26 de marzo de 2022

Los hermanos Karamazov o El ocaso de Europa Reflexiones en la lectura de Dostoievski, Hermann Hesse.


Los hermanos Karamazov o El ocaso de Europa Reflexiones en la lectura de Dostoievski, Hermann Hesse.
 
 
Reflexiones en la lectura de Dostoievski
 
 No me ha sido posible ofrecer en una forma coherente y elegante las ideas presentadas aquí. Me falta el talento para ello, y además lo considero una especie de arrogancia cuando un autor, como hacen tantos, construye a partir de algunas ocurrencias un ensayo que da la impresión de totalidad y lógica, cuando sólo en una pequeña parte es pensamiento y en una parte mucho mayor relleno. No, yo creo en el «ocaso de Europa», y precisamente en el ocaso de la Europa espiritual, soy el que menos razón tiene de esforzarse por una forma que tendría que considerar mascarada y mentira. Yo digo como el propio Dostoievski en el último libro de los Karamazov: «Veo que lo mejor es no disculparme en absoluto. Lo haré como sé hacerlo, y los lectores comprenderán que lo hice así como sabía hacerlo.»
 En las obras de Dostoievski, y de manera muy concentrada en los «Hermanos Karamazov» me parece expresado y anunciado con tremenda claridad lo que yo llamo el «ocaso de Europa». Parece decisivo para nuestro destino que la juventud europea, especialmente la alemana, considere a Dostoievski su gran autor y no a Goethe o ni siquiera a Nietzsche. Si contemplamos la literatura más joven, encontramos por todas partes un acercamiento a Dostoievski, aunque a menudo sea sólo imitación y resulte infantil. El ideal de los Karamazov, un ideal ancestral, asiático-oculto, empieza a europeizarse, empieza a devorar el espíritu de Europa. Eso es lo que llamo el ocaso de Europa. Este es un regreso a la madre, es un regreso a Asia, a los orígenes, a las «madres» fáusticas, y como toda muerte sobre la tierra conducirá naturalmente a un nuevo nacimiento. Sólo nosotros, los contemporáneos, sentimos estos procesos como «ocaso», así como sólo los viejos tienen sensación de tristeza y pérdida irremediable al abandonar una vieja y querida patria, mientras que los jóvenes ven únicamente la novedad y el futuro.
 ¿Pero cuál es ese ideal «asiático» que encuenro en Dostoievski y que creo que está a punto de conquistar Europa?
 Es, en pocas palabras, el abandono de toda ética y moral establecidas en favor de una comprensión y tolerancia universales, de una nueva santidad peligrosa, terrible, como la que anuncia el anciano Sosima, como la vive Aliosha, como la expresan Dimitri, y más aún Iván Karamazov con la más clara conciencia.
 En el anciano Sosima predomina aún el ideal de la justicia, para él existen el bien y el mal, pero le gusta regalar su amor precisamente a los malos. En Aliosha este nuevo tipo de santidad se vuelve mucho más libre y vivo, con una despreocupación casi amoral pasa por la suciedad y el fango que le rodean, a menudo me recuerda aquella noble promesa de Zaratustra: «Juré una vez renunciar a toda repugnancia». Pero he aquí que los hermanos de Aliosha desarrollan esa idea aún más, siguen ese camino de una manera más resuelta y a menudo parece como si a lo largo de los tres tomos del grueso libro, la relación de los hermanos Karamazov se volviese lentamente del revés, como si todo lo firmemente establecido se volviese más y más dudoso, y como si el santo Aliosha se hiciese más mundano, y los hermanos mundanos, más santos, como si Dimitri, el hermano más criminal y disoluto, se convirtiese en el más santo, en aquel que presiente con más sensibilidad y profundidad una nueva santidad, una nueva moral, una nueva humanidad. Eso es muy extraño. Cuanto más karamasoviano es todo, más vicioso y borracho, más desenfrenado y brutal, más cerca resplandece a través de los cuerpos de estas manifestaciones, de estos seres humanos y de estos hechos brutales el nuevo ideal, y más espiritualizados, más santos se vuelven por dentro. Y al lado del Dimitri borracho, homicida y agresivo, y del cínico intelectual Iván los probos y decentes personajes del fiscal y de los otros representantes de la burguesía, se vuelven más ruines, huecos y fútiles cuanto más triunfan externamente.
 El «nuevo ideal» que amenaza al espíritu europeo en sus raíces, parece ser una manera de pensar y sentir completamente amoral, una capacidad de intuir lo divino, necesario y fatal incluso en la mayor maldad y en la mayor fealdad, y de ofrecer respeto y veneración a éstas, precisamente a éstas. El intento del fiscal de presentar en su gran discurso esta actitud de los Karamazov, exagerándola irónicamente, y de exponerla a la burla de los ciudadanos, este intento no exagera en realidad, es incluso muy moderado.
 El discurso describe, desde un punto de vista burgués conservador, al «Hombre ruso», que desde entonces se ha convertido en tópico, el «Hombre ruso» peligroso, conmovedor, irresponsable y al mismo tiempo de conciencia delicada, blando, soñador, cruel, profundamente infantil, al que todavía hoy llamamos así, aunque, como creo, está ya desde hace tiempo en trance de convertirse en hombre europeo. Pues precisamente éste es el «ocaso de Europa».
 Contemplemos durante unos instantes a este «hombre ruso». Tiene muchos más años que Dostoievski, pero éste le ha presentado definitivamente ante el mundo en toda su terrible significación. El hombre ruso es Karamazov, es Fiodor Pavlovitch, es Dimitri, es Iván, es Aliosha. Pues estos cuatro van necesariamente juntos, por distintos que parezcan, son Karamazov, son el «hombre ruso», son el hombre futuro, ya próximo, de la crisis europea.
 Por cierto, nótese algo muy curioso: cómo Iván, en el curso de la narración, se convierte de persona civilizada en un Karamazov, de europeo en ruso, de tipo histórico formado, en material futuro informe. Este alejarse de Iván de un mundo inicial de forma, prudencia, serenidad y ciencia, esta transición progresiva, angustiosa, tremendamente emocionante precisamente del Karamazov aparentemente más sólido a la histeria, a lo ruso, a la karamasoviano sucede con la fabulosa seguridad del sueño. Precisamente él, el escéptico, es el que al final mantiene conversaciones con el diablo. Sobre eso hablaremos más tarde.
 Así que el «hombre ruso» (al que ya tenemos también en Alemania desde hace tiempo) no se define en absoluto como «histérico», borracho o criminal, ni como poeta y santo, sino únicamente por la yuxtaposición y simultaneidad de todas estas propiedades. El hombre ruso, el Karamazov, es asesino y juez al mismo tiempo, bárbaro y alma delicada, es el egoísta más perfecto y el héroe del autosacrifico más completo. No podemos comprenderlo desde un punto de vista europeo fijo, moral, ético y dogmático. En este hombre se unen lo externo y lo interno, el bien y el mal, Dios y Satanás.
 Por eso de cuando en cuando, surge de estos Karamazov la necesidad de un símbolo supremo que haga justicia a su alma, de un dios que sea al mismo tiempo demonio. Este símbolo expresa al hombre ruso de Dostoievski. El Dios, que al mismo tiempo es demonio, es el demiurgo ancestral. El es el que fue desde un principio; él, el único, está más allá de los antagonismos, no conoce el día ni la noche, el bien ni el mal. Es la nada, y es el todo. Es irreconocible para nosotros, pues sólo sabemos reconocer a través de antagonismos, somos individuos, estamos unidos al día y la noche, al frío y al calor, necesitamos un dios y un diablo. Más allá de los antagonismos, en la nada y el universo, vive únicamente el demiurgo, el dios del universo que no conoce el bien ni el mal.
 Podrían decirse muchas cosas al respecto, pero esto basta. Hemos descubierto al hombre ruso en su esencia. Es el hombre que huye de los antagonismos, de las cualidades, de las morales, es el hombre que está a punto de disolverse y de volver detrás del telón, detrás del «principium individuationis». Este hombre no ama nada y lo ama todo, no teme nada y lo teme todo, no hace nada y lo hace todo. Este hombre es de nuevo materia primigenia, es material espiritual sin forma. No puede vivir en esta forma, sólo puede sucumbir, sólo puede pasar de largo fugazmente.
 Dostoievski ha conjurado a este hombre del ocaso, a este terrible fantasma. Se ha dicho muchas veces que fue una suerte que no terminase sus Karamazov porque si no, no sólo hubiese explotado y volado por los aires la literatura rusa, sino también Rusia y la humanidad.
 Lo que se ha dicho una vez, aunque el que lo dice no haya sacado las últimas consecuencias, no puede ya silenciarse. Lo una vez existente, pensado, posible no puede ya borrarse. El hombre ruso existe desde hace tiempo, existe mucho más allá de Rusia, reina en media Europa, y una parte de la temida explosión se ha producido con suficiente extruendo en estos últimos años. Se demuestra que Europa está cansada, se demuestra que quiere regresar, descansar, ser recreada y renacer.
 Aquí me vienen a la memoria dos frases de un europeo que seguramente es para todos nosotros el representante de algo viejo y pasado, de una Europa desaparecida o al menos dudosa. Me refiero el emperador Guillermo. Una de estas frases la escribió una vez bajo un cuadro alegórico un poco extraño instando a los pueblos de Europa a defender sus «bienes más sagrados» frente al peligro procedente del Este.
El emperador Guillermo no era desde luego un hombre muy intuitivo ni profundo; sin embargo, como ardiente admirador y protector de un ideal anticuado, poseía una cierta capacidad intuitiva frente a los peligros que amenazaban este ideal. No era un hombre espiritual, no solía leer libros buenos, y estaba demasiado dedicado a la política. Así que aquel cuadro con la advertencia a los pueblos de Europa no surgió, como podría creerse, después de una lectura de Dostoievski, sino seguramente motivado por un vago temor a las masas humanas del Este, que podrían ser puestas en movimiento contra Europa por la ambición del Japón.
 El emperador sólo sabía muy parcialmente lo que decía con su frase, y lo tremendamente cierta que era. Seguramente no conocía los «Karamazov», sentía una aversión por los libros buenos y profundos. Pero intuyó con singular agudeza. Exactamente el peligro que él presentía exactamente ese peligro, existía y se acercaba más cada día. Temía a los Karamazov. Temía con razón el contagio de Europa por el Este, el regreso vacilante del cansado espíritu europeo a la madre asiática.
 La segunda frase del emperador que me vino a la memoria y que, en su día, me hizo una tremenda impresión es ésta (ignoro si la dijo realmente o si sólo fue un rumor): «La guerra será ganada por la nación que tenga los nervios más fuertes». Cuando oí, todavía al principio de la guerra, esta frase fue para mí como el sordo presagio de un terremoto. Estaba claro que el emperador no quería decir eso, creía más bien decir algo muy halagador para Alemania. El mismo tenía probablemente nervios excelentes, y sus compañeros de caza y de desfiles también. Conocía también el viejo e insulso cuento de la Francia viciosa y contaminada, y de los germanos virtuosos y prolíficos, y se lo creía. Pero todos los demás, los que sabían o más bien intuían, los que tenían antenas para el mañana y el pasado mañana, para ellos aquella frase fue terrible. Porque todos ellos sabían que Alemania no tenía en absoluto los nervios más fuertes, sino más débiles que los enemigos occidentales. Aquella frase, en boca del dirigente de la nación, sonaba como una terrible y fatal arrogancia que corre ciega al desastre.
 No, los alemanes no tenían en absoluto los nervios más fuertes que franceses, ingleses y americanos. A lo sumo, más fuertes que los rusos. Porque «tener nervios débiles» es la expresión popular para histeria y neurastenia, para «moral insanity» y todos esos males que se pueden valorar de distinta manera, pero que en su conjunto son exactamente equivalentes a karamasovismo. Alemania estaba abierta, más predispuesta y débil a los Karamazov, a Dostoievski y a Asia, infinitamente más que cualquier otro pueblo europeo, excepto Austria.
 A su manera el emperador presintió y hasta profetizó dos veces el ocaso de Europa.
 Una cuestión completamente distinta es cómo valorar este ocaso de la vieja Europa. Ahí se separan los caminos y los espíritus. Los partidarios resueltos de lo pasado, los fieles admiradores de una forma y cultura sagradas y nobles, los caballeros de una moral probada, todos ellos sólo pueden tratar de detener este ocaso o llorarlo desconsolados cuando se produce. Para ellos el ocaso es el fin, para los otros el principio. Para ellos Dostoievski es un criminal, para los otros un santo. Para ellos Europa y su espíritu son algo único, consolidado, intocable, algo sólido y vivo; para los otros, algo en trance de ser, cambiante, eternamente mudable.
 El elemento karamasoviano, lo asiático, caótico, salvaje, peligroso y amoral se puede, como todo en este mundo, valorar positivamente y negativamente. Aquellos que rechazan, maldicen y temen infinitamente todo este mundo, este Dostoievski, esos Karamazov, esos rusos, esta Asia, estas fantasías de demiurgo, tienen ahora una situación difícil en el mundo, pues Karamazov domina más que nunca. Pero cometen el error de querer ver en todo eso sólo lo objetivo, manifiesto y material. Ven venir el «ocaso de Europa» como una catástrofe espantosa, con truenos y timbales, como revoluciones llenas de matanzas y violencia, o como una ola de crimen, corrupción, robo, asesinato y todos los vicios.
 Todo eso es posible, todo eso se encuentra en Karamazov. Nunca se sabe con qué nos sorprenderá en el momento siguiente un Karamazov. Quizás con un asesinato, quizás con un himno conmovedor a Dios. Entre ellos hay Alioshas y Dimitris, Fiodors e Ivanes. Como hemos visto, ellos no se caracterizan por cualidades, sino por la predisposición a asumir cualquier cualidad en cualquier momento.
 Pero a los temerosos no debe servir de consuelo que este imprevisible hombre del futuro (¡ya está aquí en el presente!) pueda hacer tanto el bien como el mal, fundar tanto un nuevo reino de Dios, como un nuevo reino del demonio. Poco les importa a los Karamazov lo que se pueda fundar o derribar sobre la tierra. Su secreto está en otra parte y el valor y la fecundidad de su carácter amoral también.
 En realidad, estos hombres se diferencian de los otros, de los hombres anteriores, ordenados, previsibles, claros y honrados, sólo porque viven tanto hacia dentro como hacia fuera de ellos mismos, porque están ocupados constantemente con su alma. Los Karamazov son capaces de cualquier crimen, pero sólo cometen excepcionalmente uno, pues en general les basta haberlo pensado, soñado, haberse familiarizado con su posibilidad. Ahí está su secreto. Nosotros buscamos su fórmula.
 Toda modelación del hombre, toda cultura, toda civilización, todo orden descansa sobre un compromiso acerca de lo permitido y prohibido. El hombre, entre el animal y el lejano futuro humano, tiene siempre mucho, infinitamente mucho que reprimir, que esconder y negar para ser un muchacho decente y capaz de sociabilidad. El hombre está lleno de animal, lleno de animal primitivo, lleno de tremendos instintos, de un egoísmo animal y cruel apenas domable. Todos estos instintos peligrosos están ahí, están siempre presentes, desde niño se aprende a esconderlos y negarlos. Pero estos instintos vuelven a surgir alguna vez. Siguen viviendo, ninguno es matado, a la larga ninguno es transformado y ennoblecido para siempre. Y todos estos instintos son en realidad buenos, no son peores que otros, sólo que cada época y cada cultura tiene instintos que teme más que otros, que trata de evitar más. Cuando estos instintos despiertan de nuevo, como fuerzas de la naturaleza encadenadas, sólo domadas superficialmente y con gran esfuerzo, cuando estos animales vuelven a bramar y a moverse con el lamento de esclavos oprimidos y azotados durante mucho tiempo y con el ardor ancestral de su naturaleza, entonces surgen los Karamazov. Cuando una cultura, uno de los intentos de domesticación del hombre, se agota y empieza a tambalearse, entonces las personas se vuelven en un número cada vez mayor extrañas, histéricas, tienen deseos peculiares, se parecen a los jóvenes en la pubertad o a las embarazadas. En el alma se despiertan urgencias para las que no hay nombre, a las que, desde el punto de vista de la cultura y la moral antiguas, hay que calificar como malas, pero que hablan con una voz tan fuerte, tan natural e inocente que el bien y el mal se vuelven dudosos y la ley se tambalea.
 Los hermanos Karamazov son hombres así. Con facilidad toda ley les parece una convención, todo hombre justo un filisteo, fácilmente sobrevaloran cualquier libertad y extravagancia, demasiado enamorados escuchan las numerosas voces en su propio pecho.
 Pero el caos de estas almas no tiene que producir forzosamente el crimen y la confusión. Si se da al instinto primitivo una nueva dirección, un nuevo nombre, una nueva valoración se establecerá la raíz de una nueva cultura, de un nuevo orden, una nueva moral. Pues sucede con cada cultura: no podemos matar los instintos primitivos, el animal dentro de nosotros, ya que con ellos moriríamos nosotros mismos, pero podemos dirigirlos, apaciguarlos, hacerlos hasta cierto punto utilizables para el «bien», como se engancha a un mal caballo ante un carro bueno. Sólo que, de tiempo en tiempo, el brillo de ese «bien» envejece y se marchita, los instintos no creen ya del todo en él, no se dejan someter ya de buen grado. Entonces la cultura se derrumba en general lentamente, como tardó siglos en morir lo que llamamos «Mundo antiguo».
 Antes de que la cultura y la moral viejas y moribundas puedan ser sustituidas por otras nuevas, en esa fase angustiosa, peligrosa y dolorosa, el hombre debe asomarse de nuevo a su alma, ver surgir de nuevo el animal, reconocer de nuevo la existencia de las fuerzas primitivas que están más allá de la moral. Los seres humanos condenados y elegidos, los seres maduros y predestinados para esto son Karamazovs. Son histéricos y peligrosos, se convierten con la misma facilidad en criminales que en ascetas, no creen nada más que en la enloquecedora ambigüedad de cualquier fe.
 Cada símbolo tiene cien interpretaciones que pueden ser todas ellas correctas. También los Karamazov tienen cien interpretaciones, la mía sólo es una de ellas, una de cien. La humanidad, en un momento de cambios profundos, ha creado en este libro un símbolo, ha creado una imagen, así como el individuo crea en los sueños un reflejo de los instintos y las fuerzas que luchan y se equilibran dentro de él.
 Es un milagro que un hombre solo pudiese escribir los «Karamazov». En fin, el milagro se produjo y no hay ninguna necesidad de explicarlo. Pero sí existe una necesidad, y muy profunda, de interpretar este milagro, de leer su letra, en lo posible, en su totalidad, de una manera universal, en toda su luminosa magia. Mi escrito no es nada más que un pensamiento, una aportación, una idea.
 No debe creerse que presupongo de una manera consciente en Dostoievski todos los pensamientos e ideas que expreso sobre este libro. Al contrario, ningún profeta o poeta grande podría interpretar nunca sus visiones hasta el final.
 Para terminar quisiera señalar que en esta novela mítica, en este sueño de la humanidad, no sólo se representa el umbral que está pasando Europa, no sólo el momento angustioso y peligroso de flotar entre la nada y el universo, sino que también se notan y presienten por todas partes las ricas posibilidades de lo nuevo.
 En este sentido la figura de Iván es especialmente sorprendente. Se nos presenta como un hombre moderno, adaptado, cultivado, un poco frío, un poco decepcionado, un poco escéptico, un poco cansado. Pero cada vez se vuelve más joven, más cálido, más significativo, karamasoviano. El es el que escribe el «Gran Inquisidor». El es el que desde el rechazo frío, desde el desprecio a su hermano, al que considera un asesino, es llevado al final hasta el profundo sentimiento de su propia culpa y la autoacusación. Y es él, también, el que vive el proceso espiritual del conflicto con el inconsciente (¡Alrededor de esto gira todo! ¡Ese es el sentido de todo el ocaso, de todo el renacimiento!) de la manera más clara y extraña. En el último libro de, la novela hay un capítulo muy curioso, en el que Iván, de regreso de hablar de Smerdiakov, ve al diablo sentado en su habitación y conversa con él durante una hora. Este diablo no es otra cosa que el inconsciente de Iván, los contenidos agitados de su alma hace tiempo sumergidos y aparentemente olvidados. Y él lo sabe también, Iván lo sabe con una certeza asombrosa y lo expresa claramente. Y sin embargo, habla con el diablo, cree en él porque lo que está dentro está fuera, se enfurece con él, lo ataca, arroja un vaso contra un personaje que, como él mismo sabe, se encuentra dentro de él. Nunca se ha representado en la literatura el diálogo de una persona con su inconsciente de una manera más clara y sugestiva. Y este diálogo, esta aceptación del diablo (a pesar de toda la ira) es precisamente el camino que los Karamazov están llamados a mostrarnos. Aquí, en Dostoievski, el inconsciente está representado como diablo. Con razón, pues para nuestra mirada interior domada, cultivada y moral, todo lo reprimido que llevamos dentro, es satánico y odioso. Pero una combinación de Iván y Aliosha daría aquella actitud superior, fecunda que tiene que constituir el suelo del futuro. Entonces el inconsciente ya no sería el diablo, sino dios-diablo, el demiurgo, aquel que fue siempre y del que proviene todo. Establecer el bien y el mal de una manera nueva no es asunto del Eterno, del demiurgo, sino cosa del hombre y sus dioses menores.
 Podría escribirse un capítulo aparte sobre un quinto Karamazov que juega en el libro un inquietante papel principal, aunque queda casi siempre semioculto. Se trata de Smerdiakov, un Karamazov ilegítimo. El que asesina al viejo. Es el asesino convencido de la omnipresencia de Dios. El que alecciona incluso al sabio Iván sobre las cosas más divinas e inquietantes. Es el más incapaz para vivir y al mismo tiempo el que más sabe de todos los Karamazov. Pero no hallo espacio en esta reflexión para hacerle justicia también a él, el más inquietante.
 El libro de Dostoievski es inagotable. Podría estar días y días buscando y encontrando rasgos nuevos que señalan en la misma dirección. Uno muy bonito, encantador se me ocurre aún: la histeria de las dos Koklakov. Aquí tenemos en dos figuras el elemento Karamazov, la infección con todo lo nuevo, enfermo y perverso. La primera, la madre Koklakov, sólo está enferma. En ella, cuya personalidad está todavía arraigada en lo viejo y tradicional, la histeria es sólo enfermedad, sólo debilidad, sólo estupidez. En su magnífica hija no se trata de cansancio que se convierte y expresa en histeria, sino de exceso de fuerzas, por venir. En las dificultades entre la infancia y la madurez para el amor, ella desarrolla sus ocurrencias y visiones mucho más hacia el mal que su insignificante madre, y sin embargo en la hija hasta lo más asombroso, perverso y escandaloso posee una inocencia y una fuerza que señalan totalmente hacia un futuro fructífero. La madre Koklakov es la histérica, madura para el sanatorio, nada más. La hija es la nerviosa, cuya enfermedad es sólo el síntoma de las fuerzas más nobles pero inhibidas. ¡¿Y estos procesos en el alma de personajes de novela inventados han de significar el ocaso de Europa?!
 Desde luego. Lo significan, como cada brizna de hierba contemplada en primavera por una mirada sensible significa vida y eternidad, y cada hoja que cae en noviembre, la muerte y su necesidad. Es posible que todo el «ocaso de Europa» se desarrolle internamente, en las almas de una generación, en la reinterpretación de símbolos desgastados, en la nueva valoración de valores espirituales. El mundo antiguo, aquella primera y brillante creación de la cultura europea, no sucumbió por culpa de Nerón ni de Espartaco, ni de los germanos, sino «sólo» por aquella idea incipiente procedente de Asia, aquel pensamiento sencillo, viejo y simple que existía desde hacía tiempo, pero que entonces adoptó la forma de la doctrina de Jesús.
 Naturalmente, si se quiere, podemos considerar a los «Karamazov» también literariamente «como obra de arte». Cuando el inconsciente de todo un continente y de una era se ha condensado en la pesadilla de un soñador solo, profético, cuando ha cuajado en su terrible grito agonizante, entonces se puede contemplar este grito también desde el punto de vista del profesor de canto. Sin duda Dostoievski fue también un escritor de gran talento, a pesar de las monstruosidades que se encuentran en sus libros y de las que está libre un autor exclusivamente poeta como Turgeniev. También Isaías fue un poeta con talento, pero ¿es eso importante? En Dostoievski, y de manera especial en los «Karamazov», se encuentran algunas de aquellas faltas de gusto descomunales que no le suceden nunca al artista y que sólo aparecen donde se está más allá del arte. De todos modos, también como artista, se manifiesta aquí y allá este profeta ruso como un artista de rango universal, y uno piensa con extraños sentimientos que la Europa de una época en la que Dostoievski ya había escrito todas sus obras consideraba a otros artistas como los grandes escritores europeos.
 Pero aquí entramos en otro terreno. Quería decir que cuanto menos obra de arte es un libro universal, más auténtica es quizás su profecía. Pero a pesar de todo, también la «novela», la historia, la invención de los «Karamazov» habla tanto, dice cosas tan significativas; esto no me parece arbitrario, inventado por un individuo solo, no me parece una obra de escritor. Por ejemplo, para decirlo todo de una vez, la cuestión central de toda la novela: ¡los Karamazov son inocentes!
Estos Karamazov, los cuatro, el padre y los hijos, son personas sospechosas, peligrosas, imprevisibles, tienen extraños accesos, extrañas ocurrencias, extrañas faltas de conciencia, uno es bebedor, el otro mujeriego, uno un ser fantástico que huye del mundo, otro un poeta de secretos poemas blasfemos. Estos hermanos extraños constituyen un gran peligro, tiran a otra gente de la barba, malgastan el dinero ajeno, amenazan con matar a otros, y sin embargo son inocentes, no han cometido ningún crimen. Los únicos homicidas de toda esta larga novela, que trata casi sólo de asesinatos, robo, culpa, los únicos homicidas, los únicos culpables de asesinato son el fiscal y los jurados, son los representantes del orden bueno, viejo y acreditado, son los burgueses y los intelectuales. Ellos condenan al inocente Dimitri, se burlan de su inocencia, son jueces, juzgan a Dios y al mundo según su código. Y precisamente ellos se equivocan, precisamente ellos cometen una terrible injusticia, precisamente ellos se convierten en asesinos, en asesinos por mezquindad, por miedo, por estrechez.
 Esto no es ninguna invención, no es nada literario. No es ni el afán inventivo ávido de efectismo del literato detectivesco (y Dostoievski también lo es), ni es el ingenio satírico de un autor inteligente que, desde el fondo, juega a crítico de la sociedad. Eso ya lo conocemos, ese tono nos es familiar, en él no creemos ya desde hace tiempo. Pero no, en Dostoievski la inocencia de los criminales y la culpabilidad de los jueces no es en absoluto una construcción astuta, es tan terrible, nace y crece tan secretamente y en un suelo tan profundo que casi de repente, casi al final del último libro de la novela se encuentra uno ante ese hecho como ante un muro, como ante todo el dolor y la locura del mundo, como ante todo el sufrimiento y todos los errores de la humanidad.
 Decía que Dostoievski, en realidad, no era un escritor, o que lo era sólo de una manera secundaria. Lo llamé profeta. Difícil decir lo que esto significa realmente: ¡un profeta! Me parece que podría ser algo así: un profeta es un enfermo, del mismo modo que Dostoievski era también un auténtico histérico, casi un epiléptico. Un profeta es un enfermo que ha perdido el sano, bueno y benéfico instinto de la conservación, la esencia de todas las virtudes burguesas. No debe haber muchos hombres así, si no el mundo se haría pedazos. Un enfermo de esta clase, ya se llame Dostoievski o Karamazov, posee aquella capacidad extraña, secreta, enferma, divina, cuya posibilidad admira el asiático en cada demente. Es un mántico, es un sabio. Es decir que en él un pueblo, una era, un país o continente han desarrollado un órgano, una antena, un órgano raro, extremadamente delicado, noble, capaz de sufrir que no tienen los otros, que en todos los demás, para su bien y su dicha, quedó sin desarrollar. Esta antena, este tacto mántico, no debe entenderse burdamente como una especie de telepatía estúpida y como número de magia, aunque el don puede manifestarse perfectamente también en estas formas asombrosas. Más bien sucede que el «enfermo» de este tipo reinterpreta los movimientos de su propia alma hacia lo universal y humano. Cada ser humano tiene visiones, fantasías, sueños. Y cada visión, cada sueño, cada ocurrencia y cada pensamiento de un ser humano pueden, en el camino del inconsciente al consciente, sufrir mil interpretaciones distintas, de las que cada una puede ser correcta. El vidente y profeta no interpreta su historia de una manerapersonal,lapesadilla que le agobia no le anuncia la enfermedad personal o muerte personal, sino la enfermedad o muerte del conjunto, como cuyo órgano o antena vive. Puede ser una familia, un partido, un pueblo, puede ser también la humanidad entera.
 En el alma de Dostoievski eso que solemos llamar histeria, una cierta enfermedad y capacidad de sufrimiento, ha servido a la humanidad como órgano, como indicador y barómetro. La humanidad está a punto de notarlo. Ya media Europa, al menos media Europa oriental, se encamina hacia el caos, anda ebria en una locura sagrada al borde del abismo y canta arrebatada y ebria como Dimitri Karamazov. El burgués se ríe ofendido de estos cánticos, el santo y vidente los escucha con lágrimas.
 
 
(1919)
 
Hermann Hesse

 

 

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