Romanticismo y neorromanticismo
(1900) Herman Hesse
Nadie sabe en realidad lo que significa la
palabra «romántico». Nuestro lenguaje corriente la aplica a muchas cosas, a
libros, a música, a cuadros, vestidos, paisajes, a amistades y relaciones
amorosas, y la entiende ya como reproche, ya como elogio o como ironía. Un
paisaje romántico es un paisaje con barrancos y despeñaderos y ruinas, cuya
contemplación provoca al mismo tiempo placer y ansiedad. Música romántica es
una composición en la que hay más sentimientos que claridad, más suavidad que
tectónica firme, en la que hay algo contenido, velado, una música con muchas
disonancias semidisueltas y compases tímidos, borrosos que deben tocarse
rubato. Algo parecido se piensa, por fin, cuando se habla de un amor romántico,
de una vida romántica —al mismo tiempo se alude a algo insensato y cautivador,
a algo extravagante y aventurero, con una tendencia a la improvisación, algo
que entusiasma a las colegialas y suscita la desaprobación de las personas
sensatas, pero que en todo caso es especial e interesante. En la vida se llama
romántico a todo lo que aparece sin forma y sin ley, que no descansa sobre un
fundamento reconocible y que tiene contornos fugaces como las nubes. A nosotros
el término sólo nos interesa a partir del momento en que se convierte en el
nombre de aquella escuela alemana de escritores cuyo rápido auge y lenta
decadencia ocupan más de un tercio del siglo 19 y cuya historia se repite
curiosamente en todas las literaturas europeas importantes. Como esta escuela
no recibió su nombre ni de contemporáneos ni de historiadores de literatura,
sino que fue ella misma la que lo inscribió con orgullo en su bandera, es
interesante preguntarse qué significa el término «romántico» para los primeros
románticos. La respuesta es: algo distinto para August Wilhelm o para Friedrich
Schlegel, para Novalis o para Tieck. Mientras Schiller, al definir como
«tragedia romántica» su «Jungfrau von Orleans» («Doncella de Orleans») trataba
de hacer solamente justicia a los elementos místicos que en ella concurrían, en
los títulos de las obras de Schlegel y Tieck la palabra significa exactamente
lo mismo que para una obra actual el calificativo «moderno». Novalis emplea la
palabra raramente con intención y nunca como una fórmula clara, envuelve en
ella como en una capa mágica sus ideas más profundamente personales; a Tieck,
el niño alegre, le gusta jugar con ella y se nota que le divierte la oscura y
sonora palabra. Desde el día en que el «Athenáum» fundó una doctrina romántica,
puso la nueva etiqueta a casi todas sus novedades. Los hermanos Schlegel eran
más conscientes y congruentes en su manera de ver las cosas, de tal modo que el
mayor calificaba de «románticos» los valores formales y Friedrich en cambio los
valores filosóficos. Sin embargo, tanto ellos como Novalis tenían en mente
sobre todo el concepto de novela («Román»), desde luego con un recuerdo
evocador de «romántico» («novelesco»).
«La novela» era el «Wilhelm Meister» de Goethe
cuya primera parte, la más importante, acababa de publicarse. Era la primera
novela alemana en el sentido moderno y el gran acontecimiento de aquellos años.
Ningún otro libro alemán ha influido tanto sobre la literatura de su tiempo
como éste. Con «W. Meister» apareció la novela como expresión de una serie de
cosas hasta entonces indecibles. Lo nuevo, maravilloso, profundo y audaz, fue
para los Schlegel, especialmente para Friedrich, en el fondo su aspecto
«romántico». F. Schlegel y Tieck aplicaron entonces el término a sus propios
libros como subtítulo y de este modo dejó pronto de expresar algo concreto. En
lugar de «romántico» podían haber dicho también «a la manera de
Wilhelm-Meister», y de hecho, todas las obras en prosa importantes de aquellos
años, el «Titán» tanto como «Sternbald» y «Lucinde» son imitaciones directas y
conscientes de aquel gran modelo.
Esto no quiere decir que el término
«romántico» no signifícase ya entonces tanto como no-clásico, e incluso
anticlásico, porque Goethe aún no estaba rodeado de la fría aureola del clásico.
Lo que en la historia de la pintura es el interés exclusivo por la luz y el
aire, en la historia de la literatura es paso consciente de la estilización a
lo irregular, del verso a la prosa rítmica, del ensayo acabado, al «fragmento».
No se buscaba ya forma y perfil, sino aroma y ambiente. No se tendía a pasar de
lo universal a lo individual artísticamente delimitado, sino que se intentaba
volver a la fuente, a la unidad primigenia de las cosas y las artes. Se
acompañaba a Schleiermacher en su contemplación del universo.
Vamos a estudiar ahora el contenido en lugar
de la palabra. Inmediatamente salta a la vista que existen dos clases de
romanticismo —una profunda y una superficial, una auténtica y una que solamente
es máscara. En el gusto del público triunfó en su día la última, la falsa.
Novalis cayó pronto en el olvido, mientras que el novelero Fouqué alcanzaba
éxito tras éxito. Así es como el primer romanticismo pereció internamente y
luego también de una manera manifiesta, desapareciendo de la escena entre pitos
y silbidos. En realidad ya estaba muerto cuando Fouqué escribió sus primeras
cosas. Floreció y murió con Novalis. Es cierto que el postromanticismo mostró
en Eichendorff un plácido talento lírico y en Hoffmann un profundo talento
demoníaco, pero éstas son manifestaciones que sólo guardan con el antiguo
principio romántico una relación suelta. El auténtico romanticismo debe
buscarse únicamente en Novalis, pues los Schlegel, a pesar de sus profundos
conocimientos y sublimes percepciones, eran impotentes como poetas.
Novalis murió a los 28 años. En el recuerdo de
sus amigos pervive admirado en irresistible belleza juvenil: el amado
insustituible, sobre cuya obra inacabada flota un perfume único de encanto
secreto. De los oropeles y disfraces que necesitaron sus seguidores no
encontramos ni rastro en él, a no ser aquella apología juvenil del catolicismo
que figura en un extraño ensayo, y que suena en boca de aquel pensador
profundamente protestante como una paradoja desafortunada. Pero se me puede objetar
que su obra principal se desarrolla en la Edad Media, en aquella célebre Edad
Media del romanticismo. No puedo aceptarlo. El «Ofterdingen» es intemporal, se
desarrolla hoy, nunca y siempre, es la historia no de un alma, sino del alma en
general. Como obra literaria es muy discutible. A excepción de la magnífica
primera parte es incompleta y la continuación esbozada discurre por
perspectivas imposibles. Como idea, como proyecto, como acierto creativo, el
«Ofterdingen» tiene un valor incalculable —no es la obra de un adolescente,
sino una reflexión soñadora del alma humana, la elevación desde la miseria y la
oscuridad hacia las alturas de la idea, de la eternidad, de la liberación.
De manera más palpable que a través de aquel
sueño poético, se nos revela la idea romántica fundamental, a través de los
ensayos y aforismos de Novalis que significan mucho más que paráfrasis sobre la
filosofía de Fichte. Su lema y su resultado es proñindización por
interiorización. Que más allá de los límites del tiempo y espacio rigen leyes
eternas; que el espíritu de estas leyes eternas dormita en cada alma; que toda
la formación y la profundización del hombre se basa en conocer ese espíritu en
su propio microcosmos, en adquirir conciencia de sí mismo y en extraer de sí la
medida para todo nuevo conocimiento; esa es en breves palabras la doctrina de
Novalis. No es nada raro que esta idea fundamental se fuese perdiendo más y más
en el romanticismo posterior hasta extinguirse. No servía a los escritores de
moda, ni a los virtuosos de la forma, era en principio una doctrina sin
relación literaria. No es la culpa del romanticismo que la literatura de
aquellas décadas permaneciese ajena a la vida, que viviese en un desdichado
aislamiento. Esto que ya afectó a la creación de los grandes de Weimar, estaba
fundamentado en el espíritu del tiempo. Se comprende que Novalis fuese un
fenómeno excepcional. Pero la pregunta era: ¿qué actitud adoptará la literatura
de una época nueva, distinta, ante su doctrina?
Comienza así la historia de un «neorromanticismo».
La época nueva, distinta ha llegado. La literatura fue derribada del trono del
que no era digna hacía tiempo, —junto con la filosofía cuyo destino había
compartido fielmente durante medio siglo. Y al igual que ésta, se volvió
revolucionaria, democrática y mordaz. El movimiento «junges Deutschland», cuyo
único gran talento fue Heine, enterró con bombo y platillo a la vieja
generación y su literatura. Exceptuando un par de hermosos versos y algunos
chistes buenos de Heine, aquella «joven Alemania» no nos dejó muchas cosas
positivas. Por eso no es extraño que el romanticismo recién dado por muerto
volviese a resucitar —claro que no el auténtico—, sino aquella máscara funesta
a lo Fouqué. En una época en la que en Alemania todo lo que tenía que ver con
romanticismo estaba desprestigiado, se producía y vendía continuamente bajo
toda clase de etiquetas el romanticismo más barato. Hasta el propio Heine debía
muchos admiradores al viejo manto con que se arropaba de vez en cuando. Pero no
todo se debía al manto.
Precisamente él, el profanador
del templo, el irónico genial, conocía bien y añoraba secretamente la «Flor
Azul», y lo mejor que escribió como poeta tiene resonancias del «Ofterdingen».
Pero primero tuvo que desaparecer el
romanticismo de Heine. No tuvo seguidores dignos de mención. El siguiente gran
movimiento literario barrió todas las huellas del pasado. El naturalismo
ejerció un dominio severo e introdujo de repente escuela y disciplina en una
literatura a la deriva. No necesitamos detenernos en él —todos saben la
infuencia tan radicalmente educativa que ejerció sobre el lenguaje y la
poética. Y ahora que ha hecho su obra, no necesitamos, los jóvenes, matarlo, ni
despreciarlo. Como a un maestro severo que se ha hecho viejo, le vemos acercarse
a su fin, sin lágrimas, pero llenos de agradecimiento y dispuestos a guardar de
él un buen recuerdo. Como herencia nos deja una manera de observar, una
sicología y un lenguaje refinados y bien desarrollados. Nos deja muy pocas
obras extraordinarias y asombrosas por su grandeza, pero en cambio enormes
cantidades de estudios, intentos y trabajos preliminares valiosos. ¿Qué actitud
ha adoptado frente a él el elemento romántico de la generación más joven
surgida de su escuela?
No me gusta elegir ejemplos de la literatura
alemana actual. Pero tampoco es necesario, pues como exponentes típicos de la
evolución seguida por la literatura neorromántica tenemos a dos grandes autores
extranjeros sobre los que puede hablarse con más objetividad que sobre coetáneos.
Uno murió prematuramente y ya por su trágico destino suscita nuestra simpatía.
Es el danés Jacobsen. En él encontramos el ejemplo más temprano y noble de un
escritor que conjugó con una enorme fantasía y una sensibilidad suave y
soñadora todo el refinamiento del realismo más desarrollado. Encuentra palabras
llenas de plasticidad concisa para cada fenómeno de la naturaleza, para cada
tallo de hierba que crece junto al camino, para cada belleza visible. Y trata
de trasladar en un oscuro impulso esa poderosa capacidad descriptiva, esa
técnica refinadísima de la expresión a la vida espiritual. No como sicólogo
realista, sino como soñador y descubridor en el mar sin caminos del
inconsciente. Con un afán conmovedor se sumerge en todas las profundidades del
alma femenina (Marie Grubbe). Y en Niels Lyhne emprende a tientas y con
sensibilidad, el descubrimiento del alma infantil. Keller ya lo había hecho en
su inmortal «Grüner Heinrich». Pero Jacobsen posee una técnica nueva: renuncia
consciente o inconscientemente a toda síntesis y estilización, y construye
lenta y penosamente su relato con minúsculos detalles. Y es el primero que
logra ser siempre poeta, que elige en lo que es aparentemente más
insignificante siempre lo importante, característico y que da a su trabajo de
filigrana la solidez y el estilo de una obra planteada con unidad y armonía.
Sus dos obras más importantes son auténticamente románticas. En ambas un alma
individual, débil, es el centro de toda la acción y portadora de todas las
soluciones. Y en los dos casos no describe con análisis riguroso una vida
individual, sino que conquista un terreno neutral sobre el que resuena
poderosamente todo lo humano. Pronto se comprendió que no eran estudios de un
investigador; el misterioso velo de la poesía auténtica flotaba sobre ellos
como un aroma inexplicable pero poderoso. En Jacobsen, el realista se había
convertido en poeta sin renunciar a las conquistas de su escuela. Su ejemplo
tuvo una influencia extraordinaria sobre el surgimiento de un neorromanticismo
alemán.
Estudiemos por último a un romántico de hoy,
todavía joven que creció ya al margen del credo naturalista y en la actualidad
puede ser considerado un típico neorromántico. Me refiero a M. Maeterlinck. En
él no encontramos ya aparentemente ningún vestigio de naturalismo. Estiliza,
compone, adorna sus obras aparentemente con la libertad de un Brentano o un
Hoffmann. Pero sólo aparentemente. También él ha aprendido a ver y describir de
manera realista, pero no se nota inmediatamente porque habla casi
exclusivamente de cosas invisibles. Con la euforia del innovador inició su
camino como soñador y ermitaño apartado del mundo. Pero luego irrumpió en el
tiempo y la vida. Maeterlinck es el primero en seguir impertérrito la doctrina
de Novalis. Para él todos los acontecimientos importantes se desarrollan en el
interior, él descubrió la «tragedia de lo cotidiano». Ve que el alma vive
escondida y asustada en cada ser humano, y la invita a salir con palabras
delicadas y comprensivas, le da ánimos y trata de devolverle el poder perdido.
No es necesario estudiar aquí en detalle sus
obras. Desde hace años Alemania lo conoce tanto como su país natal. Aludiré
solamente a uno de sus libros, el más singular. Demuestra que tanto Maeterlinck
como Jacobsen rinden culto a la naturaleza y la simple verdad. Se trata de su
«Vie des abeilles». Una descripción cuidadosa científicamente impecable de la
vida de las abejas, objetiva, sencilla y rigurosa como un manual, y sin
embargo, en cada frase la obra de un poeta. Aquí, y no en el disfraz de sus
cuentos, es donde hay que buscar el verdadero neorromanticismo. Ignoro si a
Novalis le hubiera gustado la «Princesse Maleine», pero estoy seguro que le
hubiese entusiasmado la «Vie des abeilles». Tratar un trozo de la naturaleza,
pequeño y limitado con el amor del investigador y descubrir con asombro
jubiloso dentro de este círculo estrecho el universo, eso es religiosidad
romántica. Descubrir en una colmena las leyes profundas de la vida y el espejo
de la eternidad, ese es el espíritu de Novalis.
He aquí el misterio y el sentido profundo del
nuevo espíritu romántico. No se trata de escribir unos cuantos poemas bonitos,
sino de buscar una profundización de la vida y del conocimiento en todos los
terrenos. El hecho de que un libro como «Vie des abeilles» haya sido posible
constituye un avance, no sólo en la obra de Maeterlinck. Es de esperar que la
gran masa de lectores comprenda también poco a poco que un libro no puede ser
nunca «romántico» por su tema y su lenguaje, sino únicamente por ese espíritu.
Los autores de novelas de la Edad Media, de dramas fabulosos y de lírica
juglaresca no están ni un paso más cerca del espíritu del romanticismo que Zola
o Dostoievski. Pero que sea bienvenido todo poeta que tenga algo del alma del
«Ofterdingen».
Herman Hesse
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