10 de septiembre de 2019

Eros (y Logos), Rodolfo Alonso


Eros (y Logos), Rodolfo Alonso

“Y el mundo está lleno de esos seres
incompletos que andan en dos pies y
degradan el único misterio
que les queda: el sexo”
D. H. LAWRENCE


Entre las muchas palabras ambiguas del ambiguo lenguaje de los hombres, quizá no haya ninguna que pueda competir con el más que ambiguo termino erotismo. Si bien son muchos los esfuerzos que gente sumamente valiosa ha hecho por clarificarlo (y recordemos al pasar, nada menos que a un D. H. Lawrence o un Henry Miller, quienes procuraron diferenciarlo con toda nitidez de su antónimo pornografía), no es fácil adjudicarle al erotismo contornos muy marcados. No sólo porque lo que aparenta darle sentido es justamente la ausencia de límites, sino porque toda precisión —y de manera muy especial para este caso— se torna en realidad perjudicial para la comprensión real del objetivo buscado.
Ya se ha hecho carne entre nosotros relacionar esta cuestión con el Eros consagrado por Freud, aunque no de la forma en que el siglo ha terminado por masificarlo y degradarlo. Pero no ha sido el daño menor, la consecuencia más funesta de aquello, el alejarnos, cuando no olvidarnos, de la divina limpidez del sueño griego. Lo decididamente erótico nunca ha sido tan decidido; siempre ha hecho su perfección de sutilezas, siempre ha encontrado su culminación —por definición hija del instante y, en consecuencia, momentánea— en la ausencia de fronteras claramente delimitadas, aunque esos limites (la existencia inmanente de esos límites, la transgresión de esos límites) hayan sido no pocas veces lo que le constituye.
Porque no hay erotismo de buena ley, erotismo legítimo, sin pudor. Y no hay pudor que no implique agregarle una pizca de sal al erotismo sano. En esa doble condición, de incierta justeza, de pudorosa licencia, de sutil limitación y límites sutilmente sobrepasados, resulta cuando menos aventurado intentar encararse con el asunto desde el ángulo de la poesía.
La poesía es la respuesta mejor, la única respuesta posible de los hombres a la ambigüedad esencial, irredimible del lenguaje humano. De esa carencia acaso orgánica, de esa constitucional incapacidad de precisión absoluta, que más que afligir fundamenta el lenguaje de los hombres, la poesía —humanísima— ha hecho su cantera. Y obtiene sus inquietan tes beneficios, sus siempre impredecibles consecuencias, de convertir en riqüeza a la pobreza de aquella dificultad. Condenada a buscar la sutileza, a volver más precisa
—es decir expresiva— la imprecisión de tantos límites, la poesía (cuando es auténtica) no se niega a la maldición de su destino sino que, de modo inverso, lo asume porque sabe que es justamente allí, en el corazón mismo de la ambigüedad que habita en el corazón de todo lenguaje humano, donde ha de buscar sus posibilidades de claridad de expresión.
 No resulta desatinado, entonces, pretender encontrar en la poesía de una comunidad alguna de las manifestaciones más dignas y relevantes de su erotismo. Porque si otra de las cualidades ineludibles de un lenguaje humano es la de estar irreparablemente ligado con los usos y costumbres, con la manera de vivir de los hombres que lo hablan, también el erotismo representa para los hombres una emanación ineludible de su cultura, es decir de su manera de vivir.


Rodolfo Alonso

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