismo que el anciano. Pero entonces ¿de qué serviría el quedarse
todavía allí en la selva? Había sido un refugio; allí respiró un poco y reunió sus
fuerzas, pudo meditar un poco, esto tenía valor, era ya mucho. Y tal vez
afuera, en el país, se había renunciado a la caza del asesino del príncipe y él
podría seguir vagando sin mucho peligro. Resolvió hacer esto último, partiría
al día siguiente, el mundo era grande, él no podía quedarse eternamente allí en
ese rincón escondido. La resolución le dio cierta tranquilidad.
Había decidido partir muy de mañana, pero cuando despertó
después de largo sueño, ya estaba alto el sol en el cielo y el yoghi había comenzado
ya su meditación y, sin despedirse, Dasa no podía partir, además tenía todavía
algo que pedirle. Esperó, pues, horas y más horas, hasta que el hombre se
levantó, estiró sus miembros y comenzó su breve paseo de siempre. Entonces se
le puso en el camino, hizo muchas reverencias y no cejó hasta que el yoghi posó
su mirada inquisitiva en él.
—Maestro —le dijo humildemente—, reanudo mi camino, no
perturbaré más tu calma. Pero permíteme por una sola vez, Venerable, un pedido
más. Cuando te conté mi vida, te reíste y exclamaste: “¡Maya!”. Te suplico,
enséñame algo de Maya.
El yoghi se volvió hacia la choza; su mirada ordenó a
Dasa que lo siguiera. El anciano tomó un cuenco con agua, lo tendió a Dasa y le
hizo lavarse las manos. Después el maestro volcó el agua que quedaba entre los
helechos, tendió al joven el cuenco vacío y le ordenó que fuera en busca de
agua. Dasa obedeció y corrió y en su corazón temblaron sensaciones de
despedida, puesto que por última vez recorría el breve sendero hasta la fuente,
por última vez llevaba el liviano cuenco de borde liso por el uso al diminuto
espejo de agua donde se habían reflejado lenguas de ciervo, bóvedas de copas
arbóreas y en algunos puntos abiertos el dulce azul del cielo; donde ahora por
última vez al inclinarse se reflejaba su rostro en el crepúsculo ya oscurecido.
Hundió el cuenco en el agua, pensativo, lentamente, sintió cierta inseguridad y
no pudo explicarse por qué sentía cosas tan extrañas y por qué, aunque estaba
resuelto a marcharse, le había dolido un poco que el anciano no lo invitara a
quedarse todavía, tal vez a quedarse para siempre. ó al borde de la fuente,
bebió un sorbo de agua, se levantó cuidando de no volcar el cuenco y estaba ya
por regresar, cuando su oído percibió un sonido que lo fascinó y lo horrorizó,
el sonido de una voz que oyera en muchos sueños y en la que pensara con la más
amarga nostalgia en muchas horas de vigilia. Dulce era, dulce e infantil, y
enamorada atraía a través de la oscuridad del bosque, tanto que su corazón se
estremeció de miedo y de gozo. Era la voz de Pravati, su mujer.
—Dasa —repitió la voz fascinante.
Sin creerlo, miró alrededor de sí, con el cuenco en la
mano todavía y, ¡milagro!, entre los troncos surgió ella, esbelta y elástica
sobre sus largas piernas, Pravati, la amada, la inolvidable, la infiel... Dejó
caer el cuenco y corrió a su encuentro. Ella estaba allí delante de él,
sonriendo y un poco avergonzada, mirándolo con sus grandes ojos de gacela y
ahora, de cerca, él vio que ella llevaba sandalias de cuero rojo, y rico y
bello vestido sobre el cuerpo, una pulsera de oro en la muñeca y piedras
brillantes de colores en el negro cabello. Retrocedió temblando. ¿Seguía siendo
la amante de un príncipe? ¿No había muerto Nala? ¿Corría ella aún de un lado a
otro llevando encima sus regalos? ¿Cómo podía presentarse a él y llamarlo por
su nombre, adornada con ese brazalete y esas joyas?
Pero ella estaba más linda que nunca y, antes de que
pudiera interrogarla, tuvo que tomarla en sus brazos, hundir su frente en sus
cabellos, acercar su rostro y besar su boca, y mientras lo hacía, sintió que
todo había vuelto, y era nuevamente suyo lo que había poseído, la felicidad, el
amor, el goce, el placer de vivir, la pasión. Ya estaba con todos sus
pensamientos muy lejos de ese bosque y del anciano ermitaño; ya se había
aniquilado y estaba olvidado el bosque, la ermita, la meditación y el yoghismo.
No pensó tampoco en el cuenco del anciano que hubiera debido restituir. El
cuenco se quedó allí en el suelo, cuando él con Pravati se dirigió hacia la
salida de la selva. Y a toda prisa, ella comenzó a contarle cómo había llegado
hasta allí y cómo había ocurrido todo.
Sorprendente fue lo que ella narró, sorprendente,
fascinante y legendario; Dasa penetró en su nueva vida como en un cuento. No sólo
Pravati era suya otra vez, no sólo estaba muerto el odiado Nala y suspendida
hacía mucho tiempo la persecución del matador; Dasa, además, el hijo de
príncipe convertido un día en pastor, había sido declarado en la ciudad
heredero legal y príncipe; un viejo pastor y un viejo brahmán despertaron en
todas las memorias y en todos los labios el recuerdo casi olvidado de su
desaparición, y ese mismo hombre que hasta hacía poco habían buscado por
dondequiera como asesino de Nala, para torturarlo y ejecutarlo, era buscado
ahora aún más cuidadosamente en todo el país, para entronizarlo como raja y
llevarlo solemnemente a la ciudad y al palacio de su padre. Era como un sueño,
y lo que más le agradaba al asombrado joven, era la hermosa coincidencia de que
entre lodos los mensajeros enviados, fue justamente Pravati quien lo encontró y
lo saludó primero. Al borde del bosque encontró tiendas levantadas; allí olía a
humo y a carne asada. Pravati fue saludada en voz alta por su séquito y comenzó
en seguida una gran fiesta cuando dio a conocer a Dasa, su esposo. Estaba allí
un hombre, que fue camarada de Dasa entre los pastores y llevó a esa región a
Pravati y su séquito, a ese lugar de su vida anterior. El hombre rió de gozo
cuando hubo reconocido a Dasa, corrió hacia él y casi le habría abrazado o
golpeado amigablemente en el hombro, pero ahora su camarada se había convertido
en raja y se detuvo en la mitad de su corrida, paralizado casi, luego caminó
lentamente y lo saludó respetuosamente con una profunda reverencia. Dasa lo
levantó, lo abrazó, lo llamó afectuosamente por su nombre y le preguntó qué
podía regalarle. El pastor pidió un ternero y le concedieron tres, de la mejor
cría del raja. Y siguieron presentándole al nuevo príncipe funcionarios,
maestros de caza, brahmanes de la corte y otra gente, y él recibió sus
salutaciones. Se sirvió un banquete, hubo sonar de tambores, guitarras y
flautas, y toda esta fiesta le pareció a Dasa un sueño; no podía creerla real;
real fue para él, ante todo, solamente Pravati, su mujercita, que tenía en sus
brazos.
En pequeñas etapas se acercaron con el cortejo a la
ciudad, habíanse anticipado mensajeros que difundieron la gozosa noticia de que
el joven raja había sido hallado y estaba llegando; y cuando se vio de lejos la
ciudad, ella retumbaba ya de tambores y gongs, y el grupo de los brahmanes,
solemnes en sus vestiduras blancas, fue a su encuentro, llevando a la cabeza el
sucesor de aquel Vasudeva que un día, casi veinte años antes, entregó a Dasa a
los pastores y murió hacía poco tiempo. Lo saludaron, cantaron himnos y
encendieron un gran fuego para los sacrificios delante del palacio adonde le
llevaron. Dasa entró en su casa, y recibió allí también nuevos saludos y
homenajes, bienvenidas y bendiciones. Afuera, la ciudad celebró hasta entrada
la noche una gran fiesta de alegría.
Instruido todos los días por dos brahmanes, aprendió en
poco tiempo lo que pareció indispensable de las ciencias, asistió a los
sacrificios, hizo justicia y se ejercitó en las artes caballerescas y bélicas. El
brahmán Cópala le enseñó ciencia política; le explicó lo que se refería a él, a
su casa, a sus derechos y a los de sus futuros hijos, y quiénes eran sus
enemigos. Ante todo había que citar a la madre de Nala que una vez quitó al
príncipe Dasa sus derechos y trató de matarle, y que ahora debía odiar en Dasa
al matador de su hijo. Había huido, se había entregado a la protección de
Govinda, un príncipe vecino y vivía en su palacio, y este Govinda y su casa
eran enemigos peligrosos, ya habían estado en guerra con los antepasados de
Dasa y pretendían ciertas partes de su territorio. En cambio, el vecino del
sur, el príncipe de Gaipali, había sido amigo del padre de Dasa y no había
podido simpatizar con el desaparecido Nala; sería una obligación importante visitarlo,
llevarle regalos e invitarlo a la próxima excursión de caza.
La señora Pravati se había ya acomodado por entero en su
clase noble, sabía presentarse como princesa y parecía maravillosa con sus
hermosos vestidos y sus adornos, como si no fuera inferior en nada por
nacimiento a su señor y esposo. En buen amor vivieron años y años y su dicha
les otorgó cierto brillo y cierta dignidad como la de quienes son preferidos
por los dioses, y el pueblo los honraba y quería. Y cuando ella, después de
larga espera, le dio un hermoso hijo que llamó como su padre, Ravana, su dicha
fue completa, y lo que él tenía en tierras y poder, en casas y establos, en
lecherías, ganado y caballerías, adquirió a sus ojos ahora doble valor y doble
importancia, más brillo y sentido. Todos esos bienes eran hermosos y útiles,
para rodear de lujo a Pravati, vestirla, adornarla, obsequiarla, y eran aún más
bellos y útiles e importantes como herencia y fortuna futura de su hijo Ravana.
Mientras Pravati se complacía principalmente de las fiestas,
los cortejos, la magnificencia y belleza de los vestidos, los adornos y la
numerosa servidumbre, los placeres preferidos de Dasa eran los de su parque,
donde había hecho plantar árboles raros y flores valiosas, instalar papagayos y
otros pájaros de muchos colores, y era una parte de sus hábitos cotidianos
darles de comer y entretenerse con ellos. Además le atraía la cultura; alumno
agradecido de los brahmanes, aprendió muchos versos y sentencias, aprendió a
leer y escribir y tuvo su propio secretario que conocía la preparación de la
hoja de palmera en rollos para escribir y de cuyas delicadas y hábiles manos
comenzó a surgir una pequeña biblioteca. Allí, entre los libros, en una salita
reducida, con las paredes de valiosas maderas, en las que estaban talladas y,
en parte, doradas, historias de la vida de los dioses, invitaba a menudo a
brahmanes elegidos como sabios y pensadores entre los sacerdotes, para disputar
sobre temas sagrados, sobre la creación del mundo, la Maya del gran Vichnú,
sobre los santos Vedas, el poder del sacrificio y el poder aún mayor de la
penitencia, por la cual un mortal podía llegar a hacer temblar de miedo ante él
a los dioses. Aquellos brahmanes que mejor hablaran, discutieran y razonaran,
recibían magníficos presentes; algunos, como premio por una discusión
victoriosa se llevaban una vaca y a veces hubo también ocasiones emotivas y al
mismo tiempo cómicas, cuando los grandes sabios que acababan de citar y
explicar las sentencias de los Vedas y de exponer todos los conocimientos de
entonces acerca de los cielos y los mares, se retiraban orgullosos y ufanos con
sus dones o premios de honor o por ello también llegaban a reñir celosos.
Al príncipe Dasa, con sus riquezas, su dicha, su jardín y
sus libros, en muchos momentos todo aquello que pertenece a la vida y a la
esencia del hombre le parecía maravilloso y dudoso, conmovedor y ridículo al
mismo tiempo, como esos brahmanes vanidosamente sabios, luminoso y oscuro,
deseable y despreciable simultáneamente. Si su mirada se posaba en las flores
de loto en los estanques de su jardín, en el brillante juego de colores de las
plumas de sus pavos reales, sus faisanes y tucanes, en las doradas tallas del
palacio, estas cosas podían parecerle a veces casi divinas, como llenas del
fuego de la vida eterna, y otras veces sentía en ellas al mismo tiempo algo
irreal, inseguro, problemático, una tendencia a perecer y disolverse, una
inclinación a hundirse de nuevo en lo informe, en el caos. Como él mismo, el
príncipe Dasa, convertido en pastor y en asesino y decaído a prófugo, había
vuelto a subir hasta ser príncipe, sin saber qué fuerzas lo llevaran y
manejaran, inseguro del mañana, del mismo modo, el juego de Maya, de la vida,
contenía al mismo tiempo, por dondequiera, lo elevado y lo vulgar, la eternidad
y la muerte, la grandeza y lo ridículo. Hasta ella, la amada, hasta la bella
Pravati era para él algunas veces algo sin hechizo, algo ridículo por momentos;
tenía demasiadas pulseras en sus brazos, demasiado orgullo y ufanía en los
ojos, demasiada preocupación por la dignidad en su porte.
Más querido que su jardín y sus libros, era para él
Ravana, el hijito, plenitud de su amor y su vida, meta de su cariño y cuidado,
un hermoso y delicado niño, un verdadero príncipe, con los ojos de gacela de la
madre y la tendencia a la reflexión y al ensueño del padre. Muchas veces le
parecía que este hijo se le asemejaba mucho, cuando veía al pequeño detenido
largo rato delante de una planta de adorno en el jardín o acurrucado sobre una
alfombra, observando una piedra, un juguete tallado o una pluma de pájaro, con
las cejas levemente levantadas y los ojos calmos un poco ausentes. Y cuánto lo
amaba, lo supo Dasa una vez que tuvo que separarse de él por un período
indeterminado.
Un día, en efecto, llegó un mensajero desde aquella
región en la que su país lindaba con el principado de Govinda, su vecino, y
trajo la noticia de que gente de Govinda había invadido allí las tierras,
robado el ganado y prendido y arrastrado lejos cierto número de habitantes. Sin
demora, Dasa se preparó, llevó consigo el jefe de su guardia de corps, una
docena de caballos y alguna gente, y comenzó la persecución de los invasores. Y
en esa ocasión, cuando en el momento de partir levantó sus brazos y besó a su
hijito, llameó en su corazón el amor como un dolor hecho fuego. Y de ese
ardiente sufrimiento, cuya violencia lo sorprendía y lo conmovía como un
mensaje de lo desconocido, quedó un conocimiento, una sensación, una
comprensión también durante el largo cabalgar. Mientras galopaba, reflexionó
sobre la causa por la cual había montado a caballo y volaba ahora serio y
apresurado a través del país; sobre qué poder sería realmente el que le
impulsaba a ese acto, a ese esfuerzo. Pensó mucho y llegó a la conclusión de
que en verdad no tenía importancia para su corazón y no lamentaba precisamente,
si en algún lugar en los confines le robaban el ganado y nombres, y que el robo
y el quebrantamiento de sus derechos de príncipe no eran ofensas suficientes
para encenderle de ira y moverle a la acción, y que hubiera sido más adecuado
liquidar la noticia del robo de ganado con una compasiva sonrisa. Pero con esto
hubiera cometido una amarga injusticia para con el mensajero que había corrido
hasta agotarse para traer la noticia, y no menos para con muchos de los hombres
perjudicados con el robo y los otros que habían sido apresados, llevados y
arrastrados desde su patria y su existencia pacífica en esclavitud a tierra
extraña. Ciertamente, y hubiera cometido injusticia también para con todos sus
súbditos, a quienes no había sido torcido un cabello, si hubiese procedido a la
renuncia de una venganza guerrera: ellos hubieran tolerado mal y comprendido
menos que su príncipe no protegiese mejor su país, de modo que ninguno de ellos
pudiese contar con la venganza y la ayuda, si le tocara sufrir violencia.
Comprendió que era su deber realizar esa expedición vindicativa. Pero ¿qué es
deber? ¡Cuántos deberes existen que descuidamos a menudo sin el menor
remordimiento! ¿En qué consistía que este deber de vengar no era cosa
indiferente, no se podía desatender, no se podía cumplir sin amor,
cansinamente, sino que debía realizarse celosa y apasionadamente? Apenas
apareció la pregunta en su pensamiento y el corazón ya le contestó, al sentirse
de nuevo atravesado por aquel dolor que sintió al despedirse de Ravana, el
pequeño príncipe. Si el príncipe —ya lo comprendía— se dejara robar ganado y
gente sin oponer resistencia, el robo y la violencia se acercarían cada vez más
desde los confines de su país y al final el enemigo estaría allí sobre él y
podía herirle en lo que más amargamente debía dolerle: en su hijo... Le
robarían al hijo, al sucesor, se lo robarían y lo matarían, quizá después de
torturarlo, y éste sería el supremo sufrimiento que podría tocarle, algo peor,
mucho peor que la muerte de la misma Pravati. Por eso avanzó a caballo con
tanto apremio y el príncipe cumplió fielmente sus deberes.
Y no fue por la pena de haber perdido ganados y tierras,
ni por amor de sus súbditos, ni por ambición de su título de príncipe heredado
del padre; fue por violento, doloroso y alocado amor por su hijo, y por
violento e insensato miedo al dolor que le causaría ú pérdida del niño.
A tal conclusión llegó en sus reflexiones durante la
cabalgata. Por lo demás no pudo alcanzar a la gente de Govinda y castigarla;
habían logrado escapar junto con el producto del robo, y para mostrar su firme
voluntad y su valor, tuvo que pasar a su vez el confín y saquear un pueblo del
enemigo, llevándose algunas vacas y unos cuantos esclavos. Estuvo ausente muchos
días, pero mientras regresaba victorioso se entregó otra vez a profundas
reflexiones y llegó a su ciudad muy tranquilo y casi triste, porque meditando
había visto con qué fuerza, totalmente sin esperanza de poder evitarlo, estaba
preso y atado con todo su ser y su actuar en una tremenda red. Mientras crecía
y crecía su tendencia a pensar, su necesidad de tranquila contemplación y de
existencia inocente e inerte, crecían también por otra parte, el amor por
Ravana y la preocupación por el niño, por su vida y su porvenir, la Coerción a
la actividad y a los enredos; de la delicadeza nacía la lucha, del amor la
guerra; para ser justo y castigar, había robado él también un rebaño, hundido
en mortal angustia un villorrio y esclavizado violentamente a pobres seres
inocentes; de esto surgiría nueva venganza y nueva violencia, y así
sucesivamente, hasta que toda su vida y todo su país no fuesen más que guerra y
violencia y ruido de armas. Fue esta visión o esta idea la que le hizo parecer
tan tranquilo y tan triste a su regreso a la ciudad.
En efecto, el hostil vecino no concedió tregua. Repitió
sus invasiones, sus asaltos, sus robos; Dasa tuvo que salir a campaña para
castigar y rechazar al invasor y tuvo que tolerar también que sus soldados y
sus cazadores causaran nuevos daños al vecino, cuando éste se le escapaba de
las manos. En la capital se veían cada vez más hombres a caballo, hombres
armados; en muchos pueblos de la frontera había ahora guardia militar
permanente, los consejos de guerra y los preparativos colmaban los días de
inquietud. Dasa no podía comprender qué sentido, qué utilidad tendría la eterna
guerrilla, le apenaban el sufrimiento de las víctimas, la muerte de muchos, su
jardín y sus libros que debía descuidar cada vez más, la paz de sus días y de
su alma ahora perdida. Habló a menudo de ello con Cópala, el brahmán y, a
veces, también con Pravati, su esposa. Era necesario —decía— nombrar arbitro a
uno de los más estimados príncipes de la vecindad; por su parte, aceptaría
gustoso poder conseguir la paz cediendo algunas praderas y algunos villorrios.
Se quedó desilusionado y un poco contrariado, al ver que ni el brahmán ni
Pravati querían oír nada de todo eso.
La disputa sobre esta cuestión llevó a una muy violenta
explicación con Pravati, que degeneró en ruptura. Con insistencia,
conjurándola, le expuso sus ideas y sus razones, pero ella consideró cada
palabra como dirigida contra su persona y no contra la guerra y las muertes
inútiles. En un ardiente discurso, inundándole de palabrería, le dijo que era
justamente intención del enemigo explotar la bondad y el amor de Dasa por la
paz (para no decir en realidad, su miedo a la guerra) en su propio provecho;
con eso llegaría a concertar una paz tras otra, pagándolas cada vez con una
pequeña pérdida de territorio y de pueblo; al final el mal vecino no estaría
satisfecho y, apenas Dasa estuviera debilitado lo suficiente, pasaría a la
guerra abierta y todavía lo despojaría del resto. En este caso no se trataba de
rebaños y aldeas, de ventajas y desventajas, sino de todo, de subsistir o
perecer. Y si Dasa no sabía lo que debía a su dignidad, a su hijo y a su mujer,
ella se lo enseñaría. Sus ojos echaban llamas, su voz temblaba; desde hacía
mucho tiempo no la veía tan hermosa y apasionada, pero sintió solamente
tristeza.
Entre tanto, los ataques en la frontera y las
infracciones de la paz aumentaron; sólo la gran estación de las lluvias les
puso término por el momento. Pero ahora en la corte de Dasa había dos partidos.
Uno, el de la paz, era muy pequeño; además de Dasa, pertenecían a él algunos de
los brahmanes más antiguos, un grupo de hombres cultos y otros dedicados a la
meditación. El partido de la guerra, en cambio, que era el partido de Pravati y
de Gopala, tenía de su parte la mayoría de los sacerdotes y todos los
oficiales. Se preparaban armamentos con gran apremio y se sabía que el hostil
vecino hacía lo mismo. El niño Ravana aprendía a tirar con el arco con la
dirección del cazador mayor y su madre lo llevaba consigo cuando pasaba revista
a las tropas.En esos días, Dasa recordaba a veces la selva en que había vivido
una vez como un pobre fugitivo, recordaba al anciano canoso que vivía dedicado
a la contemplación como ermitaño. Lo recordaba y sentía el deseo de visitarlo,
de volverlo a ver y escuchar su consejo. Pero ignoraba si el viejo viviría aún,
si lo escucharía y le aconsejaría, y aunque viviera y lo asesorara, todo
seguiría su curso lo mismo y nada cambiaría, nada podría cambiarse. La
contemplación y la sabiduría eran cosas buenas y nobles, pero al parecer sólo
prosperaban al margen de la vida, y aquel que nadaba en la corriente de la vida
y luchaba con las olas, nada tenía que ver con la sabiduría para sus actos y
sus sufrimientos; éstos eran realidad, eran fatalidad, debían verificarse y
soportarse... Ni los mismos dioses vivían en paz y sabiduría eterna, ellos
también conocían el peligro y el miedo, la guerra y la batalla; lo sabía a
través de muchas historias. Dasa se rindió, pues, no discutió más con Pravati,
pasó revista a las tropas montando en su corcel, previo la guerra, la presintió
en muchos sueños excitantes y, mientras veía enflaquecer su figura y
ensombrecerse su cara, sintió que se marchitaban y palidecían su felicidad y su
deseo de vivir. Le quedaba solamente el amor por su hijito, que creció con la
preocupación, con los armamentos y los ejercicios militares; ese amor era la
flor ardiente y roja de su jardín asoleado. Se asomaba del vacío y la
indiferencia que es posible soportar, de la facilidad con que es posible
acostumbrarse a la preocupación y a los pesares, y se sorprendía también de
cómo podía florecer un amor tan ansioso y delicado, cálido y dominador, en un
corazón aparentemente insensible ya. Si su existencia carecía tal vez de
sentido, no carecía sin embargo, de centro, de germen, y giraba alrededor del
amor por el hijo.
Por este amor, se levantaba por la mañana y pasaba el día
ocupado trabajando en cosas cuya meta era la guerra, todas y cada una
antipáticas para él. Por este amor, dirigía pacientemente las asambleas de los
jefes y se oponía a las resoluciones de la mayoría apenas en lo que fuera
necesario para que se meditara y no se precipitara irreflexivamente en la
aventura. Del mismo modo que su amor de vivir, su jardín y sus libros se le
tornaron paulatinamente ajenos e infieles, o quizá él para ellos; le resultó
ajena e infiel también aquella que fuera durante muchos años la dicha y el gozo
de su existencia. Había comenzado por la política, cuando Pravati le hizo aquel
apasionado discurso en el cual le enrostrara casi abiertamente su miedo al
pecado y su amor por la paz como cobardía, y con las mejillas arreboladas, con
quemantes palabras le hablara de honor de príncipe, de heroísmo y de infamia
tolerada; aquella vez se había sorprendido también y había sentido y visto con una
improvisa sensación de mareo cuánto se había alejado su mujer de él, o él de
ella. Y desde entonces, el abismo entre ambos se volvió cada vez más hondo y
siguió creciendo, sin que ninguno de los dos hiciera algo para impedirlo. Más
aún: le correspondía a Dasa hacer algo en ese sentido, porque en realidad era
el único que veía el abismo, y éste en su mente fue convirtiéndose en el abismo
de los abismos, en el precipicio entre hombre y mujer, entre el sí y el no,
entre alma y cuerpo. Haciendo memoria, creyó verlo todo muy claro: un día
Pravati, la encantadoramente hermosa, lo había enamorado y había jugado con él,
hasta que se separó de sus camaradas y amigos, los pastores, y de su existencia
pastoral hasta entonces tan alegre, y por ella vivió en país extraño, en
servidumbre, yerno en la casa de gente mala que explotaron su amor para hacerlo
trabajar para ellos. Luego había aparecido Nala y así comenzó su desdicha. Nala
se había adueñado de su mujer, el rico y elegante raja con sus bellos trajes y
sus tiendas, sus caballos y sirvientes había seducido a la pobre mujer no
acostumbrada al lujo; no debió costarle mucho... Pero ¿la hubiera podido
seducir realmente en forma tan rápida y fácil, si hubiera sido fiel y honesta
en su alma? Sí, el raja la sedujo o simplemente la tomó y le causó así el dolor
más tremendo que nunca conociera. Pero él se había vengado: mató al ladrón de
su dicha y eso fue un instante de supremo triunfo. Mas, apenas realizado ese
acto, tuvo que darse a la fuga; días, semanas, meses, vivió entre matorrales y
juncos libre como un pájaro, pero sin confiar en los hombres. ¿Y qué hizo
Pravati en ese período? Entre ellos nunca hablaron mucho al respecto, pero de
todas maneras, no había corrido tras él, no lo había buscado, y lo encontró
apenas cuando por su cuna fue llamado a ser príncipe y ella lo necesitaba, para
subir al trono y entrar en el palacio. Allí había aparecido ella, se lo llevó
de la selva y de la proximidad del venerable ermitaño; lo vistieron con bellos
trajes, lo hicieron raja y todo fue brillo y dicha... Pero, en verdad de
verdad: ¿qué era lo que había dejado y qué recibió por ello? Recibió el
esplendor y los deberes del príncipe, deberes que al comienzo fueron leves y se
volvieron luego cada vez más pesados; recibió en devolución a la hermosa mujer,
las horas de amor con ella, luego el hijo, y el amor por él y la creciente
preocupación por su vida y su felicidad amenazadas, de manera que ahora la
guerra era inminente. Esto era lo que Pravati le trajo cuando lo descubrió
aquel día en la selva cerca de la fuente. Había dejado la paz del bosque, una
soledad piadosa; había entregado la proximidad y el ejemplo de un santo yoghi,
la esperanza de su instrucción y sucesión, de la profunda, radiosa e inmutable
tranquilidad anímica del sabio, de la liberación de las luchas y las pasiones
de la vida. Seducido por la belleza de Pravati, embobado por la mujer y
contagiado por su orgullo, había abandonado el camino por el cual se llega a la
conquista de la libertad y de la paz. Tal era hoy para él la historia de su
vida y, realmente, era posible interpretarla así muy fácilmente; apenas se
necesitaban algunas correcciones leves y pocas omisiones, para verla de esa
manera. Entre otras cosas hubiera omitido la circunstancia de que no había sido
aún alumno de un ermitaño y estuvo decidido a abandonarle deliberadamente. Así
se desplazaban ligeramente las cosas, al remontarse hacia atrás en el pasado.
De manera totalmente distinta veía Pravati esas mismas
cosas, aunque se dedicara mucho menos que su esposo a estos pensamientos. No
recordaba a Nala. En cambio, si la memoria no la traicionaba había sido ella
sola quien creó y procuró la dicha de Dasa, lo convirtió en raja y le dio un
hijo; lo colmó de dicha y de amor, para hallarlo al final inferior a su grandeza,
a la grandeza de ella, indigno de los proyectos que ella acariciaba. Porque
para ella era evidente que la próxima guerra no llevaría a otra situación que
al aniquilamiento de Govinda y a la duplicación de su poder y de su territorio.
En lugar de alegrarse por eso y colaborar enérgicamente con ella, Dasa se
oponía, poco principescamente le parecía, a la guerra y a la conquista y
hubiera preferido envejecer inerte entre sus flores, sus plantas, sus papagayos
y sus libros. Allí estaba Vishwamitra, muy distinto, jefe supremo de la
caballería y, después de ella, el más ardiente adepto y el mejor campeón de la
guerra y la victoria esperadas. Toda comparación entre ambos favorecía
necesariamente a este último.
Dasa vio perfectamente qué amistad dispensaba su mujer al
tal Vishwamitra, cuánto ella lo admiraba y cuánto también se dejaba admirar por
él, por este oficial de risa ruidosa, bellos y fuertes dientes y barba cuidada,
alegre y valiente, tal vez un poco superficial, tal vez no muy inteligente. Lo
vio con amargura y desprecio, al mismo tiempo, con una irónica indiferencia,
con la que él mismo se engañaba. No espió, no deseó saber si la amistad entre
ambos se mantenía en los límites de lo permitido y decente. Vio esta simpatía
de Pravati por el hermoso jinete, el ademán con que lo prefería al poco heroico
esposo, con la misma indolencia exteriormente pasiva, pero en lo íntimo amarga,
con que se había acostumbrado a considerar todos los sucedidos. Era indiferente
si fuese infidelidad y traición lo que la esposa parecía resuelta a cometer, o
sólo expresión del desprecio de las opiniones de Dasa; eso existía y se
desarrollaba y crecía, crecía contra él, como la guerra y la fatalidad; no
había remedio y no correspondía frente a los hechos otra conducta que la de la
aceptación, de la simple tolerancia, porque ésta era la forma de hombría y
heroísmo de Dasa, en lugar del ataque y la conquista.
La admiración de Pravati por el jefe de la caballería, o
la de éste por aquélla, podía mantenerse o no dentro de lo moral y lo
permitido; en todo caso —él lo comprendía— Pravati era menos culpable que él.
Ciertamente, él, Dasa, el hombre del pensar y del dudar, tendía demasiado a
buscar en ella la culpa de la pérdida de su felicidad, o a compartir con ella
la responsabilidad de haber caído y haberse enredado en todo eso, en el amor,
la ambición, los actos de venganza y los robos; achacaba a la mujer, al amor,
al placer la responsabilidad por todo sobre la tierra, por el ajetreo, la caza
de las pasiones y los deseos, el adulterio, la muerte, el asesinato, la guerra.
Pero sabía perfectamente que Pravati no era culpable ni
actora, sino víctima; que ella no era responsable ni de su belleza ni de su
egoísmo; que era un grano de polvo en un rayo de sol, una ola en la corriente,
y que a él le correspondía o le hubiera correspondido sustraerse a la mujer y
al amor, al hambre de felicidad y a la ambición, y permanecer pastor satisfecho
entre pastores o superar lo insuficiente de sí por el secreto camino del yoghi.
Había descuidado eso, lo había rechazado, no estaba llamado a grandes cosas o
no había sido fiel a su vocación, y su mujer estaba en realidad en su derecho
si lo consideraba cobarde. En cambio, había recibido de ella al hijo, al niño
hermoso y delicado, por el cual temía tanto y cuya existencia seguía prestando
valor y sentido a su propia vida, y aun era una gran felicidad, dolorosa y
llena de temores, pero felicidad, su felicidad. Y ahora la pagaba con el dolor
y la amargura de su alma, con la disposición a la guerra y a la muerte, con la
conciencia de afrontar la fatalidad. Allende las fronteras, en su país, estaba
el raja Govinda, aconsejado y azuzado por la madre del muerto Nala, el seductor
de mala memoria; los ataques y los desafíos de Covinda eran cada vez más
frecuentes y atrevidos; solamente una alianza con el poderoso raja de Gaipali
hubiera podido robustecer a Dasa lo suficiente como para imponer paz y
convenios de buena vecindad. Pero este raja, aunque amigo de Dasa, era pariente
de Govinda y se había excusado muy correcta y cortésmente a toda tentativa de
concertar tal alianza. No había posibilidad de escapar, esperanza de razón y
humanidad; lo fatal se acercaba y era necesario padecerlo. Dasa mismo deseaba
casi la guerra, el estallido de la tormenta acumulada y el precipitar de los
hechos, imposible de evitar. Visitó una vez más al príncipe de Gaipali, tuvo
con él cortesías inútiles, insistió en el Consejo, en la moderación y la
paciencia, pero lo hizo sin la menor esperanza; por lo demás se armó. La lucha
de opiniones, en el Consejo se desarrolló únicamente acerca de si había que
contestar a la primera invasión del enemigo con la penetración en su territorio
o si debía esperar el principal ataque enemigo, para que aquél fuera
considerado como culpable y como enemigo de la paz por su pueblo y por todo el
mundo.
El enemigo, nada preocupado por esos problemas, puso fin
a las discusiones, los proyectos y las vacilaciones, y un día acometió. Preparó
un ataque por sorpresa a cargo de simples bandidos, y Dasa con el jefe de la caballería
y sus mejores hombres fue atraído rápidamente hasta la frontera, y mientras
éstos se hallaban en camino, aquél cerró con el grueso de sus fuerzas sobre el
país y, directamente, sobre la capital de Dasa, tomó las puertas y sitió el
palacio. Cuando Dasa lo supo regresó apresuradamente, tuvo noticia de que su
mujer y su hijo estaban encerrados en el palacio amenazado, pero en las calles
se desarrollaba una lucha sangrienta, y se le oprimió el corazón en cruel dolor
pensando en los suyos y en los peligros que los acechaban. Y ya no fue un jefe
de guerreros prudente y cauto, se encendió de dolor y de furia, se lanzó con su
gente a salvaje pelea, vio la lucha hervir en todas las calles, se abrió paso
hasta el palacio, atacó al enemigo y combatió como enloquecido, hasta que cayó
al suelo agotado, al crepúsculo de la sangrienta jornada; estaba muy herido.
Cuando recobró el sentido, se encontró prisionero, la
batalla estaba perdida, la ciudad y el palacio en manos del enemigo. Fue
llevado en cadenas ante Covinda; éste lo saludó sarcásticamente y lo llevó a
una habitación; era el cuarto de paredes talladas y doradas, lleno de libros.
Allí estaba sentada sobre una alfombra, erguida y con la cara pétrea su mujer,
Pravati, con guardias armados detrás de ella y en su seno yacía el niño; la
delicada personita yacía muerta, como una flor quebrada, gris el rostro, bañado
en sangre el traje ... La mujer no se volvió cuando fue introducido el esposo,
no lo miró; tenía los ojos rígidos y duros, fijos en el pequeño cadáver; le
pareció a Dasa asombrosamente cambiada, sólo después de un rato vio que su
cabello, negro aún pocos días antes, brillaba copiosamente encanecido. Mucho
tiempo se quedó así sentada, con el niño en su halda, rígida, con el rostro de
una máscara.
—¡Ravana! —gritó Dasa—; ¡Ravana, hijo mío, florecilla
mía!
Se arrodilló y su cara cayó sobre la cabeza del muerto;
se arrodilló como si orara delante de la mujer muda y del niño, quejándose por
ambos, humilde ante ellos. Notó el olor de la sangre y de la muerte, mezclado
con el perfume de la esencia de flores con que había sido untado el cabello del
pequeño. Con mirada de hielo, Pravati contempló a los dos, bajando hasta ellos
sus ojos.
Alguien le tocó el hombro; era un capitán de Govinda, que
le hizo levantarse y se lo llevó. No había dicho una palabra a Pravati, ella
nada le dijo tampoco.
Encadenado, le colocaron en un carro y le llevaron a la
cárcel de la ciudad de Govinda; le quitaron parte de las cadenas, un soldado le
trajo un jarro con agua y lo colocó en el suelo de piedra; le dejó solo, cerró
la puerta y corrió los cerrojos. En su hombro, una herida ardía como fuego.
Tanteando buscó el jarro y se humedeció las manos y la cara. Hubiera podido
beber, no lo hizo; pensó que así moriría más pronto. Mas, ¡cuánto tardaría aún,
cuánto! Deseó ardientemente la muerte, del mismo modo que su garganta reseca
deseaba el agua. Sólo con la muerte terminaría el tormento en su corazón, sólo
con la muerte se borraría en él el cuadro de la madre con el hijo muerto. Mas a
pesar de tanta tortura, el cansancio y la debilidad se apiadaron de él: cayó y
se durmió.
Cuando se despertó a medias de este breve sueño, quiso
frotarse los ojos, pero no pudo; sus dos manos estaban ocupadas ya, tenían algo
firmemente y cuando despertó del todo y abrió los ojos, ya no había muros de
cárcel alrededor de él sino una luz verde que fluyó clara y violenta sobre las
hojas y el musgo; parpadeó un rato, la luz lo golpeó como ramalazo silencioso
pero violento; un estremecimiento, un miedo tembloroso le corrió por la nuca y
la espalda, volvió a parpadear, contrajo la cara como lloriqueando y abrió los
ojos desmesuradamente. Se hallaba en la selva y en ambas manos tenía el cuenca
lleno de agua, a sus pies se tendía oscuro y verde el espejo de una fuente;
supo que detrás de la espesura de los helechos estaba la choza y esperaba el
yoghi que le enviara en busca de agua, aquel que había reído tan asombrosamente
y a quien pidiera que le explicara algo acerca de Maya. No había perdido ni la
batalla ni el hijo, no había sido ni príncipe ni padre; pero el yoghi había
satisfecho su pedido y le había instruido acerca de Maya: palacio y jardín,
biblioteca y pájaros, cuitas de príncipe y amor de padre, guerra y celos, amor
por Pravati y honda desconfianza de ella, todo fue nada... ¡No, nada no, había
sido Maya! Dasa se sintió estremecido; le corrieron lágrimas por las mejillas,
en sus manos tembló y osciló el cuenco que acababa de llenar para el ermitaño,
corrió enagua por encima del borde y le mojó los pies. Le parecía como si le
hubieran amputado un miembro, como si hubiesen quitado algo de su cabeza,
estaba vacío; de repente le habían sido arrancados, extinguidos, vueltos a la
nada los largos años vividos, los tesoros guardados, las alegrías gozadas, los
dolores sufridos, la angustia experimentada, la desesperación saboreada hasta
las heces, hasta la proximidad de la muerte... Y a pesar de todo, vueltos a la
nada no... Porque estaba el recuerdo, quedaban las imágenes, veía aún a Pravati
sentada, grande y dura, con el cabello cano de pronto; en su seno yacía el
hijo, como si ella misma le hubiese aplastado, como una presa, y sus miembros
caían flojos, marchitos, de las rodillas de la madre. ¡Ay, qué pronto, qué
horrendamente, con que crueldad y plenitud había sido instruido acerca de Maya!
Todo había sido desplazado ante él, muchos años henchidos de hechos se concentraron
en un instante, todo en sueño precisamente lo que pareciera impetuosa realidad;
tal vez fue sueño en cambio todo lo demás, lo ocurrido antes, la historia de
Dasa, vástago de príncipes, su vida de pastor, su casamiento, su venganza sobre
Nala, su fuga hasta el ermitaño... Eran imágenes como las que pueden admirarse
en una pared esculpida de un palacio, donde se podían ver flores, estrellas,
pájaros, monos y dioses entre las frondas. ¿Y no era lo que ahora revivía y
tenia ante los ojos, este despertar de un sueño de príncipe, de guerra y de
cárcel, este hallarse cerca de la fuente, este cuenco con agua, de la que
acababa de volcar un poco justamente, junto con los pensamientos que pasaban
allí por su mente, no era todo esto en el fondo la misma sustancia, no era
sueño, trampantojo, Maya? ¿Y lo que experimentaría aún en el porvenir y vería
con los ojos y tocaría con sus manos, hasta el día de su muerte, sería de otra
sustancia, de otra clave? Juego y apariencia era, espuma y ensueño, Maya era
todo el hermoso y horrendo juego de imágenes de la vida, seductor y
desesperado, con sus goces ardientes y sus ardientes dolores...
Atontado, inhibido, siguió de pie Dasa. Volvió a temblar
el cuenco en sus manos y el agua se volcó, chocó fresca en los dedos de sus
pies y se perdió. ¿Qué debía hacer? ¿Llenar de nuevo el cuenco, devolverlo al
yoghi, dejar que éste se riese por todo lo que él padeciera en sueños? No, esto
no lo seducía. Dejó caer el cuenco que se vació; lo empujó en el musgo. Se
sentó en la hierba y comenzó a pensar seriamente. Estaba más que harto de tanto
soñar, de ese diabólico tejido de sucedidos, alegrías y dolores, que oprimían
el corazón y detenían la sangre en las venas y de pronto eran Maya y lo dejaban
enloquecido; estaba harto de todo y no deseaba ya ni mujer ni hijo, ni trono ni
victoria ni venganza, no ansiaba ni dicha ni sabiduría, ni poder ni virtud.
Sólo ambicionaba paz, sólo un fin; anhelaba únicamente detener y aniquilar la
rueda en eterno movimiento, la infinita sucesión de imágenes. Quería llegar él
mismo a la paz y apagarse como lo quiso aquella vez, cuando en la última
batalla se lanzó sobre los enemigos, se batió y fue batido, hirió y fue herido,
hasta que cayó desmayado. Mas ¿y después? Después habría la pausa de una
impotencia o de un sueño o de una muerte. Y en seguida se despertaría, y habría
que dejar penetrar en el corazón las corrientes de la vida y pasar ante los
ojos la tremenda, hermosa y real sucesión de imágenes, sin fin,
inevitablemente, hasta la próxima impotencia, hasta la próxima muerte. Ésta
era, tal vez, una pausa, un breve, mínimo descanso, un alivio, pero la rueda
continuaría y él volvería a ser una de las mil figuras en la danza salvaje,
ebria y desesperada de la vida. ¡Ay, no había extinción, no había fin! ...
La inquietud le hizo mover otra vez los pies. Si en esta
maldita danza en círculo no había reposo, si ni un solo deseo ardiente podía
realizarse, no quedaba más que volver a llenar el cuenco del agua y llevarlo al
anciano que se lo había ordenado, aunque nada le correspondía ordenar. Era un
servicio que se le había pedido, un encargo; se podía obedecer y realizarlo,
sería mejor que estar sentado y pensar en métodos de autodisolución, de
suicidio; obedecer y servir era mucho más fácil, más inocente y cómodo que reinar
y tener responsabilidades; él lo sabía. Bien, Dasa, ¡toma el cuenco, llénalo de
agua y llévalo a tu señor!
Cuando llegó a la choza, el maestro lo recibió con una
mirada extraña, una mirada casi inquisitiva, compasiva a medias, divertida a
medias, una mirada como por ejemplo suele tener un niño mayor para otro más
pequeño, que ve retornar de una aventura esforzada y un poco avergonzante, de
una prueba de valor que se le ha impuesto. Este príncipe pastor, este pobre
diablo que había acudido a él, venía en realidad del manantial solamente, había
ido en busca del agua y habría estado ausente un cuarto de hora quizá; pero
venía también de una cárcel, acababa de perder a una mujer, a un hijo, todo un
principado, de vivir una vida humana entera, de echar una mirada a la rueda que
gira. Probablemente, este joven había sido despertado ya una vez antes o muchas
veces, y supo respirar una bocanada de realidad; de otra manera no hubiera
llegado hasta allí pero ahora parecía haber sido despertado correctamente y se
revelaba maduro, para iniciar el largo camino. Necesitaría muchos años este
joven, sólo para aprender a conducirse y respirar en forma correcta.
Únicamente con esta mirada, que contenía un adarme de
bondadosa simpatía y la indicación de un acuerdo surgido entre ambos, el
acuerdo entre maestro y alumno, únicamente con esta mirada realizó el yoghi la
recepción del discípulo. Porque ella echó de la mente del alumno los
pensamientos inútiles y lo tomó a su servicio, para educarlo.
Nada más queda por referir acerca de la vida de Dasa; el
resto se cumplió más allá de las imágenes visibles y de las historias
narrables. Dasa no abandonó nunca más la selva ...
Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA
VITAE”.
Hermann Hesse De El juego de abalorios de Hermann Hesse,
1943
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