Los hermanos Karamazov o El
ocaso de Europa Reflexiones en la lectura de Dostoievski, Hermann Hesse.
Reflexiones en la lectura de
Dostoievski
No me ha sido posible ofrecer en una forma
coherente y elegante las ideas presentadas aquí. Me falta el talento para ello,
y además lo considero una especie de arrogancia cuando un autor, como hacen
tantos, construye a partir de algunas ocurrencias un ensayo que da la impresión
de totalidad y lógica, cuando sólo en una pequeña parte es pensamiento y en una
parte mucho mayor relleno. No, yo creo en el «ocaso de Europa», y precisamente
en el ocaso de la Europa espiritual, soy el que menos razón tiene de esforzarse
por una forma que tendría que considerar mascarada y mentira. Yo digo como el
propio Dostoievski en el último libro de los Karamazov: «Veo que lo mejor es no
disculparme en absoluto. Lo haré como sé hacerlo, y los lectores comprenderán
que lo hice así como sabía hacerlo.»
En las obras de Dostoievski, y de manera muy
concentrada en los «Hermanos Karamazov» me parece expresado y anunciado con
tremenda claridad lo que yo llamo el «ocaso de Europa». Parece decisivo para
nuestro destino que la juventud europea, especialmente la alemana, considere a
Dostoievski su gran autor y no a Goethe o ni siquiera a Nietzsche. Si
contemplamos la literatura más joven, encontramos por todas partes un
acercamiento a Dostoievski, aunque a menudo sea sólo imitación y resulte
infantil. El ideal de los Karamazov, un ideal ancestral, asiático-oculto,
empieza a europeizarse, empieza a devorar el espíritu de Europa. Eso es lo que
llamo el ocaso de Europa. Este es un regreso a la madre, es un regreso a Asia,
a los orígenes, a las «madres» fáusticas, y como toda muerte sobre la tierra
conducirá naturalmente a un nuevo nacimiento. Sólo nosotros, los
contemporáneos, sentimos estos procesos como «ocaso», así como sólo los viejos
tienen sensación de tristeza y pérdida irremediable al abandonar una vieja y
querida patria, mientras que los jóvenes ven únicamente la novedad y el futuro.
¿Pero cuál es ese ideal «asiático» que
encuenro en Dostoievski y que creo que está a punto de conquistar Europa?
Es, en pocas palabras, el abandono de toda
ética y moral establecidas en favor de una comprensión y tolerancia
universales, de una nueva santidad peligrosa, terrible, como la que anuncia el
anciano Sosima, como la vive Aliosha, como la expresan Dimitri, y más aún Iván
Karamazov con la más clara conciencia.
En el anciano Sosima predomina aún el ideal de
la justicia, para él existen el bien y el mal, pero le gusta regalar su amor
precisamente a los malos. En Aliosha este nuevo tipo de santidad se vuelve mucho
más libre y vivo, con una despreocupación casi amoral pasa por la suciedad y el
fango que le rodean, a menudo me recuerda aquella noble promesa de Zaratustra:
«Juré una vez renunciar a toda repugnancia». Pero he aquí que los hermanos de
Aliosha desarrollan esa idea aún más, siguen ese camino de una manera más
resuelta y a menudo parece como si a lo largo de los tres tomos del grueso
libro, la relación de los hermanos Karamazov se volviese lentamente del revés,
como si todo lo firmemente establecido se volviese más y más dudoso, y como si
el santo Aliosha se hiciese más mundano, y los hermanos mundanos, más santos,
como si Dimitri, el hermano más criminal y disoluto, se convirtiese en el más
santo, en aquel que presiente con más sensibilidad y profundidad una nueva
santidad, una nueva moral, una nueva humanidad. Eso es muy extraño. Cuanto más
karamasoviano es todo, más vicioso y borracho, más desenfrenado y brutal, más
cerca resplandece a través de los cuerpos de estas manifestaciones, de estos
seres humanos y de estos hechos brutales el nuevo ideal, y más
espiritualizados, más santos se vuelven por dentro. Y al lado del Dimitri
borracho, homicida y agresivo, y del cínico intelectual Iván los probos y
decentes personajes del fiscal y de los otros representantes de la burguesía,
se vuelven más ruines, huecos y fútiles cuanto más triunfan externamente.
El «nuevo ideal» que amenaza al espíritu
europeo en sus raíces, parece ser una manera de pensar y sentir completamente
amoral, una capacidad de intuir lo divino, necesario y fatal incluso en la
mayor maldad y en la mayor fealdad, y de ofrecer respeto y veneración a éstas,
precisamente a éstas. El intento del fiscal de presentar en su gran discurso
esta actitud de los Karamazov, exagerándola irónicamente, y de exponerla a la
burla de los ciudadanos, este intento no exagera en realidad, es incluso muy
moderado.
El discurso describe, desde un punto de vista
burgués conservador, al «Hombre ruso», que desde entonces se ha convertido en
tópico, el «Hombre ruso» peligroso, conmovedor, irresponsable y al mismo tiempo
de conciencia delicada, blando, soñador, cruel, profundamente infantil, al que
todavía hoy llamamos así, aunque, como creo, está ya desde hace tiempo en
trance de convertirse en hombre europeo. Pues precisamente éste es el «ocaso de
Europa».
Contemplemos durante unos instantes a este
«hombre ruso». Tiene muchos más años que Dostoievski, pero éste le ha
presentado definitivamente ante el mundo en toda su terrible significación. El
hombre ruso es Karamazov, es Fiodor Pavlovitch, es Dimitri, es Iván, es
Aliosha. Pues estos cuatro van necesariamente juntos, por distintos que
parezcan, son Karamazov, son el «hombre ruso», son el hombre futuro, ya
próximo, de la crisis europea.
Por cierto, nótese algo muy curioso: cómo
Iván, en el curso de la narración, se convierte de persona civilizada en un
Karamazov, de europeo en ruso, de tipo histórico formado, en material futuro
informe. Este alejarse de Iván de un mundo inicial de forma, prudencia,
serenidad y ciencia, esta transición progresiva, angustiosa, tremendamente
emocionante precisamente del Karamazov aparentemente más sólido a la histeria,
a lo ruso, a la karamasoviano sucede con la fabulosa seguridad del sueño.
Precisamente él, el escéptico, es el que al final mantiene conversaciones con
el diablo. Sobre eso hablaremos más tarde.
Así que el «hombre ruso» (al que ya tenemos
también en Alemania desde hace tiempo) no se define en absoluto como
«histérico», borracho o criminal, ni como poeta y santo, sino únicamente por la
yuxtaposición y simultaneidad de todas estas propiedades. El hombre ruso, el
Karamazov, es asesino y juez al mismo tiempo, bárbaro y alma delicada, es el
egoísta más perfecto y el héroe del autosacrifico más completo. No podemos
comprenderlo desde un punto de vista europeo fijo, moral, ético y dogmático. En
este hombre se unen lo externo y lo interno, el bien y el mal, Dios y Satanás.
Por eso de cuando en cuando, surge de estos
Karamazov la necesidad de un símbolo supremo que haga justicia a su alma, de un
dios que sea al mismo tiempo demonio. Este símbolo expresa al hombre ruso de
Dostoievski. El Dios, que al mismo tiempo es demonio, es el demiurgo ancestral.
El es el que fue desde un principio; él, el único, está más allá de los
antagonismos, no conoce el día ni la noche, el bien ni el mal. Es la nada, y es
el todo. Es irreconocible para nosotros, pues sólo sabemos reconocer a través
de antagonismos, somos individuos, estamos unidos al día y la noche, al frío y
al calor, necesitamos un dios y un diablo. Más allá de los antagonismos, en la
nada y el universo, vive únicamente el demiurgo, el dios del universo que no
conoce el bien ni el mal.
Podrían decirse muchas cosas al respecto, pero
esto basta. Hemos descubierto al hombre ruso en su esencia. Es el hombre que
huye de los antagonismos, de las cualidades, de las morales, es el hombre que
está a punto de disolverse y de volver detrás del telón, detrás del «principium
individuationis». Este hombre no ama nada y lo ama todo, no teme nada y lo teme
todo, no hace nada y lo hace todo. Este hombre es de nuevo materia primigenia,
es material espiritual sin forma. No puede vivir en esta forma, sólo puede
sucumbir, sólo puede pasar de largo fugazmente.
Dostoievski ha conjurado a este hombre del
ocaso, a este terrible fantasma. Se ha dicho muchas veces que fue una suerte
que no terminase sus Karamazov porque si no, no sólo hubiese explotado y volado
por los aires la literatura rusa, sino también Rusia y la humanidad.
Lo que se ha dicho una vez, aunque el que lo dice
no haya sacado las últimas consecuencias, no puede ya silenciarse. Lo una vez
existente, pensado, posible no puede ya borrarse. El hombre ruso existe desde
hace tiempo, existe mucho más allá de Rusia, reina en media Europa, y una parte
de la temida explosión se ha producido con suficiente extruendo en estos
últimos años. Se demuestra que Europa está cansada, se demuestra que quiere
regresar, descansar, ser recreada y renacer.
Aquí me vienen a la memoria dos frases de un
europeo que seguramente es para todos nosotros el representante de algo viejo y
pasado, de una Europa desaparecida o al menos dudosa. Me refiero el emperador
Guillermo. Una de estas frases la escribió una vez bajo un cuadro alegórico un
poco extraño instando a los pueblos de Europa a defender sus «bienes más
sagrados» frente al peligro procedente del Este.
El emperador Guillermo no era
desde luego un hombre muy intuitivo ni profundo; sin embargo, como ardiente
admirador y protector de un ideal anticuado, poseía una cierta capacidad intuitiva
frente a los peligros que amenazaban este ideal. No era un hombre espiritual,
no solía leer libros buenos, y estaba demasiado dedicado a la política. Así que
aquel cuadro con la advertencia a los pueblos de Europa no surgió, como podría
creerse, después de una lectura de Dostoievski, sino seguramente motivado por
un vago temor a las masas humanas del Este, que podrían ser puestas en
movimiento contra Europa por la ambición del Japón.
El emperador sólo sabía muy parcialmente lo
que decía con su frase, y lo tremendamente cierta que era. Seguramente no
conocía los «Karamazov», sentía una aversión por los libros buenos y profundos.
Pero intuyó con singular agudeza. Exactamente el peligro que él presentía
exactamente ese peligro, existía y se acercaba más cada día. Temía a los
Karamazov. Temía con razón el contagio de Europa por el Este, el regreso
vacilante del cansado espíritu europeo a la madre asiática.
La segunda frase del emperador que me vino a
la memoria y que, en su día, me hizo una tremenda impresión es ésta (ignoro si
la dijo realmente o si sólo fue un rumor): «La guerra será ganada por la nación
que tenga los nervios más fuertes». Cuando oí, todavía al principio de la
guerra, esta frase fue para mí como el sordo presagio de un terremoto. Estaba claro
que el emperador no quería decir eso, creía más bien decir algo muy halagador
para Alemania. El mismo tenía probablemente nervios excelentes, y sus
compañeros de caza y de desfiles también. Conocía también el viejo e insulso
cuento de la Francia viciosa y contaminada, y de los germanos virtuosos y
prolíficos, y se lo creía. Pero todos los demás, los que sabían o más bien
intuían, los que tenían antenas para el mañana y el pasado mañana, para ellos
aquella frase fue terrible. Porque todos ellos sabían que Alemania no tenía en
absoluto los nervios más fuertes, sino más débiles que los enemigos
occidentales. Aquella frase, en boca del dirigente de la nación, sonaba como
una terrible y fatal arrogancia que corre ciega al desastre.
No, los alemanes no tenían en absoluto los
nervios más fuertes que franceses, ingleses y americanos. A lo sumo, más
fuertes que los rusos. Porque «tener nervios débiles» es la expresión popular
para histeria y neurastenia, para «moral insanity» y todos esos males que se
pueden valorar de distinta manera, pero que en su conjunto son exactamente
equivalentes a karamasovismo. Alemania estaba abierta, más predispuesta y débil
a los Karamazov, a Dostoievski y a Asia, infinitamente más que cualquier otro
pueblo europeo, excepto Austria.
A su manera el emperador presintió y hasta
profetizó dos veces el ocaso de Europa.
Una cuestión completamente distinta es cómo
valorar este ocaso de la vieja Europa. Ahí se separan los caminos y los
espíritus. Los partidarios resueltos de lo pasado, los fieles admiradores de
una forma y cultura sagradas y nobles, los caballeros de una moral probada,
todos ellos sólo pueden tratar de detener este ocaso o llorarlo desconsolados
cuando se produce. Para ellos el ocaso es el fin, para los otros el principio.
Para ellos Dostoievski es un criminal, para los otros un santo. Para ellos
Europa y su espíritu son algo único, consolidado, intocable, algo sólido y
vivo; para los otros, algo en trance de ser, cambiante, eternamente mudable.
El elemento karamasoviano, lo asiático,
caótico, salvaje, peligroso y amoral se puede, como todo en este mundo, valorar
positivamente y negativamente. Aquellos que rechazan, maldicen y temen
infinitamente todo este mundo, este Dostoievski, esos Karamazov, esos rusos,
esta Asia, estas fantasías de demiurgo, tienen ahora una situación difícil en
el mundo, pues Karamazov domina más que nunca. Pero cometen el error de querer
ver en todo eso sólo lo objetivo, manifiesto y material. Ven venir el «ocaso de
Europa» como una catástrofe espantosa, con truenos y timbales, como
revoluciones llenas de matanzas y violencia, o como una ola de crimen,
corrupción, robo, asesinato y todos los vicios.
Todo eso es posible, todo eso se encuentra en
Karamazov. Nunca se sabe con qué nos sorprenderá en el momento siguiente un
Karamazov. Quizás con un asesinato, quizás con un himno conmovedor a Dios.
Entre ellos hay Alioshas y Dimitris, Fiodors e Ivanes. Como hemos visto, ellos
no se caracterizan por cualidades, sino por la predisposición a asumir
cualquier cualidad en cualquier momento.
Pero a los temerosos no debe servir de
consuelo que este imprevisible hombre del futuro (¡ya está aquí en el
presente!) pueda hacer tanto el bien como el mal, fundar tanto un nuevo reino
de Dios, como un nuevo reino del demonio. Poco les importa a los Karamazov lo
que se pueda fundar o derribar sobre la tierra. Su secreto está en otra parte y
el valor y la fecundidad de su carácter amoral también.
En realidad, estos hombres se diferencian de
los otros, de los hombres anteriores, ordenados, previsibles, claros y
honrados, sólo porque viven tanto hacia dentro como hacia fuera de ellos
mismos, porque están ocupados constantemente con su alma. Los Karamazov son
capaces de cualquier crimen, pero sólo cometen excepcionalmente uno, pues en
general les basta haberlo pensado, soñado, haberse familiarizado con su
posibilidad. Ahí está su secreto. Nosotros buscamos su fórmula.
Toda modelación del hombre, toda cultura, toda
civilización, todo orden descansa sobre un compromiso acerca de lo permitido y
prohibido. El hombre, entre el animal y el lejano futuro humano, tiene siempre
mucho, infinitamente mucho que reprimir, que esconder y negar para ser un
muchacho decente y capaz de sociabilidad. El hombre está lleno de animal, lleno
de animal primitivo, lleno de tremendos instintos, de un egoísmo animal y cruel
apenas domable. Todos estos instintos peligrosos están ahí, están siempre
presentes, desde niño se aprende a esconderlos y negarlos. Pero estos instintos
vuelven a surgir alguna vez. Siguen viviendo, ninguno es matado, a la larga
ninguno es transformado y ennoblecido para siempre. Y todos estos instintos son
en realidad buenos, no son peores que otros, sólo que cada época y cada cultura
tiene instintos que teme más que otros, que trata de evitar más. Cuando estos
instintos despiertan de nuevo, como fuerzas de la naturaleza encadenadas, sólo
domadas superficialmente y con gran esfuerzo, cuando estos animales vuelven a
bramar y a moverse con el lamento de esclavos oprimidos y azotados durante
mucho tiempo y con el ardor ancestral de su naturaleza, entonces surgen los
Karamazov. Cuando una cultura, uno de los intentos de domesticación del hombre,
se agota y empieza a tambalearse, entonces las personas se vuelven en un número
cada vez mayor extrañas, histéricas, tienen deseos peculiares, se parecen a los
jóvenes en la pubertad o a las embarazadas. En el alma se despiertan urgencias
para las que no hay nombre, a las que, desde el punto de vista de la cultura y
la moral antiguas, hay que calificar como malas, pero que hablan con una voz
tan fuerte, tan natural e inocente que el bien y el mal se vuelven dudosos y la
ley se tambalea.
Los hermanos Karamazov son hombres así. Con
facilidad toda ley les parece una convención, todo hombre justo un filisteo,
fácilmente sobrevaloran cualquier libertad y extravagancia, demasiado
enamorados escuchan las numerosas voces en su propio pecho.
Pero el caos de estas almas no tiene que
producir forzosamente el crimen y la confusión. Si se da al instinto primitivo
una nueva dirección, un nuevo nombre, una nueva valoración se establecerá la
raíz de una nueva cultura, de un nuevo orden, una nueva moral. Pues sucede con
cada cultura: no podemos matar los instintos primitivos, el animal dentro de
nosotros, ya que con ellos moriríamos nosotros mismos, pero podemos dirigirlos,
apaciguarlos, hacerlos hasta cierto punto utilizables para el «bien», como se
engancha a un mal caballo ante un carro bueno. Sólo que, de tiempo en tiempo,
el brillo de ese «bien» envejece y se marchita, los instintos no creen ya del
todo en él, no se dejan someter ya de buen grado. Entonces la cultura se
derrumba en general lentamente, como tardó siglos en morir lo que llamamos
«Mundo antiguo».
Antes de que la cultura y la moral viejas y
moribundas puedan ser sustituidas por otras nuevas, en esa fase angustiosa,
peligrosa y dolorosa, el hombre debe asomarse de nuevo a su alma, ver surgir de
nuevo el animal, reconocer de nuevo la existencia de las fuerzas primitivas que
están más allá de la moral. Los seres humanos condenados y elegidos, los seres
maduros y predestinados para esto son Karamazovs. Son histéricos y peligrosos,
se convierten con la misma facilidad en criminales que en ascetas, no creen
nada más que en la enloquecedora ambigüedad de cualquier fe.
Cada símbolo tiene cien interpretaciones que
pueden ser todas ellas correctas. También los Karamazov tienen cien
interpretaciones, la mía sólo es una de ellas, una de cien. La humanidad, en un
momento de cambios profundos, ha creado en este libro un símbolo, ha creado una
imagen, así como el individuo crea en los sueños un reflejo de los instintos y
las fuerzas que luchan y se equilibran dentro de él.
Es un milagro que un hombre solo pudiese
escribir los «Karamazov». En fin, el milagro se produjo y no hay ninguna
necesidad de explicarlo. Pero sí existe una necesidad, y muy profunda, de
interpretar este milagro, de leer su letra, en lo posible, en su totalidad, de
una manera universal, en toda su luminosa magia. Mi escrito no es nada más que
un pensamiento, una aportación, una idea.
No debe creerse que presupongo de una manera
consciente en Dostoievski todos los pensamientos e ideas que expreso sobre este
libro. Al contrario, ningún profeta o poeta grande podría interpretar nunca sus
visiones hasta el final.
Para terminar quisiera señalar que en esta
novela mítica, en este sueño de la humanidad, no sólo se representa el umbral
que está pasando Europa, no sólo el momento angustioso y peligroso de flotar
entre la nada y el universo, sino que también se notan y presienten por todas
partes las ricas posibilidades de lo nuevo.
En este sentido la figura de Iván es
especialmente sorprendente. Se nos presenta como un hombre moderno, adaptado,
cultivado, un poco frío, un poco decepcionado, un poco escéptico, un poco cansado.
Pero cada vez se vuelve más joven, más cálido, más significativo,
karamasoviano. El es el que escribe el «Gran Inquisidor». El es el que desde el
rechazo frío, desde el desprecio a su hermano, al que considera un asesino, es
llevado al final hasta el profundo sentimiento de su propia culpa y la
autoacusación. Y es él, también, el que vive el proceso espiritual del
conflicto con el inconsciente (¡Alrededor de esto gira todo! ¡Ese es el sentido
de todo el ocaso, de todo el renacimiento!) de la manera más clara y extraña.
En el último libro de, la novela hay un capítulo muy curioso, en el que Iván,
de regreso de hablar de Smerdiakov, ve al diablo sentado en su habitación y
conversa con él durante una hora. Este diablo no es otra cosa que el inconsciente
de Iván, los contenidos agitados de su alma hace tiempo sumergidos y
aparentemente olvidados. Y él lo sabe también, Iván lo sabe con una certeza
asombrosa y lo expresa claramente. Y sin embargo, habla con el diablo, cree en
él porque lo que está dentro está fuera, se enfurece con él, lo ataca, arroja
un vaso contra un personaje que, como él mismo sabe, se encuentra dentro de él.
Nunca se ha representado en la literatura el diálogo de una persona con su
inconsciente de una manera más clara y sugestiva. Y este diálogo, esta
aceptación del diablo (a pesar de toda la ira) es precisamente el camino que
los Karamazov están llamados a mostrarnos. Aquí, en Dostoievski, el
inconsciente está representado como diablo. Con razón, pues para nuestra mirada
interior domada, cultivada y moral, todo lo reprimido que llevamos dentro, es
satánico y odioso. Pero una combinación de Iván y Aliosha daría aquella actitud
superior, fecunda que tiene que constituir el suelo del futuro. Entonces el
inconsciente ya no sería el diablo, sino dios-diablo, el demiurgo, aquel que
fue siempre y del que proviene todo. Establecer el bien y el mal de una manera
nueva no es asunto del Eterno, del demiurgo, sino cosa del hombre y sus dioses
menores.
Podría escribirse un capítulo aparte sobre un
quinto Karamazov que juega en el libro un inquietante papel principal, aunque
queda casi siempre semioculto. Se trata de Smerdiakov, un Karamazov ilegítimo.
El que asesina al viejo. Es el asesino convencido de la omnipresencia de Dios.
El que alecciona incluso al sabio Iván sobre las cosas más divinas e
inquietantes. Es el más incapaz para vivir y al mismo tiempo el que más sabe de
todos los Karamazov. Pero no hallo espacio en esta reflexión para hacerle
justicia también a él, el más inquietante.
El libro de Dostoievski es inagotable. Podría
estar días y días buscando y encontrando rasgos nuevos que señalan en la misma
dirección. Uno muy bonito, encantador se me ocurre aún: la histeria de las dos
Koklakov. Aquí tenemos en dos figuras el elemento Karamazov, la infección con
todo lo nuevo, enfermo y perverso. La primera, la madre Koklakov, sólo está
enferma. En ella, cuya personalidad está todavía arraigada en lo viejo y
tradicional, la histeria es sólo enfermedad, sólo debilidad, sólo estupidez. En
su magnífica hija no se trata de cansancio que se convierte y expresa en
histeria, sino de exceso de fuerzas, por venir. En las dificultades entre la
infancia y la madurez para el amor, ella desarrolla sus ocurrencias y visiones
mucho más hacia el mal que su insignificante madre, y sin embargo en la hija
hasta lo más asombroso, perverso y escandaloso posee una inocencia y una fuerza
que señalan totalmente hacia un futuro fructífero. La madre Koklakov es la
histérica, madura para el sanatorio, nada más. La hija es la nerviosa, cuya
enfermedad es sólo el síntoma de las fuerzas más nobles pero inhibidas. ¡¿Y
estos procesos en el alma de personajes de novela inventados han de significar
el ocaso de Europa?!
Desde luego. Lo significan, como cada brizna
de hierba contemplada en primavera por una mirada sensible significa vida y
eternidad, y cada hoja que cae en noviembre, la muerte y su necesidad. Es
posible que todo el «ocaso de Europa» se desarrolle internamente, en las almas
de una generación, en la reinterpretación de símbolos desgastados, en la nueva
valoración de valores espirituales. El mundo antiguo, aquella primera y
brillante creación de la cultura europea, no sucumbió por culpa de Nerón ni de
Espartaco, ni de los germanos, sino «sólo» por aquella idea incipiente procedente
de Asia, aquel pensamiento sencillo, viejo y simple que existía desde hacía
tiempo, pero que entonces adoptó la forma de la doctrina de Jesús.
Naturalmente, si se quiere, podemos considerar
a los «Karamazov» también literariamente «como obra de arte». Cuando el
inconsciente de todo un continente y de una era se ha condensado en la
pesadilla de un soñador solo, profético, cuando ha cuajado en su terrible grito
agonizante, entonces se puede contemplar este grito también desde el punto de
vista del profesor de canto. Sin duda Dostoievski fue también un escritor de
gran talento, a pesar de las monstruosidades que se encuentran en sus libros y
de las que está libre un autor exclusivamente poeta como Turgeniev. También
Isaías fue un poeta con talento, pero ¿es eso importante? En Dostoievski, y de
manera especial en los «Karamazov», se encuentran algunas de aquellas faltas de
gusto descomunales que no le suceden nunca al artista y que sólo aparecen donde
se está más allá del arte. De todos modos, también como artista, se manifiesta
aquí y allá este profeta ruso como un artista de rango universal, y uno piensa
con extraños sentimientos que la Europa de una época en la que Dostoievski ya
había escrito todas sus obras consideraba a otros artistas como los grandes
escritores europeos.
Pero aquí entramos en otro terreno. Quería
decir que cuanto menos obra de arte es un libro universal, más auténtica es
quizás su profecía. Pero a pesar de todo, también la «novela», la historia, la
invención de los «Karamazov» habla tanto, dice cosas tan significativas; esto
no me parece arbitrario, inventado por un individuo solo, no me parece una obra
de escritor. Por ejemplo, para decirlo todo de una vez, la cuestión central de
toda la novela: ¡los Karamazov son inocentes!
Estos Karamazov, los cuatro, el
padre y los hijos, son personas sospechosas, peligrosas, imprevisibles, tienen
extraños accesos, extrañas ocurrencias, extrañas faltas de conciencia, uno es
bebedor, el otro mujeriego, uno un ser fantástico que huye del mundo, otro un
poeta de secretos poemas blasfemos. Estos hermanos extraños constituyen un gran
peligro, tiran a otra gente de la barba, malgastan el dinero ajeno, amenazan
con matar a otros, y sin embargo son inocentes, no han cometido ningún crimen.
Los únicos homicidas de toda esta larga novela, que trata casi sólo de
asesinatos, robo, culpa, los únicos homicidas, los únicos culpables de
asesinato son el fiscal y los jurados, son los representantes del orden bueno,
viejo y acreditado, son los burgueses y los intelectuales. Ellos condenan al
inocente Dimitri, se burlan de su inocencia, son jueces, juzgan a Dios y al
mundo según su código. Y precisamente ellos se equivocan, precisamente ellos
cometen una terrible injusticia, precisamente ellos se convierten en asesinos,
en asesinos por mezquindad, por miedo, por estrechez.
Esto no es ninguna invención, no es nada
literario. No es ni el afán inventivo ávido de efectismo del literato
detectivesco (y Dostoievski también lo es), ni es el ingenio satírico de un
autor inteligente que, desde el fondo, juega a crítico de la sociedad. Eso ya
lo conocemos, ese tono nos es familiar, en él no creemos ya desde hace tiempo.
Pero no, en Dostoievski la inocencia de los criminales y la culpabilidad de los
jueces no es en absoluto una construcción astuta, es tan terrible, nace y crece
tan secretamente y en un suelo tan profundo que casi de repente, casi al final
del último libro de la novela se encuentra uno ante ese hecho como ante un
muro, como ante todo el dolor y la locura del mundo, como ante todo el
sufrimiento y todos los errores de la humanidad.
Decía que Dostoievski, en realidad, no era un
escritor, o que lo era sólo de una manera secundaria. Lo llamé profeta. Difícil
decir lo que esto significa realmente: ¡un profeta! Me parece que podría ser
algo así: un profeta es un enfermo, del mismo modo que Dostoievski era también
un auténtico histérico, casi un epiléptico. Un profeta es un enfermo que ha
perdido el sano, bueno y benéfico instinto de la conservación, la esencia de
todas las virtudes burguesas. No debe haber muchos hombres así, si no el mundo
se haría pedazos. Un enfermo de esta clase, ya se llame Dostoievski o
Karamazov, posee aquella capacidad extraña, secreta, enferma, divina, cuya
posibilidad admira el asiático en cada demente. Es un mántico, es un sabio. Es
decir que en él un pueblo, una era, un país o continente han desarrollado un
órgano, una antena, un órgano raro, extremadamente delicado, noble, capaz de
sufrir que no tienen los otros, que en todos los demás, para su bien y su
dicha, quedó sin desarrollar. Esta antena, este tacto mántico, no debe
entenderse burdamente como una especie de telepatía estúpida y como número de
magia, aunque el don puede manifestarse perfectamente también en estas formas
asombrosas. Más bien sucede que el «enfermo» de este tipo reinterpreta los
movimientos de su propia alma hacia lo universal y humano. Cada ser humano
tiene visiones, fantasías, sueños. Y cada visión, cada sueño, cada ocurrencia y
cada pensamiento de un ser humano pueden, en el camino del inconsciente al
consciente, sufrir mil interpretaciones distintas, de las que cada una puede
ser correcta. El vidente y profeta no interpreta su historia de una
manerapersonal,lapesadilla que le agobia no le anuncia la enfermedad personal o
muerte personal, sino la enfermedad o muerte del conjunto, como cuyo órgano o
antena vive. Puede ser una familia, un partido, un pueblo, puede ser también la
humanidad entera.
En el alma de Dostoievski eso que solemos
llamar histeria, una cierta enfermedad y capacidad de sufrimiento, ha servido a
la humanidad como órgano, como indicador y barómetro. La humanidad está a punto
de notarlo. Ya media Europa, al menos media Europa oriental, se encamina hacia
el caos, anda ebria en una locura sagrada al borde del abismo y canta
arrebatada y ebria como Dimitri Karamazov. El burgués se ríe ofendido de estos
cánticos, el santo y vidente los escucha con lágrimas.
(1919)
Hermann Hesse
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