Agradeciendo, Carlos Castaneda del Libro El Lado activo
del infinito (1998)
"Recuerda que un guerrero no detiene jamas su
marcha" L. A. S.
Tácticas y estrategias para hacerle una trampa a la
máquina de nuestro cuerpo y de nuestro intelecto, para pasar los días y
combatir a nuestro principio de autosatisfacción que no nos deja quitar nuestra
importancia personal.
AGRADECIENDO, Carlos Castaneda del Libro El Lado activo
del infinito (1998)
Los guerreros viajeros no dejan cuentas pendientes dijo
don Juan.
¿A qué se refiere usted, don Juan? pregunté.
Es hora de que arregles algunas deudas que has contraído
durante tu vida dijo . No es que vayas a poder pagarlas por completo, no, pero
tienes que hacer un gesto. Tienes que hacer un pago de muestra para reparar,
para apaciguar al infinito. Me contaste de tus dos amigas que tanto estimabas,
Patricia Turner y Sandra Flanagan. Es hora de que vayas a encontrarlas y que
les hagas, a cada una, un regalo en el que gastes todo lo que tengas. Tienes
que hacer dos regalos que van a dejarte sin un céntimo. Ése es el gesto.
No tengo idea dónde están, don Juan dije, casi con humor
de protesta.
Ése es tu desafío, encontrarlas. En tu búsqueda, no vas a
dejar piedra sobre piedra. Lo que vas a intentar es algo muy sencillo, y a la
vez, casi imposible. Quieres cruzar el umbral de la deuda y en una barrida,
ponerte en libertad para continuar. Si no puedes cruzar el umbral, no hay
motivo para tratar de continuar conmigo.
Pero, ¿de dónde le vino la idea de esta faena para mí?
pregunté . ¿La inventó usted mismo porque lo cree apropiado?
Yo no invento nada dijo, como si nada . Conseguí esta
tarea del infinito mismo. No es fácil decirte todo esto. Si crees que me estoy
divirtiendo de maravilla con tus tribulaciones, estás en un error. El éxito de
tu misión me vale más a mí que a ti: Si fracasas, pierdes muy poco. ¿Qué? Tus
visitas conmigo. Vaya cosa. Pero yo te perdería a ti, y eso significa para mí o
perder la continuidad de mi linaje o la posibilidad de que tú lo cierres con
broche de oro.
Don Juan dejó de hablar. Siempre sabía cuándo tenía yo la
cabeza acalorada de pensamientos.
Te he dicho una y otra vez que los guerreros viajeros son
pragmáticos siguió . No están involucrados en sentimentalismo o nostalgia o
melancolía. Para los guerreros viajeros, sólo existe la lucha, y es una lucha
sin fin. Si crees que has venido aquí a encontrar paz, o que éste es un momento
de calma en tu vida, estás equivocado. Esta faena de pagar tus deudas no está
guiada por ninguna sensación que tú conozcas. Está guiada por el sentimiento
más puro, el sentimiento del guerrero viajero que está a punto de sumergirse en
el infinito, y que justo antes de hacerlo, se vuelve para dar las gracias a
aquellos que lo favorecieron.
Te tienes que enfrentar a esta tarea con toda la gravedad
que merece continuó . Es tu última parada antes de que te trague el infinito.
De hecho, si el guerrero-viajero no está en un estado sublime de ser, el
infinito no lo toca por nada del mundo. Así es, no te restrinjas, no te ahorres
ningún esfuerzo. Empuja, despiadada pero elegantemente, hasta el final.
Había conocido a las dos personas a quienes don Juan se
refería como las amigas que tanto estimaba, cuando asistía al colegio. Vivía en
un apartamento sobre el garaje de la casa que les pertenecía a los padres de
Patricia Turner. A cambio de cama y comida, les limpiaba la piscina, las hojas
del jardín, sacaba la basura y hacía el desayuno para Patricia y yo. También
hacía de «handyman» y de chófer. Llevaba a la señora Turner a hacer las compras
y compraba licor para el señor Turner, licor que tenía que meter en la casa a
escondidas y luego en su estudio.
Era un ejecutivo de aseguranzas, un bebedor solitario. Le
había prometido a su familia que jamás iba a volver a tocar una botella después
de algunos altercados serios a causa de su excesivo consumo. Me confesó que ya
no tomaba tanto, pero que de vez en cuando necesitaba una copa. Su estudio,
desde luego, le estaba vedado a todos, menos a mí. Mi obligación era entrar
allí para hacer la limpieza, pero lo que hacía en realidad era esconder sus
botellas dentro de una viga que parecía servir de apoyo a un arco del techo del
estudio, pero que estaba hueca. Tenía que meter las botellas a escondidas y sacar
las vacías también a escondidas y deshacerme de ellas en el mercado.
Patricia estudiaba teatro y música en el colegio y era
una cantante fabulosa. Su meta era llegar a cantar en las comedias musicales de
Broadway. Ni vale la pena decirlo, me enamoré locamente de Patricia Turner. Era
muy delgada, buena atleta, de pelo oscuro con facciones angulares y finas y me
llevaba una cabeza de estatura, mi máximo requisito para que una mujer me
alocara.
Parecía yo cumplir con una profunda necesidad en ella, la
necesidad de cuidar de alguien, sobre todo cuando se dio cuenta de que su papá
me tenía completa confianza. Se convirtió en mi mami. No podía ni abrir la boca
sin su consentimiento. Me vigilaba como un águila. Hasta me escribía mis
ensayos para el colegio, leía los libros de texto y me hacía resúmenes de las
lecturas. Y me encantaba, no porque quería que me cuidara; no creo que esa
necesidad alguna vez haya formado parte de mi cognición. Me deleitaba el hecho
que ella lo hiciera. Me deleitaba su compañía.
A diario me llevaba al cine. Tenía entradas gratis a
todos los teatros de Los Ángeles, pues se las regalaban a su padre algunos de
los ejecutivos de la industria cinematográfica. El señor Turner nunca las
utilizaba; sentía que no le correspondía a un hombre tan digno, tan importante,
utilizar pases gratis. Los dependientes del cine siempre hacían que los
poseedores de tales pases firmaran un recibo. A Patricia le importaba un pepino
firmar cosa alguna, pero algunas veces los maliciosos dependientes querían que
firmara el señor Turner y cuando yo lo hacía, no se satisfacían simplemente con
la firma. Exigían ver identificación. Uno de ellos, un joven descarado, hizo un
comentario que nos tendió de risa a él y a mí, pero que puso fúrica a Patricia.
Creo que usted es el señor Truhán me dijo con una de las
sonrisas más maliciosas que se pudiera uno imaginar , no el señor Turner.
Yo hubiera podido pasarlo por alto, pero luego nos
sometió a la profunda humillación de negarnos la entrada para Hércules, con
Steve Reeves.
Generalmente íbamos a todas partes acompañados por Sandra
Flanagan, la amiga íntima de Patricia que vivía al lado, con sus padres. Sandra
era totalmente lo opuesto de Patricia. Era igual de alta, pero de cara redonda,
de mejillas encarnadas y boca sensual; era más sana que un mapache. No se
interesaba para nada en el canto. Lo que le interesaban eran los placeres
sensuales del cuerpo. Podía comer y beber lo que fuera y digerirlo, y (la
característica que acabó conmigo) después de dejar limpio su plato hacía lo
mismo con el mío, cosa que siendo yo mañoso para comer, nunca había podido
hacer en toda mi vida. También era excelente atlética, pero de una manera sana
y fuerte. Daba golpes como un hombre y patadas como una mula.
Como acto de cortesía a Patricia, hacía los mismos
quehaceres para los padres de Sandra que los que hacía para los padres de ella:
limpiar la piscina, barrer las hojas, sacar la basura, y quemar los papeles y
la basura inflamable. Era la época cuando la contaminación del aire incrementó en
Los Ángeles a causa del uso de los incineradores.
Quizás fue por la proximidad, o por la gracia de esas dos
jóvenes, que terminé locamente enamorado de las dos.
Fui a pedirle consejos a un joven amigo mío
extraordinariamente extraño, Nicholas van Hooten. Tenía dos novias y vivía con
las dos, aparentemente muy feliz. Empezó dándome, me dijo, el consejo más
sencillo: cómo comportarse en un cine cuando tienes dos novias. Dijo que cuando
iba al cine con las dos, siempre enfocaba su atención sobre la que estaba a su
izquierda. Después de un rato, las dos se levantaban y se iban al baño y a su
regreso, cambiaban de asiento. Anna se sentaba donde Betty había estado y nadie
de los que los rodeaban se enteraban. Me aseguró que éste era el primer paso en
un largo proceso de entrenamiento para que las chicas aceptaran prosaicamente
la situación de tres. Nicholas era un poco cursi y usó la gastada expresión
francesa: ménage á trois.
Seguí sus consejos y fui a un cine de películas mudas en
la avenida Fairfax, con Patricia y Sandy. Senté a Patricia a mi izquierda y le
entregué toda mi atención. Fueron al baño y a su regreso les dije que cambiaran
de lugar. Empecé a hacer lo que me había aconsejado Nicholas van Hooten, pero
Patricia no iba a aguantar tal cosa. Se levantó y se salió del teatro,
ofendida, humillada y furiosa. Quería correr detrás de ella y disculparme, pero
Sandra me detuvo.
Deja que se vaya dijo con una sonrisa venenosa . Ya está
grande. Tiene dinero para tomar un taxi.
Caí en la trampa y me quedé en el teatro, besuqueando a
Sandra un poco nervioso y lleno de culpabilidad. Estaba besándola
apasionadamente cuando alguien me tiró hacia atrás por el cabello. La fila de
asientos estaba suelta y se volcó hacia atrás. Patricia la atleta saltó antes
de que los asientos donde nos encontrábamos sentados se cayeran sobre la fila
de atrás. Oí los gritos aterrados de dos personas que estaban sentadas al final
de la fila, junto al pasillo.
El consejo de Nicholas van Hooten no había valido una
pizca. Patricia, Sandra y yo regresamos a casa guardando absoluto silencio.
Emparchamos nuestras diferencias en medio de extrañísimas promesas, llantos,
todo. El resultado de nuestra relación a tres fue que al final casi nos
destruimos. No estábamos preparados para tal maniobra. No sabíamos resolver los
problemas de afecto, moralidad, obligación y de costumbres sociales. No podía
abandonar a una por la otra, y ellas no podían dejarme. Un día, al final de un
tremendo alboroto y de pura desesperación, los tres huimos en distintas direcciones,
para nunca jamás volvernos a ver. Me sentí devastado. Nada de lo que hacía
podía borrar el impacto que habían dejado en mi vida. Me fui de Los Ángeles y
me involucré en incontables cosas en un esfuerzo de apaciguar mi anhelo. Sin
exagerar en lo mínimo, puedo decir con toda sinceridad que caí en la boca del
infierno, creyendo que nunca volvería a salir. Si no hubiera sido por la
influencia que don Juan tuvo sobre mi vida y mi persona, nunca hubiera
sobrevivido mis demonios personales. Le dije a don Juan que sabía que lo que
había hecho estaba mal, que no tenía por qué haber involucrado a dos personas
tan maravillosas en tan sórdidos y estúpidos engaños con los que yo mismo no
podía lidiar.
Lo que había de malo dijo don Juan era que los tres eran
unos egomaniáticos perdidos. Tu importancia personal casi te destruyó. Si no
tienes importancia personal, sólo tienes sentimientos.
»Compláceme siguió , y haz el siguiente sencillo y
directo ejercicio que puede valerte el mundo: borra de tu memoria de esas dos
chicas cualquier declaración que te haces a ti mismo, como «Ella me dijo tal o
cual cosa, y gritó, ¡y la otra me gritó a MÍ!» y manténte al nivel de tus
sentimientos. Si no hubieras tenido tanta importancia personal, ¿qué te hubiera
quedado como residuo irreductible?
Mi amor incondicional por ellas dije, casi ahogándome.
¿Y es menos hoy de lo que era entonces? preguntó don
Juan.
No, don Juan, no lo es dije con toda sinceridad, y sentí
la misma punzada de angustia que me había perseguido durante años.
Esta vez, abrázalas desde tu silencio dijo . No seas un
pinche culo. Abrázalas totalmente por la última vez. Pero intenta que ésta sea
la última vez sobre la Tierra. Inténtalo desde tu oscuridad. Si vales lo que
pesas siguió , cuando les presentes tu regalo, harás un resumen de tu vida
entera dos veces. Actos de esta naturaleza hacen que los guerreros vuelen, los
convierte casi en vapor.
Siguiendo los dictámenes de don Juan, tomé la tarea a
pecho. Me di cuenta de que si no salía victorioso, don Juan no era el único que
iba a perder. Yo también perdería algo, y lo que perdería me era tan importante
como lo que don Juan había descrito como importante para él. Perdería mi
oportunidad de enfrentarme al infinito y ser consciente de ello.
El recuerdo de Patricia Turner y Sandra Flanagan me puso
en un terrible estado de ánimo. El sentimiento devastador de pérdida
irreparable que me había perseguido todos esos años estaba tan fresco como
siempre. Cuando don Juan exacerbó esos sentimientos, supe de hecho que hay
ciertas cosas que se quedan en uno, según él, por toda una vida y, quizás, más
allá. Tenía que encontrar a Patricia Turner y a Sandra Flanagan. La última
recomendación de don Juan fue que si las encontraba no podía quedarme con
ellas. Tendría tiempo solamente para expiarme, envolver a cada una con el
afecto que le tenía, sin la colérica voz de la recriminación, de la
autocompasión o de la egomanía.
Me embarqué en la colosal faena de averiguar qué les
había pasado, dónde estaban. Empecé por interrogar a las personas que habían
conocido a sus padres. Sus padres se habían ido de Los Ángeles y nadie podía
darme una idea de dónde encontrarlos. No había nadie con quién hablar. Pensé en
poner un anuncio personal en el periódico. Pero luego, pensé que a lo mejor ya
no vivían en California. Finalmente tuve que acudir a un detective. A través de
sus contactos con oficinas oficiales de documentos y quién sabe qué, las
localizó en un par de semanas.
Vivían en Nueva York, a poca distancia una de otra, eran
tan amigas como siempre. Fui a Nueva York y me enfrenté primero con Patricia
Turner. No había llegado a la categoría de estrella de Broadway, como había
soñado, pero formaba parte de una producción. No quise saber si era como actriz
o administradora. La visité en su oficina. No me dijo qué hacía. La sobresaltó
verme. Lo que hicimos fue sentarnos muy cerca, tomarnos de las manos y llorar.
Tampoco yo le dije qué hacía. Le dije que había venido a verla porque quería
darle un regalo que expresara mi agradecimiento, y que me embarcaría en un
viaje del cual no pensaba regresar.
¿Por qué estas palabras siniestras? me dijo aparentemente
muy preocupada . ¿Qué piensas hacer? ¿Estás enfermo? No lo pareces.
Fue una frase metafórica le aseguré . Regreso a
Sudamérica con la intención de hacer allí mi fortuna. La competencia es feroz y
las circunstancias duras, eso es todo. Si quiero lograrlo, voy a tener que
darle todo lo que tengo.
Pareció sentirse aliviada y me abrazó. Se veía igual,
sólo mucho más grande, mucho más poderosa, más madura, muy elegante. Le besé
las manos y me sobrevino un afecto abrumador. Don Juan tenía razón. Limpio de
recriminaciones, lo que me quedaba eran sólo sentimientos.
Quiero hacerte un regalo, Patricia Turner -dije-. Pídeme
lo que quieras y si tengo los medios, te lo compro.
¿Te ganaste la lotería? dijo y se rió . Lo maravilloso de
ti es que nunca tuviste nada y nunca lo tendrás. Sandra y yo hablamos de ti
casi todos los días. Te imaginamos estacionando coches, viviendo de las
mujeres, etc., etc. Lo siento, no nos podemos contener, pero todavía te amamos.
Insistí que me dijera lo que quería. Empezó a llorar y
reír a la vez.
¿Me vas a comprar un abrigo de visón? me preguntó entre
sollozos.
Le acaricié el cabello y dije que lo haría.
Se rió y me dio un golpecito de puño como siempre lo
hacía. Tenía que regresar al trabajo y nos despedimos después de prometerle que
regresaría a verla, pero que si no lo hacía, quería que comprendiera que la
fuerza de mi vida me llevaba por aquí y por allá; sin embargo, guardaría su
memoria en mí por el resto de mi vida y quizás más allá.
Sí regresé, pero fue solamente para ver, desde la
distancia, cómo le entregaban el abrigo de visón. Oí sus gritos de alegría.
Había acabado con esa parte de mi tarea. Me fui, pero no
me sentía ligero, vaporoso como había dicho don Juan. Había abierto una llaga
de antaño y había comenzado a sangrar. No llovía del todo afuera; había una
bruma que me llegaba hasta la médula.
En seguida fui a ver a Sandra Flanagan. Vivía en las
afueras de Nueva York, donde se llega por tren. Toqué a su puerta. Sandra la
abrió y me miró como si fuera un fantasma. Se le fue todo el color de la cara.
Estaba más hermosa que nunca, quizás porque estaba más llena y parecía del
tamaño de una casa.
¡Pero tú, tú, tú! balbuceó, no pudiendo articular mi
nombre.
Sollozó y pareció estar indignada, reprochándome por un
momento. No le di oportunidad de continuar: Mi silencio fue total. Terminó
afectándola. Me invitó a entrar y nos sentamos en su sala.
¿Qué estás haciendo aquí? dijo, ya más calmada . ¡No puedes
quedarte! ¡Soy una mujer casada! ¡Tengo tres hijos! Y soy feliz en mi
matrimonio.
Disparando las palabras como si salieran de una
ametralladora, me dijo que su marido era muy confiable, no de mucha
imaginación, pero un hombre bueno; que no era sensual, que ella debía tener
mucho cuidado porque se fatigaba fácilmente cuando hacían el amor, que él se
enfermaba fácilmente y que a veces por ese motivo faltaba al trabajo, pero que
había logrado darle tres hijos hermosos, y que después de haber nacido el tercero,
su marido, cuyo nombre parecía ser Herbert, había renunciado por completo. Ya
no funcionaba, pero a ella no le importaba.
Traté de tranquilizarla, asegurándole repetidas veces que
había ido a visitarla por un momento, que no era mi intención alterarle la vida
o molestarla de ninguna manera. Le describí lo difícil que había sido dar con
ella.
He venido a despedirme de ti dije y a decirte que eres el
amor de mi vida. Quiero hacerte un regalo, como símbolo de mi agradecimiento y
de mi afecto eterno.
Parecía haberla afectado profundamente. Me dio esa
sonrisa abierta como antes lo hacía. La separación de los dientes le daba un
aire de niña. Le dije que estaba más hermosa que nunca, lo cual para mí era la
verdad.
Se rió y dijo que se iba a poner a dieta y que si hubiera
sabido que venía a verla, lo hubiera hecho desde hacía tiempo. Pero que
empezaría ahora, y que la próxima vez que la viera la encontraría tan esbelta
como siempre había sido. Reiteró el horror de nuestra vida juntos y cuánto le
había afectado. Hasta había pensado, a pesar de ser católica devota, en
suicidarse, pero en sus hijos había encontrado el consuelo que necesitaba; lo
que habíamos hecho habían sido locuras de la juventud, que nunca pueden
borrarse, pero que pueden barrerse debajo de la alfombra.
Cuando le pregunté si había algún regalo que pudiera
hacerle como muestra de mi afecto y agradecimiento, se rió y dijo exactamente
lo que había dicho Patricia Turner: que ni tenía en qué orinar, ni nunca lo
tendría, porque así me habían hecho. Insistí en que me nombrara algo.
¿Me puedes comprar una camioneta en donde quepan todos
mis hijos? me dijo, riéndose . Quiero un Pontiac o un Oldsmobile con todo los
extras.
Lo dijo a sabiendas, porque en su corazón sabía que por
nada del mundo podía yo hacerle tal regalo. Pero lo hice.
Manejé el coche del vendedor, siguiéndolo cuando le
entregó la camioneta al día siguiente, y desde el coche estacionado donde
estaba yo escondido escuché su sorpresa; pero congruente con su ser sensual, su
sorpresa no fue una expresión de alegría. Fue una reacción corporal, un sollozo
de angustia, de confusión. Lloró, pero sabía que no lloraba por el regalo.
Expresaba un anhelo que tenía eco dentro de mí. Me caí en pedazos en el asiento
del coche.
A mi regreso por tren a Nueva York y en mi vuelo a Los
Ángeles, persistía el sentimiento de que se me estaba acabando la vida; se me
iba como la arena que trata uno de retener en la mano inútilmente, y no me
sentía ni cambiado ni liberado por haber dado las gracias y haberme despedido.
Al contrario, sentía el peso de ese extraño afecto más profundamente que nunca.
Quería ponerme a llorar. Lo que se me vino a la mente una y otra vez fueron los
títulos que mi amigo, Rodrigo Cummings, había inventado para los libros que
nunca fueron escritos. Se especializaba en escribir títulos. Su predilecto era
«Todos moriremos en Hollywood»; otro era «Nunca vamos a cambiar»; y mi
favorito, por el cual pagué diez dólares, era «De la vida y pecados de Rodrigo
Cummings». Todos esos títulos pasaron por mi mente. Yo era Rodrigo Cummings y
estaba atorado en el tiempo y el espacio y sí, amaba a dos mujeres más que la
vida misma, y eso nunca cambiaría. Y como mis amigos, moriría en Hollywood.
Le conté todo esto a don Juan en mi informe de lo que yo
consideraba mi seudo éxito. Lo descartó desvergonzadamente. Me dijo que lo que
sentía era simplemente el resultado de darle rienda suelta a mis sentimientos y
mi autocompasión, y que para despedirse y dar las gracias, y que para que valga
y se sostenga, los chamanes debían re hacerse a sí mismos.
Vence tu autocompasión ahora mismo me ordenó . Vence la
idea de que estás herido, y ¿qué te queda como residuo irreductible?
Lo que me quedaba como residuo irreductible era el
sentimiento de que les había hecho mi máximo regalo a las dos. No con el ánimo
de renovar nada, ni de hacerle daño a nadie, incluyendo a mí mismo, pero en el
verdadero espíritu del guerrero viajero cuya única virtud, me había dicho don
Juan, es mantener viva la memoria de lo que le haya afectado; cuya sola manera
de dar las gracias y despedirse era a través de este acto de magia: de guardar
en su silencio todo lo que ha amado.
Carlos Castaneda del Libro El
Lado activo del infinito (1998)
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