Las jaulas del sol
1
¡Oh niño de la siesta, sentado hasta en el
aire
de tu odio!
Lujoso y verdadero rey del hombre que
incendia, que
destapa, que acomete hasta en el velo natal el
arco iris de calor su gran serpiente, su gran corriente,
su profesión de ser arrodillado que se lanza porque
así lo quiere el agua, las comarcas subidas a las
hojas, todo lo recogido por las palmas por su gran
alimento, su corriente de dios, su arrancamiento
del seno de las joyas-mujeres.
Oh mío, pedazo de recuadro del mundo,
recibido
antiguamente por las fieras: en nosotros se levanta
y camina, pero lo acosa el fuego -¡su velocidad
elimina!- hacia donde resoplamos nuestras galas
de enredos e todos los colores, los calores, los
olores y las grandes pestañas destruidas de mi tigre
en el corazón de una provincia.
2
Vengan allí a la casa del diamante
calentado por
el agua, al huerto donde el hombre se recoge
para no caer del globo.
Un día, un paso, un día mil pasos, una
bestia sueño,
pero con todos los amores permitidos por su amor.
Ni una pérdida.
No, no, tribu mía de mi raza. Raza de
ganancia y de lujo,
acopladora, niveladora para el fuego, tambora para
los vientos dementes que saben adorar.
Tenía un camino de patos y de rezos. Al
fondo, el agua,
luego, los ojos de los hombres con sus telas
flotando sobre el sol y aquí la misma marca
de globo entre las piernas ¡y un odio por lo estéril!
Oh madre de todos los amores, ven a mí,
adórame con
tus hijas. Tiernísima del bosque, ven a mí, yo tengo
una bolsa de fuego cautivado por los gatos
monteses pegada sobre el labio,
¡reviéntame en tu olor!
Cortina de cuero y olor a ojos de infierno
matándome
en el bosque.
No tienen puerta para huir los amores.
Círculo de sol repleto de pájaros;
tranquilidad de María,
la mecedora de la tarde.
Francisco Madariaga
De Las jaulas del sol (1960)
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