Quien habla no está muerto
Un curioso se interesa por la frase,
literalmente
vertida del alemán, un verso.
La aparta, la
despliega
sobre la mesa, bien manifiesta, intuyendo
al margen de su obviedad el ánimo
de sustentar lo que se quiera
en cualquier circunstancia, aseverar
monólogos o diálogos,
desmentirlos;
fácil de ser memorizada
como tersa y metálica variante
del bíblico "Tienen boca pero no
hablan".
No le dura casi. De improviso
es como golpeado, despertado,
la vecindad de otra lectura
previniéndole que no existen
verdades objetivas,
y que si así no fuera
¿cómo legitimarlas, a través de qué?;
y su inicial devoción, sumisión
a la frase, se tambalea,
vacila hasta desleírse,
escudriñándola de nuevo, extrañado,
como un inquisidor, ensombrecido,
recriminándole no haberle hecho entender
que su certeza, irrefutable en lo exterior,
tiene descorazonadores límites
(no,
"Quien habla no está muerto",
sino
"Quien habla probablemente no está
muerto");
y desazonado, indispuesto
consigo mismo, a sí mismo
puesto bajo la acusación
de quimérico, crédulo,
de culpable ligereza
en entregarse a deducir
que lo evidente es verdadero.
Alberto Girri
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