Ahora bien, en ese mundo de sangre trepidante de Girondo,
aturdido por el desborde de su propia vitalidad, el silencio, y su ámbito la
noche, adquieren una índole admonitoria, algo así como la insinuación de un
peligro, de una amenaza. En Veinte Poemas los dos “Nocturnos” se abren como una
grieta que puede desmoronarlo todo. Dos breves paréntesis, suficientes, sin
embargo, para introducir el desasosiego en esa fiesta de los sentidos, la
sensación de algo tenebroso y difuso, en acecho bajo el calor y la algarabía
diurna.
Cuando los ruidos del día se apagan, se perciben esos
otros ruidos de la sombra “como gritos extrangulados, como si se asfixiaran
dentro de las paredes” (V. 59), mucho más inquietantes que el trueno de la
acción, y que parecen proceder no del contorno sino del fondo mismo de la
conciencia, ese “trote de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón” (V.
59), o ese “canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar”
(V. 77).
En Veinte Poemas la muerte es todavía apenas un
presentimiento, como si se volviera la cabeza ante su sombra para mirar a otro
lado. Sólo se insinúa por un vago miedo, por cierta sensación de desamparo y
soledad que invade los “Nocturnos”. En Veinte Poemas no hay muerte aún, sino
sólo una aprensión confusa: “miedo de que las casas se despierten de pronto y
nos vean pasar”, cuando el diálogo con el mundo se ha cerrado de golpe, hasta
que “el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera con las
velas tendidas hacia un país mejor” (V. 77), con esa imagen del lecho como
barco, presente, con distintas formas, en la poesía de diversas latitudes, y
que de nuevo se repetirá en Persuasión de los días:
la cama que me espera
—el velamen tendido—
anclada en la penumbra (P. 300)
El escalofrío que recorre los “Nocturnos” de Veinte
poemas es sólo una nota de alerta. Más tarde, en los últimos libros, una
conciencia desgarradora de la muerte ocupará su sitio, lo invadirá todo. Por
ahora, aquí apenas ha introducido una nervadura de hielo.
Otro elemento siempre en suspensión en la atmósfera
poética de Girondo es la ternura. El mundo convulsivo donde se instala, está
impregnado de una ternura muy especial. No esa forma más tibia del amor, sino
la sublimación de éste, más allá de su contenido posesivo y egoísta. El trato
de Girondo con los seres y las cosas, su percepción grotesca de las mismas, no
se resuelve en crueldad sino en una ternura última por ellas, una inmensa
piedad hacia lo irrisorio, lo desechado, las formas de la frustración (el relato
de Interlunio está traspasado de una compasión minuciosa por todo el fracaso
humano).
Esa ternura no es evangélica, no nace de la humildad sino
de la avidez, de un amor inagotable a la vida, en todas sus dimensiones, de una
delicadeza natural para acercarse a los seres y a las cosas colocados en los
niveles inferiores, destituidos por las falsas jerarquías estéticas o sociales.
La ternura se convierte en una negación de esas falsas
escalas y envuelve en su halo a esas viejecitas “con sus gorritos de dormir”
(V. 54) que cruzan el primero de los Veinte poemas, o a ese “perro fracasado”,
maravilloso de sabiduría y renunciamiento, del cual se informa que “los perros
fracasados han perdido a su dueño por levantar la pata como una mandolina, el
pellejo les ha quedado demasiado grande, tienen una voz afónica, de
alcoholista, y son capaces de estirarse en un umbral para que los barran junto
con la basura” (V. 79), o a ese sapo de “vientre de canónigo” con el cual, sin
embargo, se mantienen las distancias, o a ese otro perro cotidiano “que
demuestra el milagro... que da ganas de hincarse” (P. 365). Incluso se extiende
hasta lo que está cargado por un máximo signo de negación: las sombras, lo que
nace de la opacidad de la materia, como carencia de luz, el doble impalpable de
las cosas: “A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el
espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran
tiempo de acurrucarse en los rincones” (V. 59). O bien, a la propia sombra
“quisiéramos acariciarla como un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera
en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a
nuestra casa, que todas las preocupaciones que tomamos con ella nos parecen
insuficientes” (E. 174).
Tales actitudes, reveladoras de una indiscriminada
entrega a la existencia, se suceden en toda la poesía de Girondo. El tema de
una comunión con todos los reinos de la naturaleza, con todas las formas de la
vida, reaparece a menudo en ella. Una especie de solidaridad universal teñida
por el humor: “A nadie se le ocurrirá dudar un solo instante de mi perfecta, de
mi absoluta solidaridad” (E. 200), “La solidaridad ya es un reflejo en mí, algo
tan inconsciente como la dilatación de las pupilas” (E. 200), “Nunca sigo un
cadáver / sin quedarme a su lado. / Cuando ponen un huevo, / yo también
cacareo” (P. 289).
En su grado máximo, esa solidaridad conduce al tema de
las metamorfosis. Expresión primitiva y ancestral de un poder mágico, tal idea
es significativa de un deseo de identificación total con el mundo, la esperanza
de abolir la oposición angustiosa del hombre y la naturaleza. Esta situación,
que Kafka y Michaux viven como una tortura (manifestación de la incomodidad
existencial del espíritu caído en la materia), en Girondo se expresa como un
estado de júbilo o placer: “voluptuosidad en paladear la siesta y los remansos
encarnado en un yacaré” (E. 186), o “¡Qué delicia la de metamorfosearse en
abejorro, la de sorber el polen de las rosas! ¡Qué voluptuosidad la de ser
tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente
que nos fecunda... y nos hace cosquillas!” (E. 187). Tales estados no tienen el
signo de una caída, sino de una ampliación, de una dimensión mayor del ser.
En el fondo de tal actitud hay un sentimiento de
participación en una totalidad cósmica: “La certidumbre del origen común de las
especies fortalece tanto nuestra memoria, que el límite de los reinos
desaparece y nos sentimos tan cerca de los herbívoros como de los cristalizados
o de los farináceos”. (E. 165.) Las fronteras dependen de un azar, de un
imponderable: “Un traspiés, / un olvido, / y acaso fueras mosca, / lechuga, /
cocodrilo.” (P. 319.) Un parentesco universal se establece con todos los elementos
y los seres, la participación de todo en todo:
Y el fervor,
la aquiescencia
del universo entero
para lograr tus poros,
esa hortiga,
esa piedra. (P. 319.)
Con la oscura conciencia de un viaje a través de
infinitos estratos, del yo filtrado por todos los elementos terrestres:
“Primero: ¿entre corales?
Después: ¿bajo la tierra?
Más cerca: ¿por los campos?
Ayer: ¿sobre los árboles?” (P. 340.)
Por último, cuando todas esas identificaciones, ese ciego
fanatismo de pertenecer a la tierra llega a su paroxismo, se quisiera nutrir de
ella misma: “Hay que agarrar la tierra, / calentita o helada, y / y comerla. /
¡Comerla!” (P. 363.)
Atento sólo a la autenticidad de su experiencia, por
encima del criterio de feo y bonito, la obra de Girondo, desde su libro
inicial, significa un desafío a todas las categorías convencionales. En ella se
suceden, distorsionadas por el humor, las más variadas representaciones de un
mundo energético, abierto a la aventura, a la inquietud permanente, a las más
cálidas relaciones del sueño y de las cosas, donde todos los muros son
transgresibles y todos los pájaros inseparables, y el sol conserva su fuerza
anterior al diluvio.
Tras Veinte poemas para leer en el tranvía queda un
itinerario de lugares que tiemblan por la refracción de la atmósfera. Los
casinos carnales hacen fabulosamente rico o cambian un collar de perlas por un
mordisco nocturno. Una humedad veneciana, tibia y suntuosa, cubre la piel de
los orangutanes en Río, en Dakar, en Sevilla. Por todos lados circulan tranvías
llenos de personajes que se entrechocan y se dilatan como aeróstatos, cubiertos
de ex votos y postales con paisajes en tamaño natural. Chicas de Flores, que
son también chicas de flores, cuyas nalgas remontan de una mitología de
familias, pasean por calles untadas con manteca, como la luna. Un guía proclama
frenéticamente todas las demasías de una existencia cuyos escaparates
reaparecen y huyen en una atmósfera giratoria, con una doble dosis de oxígeno,
de destellos inacabables.
En 1921 aparece Calcomanías. Tanto por su acento como por
su tema este libro prolonga a Veinte poemas. En vez de un viaje por el mundo es
un viaje por las piedras, la pasión, el fanatismo y el áspero vigor de España.
De una España de cuerno y velón. Lo anacrónico y lo vivo abren los ojos, con
una acuidad penetrante, para poner en acción una picaresca de la poesía.
La capacidad entusiasta de contemplar las cosas como una
revelación permanente se pone aquí de manifiesto en el gran número de
exclamaciones que jalonan sus páginas. Asombro del niño que ve por primera vez
la jirafa o la hormiga, de quien descubre un milagro en cada partícula de la
realidad. Pues no olvidemos que aún en la tensión angustiosa de En la
masmédula, aún bajo el signo de un pesimismo radical, la poesía de Girondo
sigue siendo una poesía de exaltación de todas las fuerzas vitales, el
testimonio de una pasión y una ansiedad por el mundo, que vuelve siempre a
tomar aliento para recrudecer, incluso para sumergirse en sus materias y sus
mutaciones. En los dos primeros libros ese fervor admirativo se muestra bajo la
forma más elemental: la exclamación, de la que apenas quedará rastros después
de Persuasión de los días. A veces provocada por la simple visión de una cosa
como si se asistiera a lo inaudito: “¡El mar!” (V. 58), “¡Terrazas!” (V. 66),
“¡Guitarras, mandolinas!” (V. 88), o bien por situaciones más complejas:
“¡Silencio que nos extravía las pupilas / y nos diafaniza la nariz!” (C. 95),
“¡Barrio de panaderos /que estudian para diablos!” (C. 109), “¡Ventanas con
aliento y labios de mujer!” (V. 73), “¡Cristos ensangrentados como caballos de
picador!”.
La significación de las enumeraciones en la literatura ha
sido dilucidada muchas veces como un procedimiento que al mismo tiempo que pone
al descubierto la heterogeneidad del mundo, al abolir su ordenación racional
—lejos, cerca, dentro, fuera, feo, lindo, etc.— señala la convivencia caótica
de las cosas. Lautréamont, en su célebre fórmula (aunque reducida a dos
términos) exige que las aproximaciones estén presididas por el azar. En las
enumeraciones frecuentes en las obras del primer período de Girondo, el azar no
interviene, pero la inesperada vecindad de los elementos que el poeta convoca
crea una promiscuidad grotesca: “Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta
en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que
terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un
escote y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar” (V. 76), o “Pasa
una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un
perro fracasado, con ojos de prostituta...” (V. 79), o esas otras de
Calcomanías, donde por la simple enumeración de los nombres de las imágenes
desacredita por completo su significación devota y obtiene de la lista un
efecto contrario, de gran farsa, como el de las dignidades anunciadas en algún
fastuoso “diner de têtes”:
“Pasa:
“El Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor y Nuestra
Señora del Dulce Nombre.
“El Santísimo Cristo de las Siete Palabras, y María
Santísima de los Remedios.
“El Santísimo Cristo de las Aguas, y Nuestra Señora del
Mayor Dolor.
“La Santísima Cena Sacramental, y Nuestra Señora del
Subterráneo...”, etc.
Espantapájaros (1932), marca otra faz de la poesía de
Girondo, hasta ese momento absorta en el fulgor de las apariencias, retozando
entre los decorados de la realidad inmediata. Su desplazamiento era horizontal.
Aquí en cambio comienza a ordenarse en el sentido de la verticalidad, se sitúa
entre la tierra y el sueño. En el caligrama que precede al texto, callado
homenaje a Apollinaire —Rimbaud y Apollinaire son los mayores “ancêtres” que
Girondo invocaba—, ese rumbo está inequívocamente señalado: “Y subo las
escaleras arriba, y bajo las escaleras abajo”. Doble viaje hacia la profundidad
y hacia la culminación del espíritu.
El acento cosmopolita en boga en la época (Cendrars,
Valé-ry-Larbaud, Apollinaire) tenía ecos en los dos libros iniciales, a través
de un temperamento excepcional. Pero todavía los decorados no habían sido
trascendidos, continuaban como una frontera, aunque de tanto en tanto su
autenticidad era puesta en duda: “La ciudad imita en cartón una ciudad de
pórfido” (V. 61), “Se respira una brisa de tarjeta postal” (V. 66). Y a menudo,
a pesar de la risa se deslizan a veces ciertas insinuaciones, como si las cosas
ocultaran una trampa: “El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto” (V.
55), las gaviotas “fingen el vuelo destrozado de un pedazo de papel blanco” (V.
57).
En Espantapájaros los protagonistas ya no son las cosas
sino los mecanismos psíquicos, los instintos, las situaciones de omnipotencia,
de agresividad, de sublimación, puestas en acción en textos de un lenguaje
expresionista, fáustico, en un clima del más riguroso humor poético. Aunque
está objetivada en situaciones concretas, expresada en imágenes significativas,
la temática parecería querer ejemplarizar, por lo definidos, algunos de los
movimientos fundamentales de ese fondo oscuro y turbulento del yo. Por
supuesto, no hay ningún designio en ello, son sólo contenidos latentes, pero
que se imponen bajo su tejido de parábolas del absurdo, de esa especie de
pequeños mitos que componen el libro.
A una gran distancia —como libertad de espíritu, magia y
riqueza conceptual— de la producción lírica de su tiempo en el país, con
Espantapájaros se instala en nuestras letras una gran obra de poesía en prosa,
que desdeña el verso y se sostiene solo por su propia naturaleza poética.
“En este libro admirable —ha dicho Ramón Gómez de la
Serna muchos años después— del que no ha hablado un solo crítico de las grandes
publicaciones, y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia
del talento irrespetuoso que es lo mejor del argentino.
“En Espantapájaros todas son invenciones de porvenir, y
lo inventado en este libro no tiene aún nombre. ¿Quién ha podido superar sus
imágenes? ¡Nadie! Es uno de los pocos libros que no recomendaré para los
colegios, pero que ayuda a vivir...”
Una agresividad vital recorre algunas de esas páginas
como una corriente de aire fresco, casi como un reflejo nacido de la salud: “A
patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores artificiales, con el
bicarbonato. A patadas con los depósitos de agua, con las mujeres preñadas, con
los tubos de ensayo”. Es la rebelión contra los valores establecidos, las
instituciones falsificadas, el arte, las familias, todo lo que merece ese golpe
de la poesía en busca del esplendor incontaminado de la vida.
Frecuentemente Girondo, de un libro a otro, suele retomar
ciertos temas, a veces literalmente, como un eco que se continúa. De nuevo
invoca ahora —y sin duda es una de las claves de toda su poesía— la pregunta
inserta en la carta-prólogo de Veinte poemas: “lo cotidiano... ¿no es una
manifestación admirable y modesta del absurdo?”, para responderse
definitivamente: “Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta de lo
absurdo, pero aunque Dios —reencarnado en algún saca-muelas— nos obligara a
localizar todas nuestras esperanzas en los escarbadientes, la vida no dejaría
de ser, por eso, una verdadera maravilla” (E. 191).
El absurdo surge del no-sentido de una realidad de
esencia impenetrable, el escándalo de una conciencia instalada en una
naturaleza opresora y sin solución. Absurdo de nacer y absurdo de morir. La más
alta poesía ha enfrentado siempre al ser con el espectáculo de su condición, y
surge incluso como el más alto desafío hacia el vertiginoso laberinto del
universo.
El humor, en sus diversos grados de furor, de sarcasmo,
de cinismo, de desesperación, es una manifestación de ese absurdo. La poesía
asume el absurdo y lo transforma en un elemento positivo, lo exorciza, lo
convierte en su propia substancia, de manera que el hombre deja de ser la
víctima para convertirse en testigo y juez. Por eso, aunque el gesto más
trivial de lo cotidiano se revele como una expresión del absurdo, “la vida no
dejaría por eso de ser una verdadera maravilla”. Se pone al descubierto la contextura
desconcertante de la existencia, pero la pasión de estar vivo, incluso como un
milagro de no-sentido, exalta la visión: “Cuando se tienen los nervios bien
templados el espectáculo más insignificante —una mujer que se detiene, un perro
que husmea una pared— resulta algo tan inefable...” (E. 192). Ese valor
axiomático de la vida es para Girondo irrefutable. ¿Qué salida queda? La nada o
la aceptación ciega de una situación impenetrable: “¿Comprendes? Yo tampoco. Yo
no comprendo nada” (P. 318). Como todo espíritu que se siente desgarrado por su
propio misterio, Girondo se refugia en el humor, en el absurdo: “Yo daré
mientras tanto tres vueltas de carnero” (P. 319).
La irreverencia hacia un orden —en todas las dimensiones—
al que se siente como opresivo, revela una íntima falta de adecuación a las
condiciones del mundo externo: “En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo,
los visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser introducidos en el
salón, se subían hasta el ombligo los faldones de la camisa” (E. 159). Todo
esto se produce de manera inexplicable, sin mencionarse el motivo, como si
fuera consecuencia natural de un estado de cosas sobreentendido. O también: “Si
por casualidad dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos
despierto, indefectiblemente sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de
hora, sin embargo, he tenido tiempo de extrangular a mis hermanos, de arrojarme
en algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de algún espinillo” (E.
167). O el asombro ante su propio cuerpo, ante su mano, que aparece gigantesca,
cruzada por “millares de ríos”, como si fuera la tierra misma a la que
estuviera ligado:
“sin explicarme cómo esa mano
es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirme”. (P.
297.)
Tal desacuerdo entre la conciencia y el mundo sólo puede
instaurar la angustia, el desorden, la catástrofe: “Así como hay hombres cuya
sola presencia resulta de una eficacia abortiva indiscutible, la mía provoca
accidentes a cada paso, ayuda al azar y rompe el equilibrio inestable de que
depende la existencia” (E. 194). En el misterioso hilo del destino ¿acaso cada
gesto no desencadena la catástrofe? ¿La más mínima volición no provoca una
serie infinita de causas y efectos de consecuencias imprevisibles? ¿No es esa
la condición misma de la existencia?: “Insensiblemente uno se habitúa a vivir
entre cadáveres desmenuzados y entre vidrios rotos...” Inferido por la
conciencia de una realidad catastrófica, el drama aparece por todas partes: “es
rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de
cucaracha” (E. 167). A tal punto: “Mi vida resulta así una preñez de
posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas
que se entrechocan y se destruyen mutuamente” (E. 172). Aun en la muerte (que
aquí sigue siendo humana) la catástrofe reaparece: “el menor ruidito: una uña,
un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende...” puede
desencadenarla. Y cuando por fin “cerramos los ojos despacito para que no se
oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el
sueño para siempre” (E. 178).
Precisamente el libro se cierra, hemos dicho, con un
extraordinario texto sobre el drama existencial que significa la conciencia de
la muerte. En un plano de humor kafkiano, en nombre de la vida, “para lograr
que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte” por el mundo, se
procede a su aniquilamiento. Refiriéndose a ese texto Aldo Pellegrini —quizás
el único autor que hasta ahora ha dedicado un estudio serio a la obra de
Girondo— nos dice: “Este último poema, obsesionado por la idea del aniquilamiento
y la inutilidad de todo, parece abrir las perspectivas del segundo período del
poeta, que se inicia con Persuasión de los días. Pero todo el libro revela un
escepticismo: el convencimiento de que vivimos en un mundo falso e inútil”.
Con Persuasión de los días vuelve a cambiar el tono. Ya
no son los movimientos y las significaciones del sueño y la imaginación lo que
se impone, sino un sentimiento de náusea. Las cosas pasan a segundo plano, como
borradas por el rechazo cada vez más intenso de un mundo deformado por el mal.
El título se hace admonitorio, pone énfasis en la dialéctica sombría del
tiempo. Los días deslizan su desolado argumento. De la elástica y abigarrada
corteza de Veinte poemas se ha llegado a la visión de un mundo degradado por la
miseria social y la miseria del espíritu. Se ha pasado de un universo físico a
un universo moral.
Persuasión de los días es el paso de la geografía a la
ética.
Una especie de amargo furor resuena en ciertos textos
como “Ejecutoria del miasma”, “Testimonial”, “Es la baba”, “Invitación al
vómito”, “Hay que compadecerlos”, “Hazaña” y “Lo que esperamos”. Por los
restantes, de tono menos apocalíptico, se abre paso el mismo antiguo
sentimiento deslumbrado de la vida, balanceado ahora entre el misterio y un
humor más severo.
El clima exasperado del libro nace de un estado de
acorralamiento. La insatisfacción de una exigencia de plenitud nunca cumplida,
antes dirigida exclusivamente a esa realidad exterior, donde el mar se
“empantana” (V. 53), se dirige ahora también contra el propio yo: “¡Azotadme! /
Merezco que me azoten... No me postré ante el barro, / ante el misterio
intacto” (P. 274). Sentimiento de culpa, expiación de no haber respondido con
la máxima posibilidad de sus dones a la gracia de la vida: “Pero dime / —si puedes—
/ ¿qué haces”, / allí, / sentado, / entre seres ficticios...?” (P. 311).
Poesía enfrentada a una dualidad torturante: el milagro
inaudito de la existencia permanentemente destituido por el hombre. Una belleza
minada, como la Venus Anadiomema de Rimbaud, símbolo eterno de este conflicto:
“horrorosamente bella de una úlcera en el ano”. Y ese malestar de la
insuficiencia y la degradación insiste una y otra vez con su denuncia, a la vez
colérica y prisionera: “Este clima de asfixia que impregna los pulmones” (P.
272), “esta nauseabunda iniquidad sin cauce” (P. 313), “la negra baba rancia”
(P. 291), “la iniquidad encinta” (P. 325), “las lenguas carcomidas por vocablos
hipócritas” (P. 351), “la impúdica mentira exhibiendo el trasero” (P. 359). Y
paralelamente, la vieja, eterna, irredimible fidelidad a la imagen solar de la
vida: “volver a sonreí ríe / a la vida que pasa...” (P. 356). Volver a la
inocencia de la naturaleza: “la tierra que se escapa / bajo los alambrados, /
con su olor a chinita, / a zorrino, / a fogata” (P. 363). Y la maravilla de
cada forma: “Este perro. / ¡Indescriptible! / ¡Único!” (P. 364).
Otro tema, ya presente en diversos momentos de la poesía
de Girondo y que adquiere aquí una amplitud mayor, es el del vuelo. Es sabido
que en toda obra literaria —y particularmente en poesía— aparte del sentido
semántico de las palabras, hay modos, situaciones, imágenes obsesivas,
construcciones, etc., de las cuales puede desprenderse una significación. Ahora
bien, consideramos que el tema del vuelo ocupa un lugar muy importante en la
obra de Girondo.
En su tan bello libro El aire y los sueños Gastón
Bachelard profundiza algunos de los contenidos más importantes del sueño de
volar y del psiquismo ascensional. Cita allí una frase de Nietzsche: “El que
enseñe a volar a los hombres del porvenir habrá desplazado todos los límites;
para él los límites mismos volarán por el aire: bautizará, pues, de nuevo a la
tierra, la llamará 'la leve'. Las barreras son para los que no saben volar”.
Declara que “al tomar conciencia de su fuerza ascensional el ser humano toma
conciencia de todo su destino”, y pasa revista a algunos de los contenidos
implícitos en la idea de vuelo, entre ellos la sensación de “aligeramiento”, es
decir, la transformación de un ser “pesado y confuso” que se torna “claro y
vibrante”. Establece, asimismo, que hay una moral de la altura y que ésta “no
es sólo moralizadora sino, por así decirlo, físicamente moral”. Por
consiguiente, “el que la busca, el que la imagina con todas las fuerzas de su
imaginación, reconoce que (la altura) es, materialmente, dinámicamente moral”.
En otras consideraciones establece que tanto la vida
emotiva como los valores morales “se jerarquizan según una verticalidad real en
el seno del psiquismo”. La caída no sería más que una ascensión al revés (la
verticalidad continúa). Dejando de lado la interpretación analítica ortodoxa de
los sueños de vuelo (símbolo del deseo voluptuoso) comprueba que el sueño de
vuelo “puede dejar huellas profundas en la imaginación despierta, por eso es
tan común en el ensueño y en los poemas”.
El vuelo es expresión de la atracción de la luz, del
cielo, cauce de los impulsos de espiritualidad y del deseo de pureza, y en él
se realiza uno de los actos capitales de la “mecánica de la ingravidez”: la
consubstanciación con el aire, el elemento fluido por excelencia. El vuelo
representa “la energía ascensional” y “la transfiguración del peso en luz”.
Para Blake —anota Bachelard— “el vuelo significa la libertad del mundo. Así el
dinamismo del aire se siente insultado por el pájaro prisionero”.
Sintomáticamente, la inolvidable casa de Girondo, poblada
de ídolos y telas, tapicerías de la lluvia, restos de naufragios y cultos
desaparecidos, y en cuyas cavernas se alineaban huacos, alcatraces, objetos
soñados, estremecidos de tanto en tanto por los trenes nocturnos de la vecina
estación Retiro, que cruzaban a través de las paredes, casi rozando la jarra de
piedra con agua para las ánimas colocada sobre una mesa, esa casa, digo, estaba
presidida, aparte del Espantapájaros guardián apostado en la entrada, por una
enorme imagen —pintada por él mismo—, de la Mujer Etérea en pleno vuelo.
Ese vuelo erótico atraviesa de uno a otro extremo el
primer texto de Espantapájaros: “Si no saben volar pierden el tiempo las que
pretenden seducirme”, y toda la fuerza ascensiorial del amor se lanza hacia el
cielo entre las piernas de plumas de María Luisa.
También es sintomático que el primero de los Veinte
poemas, donde se inicia toda su obra poética, contenga una clara alusión de
esta índole. Y eso en la imagen quizás más importante del poema y al principio
del mismo: “¡Barcas heridas en seco con las alas plegadas!” Aparte de la
asociación inmediata entre remos y alas, está la idea de “vuelo” de la barca
sobre las olas, siempre lanzada hacia la altura (o al abismo) por el movimiento
del mar. Pero el impulso vertical despliega su máxima virtualidad en Persuasión
de los días, donde el salto al vacío, una poética que trasciende y se remonta
sobre la cárcel y la materialidad física, anuncia el gran estremecimiento de En
la masmédula.
El primer poema del libro, en efecto, es “Vuelo sin
orillas”, un vuelo sin límites, una despedida, un adiós infinito: “Abandoné las
sombras, / las espesas paredes, los ruidos familiares... / para salir volando /
desesperadamente.” Hasta el último vestigio de una disolución cósmica en la que
ya no hay “ni vida, ni destino, / ni misterio, ni muerte”. Las alusiones al
vuelo, o a lo que vuela —nubes, viento, arena, astros, etc.—, son constantes.
La atracción del alto espacio se presenta con los más diversos matices: “¡el
horizonte! con sus briosos tordillos por el aire” (P. 278); “¿era yo, / por el
aire, / ya lejos de mis huesos...” (P. 286). Incluso hasta los propios
componentes del cuerpo emprenden vuelo: los nervios “se esparcen por el aire, /
se elevan hasta el cielo”. Además de la instantánea identificación: “Si
contemplo una nube / debo emprender el vuelo” (P. 288). Finalmente, todo
participa en ese dinamismo vertical: “Y el campo, las ciudades, / los árboles,
lo inmóvil, / rodando por el aire... / hacia el sol” (P. 304).
Está también esa mano, que se hincha como un globo “para
emerger, / de pronto, / en la más alta noche”, hasta cubrir todo el cielo (P.
296). Un coche muerto y un caballo “sobre las chimeneas, / en el aire” (P. 305)
después de llegar desde el otro extremo de la vertical: de “debajo del
asfalto”. Hay todo un tránsito, la propia existencia: “Del mar, a la montaña, /
por el aire, / en la tierra, /...dando vueltas, / girando” (P. 335), que
comienza con el impulso del salto en Veinte poemas: “Mi alegría, de zapatos de
goma, que me hace rebotar sóbrela arena” (V. 56).
Lo que habita el aire, asimismo, significa esa ansiedad
de ascensión, ese impulso de ala, que marca de un extremo a otro la obra de
Girondo, desde su primer itinerario terrestre hasta la incandescencia de En la
masmédula: Así el humo, las nubes, son también signos de esa dinámica: “con
vocación de polvo, de humareda, de olvido” (P. 286). El humo adquiere en
“Predilección evanescente” un carácter de fascinación enigmática: “Más que
nada, / que todo...” (P. 339). Y su movimiento ascendente aparece, incluso, fuertemente
acentuado por la disposición gráfica del poema, en el que los versos aparecen
escalonados y sueltos, en un gran espacio, como si echaran a volar. La misma
disposición —con el mismo sentido— tiene uno de los poemas más ilustrativos al
respecto de En la masmédula: “Plexilio” (M. 440), donde las definiciones de la
ingravidez son numerosas “egofluido”, “etervago”, “plespacio”, “nubífago”,
etc., y en el que no figura ya ni sombra de materia sino el puro dinamismo de
la fuga vertical. Por otra parte, en este aspecto, algunos poemas en
particular, por ejemplo los que integran “Tríptico”, (P. 285) tienen un
grafismo “vertical”, una delgadez que los lanza hacia arriba (lo contrario de
los poemas de la cólera, asentados sobre largos versos) y producen una
sensación total de ingravidez, acentuada por la falta casi total de elementos
materiales en ellos.
La caída como inversión del vuelo señala el otro extremo
de esta verticalidad obsesiva: “¡Abajo!” / “¡Más abajo!” / y seguía cayendo, /
dando vueltas / y vueltas” (P. 316) o “De pronto, sin el menor indicio, caemos
al vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que
aferrarse. La caída no tiene término” (E. 178). En la poesía de Girondo el
drama es el encuentro con la nada en los dos extremos de su trayectoria, hacia
arriba y hacia abajo. Tanto en “Vuelo sin orillas” como en el vuelo hacia abajo
de “Derrumbe” se traspasan todas las instancias del ser: “más allá del aliento,
de la luz, del recuerdo” (P. 317). “La parte positiva de la verticalidad
—señala Bachelard— se dinamiza en la altura” y considera la caída “comió la
nostalgia inexpiable de la altura”. Vemos, pues, que tales imágenes surgen de
un deseo de absoluto, de un irrenunciable impulso cenital.
Hemos visto, también, que los dos polos de la energía de
la verticalidad en Persuasión de los días desembocan en la nada. Ahora bien, en
el centro mismo del libro (y casi justo en su centro físico) como un foco
central, como un núcleo secreto en torno al cual todo se ordena, figuran dos
pequeños poemas, el primero, como la advertencia final de una terrible
Persuasión de los días dice: “Nada de nada: / es todo” (P. 332), y el segundo,
un estado de renunciamiento absoluto, que al llegar a la abolición misma del
yo, recobra, sin embargo, como en un reflujo, el contenido infinito del mundo:
“mientras dura el instante de eternidad que es todo” (P. 342).
Otro tema que se retoma de un libro a otro es el del
llanto. Presente en el texto 18 de Espantapájaros: “Llorar a lágrima viva,
llorar a chorros... llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorar dé amor, de
hastío, de alegría...”, etc. De allí, en casi idénticos términos, pasa a
Persuasión de los días. Sin embargo, en el tono de cada versión hay toda la
distancia que va de un libro a otro. En el primero, el humor es alegre,
grotesco: “Empaparnos el alma, la camiseta... Asistir a los cursos de
antropología llorando... festejar los cumpleaños familiares llorando”. En el
segundo es trágico: “Lloremos. ¡Sí! Lloremos / amargo llanto verde, /
substancias minerales...” (P. 354). Significativo del dolor y de la culpa, ese
río de llanto adquiere el carácter de un rito de purificación, la plenitud
asumida de la irrisión y el desamparo humano. No una queja romántica, sino
expresión del dolor existencial, nacido, más que de la condición de víctima, de
una exigencia de perfección moral que se siente incumplida, por el exceso mismo
de su dimensión. Sin embargo, los dos poemas finales del libro se abren como la
última nota de una desesperada dialéctica de la esperanza y de fe inútil en la
vida.
En 1946 Girondo publica una “plaquette” con un solo poema
Campo nuestro. Situado entre sus dos libros donde la angustia y el furor se
agudizan, el poema contrasta por su melancólica atmósfera nostálgica, como si
toda la tensión de Persuasión de los días se aflojara en un último instante de
paz antes de recrudecer en En la masmédula. Hay aquí algo como una patética
serenidad, esa especie de solemne tristeza que tiene el paisaje de la pampa al
que alude. El sentimiento de la nada, no obstante, vuelve a aparecer unido a la
imagen de la vaca, sin duda el animal totémico de Girondo, constantemente
invocado en su poesía. La vaca es la animalidad pura, pero que se interioriza,
la bestia de ternura infinita, como la que parece ahondar sus extraños y
alucinantes ojos. No es la animalidad agresiva del león, ni la alada del
pájaro. Es casi la encarnación de la calma orgánica, en una dimensión
monumental, la quietud rumiante, secreta. También en ese extraño y nocturno
relato de Interlunio, historia de un fracaso que trasciende su anécdota para
hacerse el relato mismo de la frustración, en el borde del mundo, en esas zonas
inciertas donde la ciudad termina ante la soledad del campo, aparece una vaca
fantasmal y materna, la conciliación con lo orgánico, con el ser manso y
sagrado, símbolo de la bondad, de la nutrición y de la tierra.
Con la aparición de En la masmédula, en 1956, el ciclo de
la poesía de Girondo penetra en el vértigo del espacio interior.
“Algunos de los elementos esbozados o presentes en los
libros anteriores, son forzados aquí a sobrepasar su gama” —dije en otra
oportunidad refiriéndome a esta obra. Y en efecto, hasta la estructura misma
del lenguaje sufre el impacto de la energía poética desencadenada en este libro
único. Al punto que las palabras mismas dejan de separarse individualmente para
fundirse en grupos, en otras unidades más complejas, especie de superpalabras
con significaciones múltiples y polivalentes, que proceden tanto de su sentido
semántico como de las asociaciones fonéticas que producen. Bloques de palabras
surgidas como una lava volcánica, en una masa ígnea, fundidas a una alta
temperatura, y cuya separación obedece ahora al ritmo, al impulso de la
necesidad expresiva que las aglutina, en vez de estar determinada por su propia
autonomía de sentido.
Pero esta situación inédita de las palabras en esta
poesía, no es fruto de un capricho, sino consecuencia de la intensidad de un
contenido que las fuerza a posibilidades de expresión insospechadas. Nace de un
verdadero estado de trance. Son el lenguaje del oráculo, que es el más alto
lenguaje de la poesía. “Lo que yo escribo es oráculo” —dice Rimbaud. La lengua
del oráculo es la que se anima con las emanaciones del abismo, la que capta y
traduce la dimensión trágica del ser ante el enigma de su destino.
La condición excepcional de los mecanismos de
comunicación verbal en En la masmédula nos obliga a detenernos más que en los
otros libros, en ciertos aspectos del lenguaje. A este respecto dice
Pellegrini: “En Girondo hay una verdadera sensualidad de la palabra como
sonido, pero más que eso todavía, una búsqueda de la secreta homología entre
sonido y significado. Esta homología supone una verdadera relación mágica,
según el principio de las correspondencias, que resulta paralela a la antigua
relación mágica entre forma visual y significado”. Desde siempre, en efecto, se
ha intuido que aparte del valor semántico de la palabra, puede haber una
relación entre sonido y significado. Es decir, que sin ser un signo
convencional, un elemento fonético puede tener una significación por similitud,
por asociaciones inconscientes, etc. Esta posibilidad de comunicación, que va
más allá de la captación intelectual del signo establecido, para actuar casi en
el plano de la sensación, Girondo la emplea con una certeza que da una fuerza
inusitada a su expresión. Al reunir la oscura significación fonética y la del
vocablo, dirigidas en un sentido único, el lector es envuelto en un sortilegio
verbal, donde la corriente poética se intensifica al extremo. Por ejemplo, en
los dos versos iniciales del libro, que instalan de inmediato en la angustiosa
sensación de un piso que se hunde: “No sólo / el fofo fondo”, hay una
simultánea significación de sentido y sonido. Por un lado, la idea evocada por
el signo: lo fofo, por el otro la grave acumulación de las o y la repetición
“fo-fo-fo... n” que sugiere un ruido sordo de hongos que revientan, de algo
esponjoso, blanduzco, donde se hunden los pasos. El mismo efecto de
significaciones extrarracionales, que desbordan y enriquecen constantemente el
enunciado, crea en todo el libro una especie de resonancia en la cual los
vocablos adquieren vibraciones que se prolongan más allá de su contenido
conceptual. Cada poema, cada frase de En la masmédula se presenta casi siempre
como una galaxia verbal. Su sentido no se tiende linealmente para ser captado
como a lo largo de un riel. Actúa más bien en remolino, un sismo psíquico sin
tregua en el que el intelecto y la sensibilidad son agitados al unísono con la
misma violencia, como en una atmósfera poética extrema que condicionara a su
intensidad todas las percepciones.
En el mismo sentido se debe consignar esta aseveración de
Michel Deguy: “La poesía desata, desfonda, perfora, disloca el laberinto de las
avenidas sonoras de la página: se la diría ocupada en detectar los ultrasonidos
de la lengua; y al mismo tiempo, a la manera de la música llamada concreta —esa
especie de generalización de la música que quiere hacer a la música coextensiva
a todo el universo de los ruidos— se abre a todas las lenguas, a todos los
idiomas. Para ella el sentido está ligado al sonido y es diferente de la
significación. El sonido mismo resulta signo; tenga o no significación en la
red de la comunicación humana o en el interior de tal disciplina... “[1] En En
la masmédula la comunicación llega al límite de sus posibilidades en el plano
racional, se torna sinfónica. Tanto el sentido como el ritmo, las asociaciones
fonéticas, la entonación, etc., se descargan en un impacto único. La expresión
arrasa con los mecanismos convencionales y se instala en lo más profundo de la
comunicación ontológica. En este libro de fórmulas rituales se juega una de las
aventuras más audaces de la poesía moderna.
Sentimos en él el jadeo, la danza alrededor del fuego, la
exaltación encantatoria de los poderes verbales.
Para la lingüística moderna las palabras, lejos de
considerarse como unidades últimas de sentido dentro del enunciado, se componen
de la reunión de dos o más unidades menores, y la forma en que éstas se agrupan
no obedecería a reglas absolutas, a tal punto que en ciertas lenguas esquimales
suponen la posibilidad de un idioma donde en vez de palabras sólo pudiera
fragmentarse el enunciado por frases. Girondo en En la masmédula, obedeciendo
instintivamente a mecanismos profundos del lenguaje, aglutina dos o tres
palabras para formar una especie de supervocablos, como si éstos se contrajeran
y concentraran en un punto imantado por todas las energías de la elipsis para
crear realidades nuevas.
[1] Michel Deguy, Actes.
Girondo obliga, para seguirlo, a beber el agua con la
mano —he dicho en otra ocasión. La expresividad de su última poesía se recibe
como un vaho, un tufo de cosas y cuerpos empapados por el aliento original.
Instalado en la noche de los presagios, es la suya una poesía cuyas fuerzas
internas imponen, con absoluto despotismo, los rasgos de la forma. El lenguaje
se precipita en estado de erupción, los vocablos se funden entre sí, se
copulan, se yuxtaponen, combinando seres y formas en una especie de Jardín de
las Delicias. De tales simbiosis surgen visiones inéditas, síntesis de especies
y reinos, sonidos guturales que adquieren de pronto una significación prelógica
(“metafisirrata”, “erofrote”, “agrinsomnes”, “egogorgo”, “olaveca-bracobra”...
etc.)
A menudo también la sintaxis entra en combustión. No es
el pan de los monos lo que nutre esas frases. Pero en ellas, paradójicamente,
retumba el eco rotundo y clásico del idioma.
Tal experiencia impone una jerarquía distinta. Somete por
un sortilegio, en el sentido más literal del término. Por un hechizo que se
extiende más allá de las zonas lúcidas de la mente. Fórmulas mágicas como “en
los lunihemisferios de reflujos de coágulos de espuma de medusas de arena de
los senos” (M. 410), donde por una contracción y multiplicidad de asociaciones
táctiles, visuales, térmicas, de innumerables resonancias, se sugiere la
blancura, la redondez lunar, la suavidad de arena (y tibieza de la arena al
sol), la delicadeza de la espuma, la calidad hipnótica de la medusa como
atributo de fascinación de los senos. O “las agrinsomnes dragas hambrientas del
ahora con su limo de nada” (M. 404), con la difusa sensación de chirrido agrio,
que es al mismo tiempo insomnio y signo de la acción de la draga. Introducirse
en esta poesía es penetrar a la profundidad del ser, hasta sus últimos límites.
De ella se alza el sentimiento de una insatisfacción existencial, sentimiento
de la miseria de una existencia rebajada donde las cosas adolecen perpetuamente
de una falta de totalidad, se debaten entre los sub y los ex (no alcanzan su
plenitud o la han perdido) para presentarse sólo como carencia o fuga:
“subsobo”, “subánimas”, “subósculos”, “subsueños”, “exellas”, “exotro”,
“exnúbiles”, etc. Sentimiento de la condición lacerada del yo en lo más íntimo
de su núcleo orgánico, entre el latido atronador del cuerpo, en “lo fugaz
perpetuo”.
La poesía de En la masmédula es el estremecimiento de las
más desamparadas y desafiantes energías humanas enfrentadas al absurdo y a la
presencia total de la nada. Es, si los hay, un libro trágico. Seguir ahora cada
uno de sus temas, profundizar en su contenido existencial, excedería en mucho
las proporciones de estas notas. Sólo quiero señalar que desde el fondo mismo
de ese viaje a las grandes profundidades que es toda su lectura, cuando ya todo
el paisaje adorable de la piel ha sido trascendido, cuando ya todo el sueño
multicolor de los sentidos del mundo ha revelado su raíz desolada, surge en lo
más oscuro de la noche esa imagen astral: “Pero la luna intacta es un lago de
senos que se bañan tomados de la mano”, de la que trasciende una desolación
dulce, la expresión de una tristeza cósmica que hace resplandecer, sin embargo,
toda la belleza humana en lo inaccesible del sueño y de lo infinito.
Porque pese al pesimismo radical de estos poemas, en su
aparente negación hay un desafío. Tal negación convierte, precisamente por la
orgullosa avidez de absoluto que la origina, en una incitación a exigir de cada
vida su más profundo contenido. La mirada que recorre las cosas en ellos no es
la mirada de la complacencia o de la placidez, sino la que interroga el corazón
de cada esfinge cotidiana, la que exige a cada cosa y a cada hombre sus
posibilidades extremas de incandescencia y de furor. Poesía que practica las
mis hondas incisiones en “la piel de la realidad”, pero que sabe extraer de sus
grandes “noes”, de sus “islas sólo de sangre”, un sol de médula viva, una gota
del agua redentora del diluvio.
Poesía de bisonte astral de Alta-mira, poesía
conjuratoria como jamás se ha pronunciado en este país. Poesía posesa
pura como una gárgola de fauces de neurona fosforescente
para el agua de, las cavernas
poesía Oliverio poesía mortal famélica anatómica
intercostal incandescente en lo más hondo del cielo del alma un humo de
“ascuacanes”.
poesía fosfato destinada a la formación de un sentimiento
intraorgánico llena de cráteres genitales de plexos y constelaciones núcleos
delicados y terribles.
Y ahora recuerdo una curtiembre de la Boca y un cuero de
toro sobre las piedras cuero de bestia despellejada con sus dos lados tan
absolutamente tiernos: uno de pelos, el otro sangriento de trofeo de sioux
arrojado junto a los barcos. He oído decir que antaño a ciertas personas las
metían dentro de un saco hecho con un cuero fresco que al resecarse las iba
oprimiendo hasta lo intolerable. Necesariamente la poesía debía nacer de tales
circunstancias.
Como experiencia de lenguaje no existe en español un libro comparable. Vallejo, en Trilce, realiza un intento en cierto modo semejante, pero su tentativa queda a mitad de camino. Sólo en un reducido número de los poemas que integran ese libro consigue, en algunos momentos, hacer estallar el lenguaje, forzarlo a penetrar en zonas casi inexpresables de la subjetividad y el sentimiento, pero el resto obedece a formas tradicionales. Como muy bien lo señala André Coyné, el resultado en Trilce es discontinuo, pues “Vallejo no intenta construirse con los escombros del lenguaje común un lenguaje propio”[1]. En cambio, En la masmédula es un todo orgánico, allí Girondo se instala en un universo verbal cuyas leyes impone pero cuyos elementos poseen, sin embargo, una irradiación paroxística y un extraordinario poder comunicativo.
Por tales razones En la masmédula es el acontecimiento puro, sin parangón ni referencia, no sólo en las letras argentinas sino en la dimensión del idioma. Es por completo insólito y quedará siempre solitario e imprevisible, pues no hay nada que lo prefigurara o lo anunciara, del mismo modo que quedará siempre único, pues es imposible continuarlo.
Libro de un temblor vital estremecedor, arroja al lector a la poesía del abismo, en un plano de revelación del ser, con la misma intensidad metafísica y la misma desgarradora dimensión humana de los textos de Artaud.
[1] André Coyné, César Vallejo, edit. Nueva Visión, 1968.
En la masmédula Girondo se ha adelantado demasiado a la poesía de su tiempo como para que las perspectivas que descubre puedan ser recorridas aún en toda su dimensión. Su aparición fue recibida con el silencio reticente de la estulticia, cuando no con los balbuceos desorientados de quienes imaginan reducir la envergadura de una obra excepcional a su propia incapacidad de acceder a la poesía. De todos modos, el reverbero que emana de sus páginas es una de esas altísimas posibilidades —que sólo la poesía otorga— de conexión con ese punto central del espíritu donde el espacio humano y el espacio cósmico se funden en una ecuación vertiginosa.
Enrique Molina, Mayo, 1968.
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