18 de marzo de 2016

Sobre El Lobo Estepario (2° Parte), Hermann Hesse


Del «Epílogo a mis amigos»

 Sin embargo, el problema del hombre que envejece, la célebre tragicomedia del hombre de cincuenta años, no es en absoluto el único tema de estos versos. No sólo se trata de la reaparición de sus impulsos vitales, sino más bien de una de esas etapas de la vida, en las que el espíritu se cansa de sí mismo, se autodestrona y cede el sitio a la naturaleza, al caos, a lo animal. En mi vida han alternado siempre períodos de sublimación febril, de ascetismo dirigido hacia una espiritualización, con tiempos en que me entregaba a una sensualidad ingenua, infantil, insensata, o a la locura y al peligro... Yo entendía lo espiritual, en el sentido más amplio, mejor que lo sensual; a la hora de pensar o escribir podía competir con un cierto número de contemporáneos prestigiosos, en cambio bailando el «shimmy» y en las artes del vividor era un bárbaro, aunque sabía que estas artes también son valiosas y forman parte de la cultura.
 Con los años, y ahora que en realidad ya no me hace ilusión escribir cosas bonitas, y que sólo me impulsa a escribir un cierto amor apasionado y tardío por el conocimiento de mi propio yo y por la sinceridad, había que sacar a la luz de la conciencia y de la forma esta mitad de la vida oculta hasta ahora. No me fue fácil... Muchos de mis amigos me dijeron con toda claridad que mis últimos intentos en la vida y en la poesía eran desvarios irresponsables... Pero no se trata aquí de opiniones y actitudes; ¡para mí se trata de necesidades!

El lobo

 Nunca había hecho un invierno tan frío y tan largo en las montañas francesas. Desde hacía semanas el aire era claro, áspero y frío. Durante el día las amplias laderas nevadas se extendían interminables con su blancura mate bajo el deslumbrante cielo azul, de noche la luna pasaba por encima, clara y pequeña, una luna terrible, de helada, de brillo amarillo, cuya fuerte luz se volvía azul y sombría sobre la nieve y parecía la helada misma. Las gentes evitaban todos los caminos y especialmente las alturas; apáticas y malhumoradas permanecían en las cabanas del pueblo, cuyas ventanas rojas parecían por la noche turbias de humo a la luz azul de la luna y se apagaban pronto.
 Fue aquél un tiempo difícil para los animales de la región. Los más pequeños se helaron en gran número, también los pájaros sucumbieron a las heladas, y los consumidos cadáveres fueron el botín de halcones y lobos. Pero éstos también sufrieron terriblemente con la helada y el hambre. Vivían allí sólo algunas familias de lobos, y la necesidad les empujó a formar grupos más unidos. De día salían solos. Aquí y allá vagaba alguno por la nieve, delgado, hambriento y alerta, silencioso y huidizo como un fantasma. Su delgada sombra se deslizaba junto a él sobre la superficie nevada. Husmeando volvía el morro afilado al viento y emitía de vez en cuando un aullido seco, atormentado. Por la noche salían todos y se agrupaban con aullidos roncos alrededor de los pueblos. Allí el ganado y las aves estaban bien guardados y detrás de sólidas contraventanas esperaban las escopetas. Sólo de vez en cuando caía una presa pequeña, quizás un perro, y dos de la jauría ya habían muerto a tiros.
 Las heladas continuaron. A menudo los lobos permanecían tumbados en silencio, pensativos, calentándose los unos a los otros, escuchando angustiados la mortal soledad, hasta que uno, atormentado por los crueles sufrimientos del hambre, se levantaba de pronto con un bramido espantoso. Entonces los demás volvían su morro hacia él y temblando prorrumpían en aullidos terribles, amenazadores y lastimeros.
 Por fin la parte más pequeña de la manada decidió emigrar. A primeras horas de la mañana abandonaron sus guaridas, se reunieron y olfatearon excitados y asustados el aire helado. Luego echaron a andar deprisa y ordenadamente. Los que se quedaron atrás los miraron con grandes ojos vidriosos, caminaron unos cuantos pasos tras ellos, se detuvieron indecisos y perplejos y volvieron despacio a sus cuevas vacías.
 Los emigrantes se separaron a mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el Este, hacia el Jura Suizo, los otros siguieron hacia el Sur. Los tres eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente demacrados. El vientre claro, hundido, era delgado como una correa, en el pecho destacaban penosamente las costillas, las fauces estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. Los tres juntos penetraron profundamente en el Jura, capturaron al segundo día un carnero, al tercero un perro y un potro y por todas partes fueron perseguidos por el campesinado furioso. En la región, rica en pueblos y pequeñas ciudades, cundió el miedo y la alarma ante los desacostumbrados intrusos. Los trineos del correo fueron armados, nadie iba de un pueblo a otro sin escopeta. En aquella región desconocida, los tres animales se sentían, después de haber hecho tan buenas presas, temerosos y a gusto; se volvieron más audaces de lo que habían sido en sus territorios e irrumpieron de día en el establo de una granja. Mugidos de vacas, crepitar de vallas de madera que se astillan, ruido de cascos y un aliento caliente, ávido, llenaron el estrecho y cálido espacio. Pero esta vez se interpusieron los hombres. Se había puesto precio a los lobos, eso multiplicó el valor de los campesinos. Y mataron a dos lobos; a uno le pasó un tiro de escopeta.por el cuello, al otro le dieron muerte con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que cayó medio muerto en la nieve. Era el más joven y hermoso, un animal soberbio de enorme fuerza y formas ágiles. Largo tiempo permaneció tendido jadeando. Delante de sus ojos giraban círculos rojos de sangre y a ratos lanzaba un gemido silbante y dolorido. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo levantarse de nuevo. Entonces vio cuánto había corrido. Por ninguna parte se veían personas o casas. Cerca se erguía una gran montaña nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Como le atormentaba la sed, comió pequeños trozos de la costra helada de la nieve.
 Al otro lado de la montaña se encontró en seguida con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un bosque espeso de abetos. Luego caminó sigiloso alrededor de las vallas de los jardines siguiendo el olor de los establos calientes. No había nadie en la calle. Temeroso y ansioso miró entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza e intentó correr cuando sonó el segundo. Estaba herido. Su bajo vientre blanquecino estaba manchado en un lado de sangre que caía espesa en gruesas gotas. A pesar de todo logró escapar con grandes zancadas y alcanzar el bosque lejano. Allí esperó escuchando un momento y oyó voces y pasos que venían de dos lados. Lleno de miedo contempló la montaña. Era pendiente, con bosque, difícil de subir. Pero no tenía otra salida. Con respiración jadeante trepó por la ladera pendiente, mientras abajo se extendía un tumulto de blasfemias, órdenes y luces de linternas. Temblando, el lobo herido fue trepando por el bosque semioscuro de abetos, mientras la sangre caía lentamente de su costado.
 El frío había disminuido. El cielo del oeste estaba cubierto de neblina y parecía prometer una nevada.
 Por fin el agotado animal alcanzó la cima. Se encontraba sobre un gran campo de nieve, ligeramente inclinado, cerca de Mont Crosin, encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y atenazador procedente de la herida. Un aullido débil, enfermo, salió de su boca abierta, su corazón dolorido latía pesadamente y sentía la mano de la muerte como una carga inmensamente pesada. Un abeto solitario de anchas ramas lo atrajo, allí se sentó y se quedó mirando con ojos tristes la noche gris de nieve. Transcurrió media hora. Ahora caía una tenue luz roja sobre la nieve, 'extraña y suave. El lobo se levantó con un gemido y dirigió su hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que salía por el sudeste, gigantesca y roja como la sangre, elevándose lentamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que no había sido tan roja y tan grande. Con tristeza el animal moribundo contempló el disco lunar, y de nuevo un gemido débil salió a la noche, doloroso y apagado.
 Se acercaron luces y pasos. Campesinos con gruesos abrigos, cazadores y muchachos jóvenes con gorras de piel y toscas polainas avanzaban por la nieve. Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto el lobo moribundo, hicieron dos disparos y ambos fallaron. Vieron que ya estaba muñéndose y se lanzaron sobre él con palos y estacas. Ya no sintió nada.
 Con los miembros rotos lo bajaron hasta St. Immer. Reían, alardeaban, esperaban gozosos el aguardiente y el café, cantaban, blasfemaban. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la altiplanicie, ni la luna roja sobre el Chasseral cuya luz débil se quebraba en los cañones de sus escopetas, en la nieve, y en los ojos vidriosos del lobo muerto.

 En la colección «Traumfáhrte», vol. 6, página 445 de la edición alemana de Obras Completas existe una variante narrativa interesante.

 El contenido y el objetivo del «Steppenwolf» no son la crítica del tiempo, ni nerviosismos personales, sino Mozart y los inmortales. Pensaba acercárselos a los lectores, poniéndome yo completamente al descubierto —la respuesta ha sido el desprecio y el sarcasmo—. Los mismos lectores que tomaron a risa o atacaron al «Steppenwolf» estaban luego entusiasmados con «Goldmund», porque no transcurre hoy, no exige nada de ellos, y no les confronta con la cochambre de su propia vida y de su manera de pensar. Esa es, en mi opinión, la diferencia entre ambos libros; existe en el lector, no en mí.
 La misión del «Steppenwolf» era mostrar la falta de espiritualidad de las tendencias de nuestro tiempo y su efecto destructivo sobre el espíritu y el carácter superior, salvando algunos de los postulados «eternos» para mí. .Prescindí de las mascaradas y me puse al descubierto para poder ofrecer el escenario del libro en su totalidad y con autenticidad implacable: el alma de un ser con un talento y una cultura superiores al promedio, que sufre bajo su época pero que cree en valores intemporales. El lector alemán se ha divertido con el sufrimiento de Harry y le ha dado golpecitos en el hombro; ese ha sido todo el éxito del esfuerzo.
 (Carta, 1931 ó 1932)

 Usted ha descubierto en «Klingsor» la poesía que echa de menos en «Steppenwolf». Pero lo que sucede es que no ha sabido encontrarla allí. El «Steppenwolf» está construido con tanto rigor como un canon o una fuga, y le he dado forma hasta donde me ha sido posible. Juega e incluso baila. Pero la alegría con la que lo hace tiene sus fuentes de energía en un grado de frialdad y desesperación que Usted no conoce. No hay forma sin fe, y no hay fe sin desesperación previa, sin conocer antes (y también después) el caos.
 (Carta, 1932)

 Tome Usted del «Steppenwolf» lo que no es sólo crítica y problemática del tiempo: la fe en el sentido, en la inmortalidad. En «Morgenlandfahrt»
 («Viaje a Oriente») son los amantes y sirvientes. Es lo mismo. Cuanto menos creo en nuestro tiempo y más veo que la humanidad se estropea y se reseca, menos opongo a esta decadencia la revolución, y más creo en la magia del amor. Guardar silencio sobre lo que está en boca de todos, ya es algo. Sonreír sin hostilidad sobre personas e instituciones, luchar contra la falta de amor en el mundo con un poco más de amor en lo pequeño y privado: con mayor lealtad en el trabajo, con más paciencia, renunciando a ciertas venganzas baratas de la burla y la crítica: éstos son los pequeños caminos que se pueden seguir. Me alegro de haberlo escrito ya en el «Steppenwolf»: el mundo no ha sido nunca un paraíso, no es que antes fuera bueno y hoy sea un infierno, siempre, en todas las épocas, ha sido imperfecto y sucio y necesita para ser soportable y valioso, el amor y la fe.
 (Carta, 1933)

 En su última carta ha olvidado Usted por completo lo que le movió a escribirme y a lo que reaccioné en mis dos primeras contestaciones. Usted preguntaba si en el «Steppenwolf» yo tomaba algo en serio o si proponía simplemente un adormecimiento agradable en borracheras de opio. El hecho de que con mis libros y mi vida no haya conseguido que la gente comprenda que me tomo las cosas en serio, constituye para mí no sólo una desilusión personal, sino también una fundamental desilusión. Por su última carta veo, además, que también conoce «Siddhartha». Así que cuando estaba leyendo el «Steppenwolf» pensó quizás: quien ha escrito «Siddhartha», dice ahora al parecer todo lo contrario... El «Steppenwolf» no es materia adecuada para nuestra discusión, porque tiene un tema que Usted no conoce: la crisis vital del hombre que ronda los cincuenta años. De ahí vienen seguramente los malentendidos.
 (Carta, 1933)

 He seguido el dudoso camino de la confesión, hasta «Mongernlandfahrt»; en casi todos mis libros he dado testimonio más de mis debilidades y dificultades que de la fe que a pesar de aquéllas ha hecho posible y fortalecido mi vida.
 Si Usted pudiese emanciparse de sí mismo por una hora comprendería por ejemplo, que el «Steppenwolf» no trata únicamente de Haller, sino en la misma medida de Mozart y de los Inmortables. Y descubriría en mis relatos anteriores, en el «Knulp», en «Siddhartha», etc., una fe no formulada dogmáticamente, pero de todos modos una fe. He intentado formularla por primera vez poéticamente en «Morgenlandfahrt» y, de manera directa, en la poesía que figura al final de mi librito de poesías de la editorial Insel . Desde hace casi cuatro años estoy meditando un plan que me ha de conducir más lejos y que constituirá un testimonio más claro.
(Carta, 1935)

Lo siento, pero no le puedo explicar el «Steppenwolf». En el epílogo que publiqué hace algunos años en la edición de la «Büchergilde» ya esbocé lo que pretendía. Sin embargo, el problema que tiene que vencer Harry Haller no podrá nunca ser entendido en toda su complejidad por los lectores muy jóvenes. Tampoco es necesario. Usted ha podido comprobar por sí mismo que uno puede querer un libro y compenetrarse con él, aunque no pueda analizarlo exactamente. Usted ya ha encontrado el acceso al «Steppenwolf» y a todos mis libros, la comprensión se irá formando ella sola.
 Sin ánimo de darle lecciones, me permito un consejo: si otros rechazan un libro o una obra de arte que Usted ama, es inútil oponerse o querer defenderlos. Hay que dar la cara por su amor y no renegar de él, desde luego, pero no hay que discutir sobre el objeto de ese amor. No conduce a nada. Los libros de los poetas no necesitan explicaciones, ni defensa, son muy pacientes y pueden esperar, y si valen algo, pueden vivir más que todos los que discuten sobre ellos.
 (Carta, 1951)

Hermann Hesse



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