El árbol de la colina, H.P. Lovecraft
Al sureste de Hampden, cerca de la tortuosa garganta que
excava el río Salmón, se extiende una
cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquier intento de
colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado
escarpados como para que nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lugar.
La última vez que me acerqué a Hampden la región -conocida como el infierno-
formaba parte de la Reserva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna carretera
comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior, y los montañeses dicen
que es un trozo del jardín de Su Majestad Satán transplantado a la Tierra. Una
leyenda local asegura que la zona está hechizada, aunque nadie sabe exactamente
el por qué. Los lugareños no se atreven a aventurarse en sus misteriosas
profundidades, y dan crédito a las historias que cuentan los indios, antiguos
moradores de la región desde hace incontables generaciones, acerca de unos
demonios gigantes venidos del Exterior que habitaban en estos
parajes. Estas sugerentes leyendas estimularon mi
curiosidad. La primera y, ¡gracias a Dios!, última vez que visité aquellas
colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuando vivía en Hampden con
Constantine Theunis. El estaba escribiendo un tratado sobre la mitología egipcia,
por lo que yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pesar de que ambos
compartíamos un pequeño apartamento en Beacon Street que miraba a la infame
Casa del Pirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años. La mañana del 23
de junio me sorprendió caminando por aquellas siniestras y tenebrosas colinas
que a aquellas horas, las siete de la mañana, parecían bastante ordinarias. Me
alejé siete millas hacia el sur de Hampden y entonces ocurrió algo inesperado.
Estaba escalando por una pendiente herbosa que se abría sobre un cañón
particularmente profundo, cuando llegué a una zona que se hallaba totalmente
desprovista de la hierba y vegetación propia de la zona. Se extendía hacia el
sur, se había producido algún incendio,
pero, después de un examen más minucioso, no encontré
ningún resto del posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanos parecían
horriblemente chamuscados, como si alguna gigantesca antorcha los hubiese
barrido, haciendo desaparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encontrar
ninguna evidencia de que se hubiese producido un incendio... Caminaba bajo un
suelo rocoso y sólido sobre el que nada florecía. Mientras intentaba descubrir
el núcleo central de esta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar había
un extraño silencio. No se veía ningún ave, ninguna liebre, incluso los
insectos parecían rehuir la zona. Me encaramé a la cima de un pequeño
montículo, intentando calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable y
triste. Entonces vi el árbol solitario. Se hallaba en una colina un poco más
alta que las circundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, pues
contrastaba con la soledad del lugar. No había visto ningún árbol en varias
millas a la redonda: algún arbusto retorcido, cargado de bayas, que crecía
encaramado a la roca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir uno
precisamente en la cima de la colina. Atravesé dos pequeños cañones antes de
llegar al sitio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abeto, ni un
almez. Jamás había visto, en toda mi existencia, algo que se le pareciera; ¡y,
gracias a Dios, jamás he vuelto a ver uno igual! Se parecía a un roble más que
a cualquier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronco nudoso que media más
de una yarda de diámetro y unas inmensas ramas que sobresalían del tronco a tan
sólo unos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeada y todas tenían un
curioso parecido entre sí. Podría parecer un lienzo, pero juro que era real.
Siempre supe que era, a pesar de lo que dijo Theunis después. Recuerdo que miré
la posición del sol y decidí que eran aproximadamente las diez de la mañana, a
pesar de no mirar mi reloj. El día era cada vez más caluroso, por lo que me
senté un rato bajo la sombra del inmenso árbol. Entonces me di cuenta de la
hierba que crecía bajo las ramas.
Otro fenómeno singular si tenemos en cuenta la desolada
extensión de tierra que había atravesado. Una caótica formación de colinas,
gargantas y barrancos me rodeaba por todos sitios, aunque la elevación donde me
encontraba era la más alta en varias millas a la redonda. Miré el horizonte
hacia el este, y, asombrado, atónito, no pude evitar dar un brinco.
¡Destacándose contra el horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot! No
existían ninguna otra cadena de picos nevados en trescientos kilómetros a la
redonda de Hampden; pero yo sabía que, a esta altitud, no debería verlas.
Durante varios minutos contemplé lo imposible; después comencé a sentir una especie de modorra. Me tumbé en la hierba
que crecía bajo el árbol. Dejé mi cámara de fotos a un lado, me quité el
sombrero y me relajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes. Cerré los
ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso, una especie de visión vaga y
nebulosa, un sueño diurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada familiar.
Imaginé que contemplaba un gran templo sobre un mar de cieno, en el que
brillaba el reflejo rojizo de tres pálidos soles. La enorme cripta, o templo,
tenía un extraño color, medio violeta medio azul. Grandes bestias voladoras
surcaban el nuboso cielo y yo creía sentir el aletear de sus membranosas alas.
Me acerqué al templo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante de mí.
En su interior, unas sombras escurridizas parecían precipitarse, espiarme,
atraerme a las entrañas de aquella tenebrosa oscuridad. Creí ver tres ojos
llameantes en las tinieblas de un corredor secundario, y grité lleno de pánico.
Sabía que en las profundidades de aquel lugar acechaba la
destrucción; un infierno viviente peor que la muerte. Grité de nuevo. La visión
desapareció. Vi las hojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuerzo para
levantarme. Temblaba; un sudor gélido corría por mi frente. Tuve unas ganas
locas de huir; correr ciegamente alejándome de aquel tétrico árbol sobre la
colina; pero deseché estos temores absurdos y me senté, tratando de
tranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueño tan vívido, tan
horripilante. ¿Qué había producido esta visión? Últimamente había leído varios
de los libros de Theunis sobre el antiguo Egipto... Meneé la cabeza, y decidí que era hora de
comer algo. Sin embargo, no pude disfrutar de la comida. Entonces tuve una
idea. Saqué varias instantáneas
del árbol para mostrárselas a Theunis. Seguro que las
fotos le sacarían de su habitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba
el sueño que había tenido... Abrí el objetivo de mi cámara y tomé media docena
de instantáneas del árbol. También hice otra de la cadena de picos nevados que
se extendía en el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían servir de
ayuda... Guardé la cámara y volví a sentarme sobre la suave hierba. ¿Era
posible que aquel lugar bajo el árbol estuviera hechizado? Sentía pocas ganas de irme... Miré las
curiosas hojas redondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció las ramas del
árbol, produciendo musicales murmullos que me arrullaban. Y, de repente vi de
nuevo el pálido cielo rojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres
sombras! Otra vez contemplaba el enorme
templo. Era como si flotase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando las
maravillas de un mundo loco y multidimensional! Las cornisas inexplicables del
templo me aterrorizaban, y supe que aquel lugar no había sido jamás contemplado
ni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquel inmenso portalón
bostezó delante de mí; y yo era atraído hacia las tinieblas del interior. Era
como si mirase el espacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo describir
en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de seres innominables y sin forma,
cosas delirantes, salvajes, tan sutiles como la bruma de Shamballah. Mi alma se
encogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemente, creyendo que pronto me
volvería loco. Corrí, dentro del sueño corrí preso de un miedo salvaje, aunque
no sabía hacia dónde iba... Salí de
aquel horrible templo y de aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna
manera, que volvería...
Por fin pude abrir
los ojos. Ya no estaba bajo el árbol. Yacía, con las ropas desordenadas y
sucias, en una ladera rocosa. Me sangraban las manos. Me erguí, mirando a mi
alrededor. Reconocí donde me hallaba; ¡era el mismo sitio desde donde había
contemplado por primera vez toda aquella requemada región! ¡Había estado
caminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol, lo cual me alegró...
incluso las perneras del pantalón estaban vueltas, como si hubiese estado
arrastrando parte del camino... Observé la posición del sol. ¡Atardecía! ¿Dónde
había estado? Miré la hora en el reloj. Se había parado a las 10:34...
H.P. Lovecraft
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