Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867 – París,
1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de
relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad
de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima
al simbolismo.
Jorge Luis Borges escribió que sus Vidas imaginarias
(1896) fueron el punto de partida de su narrativa.
EROSTRATO Incendiario, Marcel Schwob
La ciudad de Éfeso, donde nació Eróstrato, se extendía
por la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los
muelles del Panorma, desde donde se distinguía la línea brumosa de Samos sobre
un mar de un color intenso. Éfeso rebosaba de oro y telas, de lanas y rosas,
desde que los magnesios con sus perros de guerra y sus esclavos expertos en
lanzar venablos, fueron vencidos a orillas del Meandro después de que los
persas arruinaron a la espléndida Mileto. Era una ciudad voluptuosa, donde se
festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios
llevaban túnicas amórginas, transparentes, ropajes de lino hilado a la rueca de
color violeta púrpura y azafrán, sarápides amarillo manzana. blancos y rosados,
telas de Egipto color jacinto, con destellos de fuego y móviles matices marinos,
y calasiris de Persia, de apretado tejido, liviano, con un fondo escarlata de
granos de oro labrados como copelas.
Entre la montaña de Prion y un acantilado alto y abrupto,
se veía, a orillas del Caistro, el gran templo de Artemisa. Se tardó ciento
veinte años en construirlo. Rígidas pinturas decoraban sus salas internas, cuyo
techo era ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían, estaban
embadurnadas de minio. La sala de la diosa era pequeña y ovalada. En el medio,
se alzaba una prodigiosa piedra negra, cónica y brillante, marcada de dorados
lunares, que no era otra que Artemisa. El altar triangular esta-ba también
tallado en una losa oscura. Había otras mesas, hechas de piedra negra, con
agujeros que servían para que corriera la sangre de las víctimas. De los muros
colgaban anchas hojas de acero, con puño de oro, destinadas para el degüello, y
abundaban las cintas ensangrentadas en suelo pulido. La gran piedra oscura
tenía dos senos duros y puntiagudos. Así era la Artemisa de Éfeso. Su divinidad
se perdía en la noche de las tumbas egipcias, y había que adorarla de acuerdo a
los mitos persas. Poseía un tesoro encerrado en una especie de colmena pintada
de verde, cuya puerta piramidal estaba erizada de clavos de estaño. Allí, entre
los anillos, las grandes monedas y los rubíes, se encontraba el manuscrito de
Heráclito, que había proclamado el reino del fuego. El propio filósofo lo había
depositado en la base de la pirámide, mientras la construían.
La madre de Eróstrato era violenta y orgullosa. Nadie
supo quién fue su padre. Eróstrato declaró más tarde que era hijo del fuego.
Bajo la tetilla izquierda llevaba una marca en forma de medialuna que, cuando
lo torturaron, pareció encenderse. Aquellos que asistieron a su nacimiento
predijeron que estaba sometido a Artemisa. Era colérico y permaneció virgen. Su
rostro estaba corroído por líneas oscuras y el color de su piel era negruzco.
Ya le gustaba, desde la infancia, acercarse al pie del alto acantilado, cerca
del Artemision. Contemplaba desde allí las procesiones de ofrendas. Debido a
que se desconocía el origen de su raza, no pudo convertirse en sacerdote de la
diosa a la cual se creía destinado. El colegio sacerdotal tuvo que prohibirle
varias veces la entrada a la nave del templo, donde Eróstrato esperaba
descorrer el precioso y pesado velo que ocultaba a Artemisa. Llegó a sentir
odio y juró violar el secreto.
El nombre de Eróstrato no le parecía comparable con
ningún otro así como creía que su propia persona era superior a toda la
humanidad. Deseaba la gloria. Primero siguió a los filósofos que enseñaban la
doctrina de Heráclito, pero éstos ignoraban la parte secreta de ella, puesto
que estaba encerrada en la celdilla piramidal del tesoro de Artemisa. Eróstrato
sólo pudo conjeturar la doctrina del maestro. Lo endureció el desprecio por las
riquezas que lo rodeaban. Su repugnancia por el amor de las cortesanas era
extremada. Se creyó que reservaba su virginidad a la diosa. Pero Artemisa no se
apiadó de él. El colegio de la Gerubia, que custodiaba el templo, lo considero
peligroso. El sátrapa ordenó que lo exilaran a los suburbios, Vivió al pie del
Koressos en una gruta excavada por los antiguos. Desde allí acechaba, de noche,
las lámparas sagradas del Artemision. Hay quienes suponen que algunos persas
iniciados fueron hasta allí para conversar con él. Pero es más probable que su
destino se le revelara súbitamente.
En efecto, cuando lo torturaron, confesó que, de pronto,
había comprendido el sentido de la palabra de Heráclito: el camino de lo alto,
y por qué el filósofo había enseñado que el alma mejor es la más seca y la más
ardiente. Declaró que, en ese sentido, su alma era la más perfecta, y que había
querido proclamarlo. No dio otro motivo para su acción que la pasión por la
gloria y la alegría de oír mencionar su nombre. Dijo que sólo su reino hubiera
sido absoluto, puesto que no se le conocía padre alguno, Y que Eróstrato
hubiera sido coronado por Eróstrato, que él era hijo de su obra y que su obra
era la esencia del mundo: que habría si-do, a un mismo tiempo, rey, filósofo y
dios, único entre los hombres.
El año 356, en la
noche del 21 de julio, la luna no se mostraba en el cielo y el deseo de
Eróstrato había adquirido una fuerza inusitada: resolvió violar la cámara
secreta de Artemisa. Se deslizó, pues, por una quebrada hasta la orilla del
Caistro y subió las gradas del templo. Los sacerdotes de guardia dormían junto
a las lámparas sagradas. Eróstrato agarró una y entró en la nave.
El olor de aceite de nardo era intenso. Las negras
aristas del techo de ébano brillaban. El óvalo de la cámara estaba dividido por
la cortina tejida con hilo de oro y púrpura que ocul-taba a la diosa.
Eróstrato, jadeante de voluptuosidad, lo arrancó. Su lámpara iluminó el
terrible cono de senos erectos. Eróstrato los agarró con las dos manos y besó
ávidamente la piedra divina. Después dio la vuelta a la estatua y vio la
pirámide verde donde estaba oculto el tesoro. Asió los clavos de bronce de la
puertita y la arrancó. Hundió sus dedos entre las joyas vírgenes. Pero sólo se
apoderó del rollo de papiro donde Heráclito había inscrito sus versos. A la luz
de la lámpara sagrada los leyó y se enteró de todo.
Enseguida exclamó: "¡El fuego, el fuego!" Tomó
la cortina de Artemisa y acercó al paño inferior la mecha encendida. La tela
ardió primero lentamente; luego, debido a los vapores de aceite perfumado que
la impregnaban, la llama subió, azulada hacia el techo de ébano. El terrible
cono reflejó el incendio.
El fuego se enroscó a los capiteles de las columnas y
repto a lo largo de las bóvedas. Una tras otra, las placas de oro consagradas a
la poderosa diosa Artemisa cayeron desde sus suspensorios hasta las baldosas,
con un estruendo metálico. Luego el haz fulgurante estalló sobre el techo e
iluminó el acantilado. Las tejas de bronce cayeron. Eróstrato se irguió en
medio del resplandor clamando su nombre en la noche.
Todo el Artemision no fue más que un montón rojo en medio
de las tinieblas. Los guardias detuvieron al criminal. Lo amordazaron para que
dejara de gritar su nombre. Lo ataron y lo encerraron en los sótanos, durante
el incendio.
Artajerjes ordenó que lo torturaran. Eróstrato no quiso
confesar más que lo que se ha dicho. Las doce ciudades de Jonia prohibieron,
bajo pena de muerte, que se revelara el nombre de Eróstrato a las edades
futuras. Pero el rumor lo ha traído hasta nosotros. La noche en que Eróstrato
incendió el templo de Efeso vino al mundo Alejandro, rey de Macedonia.
Marcel Schwob
Vidas Imaginarias, Marcel Schwob, traducción de Eduardo
Paz Leston
CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA (1973)
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