6 de febrero de 2023

El cabrito, José María Castellano

                                                                                                               
               EL CABRITO
 
A la memoria de Rodolfo Ortiz.       

 
Aquella nublinosa mañana en un destartalado camión Rodolfo y yo llegamos al puesto de su campo de Santa Rita, que esté entre Condorhuasi y Altautina, al pie de una loma bravía, poblado de garabatos espinosos y rastreras chéguaras puntiagudas. Milagro de Dios fuese caminar por esas serranías tan solo cien pasos y no espinarse hasta sangrar.
El motivo expresado del viaje era la necesidad de mi amigo de echarle una mirada a sus vacas, pero el tapado comer un cabrito rociado con algo de vino. Nos anunció y recibió el agudo coro de los perros, a manera de saludo campesino, hasta que apareció Merlo, el puestero, que nos estaba esperando. Próximo al rancho se advertía una fogata chisporroteante vigilada por dos niños. El hombre nos saludo cortés y parcamente. Merlo es delgado, reseco como el paisaje,
con cuerpo fibroso como vara de jarilla, de cara huesuda, bigotes singularmente claros y patilla prócer. Hay esquividad en su mirada tímida, y al sonreir se derrama por su rostro el candor de un alma triste.
Rodolfo y el puestero charlaron un rato sobre vacas, pariciones, novillos, y convinieron sobre una próxima yerra. Finalmente callaron, se miraron en silencio y se entendieron. Entonces Merlo llamo a los niños y les hablé con palabra juiciosa y confidente. Les indicé que atrapasen un cabrito de la veintena que había encerrados en las ruinas de lo que hubo de ser la última habitación del rancho que, por no tener techo, servía de corral a los mamones. Saltaron dentro por un vano donde quizá. alguna vez una ventana lo ocupaba. Allí principiaron a retozar fraternos con los animalitos. Urgidos, pillaron uno cualquiera.
Era el único de pelo chasco, renegrido y lustroso. El cabrito forzaba zafarse de los brazos infantiles, balando lastimero. Acaso presentía...
Lo alcanzaron por el pedazo de la pared más derruido.
Una vez salidos del corral, sin que se les ordenase, como si fuese una costumbre con sabor a rito, corrieron en busca de un facón de filo cortante y de una fuente grande. Mientras tanto el hombre había llevado a su víctima bajo la ramada. Sentándose en cuclillas, la inmovilizo tomándola de las patas con ambas manos. El cabrito se contrajo arqueando el lomo y tornando a balar. Puede que clamara por su madre. Luego calló y comenzó a suspirar con espasmódicos
resoplidos, mientras los perros excitados por los balidos y por la inusual actividad rondaban curiosos.
Así se abrió un compás presagiante en el cual se escuchaban los resuellos de la víctima, el crujido de la chala que comía un caballo y la crepitación del fuego. Al volver los niños con el arma de acero bruñido sustituyeron a Merlo. Este, libre de las manos, le palpo el cogote al cabrito con parsimonia de cirujano. Aquellas toscas palmas terminaron el examen con blanda caricia a manera de despedida.
Luego, quizá ansioso por su sino de verdugo de un capullo, de improviso le hundió el cuchillo en la garganta que, jabonoso, se deslizo como culebra.
Hubo un doloroso gemir y un manantial do sangre broto salvaje acompañado de ásperos y sordos ronquidos, cálido y humeante chorro que llenaba el fuentón. La sangre surtía y surtía con intensidad intermitente, al ritmo de una respiración entrecortada y gemebunda.
El cabrito revolviase, desesperado, impotente, ante la mirada curiosa de los niños que lo apretaban con fuerza. Los perros, fija la vista en la sangre, movían la cola vertiginosamente.
Un gato, arriba, encogido en el sobrante de Ia cumbrera, relamía su bigote.
La herida continuaba vertiendo.
Todo parecía teñirse de rojo, menos los ojillos de la víctima, entornados hasta casi quedar blancos. De cuando en cuando hipaba, arrancando exclamaciones a los niños. Únicamente Merlo estaba retraído vuelto sobre si mismo, en aquella escena donde el ritmo vital de la gente y animales allí convocados a esa ceremonia primitiva y bárbara, se acercaba a expensas de una muerte. A mí se me antojaba que el sacrificado expiaba la culpa de haber nacido en un paraje tan bello, agreste e impregnado de paz.
En ese momento el rojo, pincelaba las expresiones, las cosas y hasta el aire mismo.
—Ta muy sangriento esta maula.
Nueva cuchillada y crujieron los huesos.
Se escuchó entonces un roncar sordo - quizá postrer ensayo de un balido - y en la mirada del cabrito se durmió la luz de la vida.
Ya casi no manaba sangre. Luego estiró las patas con total distensión. Brevísimo temblor le recorrió el cuerpo. Se produjo el estertor final.
Después...iNada! Había muerto.
El degollador limpió el facón sobre el lomo del animal. Los niños retiraron la fuente llena de un coágulo temblante.
Alzó Merlo al cabrito y lo puso sobre un tronco. La cabeza cayó hacia atrás mostrando la herida enorme. Finos hilos sanguinolentos comenzaron a descender por la corteza. Un perro los lamié con fruición; otro mes atrevido hizo lo mismo con la herida.
—iSalgan, che!—, les gritó enérgico el matador, dándoles un planazo con el facón.
Alejados los perros colgó al cabrito sobre la viga costanera dela enramada y comenzó a  cuerearlo con habilidad consumada.
Resonaron sordamente los primeros tajos. Abierto el vientre se vio la carne. Habló para si Merlo:
— No está muy gordo. Esté. apenas... apenas...
En breve tiempo al rasguear del facón siguió un sonoro quebrantamiento de huesos y, envueltos en una nubecita vaporosa, comenzaron a caer las tibias entrañas, algunas de las cuales Merlo arrojó a los perros hambrientos. El gato, sin duda por temor a los colmillos de aquellos, no bajó, y comenzó a maullar lastimero.
Poco a poco el cuero se fue desprendiendo y cayendo hasta casi tocar el suelo. Cuando lo sacó totalmente y quedó limpia, monda la cabeza, los ojos de la víctima, antes suaves y tiernos, se veian enormes, desorbitados, como una visión febril, semejante a la impresión que dejan en el alma de los niños los cuentos de ultratumba.
Merlo, mirando esos despojos con candor caviloso de poeta, musitó:
—¡Pensar que era tan bonito!
Y sonrió con su sonrisa triste.
 
José María Castellano
-1954-

 

 

 

 


 

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