4 de febrero de 2023

El chivo de las Uliarte (Carta), José María Castellano




 

EL CHIVO DE LAS ULIARTE (Carta)
 
Querida comadre:
 
Esto lo escribo para usted, que espero que San Cayetano no me la desproteja y que ande bien de salud, igualmente de amores. . . con su marido, ¡por supuesto!, como también ruego que esté sanito mi ahijado que ya veré crecidito y emplumándose por los encuentros delanteros y, de ser así las cosas, andará hondeando palomitas. Si de esos afanes se ocupa, aflójele la rienda. Déjelo que aprenda a hacer buen uso de lo que Dios le dio para diferenciarlo de las mujeres, por nos libre el Cristo de Renca de que le suceda lo mismo que al personaje del verídico que le voy a contar.
A lo que sigue me lo contó un "don" ¡hace años!, un día íbamos en sulqui ya no me acuerdo donde.
Se dio en oportunidad que comentaba el próximo casamiento de un familiar , un solterón mas desabrido que caldo de choclo, cumplidor de los diez mandamientos, muy especialmente del sexto, solterón que a la fecha no conocía el rastro de cabra, que jamás hizo trotar la vizcacha, es decir que llegaba inexperto y casto al matrimonio, igualito que don Virgencita, Su Señoría.
Disculpe, comadre, no me tome por zafado y boca suelta. Si hay alguien a quien respeto es a usted, ¿sabe... ?
El caso es que para el lado del Bajo, póngale San Vicente, La Concepción o en Las Toscas, para el caso es igual, vivían en santa paz tres niñas, pero de las "niñas" de antes, de esas mujeres mas maduras, que alguna vez merecieron varón que les echara una zancadilla entre los yuyos, lo que nunca ocurrió, y se quedaron para vestir santos en lugar de vestir niños.
Estas abajeras, conocidas como las Niñas Uliarte, un tranco antes de la vejez, por miedo a la soledad se amucharon en un rancho de cierta jerarquía campesina, revocado con cal y con cocina de fierro.
Dado su condición y forzada virtud el cura de San Pedro las nombro algo así como fideicomisarias de una Virgen del Carmen, no de las de bulto, sino de las vestidas. Un típico exponente de la imaginería criolla.
¡Viese como se amuchaba la gente en ese rancho en ocasión del mes de María! Las dueñas dirigían las devociones durante ese lapso.
Se desempeñaban como sacerdotisas vicarias del cura italiano de San Pedro.
Para el día de la Inmaculada que usted bien sabe, comadre, cae el 8 de diciembre, una vecina les regalo un cabrito de la parición reciente, blanquito, bonito y gordito, para que con su carne pascuasen en la Navidad cercana.
_ Llego la fecha y las Niñas Uliarte, ¡tantísimamente buenas!, de corazón más blando que miga de pan recién horneado, llegado el momento no se animaron a cortarle el pescuezo al  animalito.
— ¡Pobrecito! Mejor lo criamos.
Eso dijo una y las otras asintieron. Dicho y hecho. Durante unas semanas le dieron leche con una mamadera improvisada, trabajo que fueron dejando a medida que el cabrito comenzó a pastear. El animal comenzó a crecer mansito, mimoso y querendón. Para suerte de todos los perros de la casa lo aceptaron como a un camarada mas.
Las Niñas Uliarte estaban más que satisfechas. Creían honradamente haber hecho una obra de bien que les seria recompensada por el Supremo Juez y con ello amortizarían algún comprensible y cándido mal pensamiento.
Como es natural al niño de la casa pronto comenzaron a  asomarle lo cuernitos. Y al llegar el noviembre siguiente festejaron su natalicio regalándole un cencerro. Se lo ataron el cogote muy emocionadas con un lacito de cuero crudo mandando a trenzar especialmente. Para la ocasión los cuernitos se estaban convirtiendo en astas.
Pocos meses más, para asombro de sus dueñas, poco restaba de aquel cabrito, blanco y tierno como el cordero pascual, dado que comenzó a remanecer en un chivato garboso, medio confianzudo, que de puro macho y carismático acaudillaba a los perros. Cuando ladraban, ese taita los apoyaba con un balido ecudo, resonante, mismo que pitara tabaco criollo.
¡Chivo lindo e inteligente! Le faltaba hablar para ser cristiano.
Vea, mi comadre, si en lugar de un meee... ! hubiera , por ejemplo, balado algún sonido parecido a "mama" , le juro que las Niñas Uliarte le hubieran consultado al cura si era licito bautizarlo. Como no todo es virtud y belleza, algo de olor chivatuno comenzó a desparramar.
Para aplacar un poco el tufo todas las mañanas y cuando recibían visitas lo rociaban con agua de albahaca. Se lo trataba como al hombre de la casa.
¡Viese las barbas que echo! Sin querer faltarle el respeto a las Sagradas Escrituras, creo que el mismísimo patriarca Abraham se las hubiera envidiado. Y ya que andamos por el Antiguo Testamento, si el chivo hubiera tenido mujer, - ¡perdón!-, quise decir cabra, su descendencia hubiera sido tan numerosa que cerros enteros habrían estado cubiertos por caprinos blancos. A tal patriarcal atributo se lo peinaban todos los días. En los domingos, en las fiestas de guardar y en los días patrios se las enrulaba con una pinza de alzar brasas prudentemente calentada al rescoldo. No exagero, comadre. El amor es ciego usted sabe muy bien, mi cuma. Se comprende con solo mirarle la cara a su marido... y ¡disculpe!
El tiempo fue pasando. A un año siguió otro, y otro, y otro. . . las Niñas Uliarte comenzaron a envejecer en serio y el animal, si bien comido y tratado, siete noviembres no le habían pasado en vano. Un chivo de esa edad, disimule la mala comparanza, es más o menos como un hombre de cincuenta años. (Vea qué casualidad: la misma edad del pariente de mi compañero, el que iba a casoriarse. Ese que no conocía lo que le dije al principio.)
A pesar de esa vida regalona y bien aforrada, casi todas las tardes, al caer la oración, se echaba bajo un tala grande que había cerca de las casas, y se quedaba pensativo, como filosofando. Las niñas al verlo así se afligían, preguntándose preocupadas qué le pasaría al mimoso.
Si el chivo les hubiera podido explicar, cosa que al parecer intentaba porque las olisqueaba tupido y a veces las cargoseaba dándoles hocicazos cerca de las partes femeninas, que el tenía una añoranza, una necesidad que le nacía de muy adentro, y que muchas noches en sus sueños se le aparecían cabritas saltarinas que retozaban entre los poleos, las matas de peperina o de yerba buena y todas las flores fragantes que hay en el campo, que se le arrimaban y refregaban su cuerpito tibio en sus paletas o en el costillar. Intentaba
franquearse con las niñas, pero era nada más que un chivo. Le brotaba solo un ¡meee. . . ! lastimero y en el que había algo del bufido del toro de aspas caidas, el marido do todititas las vacas do los cercos.
iViese qué torazo y que manera de ejercer! ¡Era de admirar, mi cuma, como se comportaba con las vacas! Un día le tocaba a una y el otro a otra, y las vaquitas muy satisfechas y ¡meta parir terneritos. . .! El chivo observaba los ejercicios amatorios del toro y en sus ojos aparecía algo como un ramo do envidia. Las niñas lo advirtieron.
Usted que es mujer sabe que el hembraje es como rayo para pialar esas situaciones. Entonces cuando calculaban que el toro se iba a poner atropellador porque alguna esposa le menudeaba las ancas cerca del hocico, encerraban al regalón para que no recibiera malos ejemplos y no tuviera de esos pensamientos de juventud que acarrean remordimientos de conciencia.
Si, comadre, si... El chivo cincuentón y virgo siguió envejeciendo, pero las cabritas de sus sueños no. Hasta se había puesto más arrempujadoras y se le acostaban una de cada lado, mordisqueándole las orejas. Cuando eso sucedía, el chivo se levantaba muy nervioso y, enderezándose sobre las patas traseras, ponía las delanteras sobre el pecho de las niñas. Estas buenas mujeres se entumecían al verlo tan cariñoso para saludar y dar los buenos días.
Mi cuma, dejemos a un lado la afectividad filial para con las patronas y seamos claros en cuanto al problema existencial del patriarca. Entiéndame bien: nunca, nunca, nunquita, jamás de los jamases, ese varón, no digo olido, ni siquiera visto una cabra de carne y hueso.
Rengo, rengo, pero vengo. . ., como se dice. Al final todo se da y lamentablemente hasta la muerte. Si me llega a mi primero le encargo una novena. No se olvide.
Ocurrió que una tarde un paisano del lado de El Medanito, en una época do seca y en busca de mejores pasturas, venia arreando por el camino una majadas de chivas tan flacas que se les podía contar las costillas. Se semejaban al arpa del maestro Maldonado, ese amigo mío de Las Tapias, al casado con la señora Jorja, esa doña del Pozo de la Pampa. El padrillo consorte de la tal majada era un desvencijado chivato que de puro viejo y averiado ya había perdido un cuerno. De tan arruinado que estaba era el último de aquella procesión.
¡Qué no le digo que el tal arreo de andrajos venia en derecera de la casa de las Niñas, meta balar de hambre y levantando nubes de guadal justito a la hora en que nuestro chivo solterón filosofaba bajo el tala. Cuando vio el tierral, sintió el tropel y, sobre todo, cuando escuchó los balidos, se le hizo un nudo en la garganta. Se enderezó bravío y paro las orejas. También pestañeo fuerte y medio le entro un mareo o cosa parecida, mas enseguidita se repuso. Mismito semejaba un centinela alertado por el toque del clarín.
El arreo se acercaba cada vez más. El tierral se espesaba y los balidos se escuchaban claritos como el canto del gallo a la madrugada.
El filósofo abandono sus pensamientos y tranqueo hasta un bordo para divisar mejor esa inesperada novedad. Allí carraspeó para componer el gañote que se le había resecado de golpe, porque sospechaba que algo importante venia llegando.
Cuando los viajeros estaban como a una cuadra, el corazón del chivo entro a corcovear y a la distancia de un tiro de piedra las distinguió, ¡vaya si las vio!, y conoció por vez primera, no a las
cabritas de sus sueños, si no a las mendigas del arreo, pero cabras al fin. ¡Peor era chupar arena!.
Luego el viento le trajo un aroma que lo aflojo, lo desvencijo por dentro.
¡Cuanto asombro! ¡Qué alegría! ¡Que emoción!
Balo fuerte, pero tan fuerte, que las niñas muy sorprendidas salieron en tropel a averiguar qué pasaba. Lo capujaron en el acto. Y, cosa rara, cuma, a ellas, a las tres, se les amontonaron de golpe aquellos pensamientos que en sus lejanas juventudes solían tener cuando veian pasar a algún criollo joven y bien montado. De a una comenzaron a exclamar implorantes:
—¡Santo Dios!
—¡Santo Fuerte!
—¡Santo inmortal!
—Libranos Señor de todo mal!—, corearon las tres .
Vieron rondar alrededor del regalón al fantasma de la tentación.
Esperaron que ocurriera un milagro. Que, por ejemplo, apareciera San Jorge, santo jinetazo, y que desde su zaino con la lanza atravesara al Maligno. Una, la más renitente, suplicó
—¡Jesús te detenga, Satanás!—
Mientras, ese arreo ya pasaba frente a las casas. Entonces sucedió lo increíble. El regalón, el chivo de las Niñas, con una agilidad y fuerza desconocidas, salté de un brinco el cerco de ramas y se acercó resuelto a las viajeras con intenciones muy claras. Horrorizadas las santas mujeres observaron que el macho de la majada no salía a defender sus derechos conyugales. Despavoridas se persignaron porque el adulterio era inevitable.
El chivo se acercó a la cabra que tenia más cerca y la entró a olfatear desde el hocico hacia atrás: cabeza, cogote, arpa del costillar, ancas y . . ., al llegar al encuentro trasero, justito en el lugar donde Dios tajea el sexo a los animales hembra de cuatro patas, no se sabe ni se sabrá nunca si el chivo, acaso por acostumbrado al agua de albahaca, le desagradó y asqueó el perfume que de allí salía o de lo contrario —lo que mucho colegimos— le gustó y ¡muchísimo!.
El hecho es que el recio varón de las Niñas Uliarte ahí nomás blanqueo los ojos, echó la cabeza para atrás, se guastó al suelo, estiró las patas y, sin decir ni siquiera un ¡meee. . .! quedé seco, muerto, ni que un rayo lo hubiera partido. Así de grande y repentino fue elsincope que le dio de purita emoción.
¡Lo que es el destino!
Reciba saludos de su compadre que mucho la estima.
 
José María Castellano
-1986-

 

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