22 de septiembre de 2019

En el muslo del dios, Horacio Castillo


En el muslo del dios

        En el muslo del dios, de padre libidinoso
        como todos los padres y madre, ay, fulminada
        me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
        a este lugar secreto donde estoy a cubierto
        de toda duda, de los que exigen la prueba
        que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
        al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
        de los que un día me despedazaron y cocieron
        mis miembros en un caldero o, según otros,
        –y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
        De todos modos no podían contra mí, contra
        este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó y guardó,
        a expensas del cual ha sido reconstituido
        mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
        que permaneció tres días en la profundidad del infierno
        –mi alma, que la muerte no pudo corromper
        y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
        Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
        no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
        el misterio de la planta que nace de la ceniza
        y crece y se expande y ofrenda al Universo
        una nueva savia: gozo, no expiación.
        ¡Santa luz del día y torbellino celeste
        de una nube viajera: danzo, luego soy!
        Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
        salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
        grita conmigo, el grito que te hará nacer.
        Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
        bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
        y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
        y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
        A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
        el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
        tomad y comed, éste es mi cuerpo,
        tomad y bebed, ésta es mi sangre.
        Ya está en llamas la perfumada cabellera,
        arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
        se convierte en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
        y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
       Tomad y comed, éste es mi cuerpo
        tomad y bebed, ésta es mi sangre
        y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
        ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
        sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.

Horacio Castillo 

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