15 de enero de 2018

Historia de una Blasfemia, Juan Jacobo Bajarlía

  HISTORIA DE UNA BLASFEMIA



Es posible que esta historia no sea original. No recuerdo si la leí o si acaso la concebí. Sólo puedo asegurar que no tiene semejanza con ese relato anónimo de la History of the Black Door, del siglo XVH, en el cual el protagonista le pide al Innominado el secreto para destruir el mundo. El blasfemo quedó fulminado. El Innominado apenas había esbozado una sonrisa. El indicio de un posible rictus.
En esta historia se invierten groseramente las actuaciones. El Innominado dialoga y hasta se muestra interesado por el protagonista. (Los griegos habrían dicho el agonista). Cuando llega Cun-Tai-Go le sonríe, pero el futuro blasfemo no queda fulminado.
–Sé que eres un hombre sabio –le dice el Innominado–. Pero no puedo quebrantar la ley. Todos nacen con un número determinado de palabras, cuyo guarismo invisible queda impreso en el paladar. Pronunciada la última palabra, el ser queda vaciado de su número vital y perece.
–Tú has impreso –responde Cun-Tai-Go– distintos guarismos. Algunos mueren al primer día de nacidos porque sólo has puesto en su paladar un número insuficiente de palabras. Otros, en plena juventud. Y algunos que no necesitan vivir porque no tienen nada que realizar, prolongan injustamente por años y años su vejez, su inútil permanencia en el mundo. Creo que eres injusto.
–¿Y qué es lo que te preocupa, Cun-Tai-Go, para modificar el número de palabras impreso en tu paladar?
–Sé que me faltan mil palabras y que después moriré.
Por eso vine a pedirte mil más para terminar un libro imperecedero. Las palabras que me das las he de ahorrar para decir lo necesario en mi vida vegetativa mientras me encierro para dar fin a la obra.
El Innominado pensó que se le pedía muy poco (mil palabras, acaso un instante). Y al pensarlo el Innominado, Cun-Tai-Go sintió que su paladar se llenaba de fuego. Sus ojos, de nuevas visiones.
El hombre sabio llegó a su casa. Pero tres días después regresó al recinto del Innominado. Estaba desorbitado, enloquecido. Más desnudo que el primer día. –¿A qué has venido, Cun-Tai-Go? –Mi paladar se está secando. El número de palabras que le has impreso está llegando a su fin y necesito, para terminar mi obra, que se concedan mil y una palabras más.
El Innominado observó esa ruina que declinaba vertiginosamente. Quebrantó la ley por segunda vez, y Cun-Tai-Go sintió que su cuerpo era un signo de sangre que ardía en el espacio. Entonces, con las mil y una palabras puso fin a su obra. Y cuando aquéllas se agotaron, quedó con los ojos rígidos. Nadie le oyó morir. Sólo el espacio. Acaso el aire desleído que bajaba de una zona nocturna bordada absurdamente por la luz de las galaxias.
Cuando Cun-Tai-Go compareció al juicio, el Innominado quiso saber por qué había pedido primero mil palabras y después mil y una.
Cun-Tai-Go, arrodillado, murmuró:
–Escribí un libro sobre tu naturaleza enigmática. Las primeras mil palabras me sirvieron para demostrar tu dimensión imprevisible. Las mil que siguieron, refirmaron tu ceguera y tu arbitrariedad. La última palabra que seguía a la número 1000 sólo contenía una voz: Perdón, porque sé que mi blasfemia necesitaba de tu magnanimidad y que al fin me perdonarías para justificar tu inconsistencia.
Así terminó la historia del blasfemo. Pero en un segundo avatar otro blasfemo sostuvo que Cun-Tai-Go fue el primer ángel de la rebelión, y que enfurecido el Innominado, aquél fue arrojado al infierno en el que después gobernó como Señor de las Tinieblas. Porque Cun-Tai-Go son tres palabras simbólicas que significan:
El-Que-Reina-Después-De-La-Luz-En
La-Luz-En-La-Profundidad-Inquebrantable-Del-Caos.


Juan Jacobo Bajarlía
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969) 

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