19 de marzo de 2018

El que sabia, Jacques Sternberg

                          Fotografía; Luna entre los árboles Traslasierra, Córdoba, Argentina


El que sabia

 
¿Con cuánta insistencia se pregunta el mundo desde hace siglos si existe vida en Marte? ¿Y qué absurda parece esta insistencia ahora que conozco la respuesta?
Absurda solamente a mis ojos, ya que yo soy el único que conoce la respuesta. Los demás están esperando precisamente esta respuesta. Pero yo no se la transmitiré jamás. No podré. Desde donde estoy, me es imposible comunicarme con los hombres. Y jamás volveré a su mundo. Al menos, no vivo. También sé eso. El misterio seguirá siendo impenetrable una vez más. Y no es imposible pensar que hemos querido ir demasiado lejos, y que el secreto de Marte nos está prohibido. Y que aquellos que, como yo, lograrán desvelarlo, no tendrán jamás la ocasión de divulgarlo a los demás.
No podrán hacer nada con este secreto. Salvo llevárselo a la tumba.
Sin embargo, todavía estoy con vida. Pero solo aquí. Puesto que en la Tierra he sido borrado ya de la lista de los vivos. También esto lo sé. Y, una vez más, yo soy el único que lo sabe, sin ningún error posible.
 ¿Olvidarán mi nombre en la Tierra? No estoy seguro. Ni siquiera queda excluido el que erijan una estatua para perpetuar mi memoria. La veo desde aquí. Será imponente, masiva, leonina, pese a que yo soy bajo, delgado, y mi aspecto es más bien el de un gato despellejado. Con un gesto noble, yo, el conquistador del espacio, señalaré el buzón más próximo o el tercer piso de un banco. Con un poco de suerte, tendré mi plaza y mi calle. Y un parterre de geranios alrededor de mi pedestal. Y, por supuesto, una placa de bronce que me servirá de tarjeta de identidad frente a la eternidad: « Claude Drebner, 1940-1976. Voluntario del espacio, fue el primer hombre en alcanzar el planeta Marte, de donde nunca regresó».
El primer suicida interplanetario: este habrá sido mi destino. El primero realmente, ya que los hombres que desembarcaron en la Luna en 1970 regresaron sanos y salvos, y terminaron sus días en el campo chapoteando en la fortuna que les proporcionó la explotación del relato de su viaje. Sin duda aquella expedición estuvo mejor y más cuidadosamente preparada. O bien más simplemente en esta segunda ocasión la suerte hizo una mala elección: he de reconocer que la suerte nunca me ha tomado por blanco en ninguna ocasión de mi pasado. Muy pocas veces he tenido éxito en nada de lo que he emprendido.
Conviene sin embargo anotar que, en el plano científico, la empresa ha sido un completo éxito: abandoné la Tierra, crucé el espacio, sobreviví, he alcanzado el planeta Marte. Y a fin de cuentas aún estoy vivo, pese a estar condenado en breve plazo. Quizá la empresa científica limitó su ambición a la primera parte del programa: enviar un hombre a Marte, sin preocuparse de su regreso. En este caso, la operación ha sido un completo éxito. No puedo hacer más que dirigir todas mis felicitaciones a los responsables, a los directores de esta aventura interplanetaria. También puedo añadirles una petición que seguramente no será oída nunca por nadie: decirles que abandonen sus experiencias, que no envíen a otros hombres a Marte. El planeta no tiene nada de pintoresco, el clima es rudo, el suelo ingrato, el secreto que contiene este mundo es cautivador, ciertamente, pero poco agradable de saber sin preaviso y sin paliativos. Además, saberlo no sirve de nada, ya que nadie puede regresar de este mundo.
Secreto, sí, y qué sorpresa. Los hombres de este siglo de acero y de átomos, de ecuaciones y de teoremas bien experimentados, están muy lejos de imaginar el color exacto de la sorpresa que les aguarda en Marte. Un color que no tiene nada que ver con todo lo que las matemáticas y la ciencia nos han enseñado. Objetivamente, es algo que vale el desplazamiento. Pero ¿estoy todavía en condiciones de ser objetivo, cuando estoy en la víspera de mi muerte? ¿Y quién podía prever que este viaje tuviera un final tan absurdo?
Sin embargo, todo empezó bien. En un clima de una tal lógica, de un tan perfecto rigor. Según un plan previsto desde hacia tanto tiempo que cada gesto parecía un simple reflejo de un gesto ya realizado centenares de veces. Todo ello sin hablar del hecho de que nada pertenecía al campo de los sueños, ni siquiera al de algún desbordamiento de la imaginación, en aquella aventura espacial. El viaje a la Luna había servido de lección y de ejemplo, ya que se había desarrollado sin el menor imprevisto, y la Luna no había reservado ninguna sorpresa a los terrestres.
Entre algunos centenares de candidatos entrenados desde hacía años, me habían elegido a mí, Claude Drebner.
¿Por qué? Simplemente por mis cualidades de resistencia. Gracias a ellas había sido admitido a seguir el entrenamiento de choque reservado a los futuros navegantes del espacio. Lo cual concedía a los felices candidatos el privilegio de ser sometidos a un permanente tercer grado y a un régimen intensivo de tortura cotidiana. Parece ser que antiguamente se compadecía a las cobayas y a los conejos de experimentación. ¡Oh, vamos! La sensibilidad humana había evolucionado considerablemente. Nadie nos compadeció nunca a nosotros. Por el contrario, siempre había un fotógrafo dispuesto a tomar unas placas de nuestros rostros convulsionados, y un periódico ávido de publicar este tipo de documentos, que hacían furor. Es cierto que el hombre ha tenido siempre la lágrima fácil pensando en la suerte de los perros bajo la lluvia, pero la piedad coriácea cuando se trataba de la suerte de los demás seres humanos. Nuestros verdaderos hermanos deben ser los animales, y no los demás hombres.
Dicho esto, el oficio de cobaya humano estaba bien pagado. Puesto que uno se arriesgaba a dejar la piel antes de los treinta y cinco años, se nos testimoniaba en contrapartida alguna generosidad. Además, se recibían condecoraciones y honores según la intensidad de los suplicios soportados. Y además nos alimentaban según todos los principios de la higiene alimenticia: aislados del alcohol, de las mujeres, del tabaco, de los agentes de corrupción corporal. También recibíamos enseñanzas teóricas por la mañana. Pero la Mayor parte de nuestro tiempo lo pasábamos dejándonos comprimir, estirar, martillear, girar, o soportando los ejercicios en la cuerda floja que la ciencia era capaz de idear para poner a nuestra disposición. Un oficio absurdo. Si tuviera que empezar otra vez, me contrataría como contable en la oficina más próxima. Pero ya nada puede empezar otra vez. Ni siquiera el camino de la Tierra al planeta Marte. Y el billete de retorno que me fue concedido gratuitamente no me va a servir de nada. Y no veo a qué oficina de reclamaciones puedo dirigirme. En Marte todavía no existen las oficinas. O más bien sí, hay una especie de oficina. Una sola. De hecho, en un cierto sentido, todo el planeta no es más que una especie de oficina. Una oficina como no tenemos ninguna en la Tierra. Tan enorme, tan desértica. Tan silenciosa. Y tan singular-mete organizada. Superando en tal medida la competencia de nuestros más brillantes cerebros. 
Sin hablar del viaje, que fue aburrido, sin imprevistos y muy monótono, debo señalar que la llegada a Marte no fue menos decepcionante.
Todo ocurrió según lo previsto. Recuerdo sin ninguna emoción aquel momento que sería histórico si lograra consignarlo por escrito o transmitirlo a los cronistas de servicio. Pero vine solo a Marte, y no siento deseos de hacer de ello una epopeya.
La hora H se acercaba. Y el planeta Marte parecía cada vez más ávido de querer tragarme con su masa. Pero todo funcionaba según el plan previsto. Los cohetes de frenado escupían su potencia máxima. Me posé en aquel mundo tan ligeramente como una libélula sobre una hoja. Antes de aquello, tuve tiempo de admirar sin gran sorpresa el hecho de que el planeta estaba realmente acribillado con enormes canales, tal como se había pretendido. Los canales de Marte brillaban al sol, metálicos, como ríos de plata maciza.
Dejando aparte esto, Marte presentaba muy pocas seducciones naturales a primera vista. El lugar donde acababa de desembarcar tenía una ligera forma de valle, despojado de toda vegetación, recubierto de arena gris rojiza. Uno podía creer que estaba al borde de algún océano, en una extensión de dunas desiertas, con la diferencia de que aquí no había ningún océano. Pero estaban los canales, los había visto. Podía considerarlos, a falta de nada mejor, como una curiosidad turística del país, de un interés mediocre, de acuerdo, pero que al menos merecían que se les echara un vistazo.
Con un clic y un golpe de palanca, hice surgir la pequeña oruga del cohete que la había transportado en sus entrañas desde la Tierra. Estaba lista para la partida, cargada de víveres, repleta de combustible, ávida de probar en el suelo marciano la eficacia del material terrestre. Fue fácil: el suelo era poco maleable, casi tan liso como el hormigón armado.
Un cuarto de hora más tarde alcanzaba la orilla del primer canal. Un canal desprovisto de agua, he de decirlo. En realidad, se trataba más bien de un gigantesco foso bastante poco profundo, pero de una amplitud de varios centenares de metros. Y en el interior de aquel foso había dispuesta una apretada red de tuberías conectadas las unas a las otras, en un solo haz rectilíneo que parecía ir de uno a otro horizonte. Los tubos parecían estar hechos de metal. Eché una moneda. Sonaban a hueco.
¿Qué hacer, sino ir hasta la fuente de aquellas tuberías? ¿Pero dónde se hallaba esa fuente? ¿A mi izquierda o a mi derecha? Opté por la izquierda, confiando en el azar. Iba a servirme.
Efectivamente, tras una hora llegué a una ramificación. Un foso menos ancho, pero igualmente atestado de tubos, venía a unirse al canal que estaba siguiendo; los tubos se entrecruzaban, se devoraban, se confundían, y seguían avanzando en la dirección que yo había tomado. Bastaba continuar, estaba en el buen camino. Iba directo a mi destino. ¿Y hacia qué destino? Si tan solo hubiera podido adivinar su textura. Me hacía preguntas, forjaba hipótesis. No tenía otra cosa que hacer, ya que la ruta era monótona y el trayecto desprovisto de incidentes. El paisaje apenas cambiaba, ninguna criatura viva aparecía en el horizonte, ninguna construcción, pero aquellas tuberías no podían ser consideradas un capricho forjado por la naturaleza. En pocas palabras, poseían todos los elementos para intrigarme. ¿Se trataba tal vez de un oleoducto gigante que enlazaba algún gigantesco pozo petrolífero con un centro industrial? ¿O simplemente un sistema de correspondencia neumática? Aquellos tubos podían ser desagües, conducciones de gas, cualquier cosa. ¿Qué hay más vulgar en una civilización que una tubería? Muchas veces se ha dicho que el propio hombre no es más que un simple conjunto de tuberías.
Tras haber divisado otras cinco ramificaciones secundarias y pasado un auténtico cruce múltiple que me sugirió que aquel mundo estaba sometido realmente a una civilización tubular, llegué a una enorme meseta donde se erguía una construcción en forma de cubo, gris, lisa y sin ventanas. Tan solo un bloque masivo. Una especie de central eléctrica o de relés. A doscientos metros de aquella construcción las tuberías se hundían en el suelo, tragadas, engullidas. Había llegado a todas luces a la fuente que estaba buscando.
Detuve el motor de la oruga. Verifiqué mi arma, y avancé arrastrándome hacia el bloque.
Todas las caras del cubo eran opacas, cerradas, a excepción de una, casi enteramente abierta. Parecía la entrada de un túnel subterráneo tallado en la misma roca.
Penetré en el interior del bloque de piedra, siguiendo la suave pendiente que avanzaba entre dos paredes grises, desnudas, porosas. El interior estaba bañado por una luz igualmente grisácea, pero artificial. El silencio más absoluto invadía aquel subterráneo. No vi ninguna puerta por ninguna parte. Luego, el corredor de entrada giró en ángulo recto y me encontré bruscamente en un laberinto de galerías desiertas cuyas paredes, bastante altas, estaban repletas de tableros de mando, gráficos, indicadores luminosos que a veces parecían desplazarse, y una inextricable red electrónica de la que no comprendía nada. Una central que difundía algún tipo de energía, pensé de nuevo, aún admitiendo que funcionaba según un principio que se me escapaba por completo.
Quizá me hubiera perdido en aquel dédalo de galerías de paredes fosforescentes si no hubiera oído aquel ruido de pasos.
Las galerías se hacían cada vez más oscuras, como si convergieran de un día gris hacia una noche teñida de verde. En efecto, las paredes difundían una claridad cada vez más verdosa, aunque ninguna luz caía del techo. Y en las paredes, por todas partes, el mismo incomprensible amasijo de signos y de indicadores luminosos, como si se tratara de una gigantesca epopeya concebida en jeroglíficos algebraicos.
Y entonces las vi.
Eran tres. En una galería más grande que las otras, más oscura también, concebida en forma de óvalo.
Tres empleadas, vestidas muy simplemente con una especie de bata de laboratorio. Dos de ellas estaban de pie ante un pequeño cuadrante negro en el que no podía leer nada, y sus gestos se parecían enormemente a los de los empleados que perforan las fichas de un ordenador IBM. La otra manejaba unas clavijas de acero bastante parecidas a las de una central telefónica, y podría creerse que estaba realizando un trabajo de telefonista. Pero con una destreza y una rapidez que no tenían nada de humano. Parecían sin embargo mujeres, aunque muy poco femeninas y desprovistas totalmente de gracia. Me habían visto entrar, pero permanecían impasibles, sin mostrar ninguna reacción, como totalmente absortas en su trabajo. Incluso se parecían entre sí. Las tres tenían los mismos descoloridos cabellos, los mismos rasgos apenas marcados, medio momificados, deshidratados, cicatrizados.
Luego, con una cierta laxitud, una de ellas se giró hacia mí, abandonando por unos momentos su tarea. Me miró sin ninguna expresión particular. Sin sorpresa. Como un conserje, acostumbrado a recibir sin inquina y sin placer a muchos desconocidos.
- Claude Drebner, supongo -me dijo, con una voz parecida a su rostro, a la vez seca y descolorida, privada de entonaciones.
En aquel instante sentí que un gran frío interior me ganaba, se diluía en mi sangre. No dije nada. Tuve simplemente el reflejo de asentir.
- Hace ocho días que te esperamos de un momento a otro.
¿Ocho días? En efecto, hacía ocho días que había partido de la base terrestre. Algo en mí empezaba a comprender. Era por esto que sentía tanto frío. Dentro de algunos segundos comprendería por completo y… A menos que huyera, que me negara a seguir escuchando. Pero permanecía allí, fascinado por lo que me decía aquella empleada de rostro ingrato, de ojos sin mirada.
- Cometiste un error aceptando esta misión -añadió-. No puedo hacer nada por ti.
Lo decía sin una gran amargura y sin satisfacción. Como un hecho inevitable, irremediablemente inevitable. Con un gesto vago, señaló a la empleada que parecía realizar el trabajo de telefonista. Sabía ya lo que me iba a decir.
- Lo siento -dijo-, pero mi hermana ha desconectado ya tu clavija en la Tierra.
Esto era. Lo que ya había comprendido desde hacía unos minutos. Mi clavija. Sin vacilar ni un instante, con gestos de cirujano, la tercera empleada arrancaba las clavijas de un panel móvil que hacía deslizar ante sus ojos. Parecía actuar casi al azar, como si estuviera arrancando malas hierbas. Un azar sabiamente meditado. Un trabajo de telefonista, sí. La apariencia disimulaba una realidad. -En la Tierra -murmuré-. Pero en Marte… La empleada había previsto sin duda este razonamiento. Agitó la cabeza. -No -dijo-. Nadie puede vivir en Marte. Lo siento. Y, juzgando que ya no tenía nada más que decirme, siguió con su trabajo. Me retiré. Yo tampoco tenía nada más que decir. 
Esto ocurrió anteayer.
He pasado dos días en el interior del cohete. Abandonaré hoy este mundo. De todos modos, mis reservas de agua y de víveres no son eternas. Y en Marte nadie puede vivir. Aparte la muerte. Tendríamos que haber pensado en el pasado de la humanidad antes de lanzarnos con tanto aplomo hacia su futuro. Pero los hombres piensan siempre en todo salvo en lo esencial. Somos hijos de lo superfluo.
Abandonaré Marte. Según mis cálculos, debo conseguirlo. Luego… ya nada más. Fatalmente, algo ocurrirá. En cuanto a saber el qué… Pero nunca llegaré a mi destino. Jamás regresaré a la Tierra. Ya no tengo mi clavija conectada allá. He sido borrado del mundo de los terrestres, casi del de los vivos. A menos que alcance otro planeta donde la vida sea posible. ¿Pero cuál? ¿Dónde hallarlo? Y, de todas formas, mi cohete no puede realizar más que un solo viaje: ile Marte a la Tierra.
Me atrevería a decir que ni siquiera es ya un cohete. Es tan solo un ataúd.


¡Sus pasaportes, señores!

 
Primero se lanzó el primer satélite artificial.
Luego se lanzaron otros.
Tras diez años de tentativas abortadas, los Hombres consiguieron por fin alcanzar la Luna. Pero el interés que se extrajo de esta investigación fue bien poco.
Veinte años más tarde, un equipo de primera clase encerrado en un cohete de pruebas llegó a Marte. Mientras el aparato penetraba en la atmósfera de aquel planeta, un primer mensaje proveniente de Marte llegó a los navegantes.
En aquel mensaje, los marcianos señalaban el lugar preciso donde debía posarse la astronave; luego, sin ninguna transición, la voz, atravesando las ondas con una frialdad ejemplar, afirmó:
- Señores, están penetrando ustedes en territorio marciano. Sírvanse preparar sus pasaportes para el control de la aduana.
Estupefactos, los viajeros ni siquiera tuvieron tiempo de comprender que a nadie se le había ocurrido pensar en aquel detalle.
- ¿Están ustedes vacunados? -estaba preguntando ya la voz.
Los hombres, tomados de sorpresa, respondieron que sí. -Perfecto -siguió la voz-. En este caso, tengan preparados también sus certificados de vacunación. Y la astronave se posó en el planeta Marte. 
Desde que se empezó a soñar en este desembarco, se había pintado a Marte con todos los colores del sueño y de la pesadilla, con todas las definiciones. Las más dementes suposiciones habían creado un escenario que había sido difundido a todos los rincones del mundo. Aquello era un testimonio en favor de la imaginación del hombre, pero había que reconocer que la realidad apenas se correspondía con la ficción. Allí estaba, ofrecida a ellos, tan vulgar que parecía más aterradora que cualquier impensable pesadilla: la astronave se había posado en un enorme hangar cuyo gigantesco techo se iba cerrando al ralentí, aprisionando a los viajeros y a su apartado en los límites de un cubo de color grisáceo, perfectamente hermético.
Se abrió una puerta, y aparecieron tres marcianos.
Uno de ellos era un civil, los otros dos llevaban uniforme. Las ropas de los militares recordaban las de los bomberos, mientras que el civil iba enfundado en un deslucido traje de tejido gris que evocaba muy singularmente el atuendo tradicional de todos los empleadillos del mundo. Aparte el hecho de que aquellos marcianos tenían seis brazos, eran parecidos a nosotros como unos hermanos. Aunque su mirada no expresaba este embrutecimiento que los hombres conocemos tan bien. Sus rostros parecían laxos, tristes, incapaces de expresar un sentimiento realmente próximo a la violencia o a la vida. Un bigote de largos pelos hirsutos brotaba bajo la nariz del empleado civil.
- Esta es la aduana de Marte -anunció uno de los militares-. Sus pasaportes, señores.
Así fue como se presentaron, y así fue como acogieron a los terrestres. Su expresión no traducía la menor sorpresa. Ni siquiera echaron una ojeada a la astronave, plantada en medio del hangar.
Los terrestres tuvieron que confesar que ni siquiera habían pensado en proveerse de pasaportes.
- Esto es un problema -declaró uno de los marcianos-. ¿Tienen ustedes al menos tarjetas de identidad?
Algunos de los hombres las llevaban, otros no
Los dos oficiales de la aduana examinaron las tarjetas de identidad con esa negligencia teñida de suspicacia característica de la lenta erosión de la rutina.
- No creo que esto sea suficiente -murmuró el empleado civil-. Me veo en la obligación de decirles, señores, que no están ustedes en regla. ¿Tienen la bondad de seguirnos?
Los marcianos hicieron entrar a los navegantes en una pequeña sala de espera provista de una mesa y algunas sillas. Tras aquella mesa aguardaba un hombre. También él llevaba un hirsuto bigote. Pero tenía tan solo un brazo, que le servía para clasificar unas fichas. Tenía el aspecto de estar ejerciendo una importante función, ese aspecto que tan solo adoptan los bedeles y los ordenanzas.
Tras una hora de espera, los viajeros fueron llamados. El bedel, avisado por un timbre, los condujo a una enorme estancia de hormigón, acero y madera, donde trabajaban algunas decenas de empleados, rodeados de una densa humareda de cigarrillos que se mezclaba con el acre calor del aburrimiento. Uno podía creer hallarse en las interioridades de una gran oficina de correos o en las de cualquier departamento de importación-exportación. Había millones de lugares de aquel tipo en la Tierra. Y ningún detalle insólito daba un aire extraterrestre al conjunto. Las mesas estaban llenas de ceniceros, lápices, legajos, facturas y sellos de goma. Reglamentos, calendarios, avisos, e incluso un gran cartel recomendando la Mayor educación por parte del personal, estaban clavados en las paredes. Del techo pendían lámparas encerradas en globos de mayólica. Los teléfonos dejaban oír sus llamadas. Muchos empleados iban y venían. Algunos de ellos muy atareados; otros mimando esta agitación propia de aquellos que no piensan más que en perder su tiempo haciendo ver que trabajan a sus superiores. Casi todos los empleados tenían seis brazos, y simplemente y con mucha destreza sacaban fichas y redactaban informes con algunos de ellos, mientras que con los demás llevaban la contabilidad. Los jefes de servicio, sin embargo, no tenían más que cuatro brazos, a veces dos. Algunos empleados sencillamente ni siquiera tenían brazos. Debía tratarse sin duda de los pensadores.
Los terrestres fueron recibidos por un oficial de aduanas que les hizo saber que no veía su caso demasiado claro. Aparentemente, había que admitir que no estaban en absoluto en regla.
- Y el hecho de que sean ustedes extranjeros no arregla nada, sino al contrario -afirmó el oficial.
Hasta entonces, abrumados por la estupefacción, los hombres no habían objetado nada. Sin embargo, esta vez, arrancándose a su torpor, uno de los terrestres se puso a gritar que todo aquello era inconcebible, y que realmente aquella forma de acoger a los representantes de otro planeta rozaba casi la grosería.
- Comprendo su reacción -le respondió el oficial de la aduana-, pero gritando no hará más que agravar su caso. Tenemos un reglamento muy estricto, y nos vemos obligados a respetarlo. Por otro lado, estimamos que hemos dado pruebas de muchas benevolencia con respecto a ustedes. Hay un hecho incuestionablemente cierto: no tienen ustedes ni pasaporte ni visado. Algunos de ustedes ni siquiera tienen tarjeta de identidad, me atrevería a decir.
Esforzándose en hablar sin levantar el tono de su voz, uno de los navegantes explicó que naturalmente ellos no habían previsto aquellas absurdas complejidades, y que aquel viaje a Marte representaba para ellos una empresa única en los anales de la Historia y no una simple excursión al extranjero.
- Razón de más para ir provistos de todos los papeles en regla -dedujo el oficial-. ¿Transmitieron ustedes, antes de partir, una solicitud de residencia a nuestro Ministerio, o como mínimo una petición de visado temporal?
- ¿Cómo podíamos saber que tenían ustedes ministerios? Ni siquiera sabíamos que su mundo estuviera habitado.
- Lo comprendo. Pero hubiera sido más prudente, pese a todo, transmitir una demanda a nuestro Ministerio. Nunca se ha visto un viajero extranjero sin visado. Es algo inconcebible.
Uno de los hombres sugirió, con una suavidad impregnada de aplicación, que tal vez, en razón de las circunstancias, podría hacerse una excepción a la regla…
- Nosotros no toleramos las excepciones -fue la respuesta-. Y las circunstancias no me parecen tan extraordinarias como eso. Sería demasiado sencillo, ¿comprenden? Un precedente que nadie sabe dónde iría a terminar. Sin embargo, me gustaría poder hacer algo por ustedes…
El oficial pareció reflexionar, sumergido en un esfuerzo mental que dio un cierto relieve a las venas de su frente. Tras haber vacilado durante largo tiempo, se levantó.
- Sea. Si me conceden algunos minutos, voy a hablar con mis superiores.
Se rogó a los terrestres que volvieran a la sala de espera. Dos horas más tarde, se les hizo entrar en otra oficina más lujosa, donde fueron acogidos por un hombre sin brazos, adornado con una banda que parecía una Legión de Honor. En un rincón, una joven mecanógrafa, bastante hermosa y dotada con cuatro brazos, tecleaba una máquina de escribir de doble teclado.
- Siéntense, señores, por favor -dijo el jefe del servicio-. Me han sometido su caso. Es lamentable, pero a decir verdad, incluso apelando a la mejor voluntad del mundo, no veo muy bien lo que puedo hacer por ustedes.
En aquel instante fue interrumpido por un oficial de la aduana que se acercó al enorme escritorio y deposió en él algunas hojas de un dossier. El oficial murmuró algunas palabras y el jefe del servicio pareció bastante contrariado. Miró severamente a los hombres, y cuando volvió a hablar su voz era más seca.
- Esto es mucho más grave, señores. Acaban de anunciarme que nuestros servicios han procedido al registro;de su astronave. ¿No tienen nada que declarar en la aduana?
Nadie respondió a aquella pregunta.
- Lamento infinitamente comunicarles que han sido sorprendidos ustedes en flagrante delito de fraude y de transferencia ilícita de mercancías no autorizadas. ¿Acaso no saben ustedes que transportan armas, municiones, aparatos electrónicos (tasados por la ley con un impuesto de un 60 % de su valor), ropas, materiales de construcción? ¿Y productos alimenticios en cantidades tales que dejan suponer una intención de actividad comercial? Y, por supuesto, supongo que no poseerán ustedes ninguna licencia de importación.
Uno de los hombres tuvo la fuerza de responder: -No, en efecto: ninguna.
- Todo esto puede costarles muy caro -siguió el jefe del servicio -. La ley nos autoriza a confiscarles la astronave y todo lo que contiene, infligirles una multa de varios millones de francos y, si no están ustedes en situación de pagarla, condenarles a varios años de privación de libertad. Hemos de ser severos con todos los transgresores. Espérenme aquí, por favor.
La secretaria se levantó y, rozando a los terrestres con sus puntiagudos senos y ondeando con evidente premeditación sus caderas, hizo pasar a los viajeros a otra sala de espera.
Ya caída la noche, sin una palabra, un bedel acompañó a los terrestres a un enorme despacho donde varios empleados, actuando con una gran destreza, tomaron sus huellas dactilares, les pesaron, les midieron, y les fotografiaron desde todos los ángulos.
- Les daremos una tarjeta de identidad provisional -afirmó uno de los empleados.
Los terrestres se sintieron aliviados. Pese a todo, las cosas habían terminado arreglándose amistosamente. Respondieron con mucha amabilidad a las preguntas que les hicieron los empleados de aquel mundo. Hubo gran cantidad de preguntas, y el interrogatorio, si bien fue llevado con la Mayor cortesía, fue tremendamente severo. Fueron interrogados sobre sus intenciones, sobre su pasado, sobre sus actividades reales. Tras lo cual les hicieron firmar una gran cantidad de declaraciones a través de las cuales precisaban que no venían a territorio marciano con intenciones hostiles, ni para fundar un comercio, ni para hacer ningún tipo de publicidad, ni para crear una nueva religión, y que en sus intenciones no entraba el asesinar a ningún Jefe de Estado.
Finalmente, al alba, cada terrestre recibió una tarjeta provisional de identidad, con su foto y algunos sellos oficiales.
- Ahora están ustedes en regla -les hizo saber un empleado.
Entonces tan solo fueron llevados los terrestres en presencia de los tres empleados que los habían recibido el día anterior en aquel mundo.
- ¿Tienen ustedes sus papeles, señores? -les preguntó el oficial.
Se los mostraron.
- Perfecto. Como pueden ver, todo termina siempre arreglándose -declaró el oficial-. Los trámites han terminado. Son ustedes libres, señores. Pueden regresar a su casa.
- ¿A nuestra casa? -preguntó uno de los viajeros, incrédulo.
- A la Tierra, supongo. Puesto que, si no vienen de la Tierra, habrán falseado ustedes sus declaraciones, y si han falseado sus declaraciones, habrá que poner todo esto en tela de juicio, y entonces…
Los terrestres juzgaron preferible no insistir. Tras no conocer de Marte más que un interminable dédalo de polvorientos y ahumados despachos, subieron a bordo de su astronave.
Sin embargo, uno de los hombres fue abordado por uno de los aduaneros marcianos, que lo llevó aparte.
- Óigame -murmuró confidencialmente-, si alguna vez vuelven ustedes por aquí, piensen en traer unos quesos de Holanda. Casi nunca hay por aquí, y los nuestros son tan sólo malas imitaciones. No tendrán que pagar ninguna tasa, ¿saben? Los haremos pasar de contrabando, no se preocupen…
Pero los hombres jamás regresaron a Marte.



Jacques Sternberg

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