En el final era el verbo
Como si fueran sombras de sombras que se
alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca
del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista
contra las puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un
color, que un suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al
reflejo que fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en
su lugar
nada que se confunda con su nombre desde la
piel hasta los huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como
en los pliegues de la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo
para sustituir los jardines
del edén
sobre las piedras del vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia
atrás
todos los alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas,
poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a
semejanza de otro abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones,
con su nido de víboras,
pero dispuesta a tejer y a destejer desde
su propio costado el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.
Extensiones sin límites plegadas bajo el
signo de un ala,
urdimbres como andrajos para dejar pasar el
soplo
alucinante de los dioses,
reversos donde el misterio se desnuda,
donde arroja uno a uno los sucesivos velos,
los sucesivos nombres,
sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la
rosa.
Yo velaba incrustada en el ardiente hielo,
en la hoguera escarchada,
traduciendo relámpagos, desenhebrando
dinastías de voces,
bajo un código tan indescifrable como el de
las estrellas o el de las hormigas.
Miraba las palabras al trasluz.
Veía desfilar sus oscuras progenies hasta
el final del verbo.
Quería descubrir a Dios por transparencia.
Olga Orozco
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