Otro impostor
Hubo una vez un playboy millonario que se quemó la cara
en un accidente de automóvil. Después de lo cual se volvió un recluso, dejó de
ver a todos sus amigos y vivió en su gran casa de piedra, en un vasto predio
del que no salía nunca. Rumores extravagantes corrían sobre él, sobre el
esplendor de su vida, sobre los vinos raros que bebía, y mujeres, allí había
mujeres, se susurraba, y decían que tenía grandes colecciones de cosas como
obras de arte y libros y tambores y dagas, y decían que mantenía peces vivos en
su piscina secreta, en algún lugar bien guardado por los muros de su casa
impenetrable. Su teatro estaba en el techo, y solía contratar elencos enteros
de Broadway para que actuaran allí para él, y luminarias de la danza y el
concierto iban a interpretar para él. Nunca hablaba con ninguna de las
luminarias que iban a su casa, pero ellas solían verlo casualmente más allá de
las candilejas, con una máscara negra cubriéndole la cara, lánguidamente arrellanado
en su cómoda butaca, la única butaca del teatro, fumando un cigarro o, tal vez,
con una bebida purpúrea. El millonario no hablaba con nadie. Su mensajero con
el mundo era su mayordomo, que pagaba sus cuentas, preparaba sus diversiones y
era entrevistado por la prensa, y que, de esta manera, a causa de su especial
relación con el millonario, se hizo también famoso. Un día, un actor que se
sentía muy deprimido porque no tenía trabajo, estaba sentado en la cafetería
del Waldorf, leyendo un diario. Leyó un artículo sobre el millonario excéntrico
y se dio cuenta —era casi de la misma altura y de la misma contextura que este
millonario, tenía casi la misma edad— y se dio cuenta de que si él pudiese, de
alguna manera, matar al millonario y ocupar su lugar, sería fácil personificar
a ese hombre que no hablaba con nadie y usaba una máscara negra sobre su
rostro. Sin embargo, tuvo miedo del mayordomo. De modo que estudió, en archivos
de diarios y otras fuentes, los hábitos y las características del mayordomo y
del millonario. En una noche oscura se deslizó dentro del predio y por suerte
tropezó con el millonario, quien estaba observando el interior de un viejo pozo
en la parte trasera de la casa. De modo que golpeó al millonario en la cabeza y
lo mató.
Estaba oscuro junto al pozo. Apresuradamente se puso las
ropas del millonario y la máscara negra en la cara, y arrojó el cuerpo del
millonario al pozo y advirtió en ese momento que el cuerpo no produjo ningún
sonido de agua. Así vestido, el impostor se encaminó hacia la casa y hacia una
vida de comodidad y lujo. ¡Y encontró que era jauja! Porque su mayordomo era:
un perfecto mayordomo. Él nunca tenía que dar una orden. El mayordomo sabía
exactamente lo que debía hacer. El mayordomo le traía su desayuno, le preparaba
el baño, le procuraba mujeres, lo proveía de cigarrillos de hachisch, se
ocupaba de la casa y le planeaba todas sus fabulosas diversiones. Su vida
transcurría sin esfuerzos. Y después de un tiempo se dio cuenta: nadie
descubriría jamás su identidad. El plan era perfecto. Y tenía razón. Nadie
descubriría jamás su identidad. Pero la flaqueza de este hombre estaba en su
vanidad. Fíjense, nunca se le ocurrió que algún otro pudiera tener la misma
idea que él. Nunca se le ocurrió que el hombre al cual mató no hubiera sido el
millonario, sino un impostor, como él mismo, y que en un par de meses
aparecería otro impostor y lo mataría, y que en realidad durante los últimos
años había habido varios impostores, cada uno con la misma flaqueza, la misma
vanidad. No, no, nadie supo jamás nada de esto. Excepto el mayordomo, claro,
pero nunca lo ha contado porque le gusta su trabajo.
Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)
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