La última mujer que ame me seccionó el
pecho
con un abridor oxidado de latitas de
picadillo
dejando escapar la nostalgia, la tristeza,
la melancolía.
Abandonando rastros de chocolate por el
suelo,
cocinando un beso a punto de nieve para mi
mejilla.
La última mujer que ame me cerceno el pecho
con un abrelatas en forma de llave,
me abrió el pecho en forma de cruz
liberando los monstruos, los miedos, los
prejuicios
que agusanan mis pensamientos.
Esos monstruos que residen bien dentro
y escupen los reflejos de lo que no somos.
Esos miedos que me reembolsaron la
ingenuidad
de sentirse adoptados
e incluso hasta, a veces, seducidos,
y arrojarlos al fondo de las fosas comunes
que cavaron tus recuerdos.
La última mujer que ame me extirpo el corazón.
Cuando lo acarició no sentí fuerza en sus
manos,
y me las ofreció tan limpias que ni las
mire.
Esperé la estocada al costado de la duda
donde se abren las carnes sin ropa
y la punta de mi pecho se hacía una con su
labio.
Entonces me ahogué en su palabra,
y nunca más supe replicar a un silencio.
Jose Luis Colombini
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