Prologo de Vidas Imaginarias Marcel Schwob, Versión
española de Eduardo Paz Leston
En lo que respecta a los individuos, la ciencia histórica
nos llena de incertidumbre. Sólo nos revela aquellos puntos por los cuales
estaban vinculados a las acciones generales. Nos dice que el día de Waterloo
Napoleón estaba enfermo, que la excesiva actividad intelectual de Newton hay
que atribuirla a su temperamento, que Alejandro estaba ebrio cuando mató a
Clitos y que la fístula de Luis XIV pudo ser la causa de algunas de sus
resoluciones. Pascal reflexiona sobre lo que hubiera pasado si la nariz de
Cleopatra hubiese sido más corta, o sobre un grano de arena en la uretra de
Cromwell. Todos esos hechos individuales valen solamente porque han modificado
los acontecimientos o porque hubieran podido alterar la serie. Son causas
reales o posibles; pertenecen al dominio de los eruditos.
El arte se opone a las ideas generales; describe lo
individual, desea lo único. No clasifica; desclasifica. En lo que nos
concierne, nuestras ideas generales pueden ser parecidas a las que tienen
vigencia en el planeta Marte y tres líneas que se cortan forman un triángulo en
cualquier parte del universo. Pero observad en la hoja de un árbol sus
nervaduras caprichosas, sus tonos que varían con la sombra y el sol, la hinchazón
que ha provocado una gota de lluvia, la picadura que ha dejado un insecto, el
rastro plateado de un caracolito, la primera doradura mortal que deja el otoño.
Buscad una hoja exactamente igual en todos los bosques de la tierra: no la
encontraréis. No. existe ninguna ciencia del tegumento de un foliolo, de los
filamentos de una célula, de las sinuosidades de una vena, de la manía de una
costumbre ni de las reacciones intempestivas de un carácter. Que un hombre haya
tenido la nariz torcida, un ojo más alto que el otro, la articulación de los
brazos nudosa, que acostumbrara a comer pechuga de pollo a tal hora y haya
preferido la malvasía al Chateau-Margaux, son cosas que no tienen paralelo en
el mundo. Al igual que Sócrates, Tales hubiera podido decir 1'/(,) ta_a!J'tov,
pero no se hubiera frotado la pierna de la misma manera en la cárcel, antes de
beber la cicuta. Las ideas de los grandes hombres son el patrimonio común de la
humanidad; cada uno de ellos no poseyó en realidad más que sus extravagancias.
E1 libro que describiera a un hombre con todas sus anomalías sería una obra de
arte semejante a una estampa japonesa donde se ve eternamente la imagen de una
pequeña oruga percibida una vez a una determinada hora del día.
Las historias callan estas cosas. En la inmensa colección
de materiales proporcionados por los testimonios, no hay muchos resquicios
singulares e inimitables. Los biógrafos antiguos son al respecto especialmente
avaros. Como sólo apreciaban la vida pública y la gramática, nos han
transmitido de los grandes hombres sus discursos y los títulos de sus libros.
Es el propio Aristófanes quien nos da la alegría de saber que era calvo, y si
la nariz chata de Sócrates no hubiera servido a comparaciones literarias, si su
costumbre de caminar descalzo no hubiera formado parte de su sistema filosófico
de desprecio por el cuerpo, sólo habríamos conservado de él sus interrogatorios
morales. Los comadreos de Sustancio no son más que polémicas llenas de rencor.
El genio benéfico de Plutarco lo convirtió a veces en artista, pero no entendió
la esencia de su arte, puesto que imaginó "paralelos" ¡cómo si dos
hombres descritos con detalle pudieran parecerse! No nos queda sino consultar a
Ateneo, Aulo Gelio, los escoliastas y Diógenes Laercio, quien creyó haber
compuesto una especie de historia de la filosofía.
El sentimiento de lo individual se manifestó plenamente
en los tiempos modernos. La obra de Boswell sería perfecta si hubiera
considerado necesario citar la correspondencia de Johnson y digresiones sobre
sus libros. Las "Vidas de personas eminentes" de John Aubrey son más
satisfactorias. Sin duda alguna, Au¬brey tenía el instinto de la biografía. Es
lamentable que el estilo de este excelente anticuario no esté a la altura de su
concepción. Su libro hubiera sido la recreación eterna de los espíritus
sagaces. Aubrey no sintió nunca la necesidad de establecer una relación entre
los detalles indivi-duales y las ideas generales.
Le bastaba que otros hubiesen otorgado la celebridad a
las personas por las cuales se nteresaba. La mayor parte de las veces no
sabemos si se refiere a un matemático, a un estadista, a un poeta o a un
relojero. Pero cada uno de ellos tiene su rasgo único que lo diferencia para
siempre entre los hombres.
El pintor Hokusai esperaba llegar al ideal de su arte
cuando cumpliera ciento diez años. En ese momento, decía, todo punto, toda
línea trazados por un pincel tendrían vida. Por vida entendía individualidad.
Nada más parecido que puntos y líneas: la geometría se funda en ese postulado.
El arte perfecto de Hokusai exigía que nada fuera más diferente. Así el ideal
del biógrafo sería de diferenciar infinitamente el aspecto de dos filósofos que
han inventado aproximadamente la misma metafísica. Por eso es que Aubrey, que
se interesa únicamente en los hombres, no alcanza la perfección, puesto que no
pudo llevar a cabo la milagrosa transformación que Hokusai esperaba de la
semejanza en la diversidad. Pero Aubrey no llegó a la edad de ciento diez años.
Sin embargo es muy estimable, Y él mismo se daba cuenta del alcance de su
libro. "Recuerdo", dice en su prólogo a Anthony Wood, "una frase
del general Lambert –that the best of men are but men at the best– de la que
encontraréis varios ejemplos en esta grosera y apresurada colección. Por
consiguiente, no deberían exponerse estos arcanos a la luz del día antes de treinta
años. Conviene, en efecto, que el autor y los personajes (al igual que los
nísperos) se hayan podrido,"
Se podría descubrir entre los precursores algunos
rudimentos de su arte. Así Diógenes Laercio nos enseña que Aristóteles llevaba
sobre el estómago un odre lleno de aceite caliente, y que después de su muerte
se encontraron en su casa cantidades de ánforas. Nunca sabremos qué hacía
Aristóteles con todos esos cacharros. y el misterio es tan agradable como las
conjeturas que Boswell nos propone sobre el uso que hacia Johnson de las
cáscaras de naranja secas que acostumbraba a guardar en los bolsillos. Aquí Diógenes
Laercio llega a ser casi tan sublime como el inimitable Boswell. Pero esos
placeres no abundan. En cambio, Aubrey nos los da en cada línea. Milton, nos
dice, "pronunciaba la letra R con mucha dureza". Spenser "era
bajito, llevaba el pelo corto, una gorguera pequeña y pequeños puños de
encaje". Barclay "vivía en Inglaterra tempore R. Jacobi. Era por
entonces un viejo de barba blanca y llevaba sombrero can plumas, lo que
escandalizaba a ciertas personas de costumbres severas". A Erasmo "no
le gustaba el pescado, si bien había. nacido en una ciudad de pescadores".
Por lo que respecta a Bacon, "ninguno de sus criados se atrevía a aparecer
delante de él en botas que no fueran de cuero de España, porque sentía
inmediatamente el olor del cuero de becerro y le resultaba muy desagradable".
El doctor Fuller "estaba tan absorbido por su trabajo que, paseando y
meditando antes de cenar, comía un pan muy ordinario sin darse cuenta". En
cuanto a Sir William Davenant, hace esta observación:
"Asistí a su entierro; el ataúd era de nogal. Sir
John Denham aseguró que nunca había visto un ataúd más hermoso". A
propósito de Ben Johnson, escribe: "Le oí decir a Lacy, el actor, que
tenía la costumbre de usar una capa abierta bajo las axilas, como la de los
cocheros". Esto es lo que le llama la atención en Wílliam Prynne:
"Trabajaba de la siguiente manera: se ponía un gorro largo y puntiagudo
que le caía por lo menos dos o tres pulgadas sobre los ojos y que le servía de
pantalla para proteger sus ojos de la luz, y aproximadamente cada tres horas su
criado le traía un pedazo de pan y un jarro de cerveza para reanimar su
espíritu. De manera que trabajaba, bebía y mascaba pan entreteniéndose así
hasta la noche; sólo entonces comía bien". Hobbes "se volvió muy
calvo en su vejez; sin embargo, en su casa, acostumbraba a estudiar con la
cabeza descubierta; y decía que nunca se resfriaba, pero que su mayor fastidio
era impedir que las moscas se posaran en su calva". Nada nos dice de la
Oceana de John Harrington; pero nos cuenta que su autor, "A. D. 1660, fue
encarcelado en la Torre, donde permaneció un tiempo, luego fue llevado a
Portsey Castle. Su estada en esas cárceles (puesto que era un gentilhombre de
espíritu elevado y excitable) fue la causa procatártica de su delirio o locura que
no fue furiosa, pues conversaba de un modo bastante razonable y su compañía era
muy grata. Pe-ro se apoderó de él la fantasía de que su sudor se transformaba
en moscas y a veces en abejas, ad cetera sobrius, e hizo construir una casita
portátil en el jardín del señor Hart (frente a St. James Park) para hacer la
experiencia. La colocaba al sol y se sentaba enfrente; luego hacía traer sus
colas de zorro para espantar y exterminar todas las moscas y abejas que allí se
descubrieran, y enseguida cerraba las ventanas. Pero sólo llevaba a cabo esta
experiencia en verano, de manera que algunas moscas se ocultaban en las
hendijas y en los pliegues de las cortinas. Después de un cuarto de hora, más o
menos, el calor hacía salir a una mosca de su agujero, o dos, o más. Entonces
exclamaba: .. ¿No veis que es evidente que salen de mí?".
Y esto es todo lo que nos dice de Meriton: "Su verdadera
apellido era Head. El señor Bovey lo conocía bien. Nació en... Era librero en
Little Britain. Había vivido entre gitanos. Su mirada burlona le daba aspecto
de pillo. Podía adoptar cualquier forma. Quebró dos o tres veces. Al final fue
librero, o hacia el final. Se ganaba la vida con sus garabatos. Le pagaban
veinte chelines por hoja. Fue autor de varios libros: The English Rogue, The
Art of Wheadling, etc. Se ahogó en alta mar, cuando se dirigía a Plymouth,
hacia 1676; tenía alrededor de cincuenta años".
Finalmente hay que citar su biografía de Descartes:
"Sr. RENATUS DES CARTES
Nobilis
Gallus, Perroni Dominus, summus Mathematicus et Philosophus, natus Turonum,
pridie Calendas Apriles 1596. Denatus Holmioe, calendis Februarii, 1650.
(Encuentro esta inscripción en su retrato por C. V. Dalen.) Cómo empleó el
tiempo en su juventud y cómo llegó a ser tan sabio lo cuenta al mundo en su
tratado titulado Del método. La Sociedad de Jesús se enorgullece de haber
tenido el honor de educarlo. Vivió varios años en Egmont (cerca de La Haya)
donde fechó varios libros suyos. Era un hombre demasiado sensato para cargar
con una mujer; pero, por ser hombre, tenía deseos y apetitos de hombre;
mantenía pues a una hermosa mujer de buena familia a quien amaba, y de la cual
tuvo algunos hijos (creo que dos o tres), Sería muy sorprendente que siendo
hijos de tal padre no hubiesen recibido una buena educación. Era tan
eminentemente culto que todos los hombres cultos iban a visitarlo y muchos de
ellos le pedían que les mostrase sus... instrumentos (en aquella época la
ciencia matemática estaba muy ligada al conocimiento de los instrumentos y,
como decía sir H. S, al empleo de trucos), Entonces abría un cajón de la mesa y
les mostraba un compás que tenía rota una de sus piernas; y luego, se valía de
una hoja de papel doblada en dos, que hacía las veces de regla."
Es evidente que Aubrey fue muy consciente de su trabajo.
No creáis que desconociera el valor de las ideas filosóficas de Descartes o de
Hobbes. No era eso lo que le interesaba. Nos dice atinadamente que el propio
Descartes expuso al mundo su método, No ignora que Harvey descubrió la circulación
de la sangre, pero prefiere señalar que este gran hombre pasaba sus insomnios
paseándose en camisón, que tenía mala letra y que los más célebres médicos de
Londres no hubieran dado un centavo por ninguna de sus recetas. Está seguro de
habernos revelado la personalidad de Francis Bacon al contar-nos que tenía ojos
vivaces y delicados, de color avellana y parecidos a los de una víbora. Pero no
es un artista tan grande como Holbein. No sabe fijar por la eternidad a un
individuo mediante sus rasgos especiales sobre un fondo de semejanza con el
ideal. Da vida a un ojo, a una nariz, a la pierna, al ges-to de sus modelos; no
sabe, sin embargo, dar vida a la figura. El viejo Hokusai se daba: cuenta perfectamente
que había que llegar a transformar lo general en individual. Aubrey careció de
la misma penetración. Si el libro de Boswell no pasara de diez páginas seria la
obra de arte esperada. La sensatez del doctor Johnson se compone de los lugares
comunes más vulgares; expresado con la extraña violencia que Boswell supo
pintar, posee una calidad única en el mundo. Sólo que este pesado catálogo se
parece a los propios diccionarios del doctor; de él podría extraerse una
Scientia Johnsonniana, con un índice. Boswell no tuvo el coraje estético de seleccionar.
El arte del biógrafo consiste precisamente en la
selección. No debe preocuparse por ser verdadero; debe crear un caos con rasgos
humanos. Leibniz dice que Dios, para crear el mundo, eligió lo mejor entre lo
posible. El biógrafo, como una divinidad inferior, sabe elegir lo que es único
entre los posibles humanos. No debe equivocarse respecto del arte, así como
Dios no se equivocó respecto de la bondad. Es necesario que el instinto de
ambos sea infalible. Pacientes demiurgos han reunido para el biógrafo ideas,
movimientos de fisonomía, hechos. Su obra se halla en las crónicas, las
memorias, las correspondencias y los escolios. De ese grosero conjunto, el
biógrafo elige los elementos para componer una forma que no se parezca a
ninguna otra. No es indispensable que se asemeje a la que antaño creó un dios
superior, basta con que sea única, como cualquier otra creación.
Por desgracia, la mayoría de los biógrafos creyeron que
eran historiadores. Y' nos han privado, así, de retratos admirables. Han supuesto
que solamente la vida de los grandes hombres podía interesarnos. El arte es
ajeno a esas consideraciones. Para el pintor, el retrato que hizo Cranach de un
desconocido tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al
nombre de Erasmo que este retrato es inimitable. El arte del biógrafo
consistiría en valorar la vida de un pobre actor tanto como la de Shakespeare.
Un bajo instinto nos lleva a observar la contracción del esternomastoideo en el
busto de Alejandro o el mechón sobre la frente en el retrato de Napoleón. La
sonrisa de Monna Lisa, de quien nada sabemos (quizá sea el rostro de un
hombre), es más misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusai induce a
meditaciones más profundas. Si se practicara el arte en que se destacaron
Boswell y Aubrey, sin duda no habría que describir minuciosamente al hombre más
grande de su tiempo, o señalar las características de los hombres más célebres
del pasado, sino narrar con el mismo cuidado las existencias únicas de los
hombres, hayan sido divinos, mediocres o criminales.
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