Manuel Mujica Láinez - El primer poeta (1538)
En la tibieza del atardecer, Luis de Miranda, mitad
clérigo y mitad soldado, atraviesa la aldea de Buenos Aires, caballero en su
mulo viejo. Va hacia las casas de las mujeres, de aquellas que los
conquistadores apodan “las enamoradas”, y de vez en vez, para entonarse, arrima
a los labios la bota de vino y hace unas gárgaras sonoras. Por la ropilla
entreabierta, en el pecho, le asoman unos grandes papeles. Ha copiado en ellos,
esta mañana misma, los ciento treinta y dos versos del poema en el cual refiere
los afanes y desengaños que sufrieron los venidos con don Pedro de Mendoza.
Describe a la ciudad como una hembra traidora que mata a sus maridos. Es el
primer canto que inspira Buenos Airesy es canto de amargura. Cuando revive las
tristezas que allí evoca, Luis de Miranda hace un pucherillo y vuelve a empinar
el cuero que consuela. Tiene los ojos brillantes de lágrimas, un poco por el
vino sorbido y otro por los recuerdos; pero está satisfecho de sus estrofas. A
la larga los fundadores se las agradecerán. Nadie ha pintado como él hasta hoy
las pruebas que pasaron.
Espolea al mulo rezongón, casi ciego, casi cojo de tanto
trotar por esos senderos infernales, y a la distancia avista, semioculta entre
unos sauces, la casa de Isabel de Guevara.
A ésta la quiere más que a sus compañeras. Es la mejor.
En tiempos del hambre y del asedio, dos años atrás, se portó como ninguna:
lavaba la ropa, curaba a los hombres, rondaba los fuegos, armaba las ballestas.
Una maravilla. Ahora es una enamorada más, y en ese arte, también la más
cumplida. Luis de Miranda le recitará su poema: ella lo sabrá comprender,
porque lo cierto es que los demás se han negado a comprenderlo, como si se
empeñaran en echar a olvido la grandeza de sus trabajos.
Al alba se fue con sus rimas a ver al párroco Julián
Carrasco, en su iglesuca del Espíritu Santo, la que construyeron con las
maderas de la nao Santa Catalina; pero el cura no le quiso escuchar. Demasiado
tenía que hacer. Cuatro marineros del genovés León Pancaldo aguardaban a que
les oyera en confesión, y esos italianos de tan natural elegancia deben ser de
pecado gordo. En el fondo de la capilla se levantaba el rumor de sus oraciones
mezclado al tintineo de los rosarios.
De allí, don Luis se trasladó con su manuscrito a visitar
al teniente de gobernador Ruiz Galán, quien manda a su antojo en la ciudad con
un dudoso poder del Adelantado. El hidalgo tampoco le recibió; estaba
durmiendo. Y cuando Miranda llamó a su puerta por segunda vez, le explicaron
los pajes que se hallaba en conversación con el propio Pancaldo, discutiendo la
compra de sus mercaderías. Pero ¿qué? ¿Nadie podrá atender la lectura de sus
versos, los versos en los que narra el hambre que soportaron todos?
Isidro de Caravajal cultivaba su huerta, con ayuda de uno
de los italianos, y le despidió para más tarde; a Ana de Arrieta la encontró en
el portal de su casa, muy perseguida por tres de los extranjeros melosos,
quienes le ofrecían en venta mil tentaciones: cajas de peines, bonetes de lana,
sombreros de seda, pantuflos, hasta máscaras, como si en lugar de una aldeana
sencilla hubiera sido una rica señora de Venecia.
No había nada que hacer, nada que hacer. Los genoveses,
con ser tan pocos, habían logrado lo que los indios no consiguieron: invadir a
Buenos Aires. Una semana antes, su nave la Santa María había quedado varada
frente a la ciudad. Saltando como monos, los marineros dejaron que se perdiera
el casco y salvaron los aparejos, el velamen y las áncoras. Luego se ocuparon,
con la misma agilidad simiesca, bajo la dirección de Pancaldo, de transportar
hasta la playa los infinitos cofres que la nao contenía y que los comerciantes
de Valencia y de Génova destinaban al Perú. Sobre la arena se amontonaron en
desorden, como presa de piratería. Había arcones descuartizados y de su
interior salían, como entrañas, las piezas de tela suntuosa. La ciudad se
inundó de tesoros. Harto lo necesitaba su pobreza. Doquier, aun en las chozas
más míseras, apiláronse los objetos nuevos, espejeantes: los jubones, los
penachos, las sartas de perlas falsas que decían “margaritas”, las balanzas,
los manteles, y también los puñales, las espadas, los arcabuces, las
candelillas, las alforjas. León Pancaldo los daba por nada, pues nada se le
podía pagar. Lo único que exigía era que le firmaran unas cartas de obligación,
por las cuales los conquistadores se comprometían a saldar lo adeudado con el
primer oro o plata que se les repartiera. Firmaban y firmaban: muchos, sacando
la lengua y dibujando penosamente unos caracteres espinosos como enrejado
palaciego; los más, con una simple cruz. Y escapaban hacia sus casas, como
ladrones, con las pipas de vino, con los barriles de ciruelas, con los jarros
de aceitunas, con los quesos de Mallorca. ¡A hartarse, después de tanta
penuria!
¿Quién iba a
prestar sus oídos a Luis de Miranda, si estaban tan embebecidos por ese juego
brujo que, a cambio de unos mal trazados palotes, proveía de cuanto se ha
menester?
El mayordomo del Rey de los Romanos andaba más hidalgo
que nunca, con su flamante gorro de terciopelo, a la brisa la pluma verde.
Pedro de Cantoral mostraba a los vecinos su silla jineta de cuero de Córdoba.
¡Y las mujeres! Las mujeres parecían locas.
Por eso se iba el poeta, en la placidez del crepúsculo,
hacia el familiar abrigo de Isabel de Guevara.
Pero allí también había fiesta. Mientras ataba el mulo a
un ceibo, rumiando su malhumor, oía el bullicio de las vihuelas y los panderos.
¡Cuánta gente! Jamás se vio tanta gente en el aposento de la enamorada,
iluminado con ceras chisporroteantes en los rincones. En un testero, echada
sobre cojines, completamente desnuda, está Isabel. Y en torno, como siempre,
como en todas partes, los italianos, con sus caras de halcones y sus brazos
tostados, ceñidos por el metal de las ajorcas. Miranda les conoce ya. Ése en
cuyo sombrero se encarama un mono del Brasil, y que envuelve a la muchacha en
un paño de perpiñán multicolor y que la hace reír tanto, es Batista Trocho.
Aquel del guitarrón y los dientes deslumbrantes es Tomás Risso; y Aquino aquel
otro, aquel que pasa sobre los pechos breves de la muchacha, acariciándola, la
lisura de la camisa de Holanda y que le promete tamañas joyas: hasta zapatos de
palma y cofias de oro y de seda.
Isabel no para de reír, en el estruendo de las cuerdas,
de los panderos y de las voces. Junto a ella, Diego de Leys desgrana collares
de cuentas de vidrio. Ha destapado una cazuela de perfumes y le va volcando el
líquido delicioso sobre los hombros morenos, sobre la espalda.
Beben sin cesar. ¡Para algo trajo tanto vino español la
nave de León Pancaldo! Zapatean los genoveses un baile de bodas e Isabel
aplaude.
Por fin logra Luis de Miranda llegarse hasta el lecho. La
Guevara le recibe con mil amores y le besa en ambas mejillas.
–Cate su merced –suspira–, cate estos chapines, cate
estos pañuelos...
Y los hace danzar, y los agita, relampagueantes y leves
como mariposas.
Diego de Leys, el bravucón, borracho como una cuba, no
puede soportar tales confianzas:
–¿Qué venís a hacer aquí, don Pecador, con esa cara de
duende?
Y le arroja a la faz un chorro de perfume. Las carcajadas
de los italianos parecen capaces de volar el techo. Se revuelcan por el suelo
de tierra.
Ciego, el poeta saca el espadón y dibuja un molinete
terrible. Su vino tampoco le permite conservar el equilibrio, así que gira
sobre las plantas como una máquina mortífera. Diego de Leys salta sobre él,
aprovechando su ceguera, y le corta el pómulo con el cuchillo. Lanza Isabel un
grito agudo. No quiere que le hagan mal, ruega que no le hagan mal:
–¡Por San Blas, por San Blas, no le matéis!
Desnuda, hermosísima, se desliza entre los genoveses que
se han abalanzado sobre su pobre amigo. Chilla el mono que el terror encrespa.
Pero es inútil. Entre cuatro alzan en vilo al intruso, abren la puerta y le
despiden como un bulto flaco. El resto, enardecido por el roce de la enamorada,
la ha derribado en los revueltos cojines y se ha echado sobre ella, en una
jadeante confusión de dagas, de botas y de juramentos.
Luis de Miranda
recoge el manuscrito caído en la hierba. Como ha extraviado en la refriega el
pañuelo, tiene que frotarse la herida con el papel. Sube trabajosamente al mulo
y regresa al tranco a la ciudad, por la barranca. Llora en silencio.
Una luna inmensa asciende en la quietud del río y su
claridad es tanta que transforma a la noche en día espectral, en día azul.
Cantan los grillos y las ranas en la serenidad de los charcos y de los
matorrales.
El poeta detiene su cabalgadura y queda absorto en la
contemplación del ancho cielo. Despliega entonces los folios manchados de
sangre, de su sangre, comienza a leer en voz alta:
Año
de mil y quinientos
que
de veintese decía,
cuando fue lagran porfía
en
Castilla...
Callan los ruidos alrededor. El paisaje escucha la
historia trágica que ha vivido. La recuerda el río atento; la recuerdan los
algarrobos y los talas. La sangre mana de la cara del lector y le enrojece los
versos:
Allegó la cosa a tanto
que
como en Jerusalén,
la
carne de hombre también
la
comieron.
Las
cosas que allí se vieron
no
se han visto en escritura...
Así leyó Fray Luis de Miranda, para el agua, para la
luna, para los árboles, para las ranas y para los grillos, el primer poema que
se escribió en Buenos Aires.
Manuel Mujica
Lainez de Misteriosa Buenos Aires (1950)
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