Villemain es treinta y cuatro veces más inteligente que
Eugénc Suc y Frédéric Soulié. Su prefacio del Dictionnarie de l'Académie
asistirá a la muerte de las novelas de Walter Scott, de Fenimore Cooper, de
todas las novelas posibles c imaginables. La novela es un género falso, porque
describe las pasiones por sí mismas: no hay allí conclusión moral. Describir
las pasiones no significa nada; basta nacer un poco chacal, un poco buitre, un
poco pantera. No estamos de acuerdo. Describirlas para someterlas a una alta
moralidad, como Corneille, es otra cosa. Quien se abstiene de hacer lo primero,
conservándose capaz de admirar y comprender a aquellos a quienes es dado hacer
lo segundo, sobrepasa, con toda la superioridad de las virtudes sobre los
vicios, a quien hace lo primero. Basta que un profesor de los años superiores
del secundario se diga: “Así me dieran todos los tesoros del universo, no
quisiera haber escrito novelas como las de Balzac y Alexandre Dumas”, basta eso
para que sea más inteligente que Alesxandre Dumas y Balzac. Basta que un
estudiante a mitad de su bachillerato se haya convencido de que no se deben
cantar las deformidades físicas intelectuales, para que; por eso sólo, sepa más
y sea más capaz, más inteligente que Victor Hugo, si éste no hubiese escrito
más que novelas, dramas y cartas. Jamás de los jamases escribirá Alexandre
Dumas hijo un discurso de distribución de premios para un liceo. Ignora lo que
es la moral. Esta no transige. Si lo escribiera, debería antes tachar de un
plumazo todo lo que escribió hasta ahora, empezando por sus absurdos Prefacios.
Reunid a un jurado de hombres competentes: sostengo que un buen alumno
secundario de retórica sabe más que Alexandre Dumas hijo acerca de cualquier
tema, incluso sobre la sucia cuestión de las cortesanas. Las obras maestras de
la lengua francesa son los discursos de distribución de premios en los liceos y
los discursos académicos. En efecto, la enseñanza de la juventud tal vez sea la
más bella expresión práctica del deber, y una buena apreciación de las obras de
Voltaire (ahondad en el término apreciación) es preferible a esas obras mismas.
¡Naturalmente! cuerpos docentes, conservadores de lo justo, no mantuvieran a
las generaciones jóvenes y viejas en la senda de la honestidad y el trabajo. En
el nombre personal de la humanidad llorona, y a pesar de ella, pues así es
necesario, acabo de renegar, con voluntad indomable, y tenacidad de hierro, de
su abominable pasado. Sí: quiero proclamar lo bello con una lira de oro,
deducción hecha de las tristezas cretinas y los estúpidos orgullos que
descomponen, en su fuente, la pantanosa poesía de este siglo. Hollaré con los
pies las estancias agrias del escepticismo, que no tienen razón de ser. El
juicio, una vez alcanzado el florecimiento de su energía, imperioso y resuelto,
sin titubear un segundo en las irrisorias incertidumbres de una piedad mal
situada, fatídicamente las condena, como un procurador general. Es preciso
vigilar sin descanso los insomnios purulentos y las pesadillas atrabiliarias.
Desprecio y execro el orgullo, así como las infames voluptuosidad de una ironía
que, enemiga de las luces, desplaza la exactitud del pensamiento.
Algunos personajes, excesivamente inteligentes no
corresponde que invalidéis este juicio mediante palinodias de gusto dudoso -,
se han arrojado, perdida la cabeza, en brazos del mal. Es el ajenjo, no creo
que sabroso, pero sí nocivo, lo que mató moralmente al autor de Rolla.
¡Desdichados los glotones! Apenas entrado en su edad madura el aristócrata
inglés, se rompe su arpa bajo los muros de Missolonghi, tras no haber recogido
en su tránsito sino las flores que abrigan el opio de los taciturnos
aniquilamiento. Era más grande que los genios comunes, pero sien sus tiempos
hubiese existido otro poeta dotado como él, en dosis parecida, de una
inteligencia excepcional, y capaz de presentarse como su rival, aquél hubiese
sido el primero en confesar la inutilidad de sus esfuerzos por producir
disparatadas maldiciones, así como en reconocer que es exclusivamente el bien
lo único que la voz de todos los pueblos declara digno de recibir nuestra
estima. Lo cierto fue que no hubo quien pudiese combatirlo con ventaja. Esto es
lo que nadie ha dicho. ¡Cosa extraña!, ni siquiera hojeando las colecciones y
libros de su época, se encuentra un crítico que haya pensado en poner de
relieve el riguroso silogismo anterior. Y no es aquel que lo sobrepasará quien
puede haberlo inventado. Tales eran el estupor y la inquietud, antes que la
admiración reflexiva, que producían obras escritas por una mano pérfida, pero
que revelaban, sin embargo, las manifestaciones imponentes de un alma que no
pertenecía al común de los hombres y se encontraba a sus anchas en las últimas
consecuencias de uno de los dos problemas menos oscuros que interesan a los
corazones no solitarios: el bien, el anal. No a todos es dado abordar los
extremos, sea en un sentido, sea en otro. Ello explica por qué, elogiando sin
segunda intención la maravillosa inteligencia de que él, uno de los cuatro o
cinco faros de la humanidad, a cada instante da pruebas, se formulen, en
silencio, múltiples reservas sobre las aplicaciones y el empleo, injustificables,
que conscientemente le dio. No hubiese debido recorrer los dominios satánicos.
La feroz rebelión de los Troppmann, los Napoleón 1°, los Papavoine, los Byron,
los Victor Noir y las Charlotte Corday, será contenida a distancia de mi severa
mirada. A esos grandes criminales, que lo son a tan diversos títulos, los
aparto con un gesto.
Con lentitud que se interpone, pregunto: ¿a quién se cree
engañar aquí? ¡Oh, caballitos de pallo de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Peleles
de tripa de buey! ¡Cordeles usados! Que se acerquen los Konrad, los Manfred,
los Lara, los marinos que se parecen al Corsario, los Mefistófeles, los
Werther, los Don Juan, los Fausto, los lago, los Rodin, los Calígula, los Caín,
los Iridión, las brujas infernales a imagen de Colomba, los Ahriman, los
manitúes maniqueos, embadurnados de cerebro, que fermentan la sangre de sus
víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la serpiente, el sapo y el
cocodrilo, divinidades, consideradas como anormales, del antiguo Egipto, las hechiceras
y las potencias demoníacas del medievo, los Prometeos, los Titanes de, la
mitología fulminados por Júpiter, los Dioses Malvados vomitados por la
imaginación primitiva de los pueblos bárbaros: toda la serie ardiente de los
diablos de cartón. Con la certeza de vencerlos, tomo la fusta de la indignación
y de la concentración que sopesa, y a pie firme espero a esos monstruos, como
su domador previsto. Hay escritores rebajados, bufones peligrosos, juglares de
tres al cuarto, mistificadores sombríos, verdaderos alienados que, deberían
poblar Bicétre. Sus cretinizantes cabezas, que han sido desprovistas de una
teja, crean fantasmas gigantescos, que bajan en vez de subir. Ejercicio
escabroso; gimnasia especiosa. Grotesca maniobra de prestidigitador. Si os
place, retiráos de mi presencia, fabricantes, por docena, de jeroglíficos
prohibidos, donde antes yo no advertía de inmediato como hoy la connivencia con
la solución frívola. Caso patológico de egoísmo formidable. A esos autómatas fantásticos,
indicad vosotros, hijos míos, con el dedo, a uno y a otro, el epíteto que los
pone de nuevo en su lugar. Si existiesen, bajo la plástica realidad, en alguna
parte, serían, pese a su inteligencia reconocida, pero trapacera, el oprobio,
la hiel de los planetas que habitaran, su vergüenza. Figuráoslos, un instante,
reunidos en sociedad con sustancias que se les asemejaran. Es una sucesión
ininterrumpida de combates, con la que no soñarían los bulldogs, los tiburones
y los macrocéfalos cachalotes. Son torrentes de sangre, en esas regiones
caóticas llenas de hidras y minotauros, y de donde la paloma, espantada sin
remedio, huye volando con la mayor rapidez posible. Es un amontonamiento de
bestias apocalípticas, que no ignoran lo que hacen. Son choques de pasiones,
irreconciabilidades y ambiciones, a través de los aullidos del orgullo que no
se deja ver, se contiene, y cuyos escollos y bajíos nadie, ni siquiera
aproximadamente, podría sondear. Pero no se me impondrán más. Sufrir es una
debilidad, cuando es posible evitarlo y hacer algo mejor. Exhalar los
sufrimientos de un esplendor no equilibrado significa demostrar, ¡oh moribundos
de las marismas perversas!, resistencia y coraje menores aún. Gloriosa
esperanza, con mi voz y mi solemnidad de los grandes días te llamo a mis
desiertos lares. Ven a sentarte junto a mí, envuelta en el manto de las
ilusiones, sobre el trípode razonable de la pacificación. Como un mueble de
desecho, te he arrojado de mi casa con un látigo de cuerdas de escorpiones. Si
quieres convencerme de que has olvidado, al volver a mí, las penas que, bajo la
señal de los arrepentimientos, te causé en otro tiempo, lo juro, trae entonces
contigo, cortejo sublime -¡sostenedme, me desvanezco!-, las virtudes ofendidos
y sus imperecederas rectificaciones.
Conde de Lautrémont
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