Rezongo funeral por los cines de barrio
En la dura ciudad que a solas se descubre
ajena, íntima, honda, desmedida, lejana,
mi niñez era inhóspita, dolía atravesarla
hasta el oasis fresco cercado por los cines.
Una moneda apenas compraba aquel tesoro
(costaba conseguirla sangre, sudor y lágrimas),
eran cavernas dulces levemente siniestras
donde todos soñábamos o yo solo soñaba.
Largas tardes de otoño, inviernos entibiados,
en la clara penumbra se prohibía prohibir:
plata y sombras, pantallas imantadas de besos,
aventuras y balas, estocadas y dramas,
y hasta el rostro del mundo que nos miraba serio
cuando abrieron los campos nazis ante Hiroshima.
Al salir el crepúsculo nos tomaba en sus brazos,
y la fiesta del pobre era mirar vidrieras,
mansas panaderías daban aire de hogar
a las veredas húmedas y a las cocinas frías,
y las jugueterías eran inalcanzables,
una gala de otros, pero estaban tan cerca:
la nariz contra el vidrio parecía tocarlas.
Y para apadrinarnos con el olor a campo
compañera la lluvia nos mojaba la cara.
De pronto no hubo barrios, ni cielo entre las casas
(era toda de cielo encima, Buenos Aires):
primero se fue el tango, los cantores del bar,
y después los cafés, el tranvía entrañable
abierto y luminoso, los baldíos, la plaza,
alguien que iba silbando de noche por enfrente
ese tango tan prójimo como el aire o el agua.
No se lleven los cines donde fuimos el mundo.
No se lleven los mundos que acuñaron mi infancia.
¿Dónde vamos a ir, otra vez, a encontrarnos
con esa marejada de insepulta nostalgia?
Rodolfo Alonso
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