El caos reptante, H.P. Lovecraft
Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y
los sufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis
artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los
hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio
de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es
lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de
los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o sugerir la dirección de
los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente
lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de
sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la
inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en
el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos que han ido más
allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o
sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga,
cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar.
Fue una sobredosis -mi médico estaba agotado por el horror y los esfuerzos- y,
verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se
colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un doctor volver a
darme opio. Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en
mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el fututo; huir, bien
mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba
medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición,
pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones
dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis
reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación de caída,
curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue suprema, aunque
había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número
incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, aunque todas más
o menos relacionadas conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía
que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron
repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza externa más que con
una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una sensación de
descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con
que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus
siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa
desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos. Por
un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente
desenfocada, pero gradualmente asimilé mi solitaria presencia en una habitación
extraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea
de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos distaban aún de
estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas,
sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos
que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí,
aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente,
arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión,
llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no
podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se
aproximaba... no la muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado
indeciblemente más espantoso y aborrecible. Inmediatamente me percaté de que el
símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas
incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto
cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me
hallaba, y estar asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que
algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de
seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas
que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados
a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior
mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de
las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en
barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los
postigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue
posible acallar el monótono retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido
se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en
el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente
engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador.
Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones
me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico
torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el
exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededores me
golpeó con plena y devastadora fuerza. Contemplé una visión como nunca antes
había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los
delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba
sobre un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de
tierra- remontando unos 90 metros sobre lo que últimamente debió ser un
hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían
precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente
las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra
con terrible monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían
amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el lejano
horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban
como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y
arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude
por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una
guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo
enfurecido. Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural
me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo. Aun durante
el tiempo en que observaba, la orilla había perdido muchos metros y no estaba
lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz pozo de las
olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y,
encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba
en el interior. Entonces contemplé más de la extraña región a mi alrededor y
percibí una singular división que parecía existir entre el océano hostil y el
firmamento. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas
condiciones. A mi izquierda, mirando tierra adentro, había un mar calmo con
grandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo
en la naturaleza y posición del sol me hicieron estremecer, aunque no pude
entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también estaba el
mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo
sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida. Ahora
volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto
que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído.
Aparentemente, era tropical o al menos subtropical... una conclusión extraída
del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía
con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las
plantas y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical
cambio de clima; pero las gigantescas y omnipresentes palmeras eran totalmente
extranjeras. La casa que acababa de abandonar era muy pequeña -apenas mayor que
una cabaña- pero su material era evidentemente mármol, y su arquitectura
extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y
occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos
eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un
camino de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por
imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos.
Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi
blanca. Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún
espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba ligeramente la
ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi el paisaje que había
abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un
lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible
cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras
esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra
adentro que se extendía ante mí. El camino, como he dicho, corría por la ribera
derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré
entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un
oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza.
Casi al límite de la visión había una colosal palmera que
parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la
península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve
y me desplomé fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la
cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó.
Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse a la del diabólico mar
retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre?
¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía
hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de
recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi
espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo
ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen
que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia
la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me
contuvieron. Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el
concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su
atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos
y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y
las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto
como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces
temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se
unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con
frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme,
pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras,
o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble
palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces
ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos
del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo
a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de
la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como
nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno
o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió
tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en
el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas
con etérea y sublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y
en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño.
Entonces se dirigió a mí.
-Es el fin. Han
bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las
corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño
hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras
y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros
cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza
no era la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has
escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y
las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus
cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas
estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido
llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete
Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se
escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los
dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba
embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrededores. La palmera,
que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi
izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera;
acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una
creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de
vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente,
como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en
dirección a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía
mirar siempre a los senderos de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de
abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los
laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que
hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido
alteró mi destino destrozando mi alma. A
través de los arrebatados esfuerzos de cantores y
tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los
golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando
aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las
palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber
escapado.
En las
profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con
irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y
arrojando espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo
una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones
que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y
decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra
natal, y remolinos de océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos
templos de mis antepasados. Los alrededores del polo Norte hervían con ciénagas
de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de
las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles
profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del
desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro aún
espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro costados mientras
la brecha del centro se ampliaba y ampliaba. No había otra tierra salvo el
desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que
incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros
dioses de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las
aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desierto había
sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el
océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo
de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras
recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e
inmemorial lecho, goteó de forma repugnante, revelando secretos ocultos en los
años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las
olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna
arrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba
sobre su húmeda tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después,
brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran
recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el
hombre jamás supo. No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno
bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta brecha
se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y
más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a
mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó
bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia.
Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi
vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de
reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un
relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego,
humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan
sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol
moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.
H.P. Lovecraft
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