El lío con la poesía, Charles Simic
Lo único para lo que siempre ha sido buena la poesía es
para hacer que los niños odien la escuela y brinquen de alegría el día que no tengan que
ver más otro poema. Todo el mundo entero coincide en ello. Nadie en su juicio, jamás, lee
poesía. Incluso entre los teóricos literarios de hoy día está de moda señalar como
inaccesible toda la literatura, especialmente la poesía. Que algunas personas todavía continúen
escribiéndola es una rareza que pertenece a alguna columna “Créalo o No” del
periódico.
Cuando los poetas encomiaron a los dioses y a los héroes
tribales y glorificaron su sabiduría para la guerra, fueron tolerados, pero con la aparición
de la poesía lírica y la obsesión del poeta con el ego, todo cambió. ¿Quién quiere oír acerca
de la vida de seres insignificantes, mientras los grandes imperios se erigen y caen? Todas
esas fruslerías sobre estar enamorado, besuquearse y experimentar detenidamente la
alborada del día mientras canta el gallo, es de lo más risible. Maestros, clérigos y
otros policías de la virtud siempre han sido cómplices de los filósofos. Ningún modelo ideal de
sociedad, desde Platón, ha aceptado a los poetas líricos, y por abundancia de buenas razones.
Los poetas líricos están siempre corrompiendo a los jóvenes, haciéndolos ahogarse en autocompasiones y condescender en embelesamiento. El sexo
sucio y la falta de respeto por la autoridad es lo que los poetas han susurrado en
los oídos de los jóvenes por siglos.
“Si él escribe versos, échalo a patadas”, se le aconsejó
a un novel padre hace dos mil años en Roma. Y eso no ha cambiado mucho. Los padres de
familia todavía prefieren que sus niños sean taxidermistas y recaudadores de impuestos en
vez de poetas. ¿Quién puede reprocharles? ¿Preferiría usted que su única hija sea
poeta o mesera de un club nocturno? Esa es una dura elección.
Incluso los verdaderos poetas han detestado la poesía.
“Hay muchas cosas tras este engaño”, dijo Marianne Moore. Y ella tenía su punto de
vista. Algunas de las cosas más estúpidas que los seres humanos han proferido se hallan
en la poesía. La poesía, como regla, ha avergonzado tanto a individuos como a naciones.
La poesía está muerta, han gritado felizmente por siglos
los enemigos de la poesía y aún lo hacen. Nuestros poetas clásicos, nuestros profesores en
boga nos lo han dicho —en tanto que ellos no son más que un manojo de propagandistas de
las clases gobernantes y de la opresión masculina—. Las ideas una vez promulgadas por
los carceleros y asesinos de los poetas en la Unión Soviética son ahora un gran éxito en
las universidades americanas. El esteticismo, el humor, el erotismo y todas las otras
manifestaciones de la imaginación libre son sospechosas y deben ser censuradas. La poesía, esa
tonta diversión de lo políticamente incorrecto, ha dejado de existir para nuestras clases
educadas. No obstante, a pesar de ellos, la poesía se sigue escribiendo.
El mundo parece siempre premiar la conformidad. Cada
época tiene su límite oficial sobre lo que es real, lo que es bueno y lo que es malo. El ideal
es un plato hecho de deshonestidad, ignorancia y cobardía servido cada noche con un aspecto
serio y un aire de la más alta integridad por los noticieros de televisión. La
literatura también está preparada para unirse a ello. Su tribu está tratando siempre de reformarte y de
enseñarte sus modales. El poeta es ese niño que, de pie en la esquina, con la espalda vuelta
a sus compañeros, piensa que está en el paraíso. Como si eso no bastase, los poetas, todos lo sabemos, son
mentirosos de campeonato.
“Llegas a mentir para mantenerte medianamente interesado
en ti mismo”, dijo el novelista Barry Hannah. Ello es especialmente cierto para los
escritores de versos. Cada uno de ellos cree que impostándose a sí mismo dice la verdad. Si no
podemos ver el mundo tal como es en realidad, se debe a las capas de metáforas muertas que
los poetas han dejado en todas partes. La realidad es sólo un viejo y descascarado
cartel de la poesía.
Los filósofos dicen que los poetas se engañan a sí mismos
cuando moran amorosamente en los detalles. La identificación de lo que permanece
intocable por el cambio ha sido la tarea del filósofo. La poesía y la novela, al contrario, han
sido recreadas con lo efímero —el olor del pan, por ejemplo—. Por lo que a los poetas concierne,
sólo los tontos son seducidos por las generalizaciones.
Cielo y tierra, naturaleza e historia, dioses y demonios
están todos escandalosamente reconciliados en la poesía. Por analogía se dice que cada
cosa es todo, todo es cada cosa. Por consiguiente, los mejores poemas religiosos están
cargados de erotismo. Subjetivamente, los poetas pretenden también trascender
ellos mismos a través de la práctica de hallar su identidad en las cosas lejanas y
apartadas. En un buen poema, el poeta que lo escribió desaparece para que el poeta-lector
pueda llegar a existir. El “yo” de un total extraño, un chino antiguo, por ejemplo, nos
habla desde el lugar más confidencial dentro de nosotros mismos, y nos deleitamos.
El verdadero poeta se especializa en un género de alcoba
y metafísica de la cocina. Soy el místico de la cacerola y mi amor son los rosados dedos
del pie. Como cualquier otro arte, la poesía depende del matiz. Hay muchas maneras de tocar el
encordado de una guitarra, de besarse y morderse algún dedo del pie. Los músicos de
Blues saben que unas pocas notas debidamente tañidas tocan el alma, y así lo hacen los
poetas líricos. La idea es que es posible hacer platos asombrosamente sabrosos con los
ingredientes más simples. ¿Fue Charles Olson quien dijo que el mito es una cama en la
cual los seres humanos hacen el amor a los dioses? Mientras los seres humanos se enamoren
y compongan cartas de amor, los poemas tendrán una razón de ser.
La mayoría de los poemas son bastante cortos. Lleva más
tiempo estornudar naturalmente que leer un haikú. Sin embargo, algunos de estos
“pequeños” poemas han acertado a decir más acerca de la condición humana, en unas pocas
palabras, que siglos de otros géneros de escritura. Los poemas cortos y ocasionales han
sobrevivido por miles de años desde la épica y sólo lo tocante a todas las cosas ha crecido ilegible.
El misterio supremo de la poesía es la
forma en que tales poemas lanzan un hechizo sobre el
lector. El poema es absolutamente entendible después de una lectura, y casi inmediatamente
uno quiere releerlo de nuevo. La poesía es, en conjunto, repetición que nunca llega a ser
monótona. “¡Más!”, gritarían en coro mis hijos soñolientos después de terminar de leerles
algún cuento para niños. Para ellos, como para todos los amantes de la poesía, hay sólo
más, y nunca bastante. Es la calidad paradójica de la poesía la que precisamente
le da su sabor. La Paradoja es su condimento secreto. Sin sus numerosas contradicciones y
su impertinencia, la poesía sería
tan blanda como un sermón del domingo o el discurso de un
presidente. Se debe a sus muchas y deliciosas paradojas que la poesía haya
derrotado y sobrevivido continuamente a sus críticos más duros. Cualquier intento de reformar la
poesía, de hacerla didáctica y moral, o aún de restringirla dentro de alguna “escuela”
literaria, es entender mal su naturaleza. La buena poesía nunca se ha desviado de su
propósito de ser una fuente inagotable de paradojas acerca del arte y la condición
humana. Sólo un estilo que es un carnaval de estilos devela la
irreverencia que me parece apropiada para la poesía hoy. Una poesía, para abreviar, que tiene
la recepción de un cable de televisor con más de trescientos canales, más hechos
extraordinarios que ficciones, falsos milagros y supersticiones en escaparates del supermercado.
Un poema que es como un espectáculo de Elvis Presley en Marte, la mujer con tres
tetas, el cuadro de un perro que se comió la mejor obra de Shakespeare, la noticia de que el
infierno está atestado y de que ahora en el cielo se están estableciendo los pecadores
más perversos.
Aquí, por ejemplo, viene un compañero sin casa ni hogar
cuya cabeza calva perteneció una vez a Julio Cesar. ¿No te vi vociferando en un
stip-tease, ayer, en el Times Square, le pregunto? Cabecea felizmente. Mi siguiente pregunta es:
¿Aníbal cruzará de nuevo Los Alpes con sus elefantes? “Observa afuera a la querida
poeta”, es su respuesta. “Si llega a girar con su carro lleno de compras, de libros viejos y
ropa usada, alístate para oír un poema.” Eso me recuerda que mi bisabuelo, el herrero Philip
Simic, murió a la edad de noventa y seis en 1938, el año de mi nacimiento, después de
regresar tarde a casa, una noche de taberna en compañía de unos gitanos. Pensó que lo
ayudarían a dormirse, pero murió en su propia cama con los músicos tocando sus canciones
favoritas. Eso explica por qué mi padre cantaba canciones de gitanos y por qué yo escribo poemas,
porque como mi abuelo, yo no puedo dormir en las noches.
Charles Simic
Publicado en la revista Michigan 36 N 3 (1997)
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