El hombre que siempre estaba deseando
Había una vez un hombre que siempre estaba deseando
cosas. Deseaba cosas como que no hubiera más guerras, o que la gente ya no se
muriera de hambre, y después a veces deseaba tener un millón de dólares o
poderes mágicos, para poder cambiar toda la miseria que lo rodeaba. Pero no
hacía nada, excepto desear cosas. Era un vagabundo. Un día, un barman le
preguntó: “Escúcheme, ¿por qué vive insistiendo con esos deseos fantásticos?
Quiero decir, si usted quiere terminar con las guerras, ¿por qué no se mete en
política y hace algo por su idea? O, si usted quiere un millón de dólares,
¡bueno, hombre, por qué no va y lo gana! O, por lo menos, si tiene que desear
cosas, ¿por qué no desea algo que tenga posibilidad de conseguir? Sabe, esos
deseos fantásticos no se van a concretar nunca”. Y el vagabundo le explicó:
“Mire, un hombre pasa por la vida deseando muchas cosas, y algunos de sus
deseos se concretan y otros no, pero ningún hombre vive toda su vida sin que
nunca se le concrete un deseo. Quiero decir que Dios debe garantizarle a cada
hombre por lo menos un deseo en su vida. ¡Pero ustedes, la gente vulgar! Desean
cosas tan mezquinas. Querrían tener cinco dólares para comprar esto o aquello,
o querrían poseer a esta chica o a aquella; es fácil para Dios garantizarles
uno de sus deseos. Pero míreme a mí, por el otro lado. ¡Nunca he tenido un
deseo vulgar! ¿Me entiende? Cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis
deseos, va a tener algunos problemas. Usted verá muchos cambios por acá cuando
Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, porque, ¿me entiende?, ¡nunca
he tenido un deseo vulgar!” Bien. El vagabundo envejeció, 40, 50 años, y
enfermo y flaco por su manera de vivir, y todavía ninguno de sus fantásticos deseos
se había materializado. Un día se puso a vagar por el zoológico. Y empezó a
mirar a las jirafas, que estaban aisladas en una gran jaula, cerca del linde
del zoológico, así que tenían mucho espacio. Las vio galopar por ahí, haciendo
oscilar sus grandes cuellos de arriba a abajo, como una danza. Se dio cuenta de
que esto era la cosa más bella que hubiera visto jamás. Pero algo andaba mal.
No podía imaginar qué era. Al principio pensó que el hecho de que los animales
estuvieran enjaulados era lo que de algún modo estropeaba esta escena casi
perfecta, pero la jaula estaba decorada como un verdadero escenario de la
selva, con rocas y arbolitos y cosas, de modo que eso no podía ser. ¡Después lo
entendió! Era el hecho de que las jirafas fueran tan grandes, estaban
desproporcionadas con todo lo demás. Parecían fuera de lugar. Advirtió algunas
flores que crecían en la jaula y pensó: no sería sensacional que las flores
fueran gigantescas. Deseó que las flores fueran altas. Entonces se sintió
mareado y se puso la mano sobre los ojos, y el mareo se le pasó, y entonces
miró y... ¡Ahí estaban! ¡Las flores eran inmensas! Dieciocho pies de altura, y
las jirafas estaban corriendo entre ellas, azotando las grandes flores con sus
cuellos, hundiendo sus narices en los dondiegos, ¡y el perfume! el perfume
llenaba el aire; ¡y colores! los grandes tallos verdes, purpúreos, colorados, y
los azahares que surgían entre los gigantes manchados, marrones y amarillos, lo
aturdieron; y después todas las jirafas empezaron a lamer las flores, de las
cuales parecían extraer alguna sustancia, sus lenguas agitándose como peces
rosados, y él las observó caer al suelo una por una, los ojos cerrándoseles
cada vez más hasta que finalmente todas se quedaron dormidas. Era más lindo de
lo que él mismo había imaginado. Su deseo había sido satisfecho. ¡Su deseo
había sido satisfecho! Y... quiero decir... bueno... las jirafas y las flores
eran lindas, eran realmente muy bonitas, pero... esto no tenía nada que ver con
el fin de las guerras, o la gente que ya no moría de hambre, o, ¡carajo! ni
siquiera había conseguido un millón de dólares. Y se preguntó qué hacer ahora.
Nunca había aprendido un oficio, ni hecho verdaderos amigos, y se dio cuenta de
que no podía hacer nada. Su vida carecía ahora de sentido. Estaba tomando una
botella de naranjín, y la rompió contra los barrotes de la jaula, como había
visto hacer en un film de Hollywood, y muy metódicamente se cortó las muñecas.
Y después por alguna razón, se arrodilló y se cortajeó los tobillos y se tendió
en el suelo con los brazos extendidos como un crucificado, para morir. Mientras
yacía allí, muriéndose, reflexionó que Dios había sido bastante mezquino. Aquí
estaba él, tan fiel a su creencia, sin desear nunca comida cuando se moría de
hambre, o una amante cuando se sentía solo; y se había sentido tan solo. Se
sintió engañado, como si Dios se hubiese aprovechado de él. De alguna manera,
sintió que Dios no había jugado limpio. Pero pocos minutos antes de morir miró
casualmente al resto del zoológico y al resto del mundo. Dio un salto,
espantado por lo que vio. Porque vio que Dios no le había acordado en modo
alguno su deseo. Y se dio cuenta de que, de no haberse quitado la vida, Dios
podría haberle acordado uno de sus grandes deseos, porque él no había hecho
gigantescas las flores. Él, simplemente, había hecho la jaula, las jirafas... y
el hombre, muy pequeños.
Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)
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