El ritmo
Las palabras se conducen como seres caprichosos y
autónomos. Siempre dicen «esto y lo otro» y, al mismo tiempo, «aquello y lo de
más allá». El pensamiento no se resigna; forzado a usarlas, una y otra vez
pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra vez el lenguaje se rebela
y rompe los diques de la sintaxis y del diccionario. Léxicos y gramáticas son
obras condenadas a no terminarse nunca. El idioma está siempre en movimiento,
aunque el hombre, por ocupar el centro del remolino, pocas veces se da cuenta
de este incesante cambiar. De ahí que, como si fuera algo estático, la
gramática afirme que la lengua es un conjunto de voces y que éstas constituyen
la unidad más simple, la célula lingüística. En realidad, el vocablo nunca se
da aislado; nadie habla en palabras sueltas. El idioma es una totalidad
indivisible; no lo forman la suma de sus voces, del mismo modo que la sociedad no es
el conjunto de los individuos que la componen.
Una palabra aislada es incapaz de constituir una unidad
significativa. La palabra suelta no es, propiamente, lenguaje; tampoco lo es
una sucesión de vocablos dispuestos al azar. Para que el lenguaje se produzca
es menester que los signos y los sonidos se asocien de tal manera que impliquen
y transmitan un sentido. La pluralidad potencial de significados de la palabra
suelta se transforma en la frase en una cierta y única, aunque no siempre
rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino la frase u oración, la
que constituye la unidad más simple del habla. La frase es una totalidad
autosuficiente; todo el lenguaje, como en un microcosmo, vive en ella. A
semejanza del átomo, es un organismo sólo separable por la violencia. Y en efecto,
sólo por la violencia del análisis gramatical la frase se descompone en
palabras. El lenguaje es un universo de unidades significativas, es decir, de
frases.
Basta observar cómo escriben los que no han pasado por
los aros del análisis gramatical para comprobar la verdad de estas afirmaciones. Los niños son
incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de la gramática se inicia
enseñando a dividir las frases en palabras y éstas en sílabas y letras. Pero
los niños no tienen conciencia de las palabras; la tienen, y muy viva, de las
frases: piensan, hablan y escriben en bloques significativos y les cuesta
trabajo comprender que una frase está hecha de palabras. Todos aquellos que
apenas si saben escribir muestran la misma tendencia. Cuando escriben, separan
o juntan al azar los vocablos: no saben a ciencia cierta dónde acaban y
empiezan. Al hablar, por el contrario, los analfabetos hacen las pausas
precisamente donde hay que hacerlas: piensan en frases. Asimismo, apenas nos
olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de nosotros, el lenguaje natural
recobra sus derechos y dos palabras o más se juntan en el papel, ya no
conforme a las reglas de la gramática sino obedeciendo al dictado del
pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece el lenguaje en su estado natural,
anterior a la gramática. Podría argüirse que hay palabras aisladas que forman
por sí mismas unidades significativas.
En ciertos idiomas primitivos la unidad parece ser la
palabra; los pronombres demostrativos de algunas de estas lenguas no se reducen
a señalar a éste o aquél, sino a «este que está de pie», «aquel que está tan
cerca que podría tocársele, «aquélla ausente», «éste visible», etc. Pero cada
una de estas palabras es una frase. Así, ni en los idiomas más simples la
palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son palabras.
El poema posee el mismo carácter complejo e indivisible
del lenguaje y de su célula: la frase. Todo poema es una totalidad cerrada
sobre sí misma: es una frase o un conjunto de frases que forman un todo.
Como el resto de los hombres, el poeta no se expresa en
vocablos sueltos, sino en unidades compactas e inseparables. La célula del
poema, su núcleo más simple, es la frase poética. Pero, a diferencia de lo que ocurre
con la prosa, la unidad de la frase, lo que la constituye como tal y hace
lenguaje, no es el sentido o dirección significativa, sino el ritmo. Esta
desconcertante propiedad de la frase poética será estudiada más adelante; antes
es indispensable describir de qué manera la frase prosaica —el habla común— se transforma
en frase poética.
Nadie puede substraerse a la creencia en el poder mágico
de las palabras. Ni siquiera aquellos que desconfían de ellas. La reserva ante
el lenguaje es una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos y
pesamos las palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito. La
confianza ante el lenguaje es la actitud espontánea y original del hombre: las
cosas son su nombre. La fe en el poder de las palabras es una reminiscencia de
nuestras creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee
una vida propia; las palabras, que son los dobles del mundo objetivo, también
están animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y
respuestas; flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración. Unas
palabras se atraen, otras se repelen y todas se corresponden. El habla es un conjunto
de seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen a los astros y
las plantas.
Todo aquel que haya practicado la escritura automática
—hasta donde es posible esta tentativa— conoce las extrañas y deslumbrantes
asociaciones del lenguaje dejado a su propia espontaneidad.
Evocación y convocación. Les motsfont Vamour, dice André
Bretón. Y un espíritu tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta demasiado
seguro de su dominio del idioma: «Un día las palabras se coaligarán contra ti,
se te sublevarán a un tiempo...». Pero no es necesario acudir a estos
testimonios literarios. El sueño, el delirio, la hipnosis y otros estados de
relajación de la conciencia favorecen el manar de las frases.
La corriente parece no tener fin: una frase nos lleva a
otra. Arrastrados por —el río de imágenes, rozamos las orillas del puro existir
y adivinamos un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el ser
del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia vacila. Y de
pronto todo desemboca en una imagen final. Un muro nos cierra el paso: volvemos
al silencio.
Los estados contrarios —extrema tensión de la conciencia,
sentimiento agudo del lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y
brillan, galerías transparentes que la introspección multiplica hasta el infinito—
también son favorables a la repentina aparición de frases caídas del cielo.
Nadie las ha llamado; son como la recompensa de la vigilia. Tras el forcejeo de
la razón que se abre paso, pisamos una zona armónica. Todo se vuelve fácil,
todo es respuesta tácita, alusión esperada. Sentimos que las ideas riman.
Entrevemos entonces que pensamientos y frases son también
ritmos, llamadas, ecos. Pensar es dar la nota justa, vibrar apenas nos toca la
onda luminosa. La cólera, el entusiasmo, la indignación, todo lo que nos pone
fuera de nosotros posee la misma virtud liberadora. Brotan frases inesperadas y
dueñas de un poder eléctrico: «lo fulminó con la mirada», «echó rayos y
centellas por la boca»... El elemento fuego preside todas esas expresiones. Los
juramentos y malas palabras* estallan como soles atroces. Hay maldiciones y blasfemias
que hacen temblar el orden cósmico. Después, el hombre se admira y arrepiente
de lo que dijo.
En realidad no fue él, sino «otro», quien profirió esas
frases: estaba «fuera de sí». Los diálogos amorosos muestran el mismo carácter.
Los amantes «se quitan las palabras de la boca». Todo coincide: pausas y La
lingüística moderna parece contradecir esta opinión. No obstante, como se verá,
la contradicción no es absoluta. Para Román Jakobson, «la palabra es una parte
constituyente de un contexto superior, la frase, y simultáneamente es un
contexto de otros constituyentes más pequeños, los morfemas (unidades mínimas
dotadas de significación) y los fonemas». A su vez los fonemas son haces o
manojos de rasgos diferenciales. Tanto cada rasgo diferencial como cada fonema
se constituyen frente a las otras partículas en una relación de oposición o
contraste: los fonemas «designan una mera alteridad». Ahora bien, aunque carecen
de significación propia, los fonemas «participan de la significación» ya que su
«función consiste en diferenciar, cimentar, separar o destacar» los morfemas y
de tal modo distinguirlos entre sí. Por su parte, el morfema no alcanza efectiva
significación sino en la palabra y ésta en la frase o en la palabra—frase. Así
pues, rasgos diferenciales, fonemas, morfemas y palabras son signos que sólo significan
plenamente dentro de un contexto. Por último, el contexto significa y es
inteligible sólo dentro de una clave común al que habla y al que oye: el
lenguaje. Las unidades semánticas (morfemas y palabras) y las fonológicas
(rasgos diferenciales y fonemas) son elementos lingüísticos por pertenecer a un
sistema de significados que los engloba. Las unidades lingüísticas no
constituyen el lenguaje sino a la inversa: el lenguaje las constituye. Cada
unidad, sea en el nivel fonológica o en el significativo, se define por su relación
con las otras partes: «el lenguaje es una totalidad indivisible», (Nota de
1964) exclamaciones, risas y silencios. El diálogo es más que
un acuerdo: es un acorde. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas
felices, pronunciadas por una boca invisible.
El lenguaje es el hombre, pero es algo más. Tal podría
ser el punto de partida de una inquisición sobre estas turbadoras propiedades
de las palabras. Pero el poeta no se pregunta cómo está hecho el lenguaje y si
ese dinamismo es suyo o sólo es reflejo. Con el pragmatismo inocente de todos
los creadores, verifica un hecho y lo utiliza: las palabras llegan y se juntan
sin que nadie las llame; y estas reuniones y separaciones no son hijas del puro
azar: un orden rige las afinidades y las repulsiones. En el fondo de todo fenómeno
verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a cienos
principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y
asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo
nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al poeta a crear
su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y repulsión. El
poeta crea por analogía.
Su modelo es el ritmo que mueve a todo idioma. El ritmo
es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas, aliteraciones,
paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A la esterilidad
sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas interiores, las
frases brotan como chorros o surtidores. Lo difícil, dice Gabriela Mistral, no
es encontrar rimas sino evitar su abundancia. La creación poética consiste, en
buena parte, en esta voluntaria utilización del ritmo como agente de seducción.
La operación poética no es diversa del conjuro, el
hechizo y otros procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy
semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden
con fines utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la
naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil
añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios,
extraen sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una suma de conocimientos,
como ocurre con un físico o con un chofer. Toda operación mágica requiere una
fuerza interior, lograda a través de un penoso esfuerzo de purificación. Las
fuentes del poder mágico son dobles: las fórmulas y demás métodos de
encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo
mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y sólo a él se le
revela. La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se
parece en nada a la introspección o al análisis; más que búsqueda, actividad
psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las
imágenes.
Con frecuencia se compara al mago con el rebelde. La
seducción que todavía ejerce sobre nosotros su figura procede de haber sido el
primero que dijo No a los dioses y Sí a la voluntad humana. Todas las otras
rebeliones —esas, precisamente, por las cuales el hombre ha llegado a ser
hombre— parten de esta primera rebelión. En la figura del hechicero hay una
tensión trágica, ausente en el hombre de ciencia y en el filósofo. Éstos sirven
al conocimiento y en su mundo los dioses y las fuerzas naturales no son sino
hipótesis e incógnitas. Para el mago los dioses no son hipótesis, ni tampoco,
como para el creyente, realidades que hay que aplacar o amar, sino poderes que
hay que seducir, vencer o burlar. La magia es una empresa peligrosa y
sacrílega, una afirmación del poder humano frente a lo sobrenatural. Separado
del rebaño humano, cara a los dioses, el mago está solo. En esa
soledad radica su grandeza y, casi siempre, su final esterilidad. Por una
parte, es un testimonio de su decisión trágica. Por la otra, de su orgullo, En
efecto, toda magia que no se trasciende —esto es, que no se transforma en don,
en filantropía— se devora a sí misma y acaba por devorar a su creador. El mago
ve a los hombres como medios, fuerzas, núcleos de energía latente. Una de las
formas de la magia consiste en el dominio propio para después dominar a los
demás.
Príncipes, reyes y jefes se rodean de magos y astrólogos,
antecesores de los consejeros políticos. Las recetas del poder mágico entrañan
fatalmente la tiranía y la dominación de los hombres. La rebelión del mago es
solitaria, porque la esencia de la actividad mágica es la búsqueda del poder.
Con frecuencia se han señalado las semejanzas entre magia y técnica y algunos
piensan que la primera es el origen remoto de la segunda» Cualquiera que sea la
validez de esta hipótesis, es evidente que el rasgo característico de la técnica
moderna —como el de la antigua magia— es el culto del poder. Frente al mago se
levanta Prometeo, la figura más alta que ha creado la imaginación occidental.
Ni mago, ni filósofo, ni sabio: héroe, robador del fuego, filántropo. La
rebelión prometeica encarna la de la especificación. En la soledad del héroe encadenado late, implícito, el regreso al mundo de
los hombres. La soledad del mago es soledad sin retorno. Su rebelión es estéril
porque la magia —es decir: la búsqueda del poder por el poder— termina aniquilándose
a sí misma. No es otro el drama de la sociedad moderna.
La ambivalencia de la magia puede condensarse así: por
una parte, trata de poner al hombre en relación viva con el cosmos, y en este
sentido es una suerte de comunión universal; por la otra, su ejercicio no
implica sino la búsqueda del poden El ¿para qué? es una pregunta que la magia
no se hace y que no puede contestar sin transformarse en otra cosa: religión,
filosofía, filantropía. En suma, la magia es una concepción del mundo pero no
es una idea del hombre. De ahí que el mago sea una figura desgarrada entre su
comunicación con las fuerzas cósmicas y su imposibilidad de llegar al hombre,
excepto como una de esas fuerzas. La magia afirma la fraternidad de la vida
—una misma corriente recorre el universo— y niega la fraternidad de los
hombres.
Ciertas creaciones poéticas modernas están habitadas por
la misma tensión. La obra de Mallarmé es, acaso, el ejemplo máximo. Jamás las
palabras han estado más cargadas y plenas de sí mismas; tanto, que apenas si
las reconocemos, como esas flores tropicales negras a fuerza de encarnadas.
Cada palabra es vertiginosa, tal es su claridad. Pero es una claridad mineral:
nos refleja y nos abisma, sin que nos refresque o caliente. Un lenguaje a tal
punto excelso merecía la prueba de fuego del teatro. Sólo en la escena podría haberse
consumido y consumado plenamente y, así, encarnar de veras. Mallarmé lo
intentó. No sólo nos ha dejado varios fragmentos poéticos que son tentativas
teatrales, sino una reflexión sobre ese imposible y soñado teatro. Mas no hay
teatro sin palabra poética común. La tensión del lenguaje poético de Mallarmé
se consume en ella misma. Su mito no es filantrópico; no es Prometeo, el que da
fuego a los hombres, sino Igitur: el que se contempla a sí mismo. Su claridad
acaba por incendiarlo. La flecha se vuelve contra el que la dispara, cuando el
blanco es nuestra propia imagen interrogante. La grandeza de Mallarmé no
consiste nada más en su tentativa por crear un lenguaje que fuese el doble
mágico del universo —la Obra concebida como un Cosmos— sino sobre todo en la
conciencia de la imposibilidad de transformar ese lenguaje en teatro, en
diálogo con el hombre. Si la obra no se resuelve en teatro, no le queda otra
alternativa que desembocar en la página en blanco. El acto mágico se trasmuta
en suicidio. Por el camino del lenguaje mágico el poeta francés llega al
silencio. Pero todo silencio humano contiene un habla. Callamos, decía sor Juana,
no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir todo lo
que quisiéramos decir. El silencio humano es un callar y, por tanto, es
implícita comunicación, sentido latente. El silencio de Mallarmé nos dice nada,
que no es lo mismo que nada decir. Es el silencio anterior al silencio.
El poeta no es un mago, pero su concepción del lenguaje
como una society oflife —según define Cassirer la visión mágica del cosmos— lo
acerca a la magia. Aunque el poema no es hechizo ni conjuro, a la manera de
ensalmos y sortilegios el poeta despierta las fuerzas secretas del idioma. El
poeta encanta al lenguaje por medio del ritmo. Una imagen suscita a otra. Así,
la función predominante del ritmo distingue al poema de todas las otras formas
literarias. El poema es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el
ritmo.
Si se golpea un tambor a intervalos iguales, el ritmo
aparecerá como tiempo dividido en porciones homogéneas. La representación
gráfica de semejante abstracción podría ser la línea de rayas: La intensidad
rítmica dependerá de la celeridad con que los golpes caigan sobre el parche del
tambor. A intervalos más reducidos corresponderá redoblada violencia. Las
variaciones dependerán también de la combinación entre golpes e intervalos. Por
ejemplo: —I—I—I 1—I 1—I— , etc. Aun reducido a ese esquema, el ritmo es algo
más que medida, algo más que tiempo dividido en porciones. La sucesión de golpes
y pausas revela una cierta intencionalidad, algo así como una dirección. El
ritmo provoca una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe, sentimos
un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no acertamos a
nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga «algo». Nos coloca
en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no
sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el ritmo
no es exclusivamente una medida vacía de contenido sino una dirección, un
sentido. El ritmo no es medida, sino tiempo original. La medida no es tiempo
sino manera de calcularlo. Heidegger ha mostrado que toda medida es una «forma
de hacer presente el tiempo». Calendarios y relojes son maneras de marcar nuestros
pasos. Esta presentación implica una reducción o abstracción del tiempo
original: el reloj presenta al tiempo y para presentarlo lo divide en porciones
iguales y carentes de sentido. La temporalidad —que es el hombre mismo y que,
por tanto, da sentido a lo que toca— es anterior a la presentación y lo que la
hace posible.
El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa
frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo
y no son los años sino nosotros los que pasamos. El tiempo posee una dirección,
un sentido, porque es nosotros mismos. El ritmo realiza una operación contraria
a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa
a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección. Continuo manar, perpetuo
ir más allá, el tiempo es permanente trascenderse. Su esencia es el más —y la
negación de ese más. El tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee
un sentido —el ir más allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse a sí
mismo como sentido. Se destruye y, al destruirse, se repite, pero cada
repetición es un cambio. Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. Así, nunca
es medida sin más, sucesión vacía. Cuando el ritmo se despliega frente a
nosotros, algo pasa con él: nosotros mismos. En el ritmo hay un «ir hacia», que
sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se nosotros mismos los que nos
vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia «algo». El ritmo es sentido y dice «algo».
Así, su contenido verbal o ideológico no es separable. Aquello que dicen las
palabras del poeta ya está diciéndolo el ritmo en que se apoyan esas palabras.
Y más: esas palabras surgen naturalmente del ritmo, como la flor del tallo. La
relación entre ritmo y palabra poética no es distinta a la que reina entre
danza y ritmo musical: no se puede decir que el ritmo es la representación
sonora de la danza; tampoco que el baile sea la traducción corporal del ritmo.
Todos los bailes son ritmos; todos los ritmos, bailes. En el ritmo está ya la
danza; y a la inversa.
Rituales y relatos míticos muestran que es imposible
disociar al ritmo de su sentido. El ritmo fue un procedimiento mágico con una
finalidad inmediata: encantar y aprisionar ciertas fuerzas, exorcizar otras.
Asimismo, sirvió para conmemorar o, más exactamente, para
reproducir ciertos mitos: la aparición de un demonio o la llegada de un dios,
el fin de un tiempo o el comienzo de otro. Doble del ritmo cósmico, era una fuerza
creadora, en el sentido literal de la palabra, capaz de producir lo que el
hombre deseaba: el descenso de la lluvia, la abundancia de la caza o la muerte
del enemigo. La danza contenía ya, en germen, la representación; el baile y la
pantomima eran también un drama y una ceremonia: un ritual El ritmo era un rito.
Sabemos, por otra parte, que rito y mito son realidades inseparables. En todo
cuento mítico se descubre la presencia del rito, porque el relato no es
sino la traducción en palabras de la ceremonia ritual: el mito cuenta o
describe el rito. Y el rito actualiza el relato; por medio de danzas y
ceremonias el mito encarna y se repite: el héroe vuelve una vez más entre los
hombres y vence a los demonios, se cubre de verdor la tierra y aparece el
rostro radiante de la desenterrada, el tiempo que acaba renace e inicia un
nuevo ciclo. El relato y su representación son inseparables. Ambos se
encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza, mito y rito, relato y
ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya en el ritmo, que los
contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser medida vacía y abstracta,
el ritmo es inseparable de un contenido concreto. Otro tanto ocurre con el
ritmo verbal: la frase o «idea poética» no precede al ritmo, ni éste a aquélla.
Ambos son la misma cosa. En el verso ya late la frase y su posible
significación. Por eso hay metros heroicos y ligeros, danzantes y solemnes,
alegres y fúnebres.
El ritmo no es medida: es visión del mundo. Calendarios,
moral, política, técnica, artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos
cultura hunde sus raíces en el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras creaciones.
Ritmos binarios o terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las
instituciones, las creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es
ritmo. Y cada civilización puede reducirse al desarrollo de un ritmo primordial.
Los antiguos chinos veían (acaso sea más exacto decir: oían) al universo como
la cíclica combinación de dos ritmos: «Una vez Yin — otra vez Yang: eso es el
Tao». Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental de la palabra,
según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son emblemas, imágenes
que contienen una representación concreta del universo. Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y
alternándose engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni
abstraído; cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades.
Yin es el invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Sü símbolo
es la puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la
luz, los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libré, el tiempo de
los hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad; «tiempo de plenitud y tiempo
de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y un
aspecto serpiente—, tal es la vida». El universo es un sistema bipartido de
ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige el crecimiento
de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las instituciones.
Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes
altera el orden cósmico; pero también lo altera, en cien «período de cortesía y
el buen gobierno son formas rítmicas, como amor y él tránsito de las
estaciones. Elritmo es imagen viva del universo v— encadenación visible de la
legalidad cósmica: Yi Ying — Yi Yang: «Una vez, Ying una vez Yang: eso es el
Tao».
El pueblo chino que ha sentido el universo como unión,
separación y reunión «ritmos». Todas las concepciones cosmológicas del hombre
brotan de la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda cultura se
encuentra una actitud fundamental ante la vida que, antes de expresarse en
creaciones religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta como ritmo. Yin y
Yang para los chinos; ritmo cuaternario para los aztecas; dual para los
hebreos. Los griegos conciben el cosmos como lucha y combinación de contrarios.
Nuestra cultura está impregnada de ritmos ternarios. Desde la lógica y la
religión hasta la política y la medicina parecen regirse por dos elementos que
se funden y absorben en una unidad: padre, madre, hijo; tesis, antítesis,
síntesis; comedia, drama, tragedia; infierno, purgatorio, cielo; temperamentos sanguíneo, muscular y nervioso; memoria, voluntad y
entendimiento; reinos mineral, vegetal y animal; aristocracia, monarquía y
democracia... No es ésta ocasión para preguntarse si el ritmo es una expresión
de las instituciones sociales primitivas, del sistema de producción o de otras
«causas» o si, por el contrarío, las llamadas estructuras sociales no son sino
manifestaciones de esta primera y espontánea actitud del hombre ante la
realidad. Semejante pregunta, acaso la esencial de la historia, posee el mismo
carácter vertiginoso de la pregunta sobre el ser del hombre —porque ese ser
parece no tener sustento o fundamento, sino que, disparado o exhalado, diríase
que se asienta en su propio sinfín. Pero si no podemos dar una respuesta a este problema, al menos sí es posible afirmar que el
ritmo es inseparable de nuestra condición. Quiero decir: es la manifestación
más simple, permanente y antigua del hecho decisivo que nos hace ser hombres: ser
temporales, ser mortales y lanzados siempre hacia «algo», hacia lo «otro»: la
muerte, Dios, la amada, nuestros semejantes.
La constante presencia de formas rítmicas en todas las
expresiones humanas no podía menos de provocar la tentación de edificar una
filosofía fundada en el ritmo. Pero cada sociedad posee un ritmo Maree! Granel,
propio. (La pen—ée chinoise, París,
1938.) O más exactamente: cada ritmo es una actitud, un sentido
y una imagen del mundo, distinta y particular. Del mismo modo que es imposible reducir los
ritmos a pura medida, dividida en espacios homogéneos, tampoco es posible
abstraerlos y convertirlos en esquemas racionales. Cada ritmo implica una
visión concreta del mundo. Así, el ritmo universal de que hablan algunos
filósofos es una abstracción que apenas si guarda relación con el ritmo
original, creador de imágenes, poemas y obras. El ritmo, que es imagen y
sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros:
es nosotros mismos, expresándonos. Es temporalidad concreta, vida humana
irrepetible. El ritmo que Dante percibe y que mueve las estrellas y las almas
se llama Amor; Lao—tsé y Chuang—tsé oyen otro ritmo, hecho de contrarios
relativos; Heráclito lo sintió como guerra. No es posible reducir todos estos
ritmos a unidad sin que al mismo tiempo se evapore el contenido particular de
cada uno de ellos. El ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir,
aquello en que se apoyan las filosofías.
En todas las sociedades existen dos calendarios. Uno rige
la vida diaria y las actividades profanas; otro, los períodos sagrados, los
ritos y las fiestas. El primero consiste en una división del tiempo en porciones
iguales: horas, días, meses, años. Cualquiera que sea el sistema adoptado para
la medición del tiempo, éste es una sucesión cuantitativa de porciones
homogéneas. En el calendario sagrado, por el contrario, se rompe la
continuidad. La fecha mítica adviene si una serie de circunstancias se conjugan
para reproducir el acontecimiento. A diferencia de la fecha profana, la sagrada
no es una medida sino una realidad viviente, cargada de fuerzas sobrenaturales,
que encarna en sitios determinados. En la representación profana del tiempo, el
1 de enero sucede necesariamente al 31 de diciembre. En la religiosa, puede muy
bien ocurrir que el tiempo nuevo no suceda al viejo. Todas las culturas han
sentido el horror del «fin del tiempo». De ahí la existencia de «ritos de
entrada y salida». Entre los antiguos mexicanos los ritos del fuego —celebrados
cada fin de año y especialmente al terminar el ciclo de 52 años— no tenían más propósito
que provocar la llegada del tiempo nuevo. Apenas se encendían las fogatas en el
Cerro de la Estrella, todo el Valle de México, hasta entonces sumido en
sombras, se iluminaba. Una vez más el mito había encarnado. El tiempo —un
tiempo creador de vida y no vacía sucesión— había sido reengendrado.
La vida podía continuar hasta que ese tiempo, a su vez,
se desgastase. Un admirable ejemplo plástico de esta concepción es el Entierro
del Tiempo, pequeño monumento de piedra que se encuentra en el Museo de
Antropología de México: rodeados de calaveras, yacen los signos del tiempo
viejo: de sus restos brota el tiempo nuevo. Pero su renacer no es fatal. Hay
mitos, como el del Grial, que aluden a la obstinación del tiempo viejo, que se
empeña en no morir, en no irse: la esterilidad impera; los campos se agostan;
las mujeres no conciben; los viejos gobiernan. Los «ritos de salida» —que casi
siempre consisten en la intervención salvadora de un joven héroe— obligan al
tiempo viejo a dejar el campo a su sucesor.
Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en
qué tiempo pasa? La respuesta nos la dan los cuentos: «Una vez había un
rey...». El mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en «una vez...», nudo
en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado que también es
un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no es el ayer
irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado cargado de
posibilidades, susceptible de actualizarse. El mito transcurre en un tiempo
arquetípico. Y más: es tiempo arquetípico, capaz de reencarnar. El calendario
sagrado es rítmico porque es arquetípico. El mito es un pasado que es un futuro
dispuesto a realizarse en un presente. En nuestra concepción cotidiana del
tiempo, éste es un presente que se dirige hacia el futuro pero que fatalmente
desemboca en el pasado.
El orden mítico invierte los términos: el pasado es un
futuro que desemboca en el presente. El calendario profano nos cierra las
puertas de acceso al tiempo original que abraza todos los tiempos, pasados o
futuros, en un presente, en una presencia total. La techa mítica nos hace
entrever un presente que desposa el pasado con el futuro. El mito, así,
contiene a la vida humana en su totalidad: por medio del ritmo actualiza un
pasado arquetípico, es decir, un pasado que potencialmente es un futuro
dispuesto a encarnar en un presente. Nada más distante de nuestra concepción
cotidiana del tiempo. En la vida diaria nos aterramos a la representación cronométrica del tiempo, aunque
hablemos de «mal tiempo» y de «buen tiempo» y aunque cada treinta y uno de
diciembre despidamos al año viejo y saludemos la llegada del nuevo. Ninguna de
estas actitudes —residuos de la antigua concepción del tiempo— nos impide
arrancar cada día una hoja al calendario o consultar la hora en el reloj.
Nuestro «buen tiempo» no se desprende de la sucesión; podemos suspirar por el
pasado —que tiene fama de ser mejor que el presente— pero sabemos que el pasado
no volverá. Nuestro «buen tiempo» muere de la misma muerte que todos los
tiempos: es sucesión.
En cambio, la fecha mítica no muere: se repite, encarna.
Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo
es el ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de ser hoy, el mito es una
realidad flotante, siempre dispuesta a encarnar y volver a ser.
La función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad:
por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert y Mauss, en su
clásico estudio sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario
sagrado y encuentran en la magia rítmica el origen de esta discontinuidad: «La
representación mítica del tiempo es esencialmente rítmica. Para la religión y
la magia el calendario no tiene por objeto medir, sino ritmar, el tiempo»14.
Evidentemente no se trata de «ritmar» el tiempo —resabio positivista de estos
autores— sino de volver al tiempo original. La repetición rítmica es invocación
y convocación del tiempo original. Y es exactamente: recreación del tiempo
arquetípico. No todos los mitos son poemas pero todo poema es mito. Como en el
mito, en el poema el tiempo cotidiano sufre una transmutación: deja de ser sucesión
homogénea y vacía para convertirse en ritmo. Tragedia, epopeya, canción, el
poema tiende a repetir y recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos
que, de alguna manera, resultan arquetípicos.
El tiempo del poema es distinto al tiempo cronométrico.
«Lo que pasó, pasó», dice la gente. Para el poeta lo que pasó volverá a ser,
volverá a encarnar. El poeta, dice el centauro Quiron a Fausto, «no está atado
por el tiempo». Y éste le responde: «Fuera del tiempo encontró Aquiles a
Helena», ¿Fuera del tiempo? Más bien en el tiempo original. Incluso en las
novelas históricas y en las de asunto contemporáneo el tiempo del relato se
desprende de la sucesión. El pasado y el presente de las novelas no es el de la
historia, ni el del reportaje periodístico. No es lo que fue, ni lo que está
siendo, sino lo que se está haciendo: lo que se está gestando. Es un pasado que
reengendra y reencarna. Y reencarna de dos maneras; en el momento de la creación
poética, y después, como recreación, cuando el lector revive las imágenes del
poeta y convoca de nuevo ese pasado que regresa. El poema es tiempo
arquetípico, que se hace presente apenas unos labios repiten sus frases
rítmicas. Esas frases rítmicas son los que llamamos versos y su función
consiste en recrear el tiempo.
Al tratar el origen de la poesía, dice Aristóteles; «En
total, dos parecen haber sido las causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales:
primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir imitativamente;
y en esto se distingue de los demás animales en que es muy más imitador el hombre
que todos ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante imitación;
segundo, en que todos se complacen en las reproducciones imitativas»15. Y más
adelante agrega que el objeto propio de esta reproducción imitativa es la
contemplación por semejanza o comparación: la metáfora es el principal instrumento
de la poesía, ya que por medio de la imagen —que acerca y hace semejantes a los
objetos distantes u opuestos— el poeta puede decir que esto sea parecido a
aquello. La poética de Aristóteles ha sufrido muchas críticas. Sólo que, contra
lo que uno se sentiría inclinado a pensar instintivamente, lo que nos resulta insuficiente no es tanto el concepto de
reproducción imitativa como su idea de la metáfora y, sobre todo, su noción de
naturaleza.
Según explica García Bacca en su Introducción a la
Poética «imitar no significa ponerse a copiar un original... sino toda acción
cuyo efecto es una presencialización». Y el efecto de tal imitación, «que, al
pie de la letra, no copia nada, será un objeto original y nunca visto, o nunca
oído, como una sinfonía o una sonata». Mas, ¿de dónde saca el poeta esos
objetos nunca vistos ni oídos? El modelo del poeta es la naturaleza, paradigma
y fuente de inspiración para todos los griegos. Con más razón que al de Zola y
sus discípulos, se puede llamar naturalista al arte griego. Pues bien, una de
las cosas que nos distinguen de los griegos es nuestra concepción de la
naturaleza. Nosotros no sabemos cómo es, ni cuál es su figura, si alguna tiene.
La naturaleza ha dejado de ser algo animado, un todo orgánico y dueño de una
forma. No es, ni siquiera, un objeto, porque la idea misma de objeto ha perdido
su antigua consistencia. Si la noción de causa está en entredicho, ¿cómo no va
a estarlo la de naturaleza con sus cuatro causas? Tampoco sabemos en dónde
termina lo natural y empieza lo humano. El hombre, desde hace siglos, ha dejado
de ser natural. Unos lo conciben como un haz de impulsos y reflejos, esto es,
como un animal superior. Otros han transformado a este animal en una serie de
respuestas a estímulos dados, es decir, en un ente cuya conducta es previsible
y cuyas reacciones no son diversas a las de un aparato: para la cibernética el hombre
se conduce como una máquina. En el extremo opuesto se encuentran los que nos
conciben como entes históricos, sin más continuidad que la del cambio.
No es eso todo. Naturaleza e historia se han vuelto términos incompatibles, al
revés de lo que ocurría entre los griegos. Si el hombre es un animal o una máquina,
no veo cómo pueda ser un ente político, a no ser reduciendo la política a una
rama de la biología o de la física. Y a la inversa: si es histórico, no es
natural ni mecánico. Así pues, lo que nos parece extraño y caduco —como muy
bien observa García Bacca— no es la poética aristotélica, sino su ontología. La
naturaleza no puede ser un modelo para nosotros, porque el término ha perdido
toda su consistencia.
No menos insatisfactoria parece la idea aristotélica de
la metáfora. Para Aristóteles la poesía ocupa un lugar intermedio entre la
historia y la filosofía. La primera reina sobre los hechos; la segunda rige el mundo
de lo necesario. Entre ambos extremos la poesía se ofrece «como lo optativo».
«No es oficio del poeta —dice García Bacca— contar las cosas como sucedieron,
sino cual desearíamos que hubiesen sucedido.» El reino de la poesía es el
«ojalá». El poeta es «varón de deseos». En efecto, la poesía es deseo. Mas ese
deseo no se articula en lo posible, ni en lo verosímil. La imagen no es lo
«imposible inverosímil», deseo de imposibles: la poesía es hambre de realidad.
El deseo aspira siempre a suprimir las distancias, según se ve en el deseo por
excelencia: el impulso amoroso. La imagen es el puente que tiendeel deseo entre
el hombre y la realidad. El mundo del «ojalá» es el de la imagen por
comparación de semejanzas y su principal vehículo es la palabra «como»: esto es
como aquello. Pero hay otra metáfora que suprime el «como» y dice: esto es
aquello. En ella el deseo entra en acción: no compara ni muestra semejanzas
sino que revela —y más: provoca— la identidad última de objetos que nos
parecían irreductibles.
Entonces, ¿en qué sentido nos parece verdadera la idea de
Aristóteles? En el de ser la poesía una reproducción imitativa, si se entiende
por esto que el poeta recrea arquetipos, en la acepción más antigua de la
palabra: modelos, mitos. Aun el poeta lírico al recrear su experiencia convoca
un pasado que es un futuro. No es paradoja afirmar que el poeta —como los
niños, los primitivos y, en suma, como todos les hombres cuando dan rienda
suelta a su tendencia más profunda y natural— es un imitador de profesión.
Esa imitación es creación original: evocación,
resurrección y recreación de algo que está en el origen de los tiempos y en el
fondo de cada hombre, algo que se confunde con el tiempo mismo y con nosotros,
y que siendo de todos es también único y singular. El ritmo poético es la
actualización de ese pasado que es un futuro que es un presente: nosotros
mismos. La frase poética es tiempo vivo, concreto: es ritmo, tiempo original,
perpetuamente recreándose. Continuo renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad
de la frase, que en la prosa se da por el sentido o significación, en el poema
se logra por gracia del ritmo. La coherencia poética, por tanto, debe ser de
orden distinto a la prosa. La frase rítmica nos lleva así al examen de su sentido. Sin embargo, antes de estudiar cómo se logra la
unidad significativa de la frase poética, es necesario ver más de cerca las
relaciones entre verso y prosa.
Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
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