Sobre la lectura
(1911)
La mayoría de las personas no sabe leer, y la
mayoría no sabe bien por qué lee. Los unos ven en la lectura un camino difícil
aunque ineludible hacia la «cultura». Los otros consideran la lectura una
diversión fácil, con la que matar el tiempo y en el fondo les es indiferente lo
que leen con tal de que no les aburra.
Herr Müller lee el «Egmont» de Goethe o las
memorias de la margravina de Bayreuth, porque espera hacerse así más culto y
colmar una de las muchas lagunas que presiente en sus conocimientos. Ya el
hecho de que sienta y controle con tanto temor esas lagunas es un síntoma de
que sabe abordar la cultura desde fuera y que la considera como algo que hay
que adquirir con trabajo, es decir que por mucho que estudie, toda la cultura
permanecerá en él muerta y estéril.
Herr Meier lee «por diversión», es decir por
aburrimiento. Tiene tiempo, es rentista, tiene incluso mucho más tiempo del que
es capaz de ocupar con sus propias fuerzas. Así que los escritores le tienen
que ayudar a matar su largo día. Lee a Balzac como fuma un buen cigarro, y lee
a Lenau como lee el periódico.
Sin embargo estos mismos Herr Müller y Herr
Meier, igual que sus mujeres e hijos, no son tan arbitrarios y tan poco
independientes en otros asuntos. No compran ni venden valores del Estado sin
tener buenas razones, han comprobado que las comidas pesadas sientan mal por la
noche y no realizan más esfuerzo físico que el que les parece absolutamente
necesario para adquirir y conservar la salud. Algunos de ellos hacen incluso
deporte y tienen una ligera idea del secreto de este curioso pasatiempo por el
que una persona inteligente no sólo se puede distraer, sino también rejuvenecer
y fortalecer.
Pues bien, igual que Herr Müller hace gimnasia
o rema debería leer.
No debería esperar de las horas que dedica a
su lectura menos ganancias que de aquéllas en las que atiende a sus negocios y
no debería dejarse impresionar por ningún libro que no le enriquezca con un
nuevo conocimiento vivido, que no le haga un poco más sano y un día más joven.
Debería preocuparse de la cultura tan poco como se preocupa por conseguir una
cátedra y debería avergonzarse del trato con ladrones y rufianes de novela como
se avergonzaría del trato con indeseables reales. Pero el lector no piensa de
una manera tan sencilla; o ve el mundo de la letra impresa como un mundo
absolutamente superior donde no rigen el bien y el mal, o lo desprecia en su fuero
interno como un mundo irreal, inventado por especuladores, en el que se adentra
por aburrimiento y del que sale con la sensación de haber pasado un par de
horas relativamente agradables.
A pesar de este enjuiciamiento erróneo y
negativo de la literatura, tanto Herr Müller como Herr Meier, leen demasiado.
Sacrifican a algo que en el fondo de su alma no les importa nada, más tiempo y
atención que a algunos negocios. Sospechan vagamente que en los libros tiene
que haber escondido algo valioso. Pero muestran con ellos una dependencia
pasiva que en los negocios les llevaría pronto a la ruina.
El lector que busca pasatiempo y recreo y el
lector que se interesa por la cultura, presienten que en los libros hay fuerzas
secretas de solaz y estímulo intelectual que no conocen ni saben valorar
exactamente. Por eso hacen como un enfermo imprudente que sabe que en la
farmacia hay muchos remedios buenos, y que se ponen a probar estante por
estante, y frasco por frasco. Sin embargo, tanto en la farmacia real, como en la
librería y la biblioteca cada uno podría encontrar la hierba adecuada y en
lugar de envenenarse y empacharse podría sacar de allí fuerzas y estímulos.
Para nosotros los autores es agradable que se
lea tanto y quizás sea estúpido que un autor piense que se lee demasiado. Pero
a la larga satisface poco un oficio que por todas partes es víctima de mal
entendidos y abusos, y diez buenos lectores agradecidos son preferibles, —a
pesar de que los derechos de autor sean más pequeños— y dan más alegrías que
mil lectores indiferentes.
Por eso me atrevo a afirmar que por todas
partes se lee demasiado, y con ese exceso de lectura no se le hace ningún honor
a la literatura sino una injusticia. Los libros no están para hacer aún más
dependientes a las personas dependientes, y mucho menos están para proporcionar
a las personas incapaces de vivir, una vida barata de mentira y evasión. Al
contrario, los libros sólo tienen un valor si conducen hacia la vida y le
sirven y son útiles, y cada hora de lectura es inútil si no proporciona al
lector una chispa de fuerza, un atisbo de rejuvenecimiento, un hálito de nuevo
frescor.
Ya desde un punto de vista externo, la lectura
es un motivo, una obligación para concentrarse, y no hay nada más falso que
leer para «distraerse». El que no esté enfermo no debe distraerse sino
concentrarse y dedicar siempre, en todas partes y a todo lo que haga, piense o
sienta, todas las fuerzas de su ser. Por eso al leer hay que notar antes de
nada que todo libro honesto constituye una concentración, una síntesis y una
simplificación intensa de cosas complicadas. Cualquier pequeña poesía es ya una
simplificación y una concentración de sensaciones humanas, y si al leer no
tengo la voluntad de colaborar y participar con atención soy un mal lector. La
injusticia que cometo así con un poema o una novela, puede serme indiferente.
Pero al leer mal cometo sobre todo una injusticia conmigo mismo. Dedico tiempo
a algo inútil, empleo fuerza visual y atención a cosas que no me son en
absoluto importantes y que ya de antemano estoy dispuesto a olvidar
rápidamente, fatigo mi cerebro con impresiones que no me sirven para nada y que
no puedo digerir.
Se dice a menudo que los periódicos tienen la
culpa de esta manera de leer equivocada. Yo lo considero completamente falso.
Se puede leer todos los días un periódico o varios y hacerlo concentrado y con
entusiasmo y hasta se puede realizar un ejercicio sano y valioso en la elección
y rápida combinación de las noticias. Y se pueden leer las
«Wahlverwandschaften»
(«Las afinidades electivas»), como un pedante
de la cultura o como un lector que busca el pasatiempo, de una manera que
carece absolutamente de valor.
La vida es breve y en el más allá no preguntan
a nadie por el número de libros que ha leído. Por eso es imprudente y
perjudicial pasar el tiempo con lectura fútil. No estoy pensando siquiera en
libros malos sino sobre todo en la calidad misma de la lectura. De la lectura,
como de cada paso y cada respiración que se hace en la vida, hay que esperar
algo, hay que dedicar fuerzas para cosechar fuerzas más ricas, hay que perderse
para encontrarse más conscientemente. Es inútil conocer la historia de la
literatura, si de cada uno de los libros leídos no hemos obtenido alegría o
consuelo, fuerza o paz del espíritu. La lectura superficial, distraída, es como
caminar por un paisaje bonito con los ojos vendados. Tampoco debemos leer para
olvidarnos a nosotros y nuestra vida cotidiana, sino al contrario, para volver
a tomar con mano firme y con mayor conciencia y madurez nuestra propia vida.
Debemos acercarnos a los libros no como colegiales asustados a profesores
fríos, ni como desesperados a la botella de aguardiente, sino como montañeros a
los Alpes, como guerreros al arsenal, no como fugitivos y desganados de vivir,
sino como personas de buena voluntad a los amigos y salvadores. Si así fuese,
apenas se leería la décima parte de lo que se lee ahora y todos estaríamos diez
veces más contentos y seríamos diez veces más ricos. Y aunque eso condujese a
que nuestros libros no se comprasen, y llevase a su vez a que nosotros los
autores escribiésemos diez veces menos, para el mundo no sería ninguna pérdida.
Porque hay que reconocer que no se escribe mejor de lo que se lee.
Herman Hesse
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