29 de julio de 2022

Decoración o destino, Julio Bepre

Decoración o destino
 
 
          Es indubitable que el hombre es una entidad determinada por fines; continuamente se hace proposiciones y se encamina hacia algunas, rechazando otras.  La elección, dudas, y el sacrificio por algo que se pretende concretar constituye algo típicamente humano, y es advertible en ello la incidencia recíproca que tienen los factores individuales y colectivos. El fenómeno de la especialización es también una nota propia del hombre y apunta a sus numerosas necesidades: es por una libre decisión o compelido por distintas motivaciones, como se opta por realizar algo. De una forma elegirá (si es que puede) el mísero habitante de una aldea africana, en tanto corresponderá otra muy diversa a quien se encuentra inserto en una sociedad de consumo.
         Hay distintas visiones, si no totalmente negativas al menos escépticas, respecto de la proyección de una sustantividad humana que reúna alcances de servicio y solidaridad incuestionables: la historia abona tales estimaciones. Resalta la crueldad que se desplegó en el cercano siglo XX,  y ni qué decir del ímpetu destructivo que envuelve hoy a la humanidad. Indudablemente hay transgresiones, desconocimiento, negación y hasta rechazo de los valores atinentes al espíritu, de toda aquella virtualidad axiológica que sostiene la dignidad  que corresponde a todo hombre por ser tal.
         La religión, la filosofía, la poesía, el arte y la ciencia en general, devuelven al viviente la certidumbre de que la existencia tiene un implícito sentido trascendente y una participación ennoblecida para con el resto de los demás seres. El infierno son los otros, se afirma en una obra de Sartre, pero en ello existe una total aceptación de lo absurdo, del sinsentido, de la inanidad de un mero vivir sin ninguna referencia a una perspectiva de esperanza o liberación. Y si todo es así ¿qué resulta de ello? ¿Qué podemos creer, crear, compartir o celebrar en nuestro concreto vivir?
         Si en este arduo tiempo que transcurre no vemos asomar con claridad  una esperanza equilibrada y sin retaceos injustos ni con imposiciones arbitrarias de los dueños del poder, existen muchos hombres a pesar de lo apuntado, que con sus gestos y acciones nos recomponen en alguna medida de las desventuras que se sufren en el mundo. Son precisamente aquellos implicados y comprometidos en la aventura de la creación y dación desinteresadas.
Ubicando como ejemplo al poeta, ¿qué hace este buen hombre? Nada menos que internarse a través del lenguaje en el misterio de la vida y su belleza, para así vislumbrar el núcleo del Ser y aprehender en consecuencia una razón valiosa y verdadera que explicite nuestra humana situación. Esto no implica pretender que la actividad poética suplante la relacionada con otros valores, y menos que sea la solución única que permita enervar la orfandad existencial;  el acto de poetizar, de intentar asir la poesía, implica un salto en el vacío del que no se conoce adónde puede concluir.       Quien haya elegido un quehacer creativo valioso como un seguro recurso para el logro de notoriedad –y sin desconocer que toda buena obra puede avecinarla-- ha errado manifiestamente, conforme a cuanto hemos sostenido antes. Afirmó James Joyce  que nadie puede ser auténtico artista si no logra en algún momento librarse de la mediocridad ambiental, de los entusiasmos baratos, de las sugerencias maliciosas y de todos los aduladores influjos de la vanidad y la ambición.
         No se trata de convertir al poeta, al artista, al filósofo o al científico en ascetas o en seres diversos de sus semejantes; quien se sienta distinto se alejará aún más de la verdad, y sus resultados creativos o de investigación u ordenamiento de la realidad, estarán teñidos de puro solipsismo que a la larga lo establecerán en un callejón sin salida.
 El arte, la filosofía y la ciencia no son algo decorativo; cada proposición que nos hagan implicará un desafío que conlleva y exige una plenitud participativa cuando no la expulsión de cualquier acomodo banal al que a veces nos entregamos. El poeta –reiterando la ejemplificación-- debe asumir su rol de creador con la convicción de que hereda experiencias anteriores que enriquecieron el lenguaje del cual se vale, además de aceptar cualquier eventual éxito como una incidencia facticia.
 La historia acoge sobradas pruebas respecto a esta afirmación. ¡Cuántos celebrados autores lograron con el paso del tiempo apenas una exigua mención en los manuales de historia de la literatura! Los espacios de poder no son propios del arte, de la filosofía, de la ciencia y menos aún de la poesía, puesto que ella –como lo expresara René Menard-- no promete ni consuela de nada. Quien no acepte el desprendimiento que implica la creación, se engaña a sí mismo, y quien se desangra por obtener alguna distinción o merecimiento, necesita retornar cuanto antes a un conveniente equilibrio interior. Si bien el hombre es un haz de posibilidades, la intención de permanecer, de anular el olvido, de conjurar al tiempo, no depende de él, y quien no haya meditado esta evidencia tampoco lleva un rumbo acertado.
El creador, en definitiva, no puede estar calmadamente invadido por la complacencia de ser tal; le corresponde  ante todo sentirse comprometido por ello y, muchas veces, con renuncia de las bondades que quizá provea una existencia más ordinaria. Además toda auténtica y trascendente creación humana, no distrae ni constituye una suntuosidad del espíritu, sino que es un intento máximo para restituirle al hombre las excelencias quebrantadas por la civilización cuantitativa, mecánica y consumista, y de crearle otras nuevas posibilidades de crecimiento interior.
 El creador es un indagador, un buscador, un equilibrista en una cuerda floja, alguien que sabe que deberá alejarse de cualquier canto de sirenas, alguien que debe en cada momento avanzar para acrecentar y prodigar la noble actividad a la que se ha entregado. Se trata entonces de no ser simplemente un buen hombre sino un hombre bueno; el pensamiento desinteresado no puede ser nunca decoración sino destino.


Julio Bepre


 

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