28 de febrero de 2018

XXXV, Cesar Vallejo



XXXV

El encuentro con la amada
tanto alguna vez, es un simple detalle,
casi un programa hípico en violado,
que de tan largo no se puede doblar bien.

El almuerzo con ella que estaría
poniendo el plato que nos gustara ayer y
se repite ahora,
pero con algo más de mostaza;
el tenedor absorto, su doneo radiante
de pistilo en mayo, y su verecundia
de a centavito, por quítame allá esa paja.
Y la cerveza lírica y nerviosa
a la que celan sus dos pezones sin lúpulo,
y que no se debe tomar mucho!

Y los demás encantos de la mesa
que aquella núbil campaña borda
con sus propias baterías germinales
que han operado toda la mañana,
según me consta, a mí,
amoroso notario de sus intimidades,
y con las diez varillas mágicas
de sus dedos pancreáticos.

Mujer que, sin pensar en nada más allá,
suelta el mirlo y se pone a conversamos
sus palabras tiernas
como lancinantes lechugas recién cortadas.

Otro vaso y me voy. Y nos marchamos,
ahora sí, a trabajar.

Entre tanto, ella se interna
entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días
desgarrados! se sienta a la orilla
de una costura, a coserme el costado
a su costado,
a pegar el botón de esa camisa,
que se ha vuelto a caer. Pero hase visto!

Cesar Vallejo, Trilce (1922)

27 de febrero de 2018

XXXII, Cesar Vallejo


XXXII

999 calorías
Rumbbb... Trrraprrr rrach... chaz
Serpentíníca u del bizcochero engirafada al tímpano.

Quién como los hielos. Pero no.
Quién como lo que va ni más ni menos.
Quién como el justo medio.

1,000 calorías.
Azulea y ríe su gran cachaza
el firmamento gringo. Baja
el sol empavado y le alborota los cascos
al más frío.

Remeda al cuco; Roooooooeeeeis...
tierno autocarril, móvil de sed,
que corre hasta la playa.

Aire, aire! Hielo!
Si al menos el calor (------------------- Mejor
no digo nada.

Y hasta la misma pluma
con que escribo por último se troncha.
Treinta y tres trillones trescientos treinta y
tres calorías.

Cesar vallejo, Trilce (1922)

26 de febrero de 2018

El hombre que siempre estaba deseando, Spencer Holst



El hombre que siempre estaba deseando

Había una vez un hombre que siempre estaba deseando cosas. Deseaba cosas como que no hubiera más guerras, o que la gente ya no se muriera de hambre, y después a veces deseaba tener un millón de dólares o poderes mágicos, para poder cambiar toda la miseria que lo rodeaba. Pero no hacía nada, excepto desear cosas. Era un vagabundo. Un día, un barman le preguntó: “Escúcheme, ¿por qué vive insistiendo con esos deseos fantásticos? Quiero decir, si usted quiere terminar con las guerras, ¿por qué no se mete en política y hace algo por su idea? O, si usted quiere un millón de dólares, ¡bueno, hombre, por qué no va y lo gana! O, por lo menos, si tiene que desear cosas, ¿por qué no desea algo que tenga posibilidad de conseguir? Sabe, esos deseos fantásticos no se van a concretar nunca”. Y el vagabundo le explicó: “Mire, un hombre pasa por la vida deseando muchas cosas, y algunos de sus deseos se concretan y otros no, pero ningún hombre vive toda su vida sin que nunca se le concrete un deseo. Quiero decir que Dios debe garantizarle a cada hombre por lo menos un deseo en su vida. ¡Pero ustedes, la gente vulgar! Desean cosas tan mezquinas. Querrían tener cinco dólares para comprar esto o aquello, o querrían poseer a esta chica o a aquella; es fácil para Dios garantizarles uno de sus deseos. Pero míreme a mí, por el otro lado. ¡Nunca he tenido un deseo vulgar! ¿Me entiende? Cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, va a tener algunos problemas. Usted verá muchos cambios por acá cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, porque, ¿me entiende?, ¡nunca he tenido un deseo vulgar!” Bien. El vagabundo envejeció, 40, 50 años, y enfermo y flaco por su manera de vivir, y todavía ninguno de sus fantásticos deseos se había materializado. Un día se puso a vagar por el zoológico. Y empezó a mirar a las jirafas, que estaban aisladas en una gran jaula, cerca del linde del zoológico, así que tenían mucho espacio. Las vio galopar por ahí, haciendo oscilar sus grandes cuellos de arriba a abajo, como una danza. Se dio cuenta de que esto era la cosa más bella que hubiera visto jamás. Pero algo andaba mal. No podía imaginar qué era. Al principio pensó que el hecho de que los animales estuvieran enjaulados era lo que de algún modo estropeaba esta escena casi perfecta, pero la jaula estaba decorada como un verdadero escenario de la selva, con rocas y arbolitos y cosas, de modo que eso no podía ser. ¡Después lo entendió! Era el hecho de que las jirafas fueran tan grandes, estaban desproporcionadas con todo lo demás. Parecían fuera de lugar. Advirtió algunas flores que crecían en la jaula y pensó: no sería sensacional que las flores fueran gigantescas. Deseó que las flores fueran altas. Entonces se sintió mareado y se puso la mano sobre los ojos, y el mareo se le pasó, y entonces miró y... ¡Ahí estaban! ¡Las flores eran inmensas! Dieciocho pies de altura, y las jirafas estaban corriendo entre ellas, azotando las grandes flores con sus cuellos, hundiendo sus narices en los dondiegos, ¡y el perfume! el perfume llenaba el aire; ¡y colores! los grandes tallos verdes, purpúreos, colorados, y los azahares que surgían entre los gigantes manchados, marrones y amarillos, lo aturdieron; y después todas las jirafas empezaron a lamer las flores, de las cuales parecían extraer alguna sustancia, sus lenguas agitándose como peces rosados, y él las observó caer al suelo una por una, los ojos cerrándoseles cada vez más hasta que finalmente todas se quedaron dormidas. Era más lindo de lo que él mismo había imaginado. Su deseo había sido satisfecho. ¡Su deseo había sido satisfecho! Y... quiero decir... bueno... las jirafas y las flores eran lindas, eran realmente muy bonitas, pero... esto no tenía nada que ver con el fin de las guerras, o la gente que ya no moría de hambre, o, ¡carajo! ni siquiera había conseguido un millón de dólares. Y se preguntó qué hacer ahora. Nunca había aprendido un oficio, ni hecho verdaderos amigos, y se dio cuenta de que no podía hacer nada. Su vida carecía ahora de sentido. Estaba tomando una botella de naranjín, y la rompió contra los barrotes de la jaula, como había visto hacer en un film de Hollywood, y muy metódicamente se cortó las muñecas. Y después por alguna razón, se arrodilló y se cortajeó los tobillos y se tendió en el suelo con los brazos extendidos como un crucificado, para morir. Mientras yacía allí, muriéndose, reflexionó que Dios había sido bastante mezquino. Aquí estaba él, tan fiel a su creencia, sin desear nunca comida cuando se moría de hambre, o una amante cuando se sentía solo; y se había sentido tan solo. Se sintió engañado, como si Dios se hubiese aprovechado de él. De alguna manera, sintió que Dios no había jugado limpio. Pero pocos minutos antes de morir miró casualmente al resto del zoológico y al resto del mundo. Dio un salto, espantado por lo que vio. Porque vio que Dios no le había acordado en modo alguno su deseo. Y se dio cuenta de que, de no haberse quitado la vida, Dios podría haberle acordado uno de sus grandes deseos, porque él no había hecho gigantescas las flores. Él, simplemente, había hecho la jaula, las jirafas... y el hombre, muy pequeños.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)

24 de febrero de 2018

Otro impostor, Spencer Holst


Otro impostor

Hubo una vez un playboy millonario que se quemó la cara en un accidente de automóvil. Después de lo cual se volvió un recluso, dejó de ver a todos sus amigos y vivió en su gran casa de piedra, en un vasto predio del que no salía nunca. Rumores extravagantes corrían sobre él, sobre el esplendor de su vida, sobre los vinos raros que bebía, y mujeres, allí había mujeres, se susurraba, y decían que tenía grandes colecciones de cosas como obras de arte y libros y tambores y dagas, y decían que mantenía peces vivos en su piscina secreta, en algún lugar bien guardado por los muros de su casa impenetrable. Su teatro estaba en el techo, y solía contratar elencos enteros de Broadway para que actuaran allí para él, y luminarias de la danza y el concierto iban a interpretar para él. Nunca hablaba con ninguna de las luminarias que iban a su casa, pero ellas solían verlo casualmente más allá de las candilejas, con una máscara negra cubriéndole la cara, lánguidamente arrellanado en su cómoda butaca, la única butaca del teatro, fumando un cigarro o, tal vez, con una bebida purpúrea. El millonario no hablaba con nadie. Su mensajero con el mundo era su mayordomo, que pagaba sus cuentas, preparaba sus diversiones y era entrevistado por la prensa, y que, de esta manera, a causa de su especial relación con el millonario, se hizo también famoso. Un día, un actor que se sentía muy deprimido porque no tenía trabajo, estaba sentado en la cafetería del Waldorf, leyendo un diario. Leyó un artículo sobre el millonario excéntrico y se dio cuenta —era casi de la misma altura y de la misma contextura que este millonario, tenía casi la misma edad— y se dio cuenta de que si él pudiese, de alguna manera, matar al millonario y ocupar su lugar, sería fácil personificar a ese hombre que no hablaba con nadie y usaba una máscara negra sobre su rostro. Sin embargo, tuvo miedo del mayordomo. De modo que estudió, en archivos de diarios y otras fuentes, los hábitos y las características del mayordomo y del millonario. En una noche oscura se deslizó dentro del predio y por suerte tropezó con el millonario, quien estaba observando el interior de un viejo pozo en la parte trasera de la casa. De modo que golpeó al millonario en la cabeza y lo mató.
Estaba oscuro junto al pozo. Apresuradamente se puso las ropas del millonario y la máscara negra en la cara, y arrojó el cuerpo del millonario al pozo y advirtió en ese momento que el cuerpo no produjo ningún sonido de agua. Así vestido, el impostor se encaminó hacia la casa y hacia una vida de comodidad y lujo. ¡Y encontró que era jauja! Porque su mayordomo era: un perfecto mayordomo. Él nunca tenía que dar una orden. El mayordomo sabía exactamente lo que debía hacer. El mayordomo le traía su desayuno, le preparaba el baño, le procuraba mujeres, lo proveía de cigarrillos de hachisch, se ocupaba de la casa y le planeaba todas sus fabulosas diversiones. Su vida transcurría sin esfuerzos. Y después de un tiempo se dio cuenta: nadie descubriría jamás su identidad. El plan era perfecto. Y tenía razón. Nadie descubriría jamás su identidad. Pero la flaqueza de este hombre estaba en su vanidad. Fíjense, nunca se le ocurrió que algún otro pudiera tener la misma idea que él. Nunca se le ocurrió que el hombre al cual mató no hubiera sido el millonario, sino un impostor, como él mismo, y que en un par de meses aparecería otro impostor y lo mataría, y que en realidad durante los últimos años había habido varios impostores, cada uno con la misma flaqueza, la misma vanidad. No, no, nadie supo jamás nada de esto. Excepto el mayordomo, claro, pero nunca lo ha contado porque le gusta su trabajo.
 
Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

23 de febrero de 2018

Mona Lisa encuentra a Buda, Spencer Holst


Mona Lisa encuentra a Buda 

Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon y Mona Lisa entró por un extremo de una pequeña sala en la que colgaban muchas cortinas. Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, ondularon, ondularon, y el Buda entró en la sala por el otro extremo. Se sonrieron.

Spencer Holst El idioma de los gatos (1971)

22 de febrero de 2018

La historia del espejo, Spencer Holst


La historia del espejo, Spencer Holst

Había una vez un poeta que quería convertir su talento en dinero. Era un buen poeta. Estaba dedicado a su profesión, al perfeccionamiento de su arte, con todo su ser. Era culto o, por lo menos, había leído mucho; y tenía una aguda imaginación y podía ser elocuente —cuando escribía—, pero no sabía hablarle a la gente; era tímido y siempre tenía el sentimiento de que la gente relacionaba sus palabras con algo que él no entendía. Como era un verdadero poeta, esto quiere decir, por supuesto, que trabajaba en menesteres humildes: lavaplatos, oficinista, mensajero. No existe manera de que un auténtico poeta se gane la vida con su obra. Un día miró en su torno, y vio a todos estos retardados, estas personas vulgares, criminales, inmorales, estúpidas, todos estos idiotas, ¡todos los cuales pueden ganarse la vida! Y se imaginó que debía de haber algún modo de que una persona con su inteligencia se imaginara cómo no tener que trabajar en estos trabajos ridículos. Así que le pidió prestada una malla negra a un bailarín amigo, y consiguió una pesada pieza de género que se puso en la cabeza como una capucha de monje, y consiguió un trozo de cristal ovalado, apenas algo mayor que una cara, y lo puso frente a su propia cara, bajo la capucha, pero no era un cristal común, era el llamado “en una dirección”; esto es, la clase de cristal que cuando uno mira a través de él de un lado, es claro, transparente, pero cuando se mira del otro lado es un espejo; puso este cristal ante su cara de modo que él podía mirar a través de él, pero cualquiera que lo mirase sólo veía su propio reflejo. Fue a un club nocturno del Greenwich Village y consiguió trabajo como oráculo. De adivino. Tenía una mesita en el club nocturno y se sentaba allí, y la gente venía y le hacía preguntas de las que uno le hace a un oráculo, acerca del futuro, y él decía simplemente lo primero que se le pasaba por la cabeza. Inventaba disparates, hablaba en jerigonza, citaba fragmentos de otros poetas, y tenía una aguda imaginación de modo que inventaba pequeñas fantasías, cuentos, y a la gente parecía gustarle. Descubrió que cuando tenía puesto su espejo, perdía la timidez. Podía hablar con la gente con facilidad.

Banshee: el duende melancólico que, en las mitologías célticas, anuncia la muerte de alguien. 

Algunas personas hasta lo tomaban en serio, pero él tan sólo se reía de ellos y nunca pretendió ser otra cosa que un animador. Después de un tiempo se encontró con que estaba ganando bien en el club nocturno. Había una chica, una bailarina de striptease que también trabajaba en el club nocturno. Trabajaba con luz negra. Luz ultravioleta. Pero únicamente su traje era luminoso, ella no, y como no había otra luz, a medida que interpretaba su baile y una a una sus ropas caían, ella desaparecía. Únicamente sus ropas eran luminosas, de modo que cuando caía el último corpiño o la última bombacha, ella era invisible y el escenario quedaba regado con luminosos montones de ropa.
Ese era su número. Ambos se enamoraron. Pero cuando el poeta no tiene puesto su espejo, vuelve a ser el tímido de antes. No sabe cómo abordar a la chica, y no sabe que ella también está interesada en él. Una noche (a mitad de semana, no hay mucho público) él ve a la chica que camina por la vacía pista de baile en su dirección, y ella tiene algo escondido a sus espaldas, de manera que él no puede ver de qué se trata. Así que ella se sienta a su mesa y... ¡Aquí está! Y él tiene puesto su traje y su espejo, así que súbitamente puede hablar. Está a punto de expresarse, de expresar su amor cuando la chica le dice: “¡Mire! Yo no quiero que me adivine nada, no quiero saber nada sobre mí misma. ¡Quiero saber algo de usted!” Y en este momento, sacó de atrás de su espalda un espejo ovalado de su mesa de tocador, apenas algo mayor que una cara, y lo puso frente a la cara-espejo de él, y le dijo: “¿Qué ve?” Perdóname, lector, pero por un instante debo hacer una digresión para explicarte lo que él vería. Sabes que cuando te paras entre dos espejos, o cuando te sientas en el sillón del peluquero, parece haber un corredor entre los espejos; pero si alguna vez te detienes a observar verás que, aunque quizá puedas ver seis o siete niveles, nunca puedes ver el final del corredor; siempre tu propio primer reflejo se interpone en el camino, y si intentas hacerte a un lado, todo el corredor desaparece por un costado del marco del espejo. Pero en este caso, él miraría a través del vidrio y vería un espejo, pero el espejo sólo “vería”, por así decirlo, un espejo, que a su vez vería un espejo, y etcétera. No habría nada entre los dos espejos para obstaculizar la visión, de modo que él podría ver el corredor estirándose en línea recta hasta el infinito. Así que, para recapitular la situación: la chica de la cual está enamorado se sienta frente a él, y él tiene puesto su espejo, de modo que puede hablar, y está a punto de expresar su amor cuando la bailarina de striptease le pregunta: “¿Qué ve?” Y en ese momento la chica desaparece, el club nocturno desaparece y el hombre ve un corredor hasta el infinito. No dice nada. La chica saca su espejo y le dice: “¡Diga algo!” Pero el hombre no dice una palabra.Ella le tira de la manga y le dice: “No se quede sentado ahí, diga algo...” Pero él no se mueve. Y durante diecisiete años no se ha movido. Todavía está sentado, exactamente en la misma posición, un catatónico en un hospicio... lo alimentan por un tubo, y es incontinente, y ha perdido por completo el contacto con el mundo exterior. Pero los médicos y las enfermeras pueden discernir —a través de cambios en su expresión facial, y a través de las palabras que masculla inaudiblemente, de modo que nunca pueden saber bien qué está diciendo—, pueden discernir que en su mente lleva una vida muy activa, y que tiene experiencias en un mundo de sueños... Y en este mundo de sus sueños, en la vida que vive adentro de su cabeza, todo el resto de la gente usa espejos sobre sus caras, y él es el único que no lo tiene. A causa de esto se siente en gran medida como un extraño, y trata de averiguar, pregunta a la gente: ¿por qué él no tiene un espejo sobre su cara como los demás? Pero la gente, o bien le da respuestas falsas y trata de burlarse de él, o bien pretende que no sabe de qué está hablando. Y a causa de esto, él no consigue sino trabajos humildes, como lavaplatos, oficinista o mensajero. Como este “entero mundo” es, después de todo, tan sólo su imaginación, como es tan sólo su sueño... bueno... puede pasar cualquier cosa. Por ejemplo: después de haber trabajado toda la semana en alguna espantosa ocupación, agarra su cheque con todo el sueldo y se va a la guarida de los drogadictos. (No se trata de una droga verdadera, por supuesto, sino de lo que él se imagina que es una guarida de drogadictos, porque sea como fuere que uno pueda imaginar una guarida de drogadictos en un sueño... así es, realmente.)
Pero la otra gente en la guarida de los drogadictos, cuando se ponían high, ¡oh!, bailaban, y cantaban, y se reían, y se divertían muchísimo; pero él no, se limitaba a encontrar una silla cómoda y a sentarse. Y con el paso de los años, se adaptó a su mundo. En realidad, se arrancó de la conciencia, a la fuerza; este conocimiento que tiene de que es realmente distinto de los demás, que no tiene un espejo sobre su cara. Cuando alguien alude a este hecho, él hace como que no oye, o hace como si estuvieran hablando de otra cosa. Y a medida que pasan los años, empieza a pensar en sí mismo como “normal”. Saben, todos son un poco neuróticos, todos tienen problemas. Pero él terminó por pensar de sí mismo como si fuera otro ser humano común... aunque... hay veces en que sospecha, hay veces en que piensa que es un poco peculiar que una persona vaya y se gaste todo el cheque del sueldo en la guarida de los drogadictos, quiero decir... solamente para sentarse allí. Pero hay otra manera en que podría terminar esta historia, por ejemplo: él conoce una chica, y la chica tampoco tiene un espejo sobre la cara y, por supuesto, se reconocen el uno al otro inmediatamente, esto es, que ninguno de ellos tiene un espejo sobre la cara. Y ella le dice (ella ha estado en “este mundo” más tiempo que él) que él no tiene que trabajar en esos menesteres horribles, y que le puede enseñar cómo desenvolverse... “Ven a mi casa”, le dice ella. (La relación entre ambos es, desde el principio, más la de hermano y hermana que una de tipo sexual.). Y así, salen caminando de la ciudad hasta el borde del mar y caminan por la playa quizá cerca de una milla, hasta un lugar muy aislado donde no hay gente; hay un palmar muy agradable, y en el centro del palmar hay una pequeña tienda. “¡Mira! —dice ella—. Yo vivo aquí. No tengo que pagar alquiler. Voy a nadar todas las mañanas. Es saludable vivir al sol. Es maravilloso”. “Bueno, sí —dice el hombre—. Es estupendo... pero, ¿cómo haces para comer?” “Estoy a punto de preparar el almuerzo, en este momento. ¿Por qué no te quedas a almorzar conmigo?” Y entonces ella extiende una manta sobre la arena, y saca dos platos de latón y va hasta el borde del mar, y él la observa allí, juntando cosas de la superficie y poniéndolas en los platos. Ella vuelve y pone los platos sobre la manta y los dos se sientan con las piernas cruzadas sobre la arena, y ella empieza a comer. Él mira su plato y ahí, en el centro, hay un montoncito de guijarros, menudos guijarros vueltos redondos y suaves por el mar. Él levantó un guijarro y lo examinó: realmente, no era más que una piedra. Se puso uno de ellos en la boca, e hizo una pequeña mueca, lo tragó... y lo deglutió. Ella observó: “Es un poco difícil al principio, pero uno se acostumbra después de un tiempo”. Habría otra forma de terminar esta historia, pero ese final es pornográfico y yo no escribo esa clase de cosas. La pornografía no tiene ningún lugar de ninguna clase en la literatura.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)

21 de febrero de 2018

Brillante silencio, Spencer Holst


Brillante silencio, Spencer Holst

Dos osos kodiak de Alaska formaban parte de un pequeño circo en que la pareja aparecía todas las noches en un desfile empujando un carro cubierto. A los dos les enseñaron a dar saltos mortales y volteretas, a sostenerse sobre sus cabezas y a danzar sobre sus patas traseras, garra con garra y al mismo compás. Bajo la luz de los focos, los osos bailarines, macho y hembra, fueron pronto los favoritos del público.
El circo se dirigió luego al sur, en una gira desde Canadá hasta California y, bajando por México y atravesando Panamá, entraron en Sudamérica y recorrieron los Andes a lo largo de Chile, hasta alcanzar las islas más meridionales de la Tierra de Fuego. Allí, un jaguar se lanzó sobre el malabarista y, después, destrozó mortalmente al domador. Los conmocionados espectadores huyeron en desbandada, consternados y horrorizados. En medio de la confusión, los osos escaparon. Sin domador, vagaron a sus anchas, adentrándose en la soledad de los espesos bosques y entre los violentos vientos de las islas subantárticas. Totalmente apartados de la gente, en una remota isla deshabitada y en un clima que ellos encontraron ideal, los osos se aparearon, crecieron, se multiplicaron y, después de varias generaciones, poblaron toda la isla. Y aún más, pues los descendientes de los dos primeros osos se trasladaron a media docena de islas contiguas. Setenta años después, cuando finalmente los científicos los encontraron y los estudiaron con entusiasmo, descubrieron que todos ellos, unánimemente, realizaban espléndidos números circenses.
De noche, cuando el cielo brillaba y había luna llena, se juntaban para bailar. Formaban un círculo con los cachorros y otros osos jóvenes, y se reunían todos al abrigo del viento, en el centro de un brillante cráter circular dejado por un meteorito que había caído en un lecho de creta. Sus paredes cristalinas eran de creta blanca, su suelo plano brillaba, cubierto de gravilla blanca, y bien drenado y seco. Dentro de él no crecía vegetación. Cuando se elevaba la luna, su luz, reflejada en las paredes, llenaba el cráter con un torrente de luz lunar, dos veces más brillante en el suelo del cráter que en cualquier otro lugar próximo. Los científicos supusieron que, en principio, la luna llena recordó a los dos osos primigenios la luz de los focos del circo y, por tal razón, bailaban bajo ella. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué música hacía que sus descendientes también bailaran?
Garra con garra, al mismo compás… ¿qué música oirían dentro de sus cabezas mientras bailaban bajo la luna llena en la aurora austral, mientras danzaban en brillante silencio?

Spencer Holst

20 de febrero de 2018

El murciélago rubio, Spencer Holst



El murciélago rubio



Hubo una vez un gran murciélago rubio que se sentó junto a un barman. El murciélago tenía los ojos azules más lindos que el barman hubiera visto. Mientras volaban a cuarenta millas por hora en el Subterráneo Independiente, el barman se preguntó si esos cándidos ojos azules arderían en la penumbra como tranquilas llamas purpúreas, como las lamparitas azules en los extremos de las plataformas del subte. El vestido de ella estaba hecho de terciopelo negro con alas de seda negra y guantes de raso; llevaba una curiosa máscara que revelaba más de su rostro de lo que ocultaba; sus zapatos eran de taco alto y afelpados, y él advirtió que sus pies eran delicados, y se preguntó si ella estaría descalza debajo de esos zapatos, o si llevaría medias, y apostó a que tenía lindos dedos de los pies. Este barman se estaba enamorando. Era realmente algo raro: un barman enamorándose de una extraña chica rubia que llevaba un traje de murciélago, en un subterráneo. La mayoría de los idilios en subterráneo se bajan en la calle 34 para ir a una estación de ferrocarril de ahí a Saskatchewan: pero no tiene por qué ser de esa manera. Por ejemplo, en esta historia el barman no sólo tendrá el valor de hablarle a esta chica: hasta se enamorarán los dos. ¡Cómo!, dicen ustedes. Están un poco indignados. Me acusan de sadismo. Permitir que mi personaje, el barman gordo, de cara colorada, se enamore de esta muchachita. Ella se cansará pronto de él, dicen ustedes, lo dejará por un hombre más joven, más adecuado, pues a través de la riqueza y el buen gusto de su traje, y la dignidad y la gracia de sus rasgos, es obvio que proviene de una buena familia. ¡Cuán infeliz harás al barman!, me dicen ustedes. ¡Tonterías! Yo no voy a hacer infeliz al barman. Con seguridad, sin embargo, el barman tendrá muchos meses horribles después de esta noche de amor, y muchos años de tristeza después, pero esto no es la infelicidad, porque él hará muchas buenas acciones en agradecimiento al mundo por permitirle esta noche mágica. No, la infelicidad es otra cosa; la infelicidad es no tener el valor. Pero volvamos a la historia: el tren entró rugiendo en la estación de Delancey Street y los ojos del barman se le salieron de las órbitas porque montones de gente disfrazada estaban bailando y cantando y soplando cornetas y corriendo y gritando y exaltándose en la plataforma del subte. La chica se levantó. El barman se levantó también, y con ojos ausentes y distraídos la siguió hasta el andén y fue allí donde habló con ella.
 Ella lo miró, asombrada; lo miró de arriba a abajo; después se rió, pero no estaba riéndose de él, de eso él estaba seguro: era una risa de alegría que él iba a recordar. Ella corrió. ¡El la persiguió! Ella corrió a través de la muchedumbre, era escurridiza, parecía deslizarse entre estos locos parranderos gesticulantes, mientras él tenía que luchar por cada pulgada y en su apasionada persecución le pisó un dedo a Napoleón, derribó a una bruja gorda y chillona, golpeó a un payaso en el estómago, sentó en el suelo a un sorprendido gorila, tropezó con la reina de Inglaterra, y ella corría y corría, fuera del subte, por Delancey Street hacia el río, hasta que él la atrapó y ella se quedó quieta en sus brazos mientras tomaba aliento, lanzando ocasionales risitas de alegría. Era tan suave que él la besó, y después caminaron juntos, del brazo, mirando los fuegos artificiales y las multitudes, deteniéndose aquí y allá para tomar una cerveza. ¡Toda la ciudad estaba de fiesta! Todo el mundo estaba disfrazado, todo el mundo tenía careta, y había reflectores, papel picado y fuegos artificiales por todas partes, como si fuera un maravilloso Carnaval o algo así, y el barman se sintió un poco fuera de lugar con sus apagadas ropas de calle, sin una careta tan siquiera. Pero la chica le dijo que estaba muy bien vestido. Y él le preguntó qué era toda esta celebración, no había oído hablar de ninguna, pero ella simplemente se rió y lo besó, y eso fue todo. Y así bregaron felizmente a través de las multitudes y de la noche, deteniéndose de vez en cuando para bailar, con una extraña música lenta en las tabernas, o con el jazz salvaje que se tocaba en casi todos los rincones. Ella señaló un gran reloj en un edificio. Eran las once en punto. Ella lo hizo apurar hasta una larga fila que caminaba lentamente ante la plataforma de un jurado, y cuando les llegó el turno los jurados hicieron un gran alboroto sobre ellos, y un jurado insistía en señalar con admiración la corbata brillante del barman, de modo que ganaron el concurso y ambos obtuvieron grandes copas de amor. Los jurados los condujeron hasta un gigantesco trono de amor, alzado muy por encima de la multitud que aclamaba, un tremendo almohadón, más grande que un colchón. ¡Era el trono para ellos! ¡Eran el rey y la reina de la noche! Habían ganado el concurso de disfraces. Entonces el barman escuchó un tremendo tañido. La muchedumbre empezó a gritar y a aullar. Él escuchó una sirena, baja, mucho tiempo. La calle Delancey había enloquecido. Su chica se sacó la máscara y él contuvo el aliento, tan hermosa era mientras señalaba el gran reloj en el edificio; ella lo dijo en susurros, tierna de pasión, amorosamente; le dijo: “¡Es medianoche! ¡Quítate la careta!”

Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

19 de febrero de 2018

El drama de los señores barones, Witold Gombrowicz


El drama de los señores barones

La baronesa era una criatura encantadora. El barón la tomó de una familia de muchos principios y sabía que podía confiar plenamente en ella, a pesar de que el paso del tiempo había hecho mella en él de forma bastante profunda; y sin embargo, dormitaba en ella un inquietante elemento de gracia y encanto que fácilmente podía complicar la aplicación práctica de los imponderables del barón (ya que el barón era una persona sumamente escrupulosa). Tras cierto tiempo de una convivencia iluminada por la silenciosa felicidad del deber conyugal, un buen día la baronesa fue corriendo hasta su marido y le echó los brazos al cuello.
-Creo que debo decírtelo. Henryk está enamorado de mí., ayer me declaró su amor tan rápida e inesperadamente que no tuve tiempo de impedírselo.
-¿Y tú también estás enamorada de él? -preguntó.
-No, yo no lo quiero porque juré amarte a ti -respondió ella.
-Está bien -contestó él-. Si estando enamorada de él, no lo quieres, ya que tu deber es quererme a mí, acabas de ganar doblemente a mis ojos y te quiero dos veces más. Y sus sufrimientos son un castigo justo por haber demostrado tal debilidad de carácter que se ha prendado de una mujer casada. ¡Principios, querida! Si te vuelve a declarar su amor, contéstale que tú le declaras. tus principios. Quien tiene unos principios inquebrantables puede pasar por la vida con la cabeza bien alta.
Pero al cabo de cierto tiempo al barón le llegaron unas noticias funestas. Henryk no tenía ni la más mínima fortaleza de carácter. Rechazado por la baronesa se dio a la bebida y a la vida licenciosa; después se puso melancólico, no le interesaba nada, el mundo perdió para él todo su encanto y estaba ya a punto de estirar la pata. El rumor general decía que la causa de su esperado e inminente óbito era un amor infeliz.
-¡Menuda historia! -dijo el barón a su mujer-. Nosotros aquí comiendo entremeses, mientras que él ahí no puede tragar nada, ¿entiendes?, porque tiene constantemente tu imagen delante de los ojos. Me gustaría saber qué es lo que ve en ti, al fin y al cabo llevo viviendo contigo tantos años y nunca he sentido hacia ti nada que pudiera calificarse de impetuoso. En todo caso el asunto es serio y me extraña que tengas tan buen aspecto sabiendo que ese infeliz está sufriendo por tu culpa.
Una semana más tarde llegó a casa de un humor todavía peor.
-¡Te felicito! -dijo irónicamente-. ¡Puedes estar contenta! Tus encantos han resultado tan eficaces que Henryk ya tiene un pie en el otro barrio.
-¿Qué quieres que haga? -contestó ella con lágrimas en los ojos-. Yo no coqueteé con él, no tengo nada que reprocharme.
-¡Lo que faltaba oír! Tú eres la causa de su deplorable estado, tus filigranas, tus rasgos y tus formas son el bacilo que lo roe.
-¿Y ahora qué hago? Se ha vuelto loco. ¿Sabes de qué hablaba cuando se me declaró? ¡De divorcio!
-¿Qué? ¿Divorcio? Espero que aún no te hayas convertido en una pelandusca. Por lo demás, recibirás el divorcio, pero ¿sabes cuándo?, cuando yo exhale mi espíritu, que profesa ciertos principios inquebrantables.
-¿Y si él muere?
-¿Si él muere? -gritó en un ataque de cólera-. ¡Eso es chantaje! ¡Pero no me hará romper el juramento de conservarte hasta la muerte!
La baronesa estaba pasando unos momentos terribles. Por nada del mundo quería actuar de manera deshonrosa, pero por otra parte se le partía el corazón al pensar en los sufrimientos del pobre Henryk. Además, el barón, miembro de diversas sociedades, le tomó una auténtica tirria. Sencillamente no podía sufrir su belleza. Su vida fisiológica se le volvió repugnante. En una ocasión le propuso: “¿Un panecillo?”, y cuando ella lo rechazó él se rio con un sarcasmo inaudito: “Ja, ja, él allá agonizando y ella no se puede comer ni un panecillo”. Cuando ella deambulaba por las habitaciones contorneando con gracia sus caderas, cuando sonreía pálidamente, cuando dormía o se peinaba, él veía en todo ello unos actos de vil crueldad y de sombría sexualidad. Un buen día ella lo abrazó. “Por favor, ¡no me toques!”, gritó él. “¡Asesina! Me has metido en un buen lío, habrase visto. Ahora veo que un hombre moralmente responsable no debe unirse a una corporalidad ajena bajo ningún concepto.”
-¡Vamos a ver! -dijo el barón-. Esto no puede seguir así. Esta mañana me he enterado de que quería suicidarse. ¿Es que no te das cuenta de que empujar a alguien a cometer un suicidio es mucho peor que estrangularlo con las propias manos? Este mequetrefe carente de principios nos perderá a nosotros y a sí mismo. He tomado una decisión. No podemos cargar sobre nuestra conciencia una responsabilidad tan espantosa. Si no hay más remedio, qué le vamos a hacer, te doy mi beneplácito, estoy de acuerdo, y tú, en nombre de la necesidad superior, haz lo que tengas que hacer, es decir, lo que te dicte tu sucia feminidad.
-¡Esposo mío!
-¡Qué le vamos a hacer! ¿Acaso podía yo prever al desposarte que algún día tendrías que escoger entre el asesinato y el adulterio?
-Si realmente no hay nada que hacer y tú crees que es lo más correcto, estoy de acuerdo -dijo ella-. A mí también me pesa, pero tomo a Dios por testigo que soy del todo inocente.
-¡Sí, seguro! -contestó el barón.
A partir de entonces el joven empezó a recobrar la salud. En cambio, la baronesa cada día estaba peor. Su casa se había convertido en un auténtico infierno. El marido exigía que comiera en una mesa separada y le compró unos cubiertos sólo para ella. En una ocasión, al tocarlo ella involuntariamente, le dijo con fría indiferencia:
-Me ensucias. ¡Mira! Me has tocado y ahora tengo que interrumpir la lectura e ir al baño a lavarme. -A menudo se le escapaba la insultante palabra “adúltera”. A las cuatro sacaba el reloj. -Bien -decía-, debes marcharte, es la hora de la filantropía lasciva-. En vano le explicaba ella que era inocente. -Solo te pido una cosa -respondía él-, no introduzcas en casa una atmósfera de indulgencia y de tolerancia hacia el pecado. Porque en ese caso deberíamos invitar a comer a unas fulanas cualquiera que, a decir verdad, también son inocentes-. La baronesa, desesperada, intentó en varias ocasiones interrumpir su obligado romance, pero cada vez el joven amenazaba con suicidarse y estaba claro que no lo decía porque sí.
-No -dijo la baronesa-, no lo aguanto más. Mi vida se ha convertido en un indescriptible tormento. He caído en terribles pecados, ¿y por qué? Pues porque soy tentadora. Nadie, que no lo pueda experimentar personalmente, entenderá qué extraño es desde el punto de vista moral ser tentadora. Estoy harta. Voy a desfigurarme la cara, lo único es que no sé si Henryk podrá soportarlo.
-¡Ahora te reconozco! -exclamó con entusiasmo su marido-. Efectivamente, puede que Henryk se vuelva loco, pero en una situación tan desesperante como la nuestra hay que arriesgarse; además lo prepararemos adecuadamente. Y como prueba de que yo, tu marido, siempre me solidarizo contigo cuando se trata de una carga moral, también yo me desfiguraré la mía.
-La verdad es que no te va a costar mucho trabajo -dijo ella con una ironía mordaz.
Se dirigieron a sus habitaciones de donde poco tiempo después salieron dos monstruos. El barón abrazó y besó a su mujer.
-Ahora hay que preparar adecuadamente a Henryk para que resista este golpe. -Y escribió una carta:
Estimado Señor,
Con gran pesar debo informarle del terrible accidente de mi mujer. Uno de sus amantes, en un ataque de celos por otro admirador suyo que justo recientemente había dejado de ser platónico, la roció con ácido sulfúrico. La pobre ha perdido los encantos de los que tan vasto uso sabía hacer. Venga a verla. Nota bene, yo mismo, al rescatarla, he sufrido una terrible desfiguración.
-Hemos hecho lo que debíamos- declaró.
Parecía que Henryk iba a volverse loco, pero la noticia sobre la infidelidad de su amante le dio fuerzas. Sobrevivió a sus propios sentimientos, los cuales no pudieron aguantar aquel monstruoso espectáculo. En cambio, la baronesa comenzó a consumirse y en seguida se hizo patente que la causa de su anemia maligna era el amor hacia Henryk, que estalló en ella tras la ruptura con una fuerza impetuosa.
-¿Acaso pesa una maldición sobre mi hogar? -exclamó el barón-. ¡Ahora es ella que empieza!
La moribunda pidió ver a Henryk y los médicos apoyaron su deseo.
-Por el amor de Dios- musitó el barón a Henryk-, es capaz de morir con una declaración de amor pecaminoso en los labios.
-Te has vuelto loca -gritó a su mujer-. Yo en tu lugar me alegraría más bien de tener la consciencia limpia; parece que no te das cuenta de tu aspecto monstruoso; mientras tu amante, que solo ardía en deseos por este cuerpo, se burla y te desprecia desde que te desfiguraste por él. Rompe con todo eso, te pondrás bien y volverás al mundo de los principios.
-Esta vez no me dejaré tomar el pelo- respondió la baronesa y expiró.
Los dos hombres se quedaron a solas con el cadáver.
-Falleció como víctima del deber -dijo el barón-, lo hago a usted responsable de su muerte.
-Suya es su mujer y suyo es el cadáver- respondió el joven.

(1933) 
Witold Gombrowicz

18 de febrero de 2018

Aventuras, Witold Gombrowicz


Aventuras

En el mes de septiembre de 1930, mientras navegaba hacia El Cairo, me caí en las aguas del Mediterráneo. Caí con un ruido estentóreo, ya que el mar estaba perfectamente en calma y ni una sola ola rompía su superficie. Sin embargo, nadie advirtió mi caída sino hasta unos cuantos minutos más tarde, cuando la nave se había alejado ya casi kilómetro y medio. Cuando al fin se dio la orden de volver atrás y de dirigir el barco hacia mí, el capitán, nerviosísimo, ordenó la marcha a tal velocidad que el gigante pasó a mi lado sin poder detenerse y me hizo tragar, contra toda mi voluntad, una buena cantidad de agua salada. El navío volvió a dar la vuelta, pero también en esa ocasión pasó a mi lado con la velocidad de un tren a toda marcha y se detuvo demasiado lejos. La maniobra se repitió por lo menos diez veces con desconcertante obstinación. Entretanto, un gran yate privado se acercó y me recogió. Entonces mi barco, L’Orient, pudo reemprender tranquilamente su ruta.
El capitán del yate, que era también su propietario, me hizo atar y me encerró en un camarote, porque, mientras se cambiaba los zapatos, yo había dejado escapar una mirada de estupor a la vista de sus pies blancos. Aunque tenía el rostro blanco yo habría jurado que sus pies debían ser negros como el carbón. ¡Nada de eso! ¡Tenía los pies completamente blancos! Aquello bastó para que alimentara hacia mí un odio ilimitado. Comprendió que era yo la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. (La verdad sea dicha, se trataba de un mero pretexto.) Durante los ocho siguientes meses navegó sin parar, atravesó innumerables mares, deteniéndose sólo para proveerse de combustible, y durante todo ese tiempo se deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerme encerrado en un camarote oscuro donde podía disponer de mí a su antojo.
Por grande que fuera su odio, era natural que un día tuviera que desaparecer en los abismos de su poder sin límites y, si a pesar de todo decretó para mí una muerte cruel, no fue por hacerme sufrir sino para poder deleitarse él. Había calculado durante largo tiempo la manera que le permitiría disfrutar a mis expensas de placeres que, solo, no habría tenido el valor de experimentar. Algo así como el inglés que encerraba insectos en cajas de cerillas y las arrojaba a las cataratas del Niágara. Cuando fui conducido por fin al puente del yate, además de miedo, sentí nostalgia, pesar y gratitud… En efecto, he de admitir que aquel individuo había elegido para mí el tipo de muerte con el que yo había soñado desde niño. Con instrumentos especiales, de los que evitaré cualquier descripción, crearon un artefacto excepcional… Finalmente me encontré colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, lo suficientemente amplio como para poder mover brazos y piernas, pero demasiado pequeño como para poder cambiar de posición.
El cristal tenía un espesor de unos tres centímetros. No había una sola fisura ni un remiendo en toda la superficie. En un único extremo había un pequeño orificio por donde entraba el aire. Tomad un huevo enorme y perforadlo con una aguja, y ése será el huevo en que me encontraba metido, mientras el espacio del que disponía no era mayor que el reservado a un embrión de pollo.
El Negro me enseñó el mapa del océano Atlántico y señaló la posición de nuestro yate; nos encontrábamos cerca del centro del océano, entre España y la parte septentrional de México. El punto exacto en que la poderosa Corriente del Golfo, proveniente de América, se dirige hacia el Canal de la Mancha, la costa norte de Inglaterra y la Península Escandinava. En el mapa se veía sin embargo que, a una distancia de unas mil millas de Europa, la Corriente del Golfo se bifurca y que su componente meridional gira hacia el Sur, a la derecha, para continuar con el nombre de Corriente de las Canarias. A la altura del Senegal, la Corriente de las Canarias tuerce nuevamente hacia la derecha (es decir, hacia la izquierda en el mapa), llamándose entonces Corriente del Ecuador; la Corriente del Ecuador sigue hacia la derecha como Corriente de las Antillas, y al final la Corriente de las Antillas, tomando otra vez a la derecha, vuelve a reunirse con la Corriente del Golfo para recomenzar de nuevo toda la trayectoria. De esa manera las corrientes forman un círculo cerrado con un diámetro de mil quinientos a dos mil kilómetros. Si se os ocurre arrojar desde el puente de un navío un trozo de madera, tened la seguridad de que, al cabo de seis meses, tal vez de un año, tal vez de tres, las agitadas aguas del océano lo conducirán, siguiendo la ruta de Occidente, al mismo punto del que partió hacia Oriente.
—Serás arrojado al mar en el interior de este recipiente cristal —fue lo que en sustancia me dijo el Negro—, y ninguna tormenta será capaz de hacerte naufragar. Llevarás contigo un paquete con tres mil comprimidos de caldo, lo que quiere decir que, si tomaras uno al día, la ración te bastará para vivir diez años; tienes también a tu disposición un pequeño, pero infalible instrumento para destilar agua. La verdad es que el agua no va a faltarte nunca; tendrás más de la que vas a necesitar en el  curso de tu errante pasividad, tanto sobre las aguas como debajo de ellas; cuando finalmente exhales el último suspiro porque te lleguen a faltar las pastillas de caldo concentrado, tu cadáver continuará circulando por el camino trazado, flotando, flotando, flotando…
Me lanzaron, pues, a las aguas de océano. El huevo se hundió en un principio, pero más tarde emergió a la superficie… Aquel día soplaba un fuerte viento, no había sol, el mar estaba muy agitado, y la primera ola que me recibió me colocó sobre su espalda verduzca y espumante y durante unos instantes me condujo hacia las alturas, pesadamente… pero, después de haberme levantado, me hizo precipitar con estruendo hacia un abismo. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa. Sin embargo, tan pronto como volví a ver la confusa y opaca cúpula del cielo, el dedo amenazador de Dios sobre mi cabeza, una montaña vertical me lanzó al abismo acuático, esa vez sólo por un minuto. La tercera ola arrastró el huevo de cristal dulcemente por un periodo bastante prolongado, luego pasó sobre mí y, mientras me cubría, encontré un poco de calma en el fondo del valle. Pero llegó una cuarta ola, luego una quinta… ¡Y al fin estalló la tormenta! Gigantes deformes, monstruos jorobados me condujeron hasta cimas enloquecedoras para luego arrojarme al fondo del abismo. Y, naturalmente, no había probabilidad alguna de hundirme para siempre. El Negro debió de haberme seguido en su barco durante unas dos semanas… luego, evidentemente cansado y aburrido, tomó otro rumbo.
Según las recomendaciones que había recibido, cada día chupaba una pastilla de caldo concentrado y bebía el agua destilada por medio de una sonda de hule. De esa manera me fue dado absorber la nostalgia de todos aquellos que, sin poder lanzarse, contemplan el mar desde los altos puentes de los barcos sin poder participar en su juego. Y jamás pude establecer la menor ley que regularizara mi eterno movimiento, jamás fui capaz de adivinar si el agua me levantaría o me hundiría, si me azotaría por un costado o por el otro, así como tampoco lograba comprender cómo avanzaba a pesar de que sabía que me dirigía hacia Oriente. No había nada que no fueran montañas o valles marítimos, ruidos y espuma, muros de agua verticales, desencadenados, apresurados, abismos aterradores, masas que desaparecían debajo de mí, sin que supiera yo adónde, altísimas colinas, precipicios imprevistos, crestas que aparecían rápidamente para desaparecer de inmediato en una fuga precipitada, la vista de la cima y la del fondo, toda la actividad del océano. Finalmente abandoné la actitud de observador. En cierta ocasión, vi cómo un trozo de madera solitario, que durante varios días me había hecho compañía a cierta distancia, se alejaba lentamente y desaparecía en el espacio saturado de sal y niebla. Tuve entonces deseos de aullar dentro de mi huevo, porque comprendí que aquel leño se dirigía hacia las costas de Europa, en tanto que yo seguía la ruta meridional de la corriente rumbo a las islas Canarias, para permanecer por toda la eternidad flotando, flotando, flotando… en un círculo vicioso. El Negro había hecho sus cálculos a la perfección. Sin embargo, en vez de gritar, me puse a cantar, ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos me predisponía siempre al canto.
Un barco francés, que llevaba la bandera de la Sociedad Chargeurs Réunis, me atropelló, rompió el cristal del huevo y me rescató. Así terminó mi peregrinación. Pero eso ocurrió sólo unos años más tarde. Al desembarcar en Valparaíso, me dio inmediatamente por esconderme del Negro, pues estaba convencido de que me había seguido.
Que el Negro lograría darme caza era para mí evidente, y sólo por una razón: quien una vez ha disfrutado con otro como lo había hecho conmigo o, para expresarme mejor, quien una vez ha conocido el tipo de placer que él había obtenido de mí, nunca podrá ya renunciar, como el tigre que ha probado una vez carne humana. En efecto, al parecer, la carne humana contiene algo que no se encuentra en ninguna otra. Atravesé en la huida todo el continente americano y me dirigí hacia Occidente, y, finalmente, de todos los sitios de este mundo el que más seguro me pareció fue Islandia. Pero la mala suerte hizo que no pudiera resistir la mirada del aduanero de Reykjavik, y confesé mi culpa. Nunca había tratado de pasar nada de contrabando en ninguna frontera, siempre había mirado a los ojos a los funcionarios de aduana y siempre abría las maletas antes de que me lo pidieran. Siempre también recibía una frase de elogio del aduanero al cruzar una frontera. Pero, en aquella ocasión, mi conciencia turbia no logró resistir a una especie de reproche mudo que se ocultaba en la mirada del funcionario y admití que, a pesar de que mi equipaje no contenía ningún objeto prohibido por los reglamentos aduaneros, yo no estaba del todo libre de culpa, ya que trataba de pasarme a mí mismo de contrabando. El funcionario no me puso ninguna dificultad, pero es evidente que informó a quien debía hacerlo; dos días más tarde apareció el Negro y volvió a conducirme a su yate.
Y volví a encontrarme en un camarote, dando satisfacción a los desenfrenados caprichos del Negro. El yate no seguía ningún destino fijo, y no ahorraba carbón ni vapor. Él, entretanto, hacía conjeturas, entre un número infinito de posibilidades, sobre mi suerte y sobre qué punto del mapa debía reservarme. Yo aceptaba todo con la más absoluta calma, como si precisamente aquél fuera mi destino. Por otra parte, sabía cómo terminaría aquella aventura: no de una manera que me resultara del todo nueva y desconocida, sino por el contrario de una que yo conocía y que tal vez desde hacía muchos años había anhelado experimentar. Cuando, después de largos meses de prisión sofocante, pude respirar finalmente el fresco aire marítimo, vi que el puente de popa se plegaba bajo el peso de una enorme bola de acero (o más bien de un cono de acero) cuya forma recordaba un poco la de un obús.
Ese juguete debió de haberle costado por lo menos varios millones. Comprendí de pronto que aquel obús debía estar vacío, ya que de otra manera no podrían meterme en él. Y, en efecto, cuando abrieron una portezuela lateral y me arrojaron al interior, vi un pequeño saloncito. Precisamente reconocí aquel pequeño salón carente de adornos y de detalles superfluos como mí salón. A pesar de que las paredes del obús eran de un grosor inaudito, yo no había comprendido aún del todo las intenciones del Negro, y sólo cuando me dijo que nos encontrábamos en el océano Pacífico, en el punto exacto del abismo oceánico más profundo del mundo —17.000 metros—, comprendí… Sentí que el terror me helaba la nuca y la punta de los dedos, pero sonreí con las comisuras de la boca, saludando aquello que desde hacía tiempo me era conocido, aquello que de tiempo atrás me estaba destinado.
Así pues iba yo a ser el único ser humano que viviría el instante en que es posible percibir el ligero contacto de la materia con el fondo del mar, el único ser viviente que viviría su agonía en aquella región que ni siquiera los crustáceos resisten. El único que conocería de manera absoluta la oscuridad, la muerte, la desesperación. En fin, mi destino superaría al de todos los mortales en cuanto a unicidad. El Negro, por su parte, ardía en curiosidad (claro que no era el único) por saber que podría existir allá en el fondo del mar… y estaba obsesionado por la conciencia de que se trataba de una zona del mundo que siempre le estaría vedada, que aquella zona de piedra y de frío escapaba a su imperio y permanecía inmutable, ajena a su voluntad, en las profundidades, mientras él flotaba en las superficies. Nada de extraño, pues, que quisiera saber, y al día siguiente a la misma hora… al día siguiente, con toda seguridad, sabría que allá en el fondo, diecisiete kilómetros hacia abajo, yo estaría agonizando y que, sin dar señales exteriores de su propia emoción, poseería el secreto de los abismos.
Cuando me preparaba ya para entrar en mi tumba, resultó que, por culpa de un error de cálculo, el peso específico de la bola de acero estuvo mal calibrado y que, a pesar del espesor de las paredes, aquel instrumento no permanecía bajo la superficie del agua. El Negro ordenó entonces que soldaran un asa gigantesca, que engancharan en ella una cadena y que ataran un ancla a la cadena para que pudiera permanecer en el fondo. El peso del ancla fue calculado de modo que no redujera el tiempo del descenso al fondo del océano.
Por última vez el Negro me mostró el mapa: le importaba muy especialmente que, al morir, yo tuviera en los ojos el punto del planeta al que estaría atado para toda la eternidad. La portezuela se cerró a mis espaldas. La oscuridad se hizo definitiva. Después, una violenta sacudida… Fui arrojado al mar y comencé a descender. Debo confesar que todo lo que entonces viví fue muy diferente a cualquier cosa que hubiera podido suponer. En efecto, yo esperaba que se establecería cierto nexo con la realidad en aquel preciso instante, pero la oscuridad y el grosor de las paredes de acero hicieron que perdiera completamente la percepción psíquica de todo lo que estaba ocurriendo y que sólo supiera que caía, que me desplomaba, que me movía hacia abajo. Acurrucado en el suelo de acero, respiraba con dificultad. Al final del viaje de dos horas, sentí una ligera sacudida. ¡Qué emoción! Aquella sacudida significaba que había tocado fondo. Veía con los ojos de la imaginación oscilar aquella bola hasta encontrar la posición correcta. ¡Así que finalmente había llegado, tocaba fondo, el punto más secreto del Pacífico!... Estaba yo allí, y vivía… ¡y con una pierna lograba tocar mi otra pierna! Arriba, precisamente sobre mi cabeza, a una distancia de diecisiete kilómetros, el Negro. El Negro que se deleitaba con la idea de conocer finalmente aquel inaccesible fondo marítimo, de imponer su propio poder, de haber arrojado una sonda, de poder hollar aquel fondo helado y de poseerlo mediante mi tortura.
Mi tortura adquirió de pronto proporciones tan alucinantes que temí que todo se convirtiera en un demente delirio. En fin, tuve miedo de que se convirtiera en algo tan poco humano que el Negro no pudiera obtener de ella ningún provecho. No quiero entrar en detalles. Sólo añadiré que tan pronto como el obús se estabilizó en el fondo, la oscuridad, que desde el principio había sido total, aumentó aún más, tanto que sentí la necesidad de esconder el rostro entre las manos; una vez realizado este gesto, ya no me fue posible separar las manos de la cara; era como si se me hubieran quedado pegadas a ella. Además, mi estado de ánimo no resistía más aquella presión espantosa, aquella opresión, aquella tensión, y comencé a sofocarme (el aire era aún relativamente respirable en aquellos momentos, pero sentía que me ahogaba cada vez que respiraba, lo cual constituye la peor forma de asfixia). En aquella soledad mis movimientos de gusano parecían tan enormes en su inutilidad que tuve miedo de mí mismo, y el solo hecho de moverme me resultaba odioso. Mi personalidad deformada en aquella horrible fosa submarina se volvió diferente a lo que era a la luz del día o, si la expresión me es permitida, a la luz de la noche de allá arriba. ¡En qué cosa tan monstruosa se convirtió! La oscuridad total había despojado mi palidez de todo tono y expresión. Mi palidez se había refugiado en el interior de mí mismo, y se hizo ciega, muda, maniatada, diferente a cualquier otra palidez existente; se volvió igual a la de un espectro. También mis cabellos erizados, allí, en medio del acero, en el agua, eran tan espantosos como un grito… un grito que yo retenía con todas mis fuerzas, porque, si lo hubiera exhalado, habría enloquecido inmediatamente… y eso era precisamente lo que deseaba evitar.
¡Ah, cómo explicar en qué cosa terrible se convierte nuestro yo cuando se le transfiere a un ambiente que no es el suyo, o cuán inhumano se vuelve un hombre cuando se le utiliza como sonda, y cómo esa inhumanidad es peor que todo lo que el hombre puede imaginar! Pero no era de eso de lo que quería hablar… más bien hubiera querido describir cómo, a pesar de todo, logré liberarme de aquel peligro. Cuando ya no pude resistir más, comencé a dar golpes en todas direcciones, a saltar todo lo que me era posible, a patear con todas mis fuerzas las paredes (lo que, debo decir, formaba parte del programa del Negro, quien pacientemente esperaba allá en la superficie); comencé a empujar, a golpear el acero, a arañar, a contraerme, a crisparme, a volver a golpear en un intento de obtener algún resultado. Y aquella estéril locura debió de provocar algún movimiento, algún roce en el exterior. No sé si la cadena, arruinada por la herrumbre, se rompió, o si el gancho se escapó de una argolla de la cadena, o si el ancla mal colocada se zafó; el hecho es que en cierto momento se produjo la liberación, la salud, la respiración… la bola comenzó a ascender hacia la superficie, acelerando cada vez más su marcha y, unos minutos después, impulsado por una enorme presión, me vi lanzado al espacio, disparado como un proyectil, a más de un kilómetro de altura.
Poco después aquel obús era abierto por la tripulación del Halifax, un barco mercante. No sabía qué había pasado con el Negro. Es posible que, al caer al mar, la bola hubiera hecho pedazos su yate o, también, que, plenamente satisfecho de lo obtenido, se hubiese marchado tranquilamente… ¡a recordar! De cualquier modo durante mucho tiempo le perdí de vista. El Halifax hizo escala en el puerto de Pernambuco, de donde partí a Polonia a descansar.
En ese mismo periodo un gigantesco bólido cayó en el mar Caspio e hizo evaporar en un instante sus aguas. Un cielo de hinchadas nubes cubrió de pronto la tierra en todas direcciones, amenazando con producirse un segundo diluvio universal; de cuando en cuando, el sol lograba filtrarse a través de ellas e iluminar un trozo de tierra. Se produjo una gran consternación. Nadie sabía cómo hacer volver aquellas somnolientas nubes a su lecho natural sin que provocaran grandes daños. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una de ellas (precisamente la que se encontraba encima del lecho vacío del mar Caspio) en la parte más ventruda, más pesada de su cuerpo, allí donde el violeta se volvía más oscuro, y la nube comenzó a desaguar. Cuando se vació por completo, en el espacio azul que había quedado abierto, penetraron otras nubes y una tras otra, mecánicamente, automáticamente entregaron el agua y reconstituyeron el mar.
Volví a mi casa de campo, cerca de Sandomierz; descansaba, salía de caza, jugaba al bridge, visitaba a los vecinos… En una de las casas de los alrededores vivía una jovencita a quien con placer habría colocado el velo blanco y ceñido su cabeza con la corona de azahares. Todo era tranquilidad. El Negro, como he dicho, había desaparecido, tal vez hasta había dejado de existir, y el otoño se acercaba, las hojas caían, el aire cada vez más frío incitaba a las aventuras, a la nostalgia y a los placeres. Así, por mera diversión, comencé a construir un globo, tipo Montgolfier. Muy pronto mi globo quedó listo. La envoltura era de una tela especial impermeable, particularmente ligera y resistente, y flotaba gracias al aire caliente; la tela estaba cerrada en la parte inferior por un anillo de hierro, que permitía la existencia de una amplia plataforma. En la plataforma se introducía una sencilla lámpara de petróleo, que reposaba sobre sostenes de hierro unidos al anillo. Bastaba con encender la lámpara y subir un poco la mecha para que el globo se inflara y tendiese las cuerdas que lo unían a la cesta. La envoltura plegadiza del globo podía esconderse fácilmente en el granero, pero, cuando lo inflaba, lo cual requería cerca de una hora, su diámetro alcanzaba los treinta o cuarenta metros.
El modo más sencillo de resolver la mayor dificultad, o sea el empleo de una pequeña lámpara de petróleo para un globo de esas proporciones, se debía no tanto a mi capacidad técnica, sino a la alegre somnolencia que en ese tiempo se había apoderado de la Naturaleza. No negaré que, al subirme por primera vez a la cesta, tuve miedo del gigante que estaba tomando forma encima de mi cabeza… Sin embargo, se trataba de un gigante ligero, vacío en el interior y dócil como un niño.
Muchas satisfacciones me proporcionó tanto el hecho de calentar el balón como el de ver inflarse aquella enorme bola, tenderse las cuerdas, aumentar la elasticidad de la cobertura y alimentar la llama. De cualquier modo, debí esperar bastante tiempo antes de que la expansión del aire llegara al punto deseado. Pero, una vez que lo hubo logrado, el globo se movió con inesperada rapidez y comenzó a subir. La ascensión sólo terminó cuando el globo estuvo por encima de los árboles más altos de mi jardín. Un viento suave le hizo volar por encima de las casas de mis vecinos, lo cual constituía la meta de mis aspiraciones. Volé sobre el bosque y sobre el río, desde donde la población entusiasta me lanzaba jubilosos gritos y saludos, y, finalmente, me encontré a una altura de cincuenta metros, sobre el conocido patio, la terraza con columnas que tanto amaba. Apagué la mecha y el globo descendió suavemente hasta aterrizar en la hierba; a su lado, la casa parecía de juguete. ¡Qué estupor produjo mi aparición! ¡Qué de risas, bravos y cumplidos dirigidos a mi persona y a mi globo! ¡Nunca se había visto nada semejante! Interrumpieron la merienda para admirar mis hazañas, luego me invitaron a tomar café, queso y pastelillos, y, finalmente, admití en la cesta a un solo pasajero y volví a encender la mecha.
El placer físico de ese viaje provenía sobre todo del hecho de que el globo era algo enorme e hinchado, pero también de:

1) la posibilidad de viajar por encima de la cabeza de los demás, más allá del radio de acción de sus brazos extendidos;
2) la posibilidad de elevarme cuando encontraba un árbol o una casa y volver a descender después hacia tierra;
3) que el globo, aunque fuese en verdad gigantesco, era extrañamente sensible, silencioso y dócil a todos los caprichos del aire, y que el hombre en la cesta era exactamente como él y su alma se volvía tan infantil como la suya;
4) que la brisa, que a los demás les acaricia tan sólo las mejillas, nos empujaba a nosotros en el aire y nadie podía saber qué suerte nos deparaba la navegación en el espacio;
5) la ausencia de todo mecanismo, con excepción de una pequeña lámpara de petróleo… nada de gas, sólo tela, cuerdas, la cesta y nosotros en el aire, y
6) la maravillosa sombra que proyectábamos sobre la hierba.

La pasajera que tenía a mi lado me proporcionaba además una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. Sobre los prados, los campos y los bosques, por primera vez en la vida, perdía el juicio, y lo perdía cada vez más, mientras ella me escuchaba con tal atención que habría podido besar mil veces su pequeña, perspicaz y comprensiva oreja. A pesar de que es bien sabido que las mujeres dicen amar lo novelesco, no le conté nada sobre el Negro ni sobre mis otras aventuras… Me lo impidió una incomprensible vergüenza que me advertía que no debía hablar demasiado.
Llegó el día del cambio de anillos… Luego, empezó a acercarse también el de la boda. Durante todo aquel tiempo no pensé en cosas inconvenientes, alejé todos mis recuerdos, viví con el pensamiento puesto en ella y en el globo; comencé a vivir como si cada día fuera el primero, es decir que corría hacia el futuro, hacia el camino de la felicidad, despejado y tranquilo… ni siquiera padecía ya de pesadillas. Nunca… ninguna perversión… ni una mirada furtiva hacia aquello… que, para bien o para mal, en una época había sido mi realidad… y que luego desapareció… El abedul era el abedul; el pino, un pino; el sauce, un sauce. Y he aquí lo que entonces ocurrió: una semana antes de que la boda tuviera lugar en la iglesia de la localidad, cuando me sentía ya penetrado de ese secreto y jubiloso escalofrío prenupcial y todos me expresaban sus buenos deseos y sus felicitaciones, se me ocurrió hacer un paseo en globo durante una tormenta… Juro que no me animaba ninguna otra intención, ningún deseo inconveniente. Quería solamente disfrutar del vaivén provocado por la borrasca. Pero la tormenta me raptó con fuerza diabólica (posiblemente no se trataba del viento, sino del Negro en persona) y cuando, después de varias horas, con un gesto tan imprevisible como ominoso se levantó el telón del alba, no quise creer a mis ojos… Debajo de mí se agitaban las olas del Mar Amarillo.
Comprendí de inmediato que, en ese momento, algo se cerraba y que comenzaba… de nuevo… y… y… que debía enfrentarme a saber con qué chinerías… Me despedí para siempre de los abedules, los pinos, los sauces, así como de las mejillas y los ojos de mi amada, y dócilmente me abrí por entero a las pagodas contrahechas, a los bonzos, a las divinidades extrañas, a los mandarines y a los dragones. Cuando estaba por consumirse la última gota de petróleo en la lámpara, la cesta descendió en las riberas de un pequeño islote. De un bosque cercano salió un chino; al verme, lanzó un grito, comenzó a correr hacia mí, pero yo gesticulé y le di a entender que se detuviera. Era (naturalmente) un leproso. Se detuvo indeciso, me observó atentamente, emitió un sonido indefinible, semejante tal vez al del estupor; tocó con sus manos su piel pustulenta y me condujo hacia unas miserables cabañas que se veían a lo lejos. Continuaba observándome con atención, mientras yo no sabía explicarme el significado de esas miradas. Algo querrían decir… lo presentía… Al fin le seguí.
Cuando llegamos a la aldea, mi piel comenzó a gritar pidiendo auxilio, se contrajo, se crispó, se frunció, enloquecida de terror. Todos los habitantes de la aldea, sin excepción, eran leprosos: viejos, hombres, mujeres, jóvenes de ambos sexos, salvo algunos niños cuya piel tersa contrastaba violentamente con la de los demás. Se trataba de esa variante de la enfermedad, que, si no me equivoco, llaman lepra anaesthetica y a veces lepra elephantiasis; toda la piel de aquellos individuos era rugosa, purulenta, cubierta de excrecencias, hinchada, con manchas grises, blancuzcas o de un rojo sucio, cubierta de pústulas, grietas, granos y abscesos crónicos. Y aquellas personas no eran ni humildes ni reservadas como sus semejantes que en las ciudades asiáticas anuncian desde lejos con gritos su repugnante presencia. ¡Oh no, nada de eso! Necesario es decir que aquellas personas no tenían nada que ver con la modestia ni con la humildad. Todo lo contrario, me rodearon llenos de curiosidad y desvergüenza, me tendieron las manos con las uñas deformadas, hasta que me lancé contra ellos gritando y amenazándoles con los puños. Inmediatamente desaparecieron en sus cabañas. Abandoné al instante aquel pueblo, pero, cuando volví la cabeza, me di cuenta de que aquella chusma había vuelto a salir de sus cabañas y que me seguía a cierta distancia. Les amenacé con los puños en alto. Desaparecieron, pero un momento después volvieron a seguirme.
La isla ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados y puede decirse que estaba completamente desierta, y que buena parte de ella la ocupaba un espeso bosque. Caminé no demasiado aprisa, pero sin darme descanso, no demasiado nervioso, pero muy rígido, no demasiado amedrentado, pero acelerando cada vez más el paso… porque continuamente sentía detrás de mí la presencia de aquellos monstruos anhelantes. No quería volver a mirarles, más bien quería darles a entender que para mí no existían, que no les veía, y sólo mis espaldas me anunciaban su progresiva cercanía. Caminé, caminé, caminé en distintas direcciones, como un viajero, un turista, un explorador, por aquí, por allá, siempre de prisa, como un hombre cargado de ocupaciones, pero finalmente no supe ya hacia dónde dirigir mis pasos por haber recorrido todas las zonas no boscosas, y entonces, después de una pasajera duda, tomé un sendero y me interné en la espesura de la selva. Se acercaron demasiado…, caminaban a unos cuantos pasos de mí, oía sus susurros y el rumor de las ramas pisadas. Al ver una piel granulosa que se ocultaba detrás de un arbusto, di la vuelta violentamente hacia la izquierda; luego, cuando me pareció vislumbrar tras las lianas una mano en estado de elefantiasis avanzada, di un salto y fui a caer en un pequeño claro. Ellos, como siempre, seguían tras mis talones. Di un fuerte golpe con el pie en el suelo y se escondieron en medio de la maleza. Reanudé la marcha, pero de nuevo surgieron cual tropel de ratas, y sus murmullos, sus bromas, sus codazos se hicieron cada vez más atrevidos. Cada uno de mis pelos se había erizado como alambre de hierro. ¿Qué diablos querían de mí aquellos roñosos? ¿Qué querían? Las mujeres conocen esa sensación… Cuando una banda de vagabundos desenfrenados las importuna en la calle, siguiéndolas primero y luego permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces… hasta que ellas se ven obligadas a huir con la cabeza baja. Eso era exactamente lo que me estaba ocurriendo.
¿Qué deseaban? Aún no había comprendido, aún no comprendía la nueva idea, pero ya una amenaza había saltado a la vista. Pues bien, si se analizan las circunstancias en que fui raptado de mi casa de campo y trasladado a aquella isla, si se considera aquel escalofrío prenupcial, la iglesia, el velo blanco, no podía tratarse de otra cosa… En fin, era claro que yo les excitaba, les excitaba de una manera peculiar… Y si bien ignoraba la causa de esa excitación y no percibía el significado de sus exclamaciones, de sus risas, de sus turbias bromas, la obscenidad, la impudicia y la lubricidad eran evidentes, de eso no cabía duda alguna. Advertía en la voz de los monstruos machos esa dura brutalidad, y en la de los monstruos hembras esa diversión maliciosa que, en los humanos de todas las razas y todas las latitudes, no puede significar sino dos cosas: o inocencia o inmadurez. ¡Ah!, ¡hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez eso sí que no, por Dios, la lepra erótica no! Enloquecido comencé a huir y ellos, a seguirme, lanzando gritos horribles. Sólo que mi pánico me daba una ligereza que no les era fácil de imitar a sus pies deformados por la elefantiasis. Me escondí en la espesa fronda de un árbol, me armé de un fuerte garrote y juré romperle la cabeza al primero que se me acercara.
Poco a poco comencé a comprender aquella diabólica trama… el contenido diabólico de mi tortura… Descubría el complicado mecanismo de las posibilidades que había contribuido a realizar aquella pesadilla. Desde hacía doscientos o trescientos años ningún barco había anclado en las aguas de aquella isla, la habían olvidado como a menudo sucede con los pequeños islotes desérticos. Nadie en la isla había visto jamás a un extranjero. Bueno, ¿pero cómo interpretar esa lubricidad, esos gestos obscenos, esa terrible persecución y ese deseo de atacarme? Bah, no es difícil. Basta sumergirse en la psicología del alma negra que había organizado todo aquello (y ya para entonces disponía yo de una notable experiencia en ese terreno). Desde tiempos inmemoriales, desde hacía tres o tal vez cuatro generaciones, aquellos individuos habían contraído la lepra y a través de los años se habían acostumbrado a ella; la lepra formaba parte de la naturaleza humana… la leprosidad era a sus ojos algo del todo natural al género humano, igual que los colores a las mariposas; las excrecencias, algo tan natural como la cresta de un gallo. Imaginar a un hombre sin grietas ni pústulas era para ellos algo tan difícil como para nosotros imaginar a uno completamente carente de pelo. Y como aún no habían renunciado al amor, como sus hijos nacían sanos, como no se contaminaban sino más tarde y, como el momento en que su piel comenzaba a espesarse y a descomponerse coincidía con el de la pubertad, con los primeros besos y los primeros juegos amorosos, al verme con la piel ridículamente tersa, privada por completo de protuberancias, ridículamente suave, les parecía yo una especie de acróbata de rostro rojo (sí, debo insistir, para ellos las protuberancias, las bubas, las manchas, las grietas, las pústulas eran lo que los colores para las mariposas y lo que la barba para nosotros), y a eso se debía que pensaran lo que pensaban. Por eso se daban codazos, se burlaban y se burlaban. Por eso me persiguieron cuando advirtieron que les tenía miedo, que huía atemorizado y avergonzado; con suma alegría me arrojaron el horror de su madurez para poseer mi inocencia, basados en la misma diabólica ley que regula los juegos de los niños en la escuela.
Durante dos meses llevé en la isla una existencia de mono, escondiéndome en la cima de los árboles, en la cima de las palmeras. Los monstruos organizaban verdaderas partidas de caza en las que yo era la presa. Nada les divertía más que la vergüenza que me hacía huir del contacto físico con sus cuerpos. Se emboscaban entre arbustos, saltaban de improviso, me perseguían con jubilosos y lúbricos rugidos, y yo hubiese caído cien veces en sus celadas si no hubiera sido por el odor hircinus que sus cuerpos desprendían, por la torpeza de sus movimientos, y porque el valor desesperado que sentía multiplicaba mis fuerzas exiguas. Y, sobre todo, gracias a mi piel, a mi piel que sufría sin tregua, a mi piel sensibilizada, atemorizada, torturada, víctima permanente del pánico. No tenía otra cosa que no fuera la piel, con ella me acostaba y despertaba; ella era todo para mí.
Finalmente, por azar, descubrí unas cuantas botellas de petróleo, posiblemente provenientes de algún naufragio. Logré inflar nuevamente el globo y levantar el vuelo… Me preguntaba qué debía hacer yo cuando volviera a ver los abedules y los pinos y los ojos de la mujer amada. ¿Qué podía hacer con mi cuerpo terso, desprovisto de escamas y abscesos, sin ninguna protuberancia? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía yo, rosado e infantil, contemplar sus ojos?
Pero como no me era posible (¡no me era posible y basta!), abandoné todo aquello que me había abandonado a mí… Por otra parte, nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar. Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud hasta de quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar esos canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente. Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de sus fosas, presas del pánico, a las primeras horas de un amanecer brumoso.

Witold Gombrowicz
De Bakakaï

17 de febrero de 2018

Contra los poetas, Witold Gombrowicz


Contra los poetas, Witold Gombrowicz

Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante, ¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier
error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas
de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos..., ciertos experimentos científicos...
¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras
haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación; el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices,
para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me éncuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en
la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura.
Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar religioso, trata de  echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son
probablemente los que con más ahínco se postran de hinojos -rezan más que los otros- , son sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el hombre que es producto
exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son herméticos?
Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las casas campesinas pobres.
Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que defiende
obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que ; precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena... Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta, natural ni directa, sino en una
forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual desde el exterior pudiese
penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío.
Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los
únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del
mismo espíritu que ilumina a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben 'para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos,
por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el tono en
que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la humanidad
dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que ocurre cuando el espíritu
del gremio llega a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una vanilocuencia pomposa y
tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes elucubraciones poetizantes.
También es muy grande la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.
Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me seduce. Y por qué los poetas -que se han entregado totalmente a la Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad- se encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.
Pero aún tengo que refutar cierta acusación.
El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar desde este lado. Dirán: –¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las multitudes que asisten a nuestros
recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como son...
¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las ambiciones -nacionales u otras- que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que «el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No el arte nos encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien dudosos... Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos..., y no comprendemos..., sino que tratamos de comprender...
Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.
–Oh, hay tantos esnobs..., pero yo no soy un esnob, yo reconozco con franqueza cuando algo' no me gusta –dice esta ingenuidad y le parece que con esto todo queda arreglado.
Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no tienen nada que ver con la estética. ¿Pensáis que si en la escuela no nos hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde, tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto.
Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta. Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente, entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar  radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos: jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!
¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.


Witold Gombrowicz